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Ulrika despertó cuando sus esclavas entraron con el desayuno y agua caliente para el baño, pero estaba impaciente por desagraviar a su madre y compartir con ella la maravillosa noticia.

«Necesitaré dinero —se dijo cuando se acercaba a su puerta—. Me llevaré pocos esclavos para poder viajar a buen ritmo. Madre sabrá qué ruta es la más rápida. Gaio Vatinio partirá hoy con una legión de sesenta centurias, esto es, seis mil hombres. He de llegar a Germania antes que él. Debo encontrar el campamento secreto de mi padre para ponerle sobre aviso».

—Lo siento, señora —dijo Erasmo, el viejo sirviente, tras abrirle la puerta del dormitorio de Selene—. Tu madre no está. Tuvo que marcharse por una emergencia antes del alba. Un parto difícil… Podría ausentarse dos días.

¡Dos días! Ulrika se retorció las manos. No quería perder ni siquiera un día.

—¿Sabes adónde fue? ¿A casa de quién?

Pero el viejo sirviente lo ignoraba.

Ulrika se detuvo a reflexionar. Roma era una ciudad grande, con una población enorme. Su madre podría estar en cualquier lugar de ese interminable laberinto de callejuelas.

De regreso a sus aposentos cambió de planes. «Puedo hacerlo sola —se dijo—. Madre lo entenderá. ¿Cuántas veces nos hemos marchado inopinadamente de un pueblo o ciudad bajo la protección de la noche? ¿Cuántas veces hemos ido de aquí para allá debido a la búsqueda personal de madre?».

Cogió una hoja de papiro de su escritorio, humedeció una pastilla de tinta que ablandó con la punta de una varilla de carrizo y, tras meditarlo unos instantes, escribió: «Madre, me voy de Roma. Creo que mi padre sigue vivo y debo avisarle de la emboscada que Gaio Vatinio planea contra sus guerreros. Quiero contribuir a la lucha. Y luego quiero conocer a la gente de mi padre, a mi gente».

Se interrumpió para escuchar cómo la casa volvía a la vida conforme los esclavos se dirigían a sus tareas y la voz chirriante del viejo Erasmo gritaba órdenes. Observó las cortinas de sus ventanas mecidas por la brisa y se estremeció de emoción y de orgullo por su nueva razón de ser. Pensó en la gente a la que iba a conocer en los mágicos bosques con los que había soñado tantas veces. Y comprendió con sorpresa que tenía otras razones para querer llegar cuanto antes a la tierra de su padre, razones que tenían que ver con su enfermedad secreta, con las visiones y los sueños que tanto la habían asustado de niña y que parecían haber vuelto. Quizá por eso había soñado con el lobo la noche anterior, quizá la respuesta a su enfermedad —y el remedio— se hallara en el pueblo de su padre, en los bosques brumosos del lejano norte.

Siguió escribiendo. «Llevo diecinueve años sin un padre. Deseo recuperar el tiempo perdido. Y deseo darle algo al hombre que me dio la vida. Te quiero, madre. Me protegiste cuando no tenía plumas y mi nido era frágil. Dijiste que yo era un regalo de la Diosa, el milagro que te fue concedido en tu solitario exilio, y como tal siempre supiste que no te pertenecía del todo, que la Diosa me llamaría algún día para una misión especial. Creo que la llamada ha llegado. Creo que pronto descubriré dónde está mi lugar, y una vez allí, comprenderé quién soy.

»Querida madre, te querré y honraré siempre, y rezo para que algún día volvamos a estar juntas. Adondequiera que me lleve mi camino, madre, sea cual sea el destino que me aguarde, te llevaré siempre en mi corazón».

Roció la tinta con polvo para secarla y afianzarla y, cuando estaba enrollando el papiro y sellándolo con lacre rojo, se le derramó una lágrima. La pequeña mancha se extendió sobre el papiro creando una curiosa figura en forma de estrella.

Encontró a Erasmo en el atrio, supervisando la limpieza de las pilas de mármol para los pájaros. Ulrika confiaba en él para que hiciera llegar la carta a su madre.

—Sí, sí, señora —dijo el hombre inclinando su calva cabeza y guardándose el papiro en uno de los muchos bolsillos secretos que contenía su vistosa túnica—. Se lo entregaré en cuanto regrese.

Mientras preparaba cuidadosamente su equipaje, la mente le daba vueltas. ¿Cómo llegaría al lejano norte? Colonia se hallaba prácticamente en la cima del mundo. ¿Debía llevarse esclavos o viajar sola? Barajó la posibilidad de pedir consejo a tía Paulina o a su padrastro o a su mejor amiga, pero enseguida lo descartó, pues sabía que intentarían hacerle desistir de su idea.

Guardó en un petate su ropa más resistente, unas sandalias, artículos de tocador, dinero y una capa de repuesto. Hecho esto, cogió algunas cosas de las reservas medicinales de su madre: tarros con remedios, bolsas de hierbas, moho de pan, vendajes, un escalpelo y sedal.

Salió de su casa sin despedirse y caminó resueltamente hasta el foro, en cuyo mercado compró víveres y un odre de agua. Tras doblar por la vía principal que atravesaba los muros de la ciudad en dirección norte, Ulrika apretó el paso mientras rogaba a la Diosa que la acompañara y rezaba para que la Madre de Todos le proporcionara fuerzas para dar la espalda a la única familia y el único mundo que conocía y hacer frente a un destino desconocido con aplomo y coraje.