15

El olor acre a lana de oveja y pieles de cabra se mezcló con el de la lámpara de aceite cuando Ulrika golpeó el pedernal y prendió la mecha.

La llama titilante iluminó la tienda, todavía a oscuras porque el sol no había salido aún. Muy pronto la luz del día y el olor a comida inundarían la atmósfera cerrada de su tienda.

Mientras se peinaba hizo una pausa para acariciar la concha que descansaba sobre su pecho, la promesa tranquilizadora de su reencuentro con Sebastiano. Ella y su escolta habían dejado Antioquía semanas atrás, pero desde entonces no había conseguido dar con su madre en Jerusalén. Así pues, Ulrika había ordenado a Sifax que la llevara a Babilonia para unirse a la caravana de Sebastiano.

El corazón se le aceleraba ante la idea de volver a verle. Tras despedirse en Antioquía para seguir cada uno su camino, a Ulrika le había sorprendido la terrible sensación de vacío que se había apoderado de ella los días que siguieron. Mientras viajaba por un viejo camino en dirección sur subida a un carromato escoltado por Sifax y sus hombres, una tristeza desconocida la embargó. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no transmitir la orden de dar media vuelta y regresar junto a Sebastiano.

No soportaba estar separada de él.

Ella y su escolta habían dejado Jerusalén el día anterior y se habían detenido a pasar la noche al pie de unas montañas que dominaban una inhóspita región de roca y arena que no parecía tener fin. Su siguiente parada era Jericó, donde tomarían una antigua ruta comercial que cruzaba el desierto de Babilonia. Ulrika temblaba de emoción. Cada momento que pasaba despierta pensaba en Sebastiano, en su última noche juntos, en su beso apasionado. Cerraba los ojos y volvía a sentir su cuerpo, su fuerza. Sus caricias. Su sabor. En Babilonia, Ulrika y Sebastiano podrían amarse al fin.

«Luego Sebastiano irá a China mientras yo busco Shalamandar y sus Lagos Cristalinos. Después mi amado y yo nos reencontraremos, estoy segura de eso».

Al salir de la tienda le sorprendió tropezar, en la pálida luz del alba, con un campamento vacío. Miró a su alrededor. No había ni rastro de Sifax y sus hombres. ¿Estarían cazando? ¿Recogiendo leña para el fuego? Cuando el sol asomó por detrás de las recortadas montañas, iluminando el campamento, Ulrika vio que los caballos, las mulas de carga y las tiendas habían desaparecido.

Girando lentamente sobre sus talones, sintiendo el viento afilado en el rostro, miró en derredor y solo vio riscos yermos y montañas de color pardo. Los rayos dorados del alba disolvieron las sombras para mostrar un desierto rojizo que se extendía en todas direcciones bajo un cielo azul. Aunque acababa de celebrarse el equinoccio de primavera, apenas había vegetación. Aquella tierra árida estaba poblada de rocas, piedras y arena, cañones y mesetas, pero no se veía a un solo ser humano.

Ulrika sabía por qué los hombres habían huido en mitad de la noche: le había dicho a Sifax que no le quedaba dinero y que él y sus hombres no serían recompensados hasta que se reincorporaran a la caravana de su patrón. Conocía a los hombres como Sifax y sus camaradas; solo les interesaba el dinero. Habían protestado ante la perspectiva de ir a China y caer por el filo de la tierra. Probablemente esa había sido su oportunidad de romper su relación con Sebastiano Gallo y buscar un trabajo más seguro y lucrativo en otro lugar. Probablemente habían oído hablar de empleos más rentables cuando estaban en Jerusalén.

Por lo menos no la habían abandonado sin provisiones, advirtió con alivio. Junto a la puerta de la tienda vio un saco de lentejas, una bolsa de pan y un generoso odre con agua. Y amarrado a una roca había un asno masticando hierbajos.

Cuando el sol coronó las montañas Ulrika trató de orientarse. Jericó se hallaba varias millas al nordeste. Justo delante, aunque no podía verlo, se extendía el mar de Sal, donde el río Jordán volcaba sus aguas. «Iré hacia el este —se dijo—, y cuando llegue al mar giraré hacia el norte. En Jericó podré unirme a una caravana que se dirija a Babilonia».

Decidió dejar allí la tienda, pues costaba demasiado desarmarla, doblarla y cargarla sobre el asno. La criatura acarrearía la comida, el agua y sus pertenencias y ella caminaría. Pero cuando se inclinó para recoger las bolsas, vio con consternación que estaban rasgadas y que el contenido se había desperdigado por el suelo, cubierto de excrementos de pájaro. También el odre de agua aparecía cortado. Alarmada, vio huellas dejadas por las garras de un felino grande, un león o un leopardo. Y hacía rato que la tierra había absorbido el agua.

Eso quería decir que estaba sola en el desierto de Judea, sin agua y sin comida.

El aire de la mañana era fresco y cortante, con un cielo de un azul intenso salpicado de nubes blancas. Ulrika guiaba el asno por la soga, con los petates y el botiquín amarrados al lomo. Sorteando rocas y peñascos, confiaba en que el terreno se allanara pronto y se poblara de vegetación. Aunque era primavera y las lluvias habían visitado recientemente la región, las flores y los pastos empezaban a secarse, dejando únicamente montañas parduscas con quebradas profundas.

Avanzaba pausadamente hacia el este con el sol en los ojos, buscando rastros de vida humana, aunque solo fuera la tienda solitaria de algún pastor. Pero el sol trepó por el cielo, el día se calentó y ella no encontró otras almas. Un asno salvaje huyó espantado de su trayectoria y las aves la sobrevolaron en círculo. Ulrika permanecía atenta a leopardos y leones, pues seguro que con su andar lento resultaba una presa fácil.

Se hallaba en medio de una tierra yerma de cerros estriados y salpicados de cuevas que semejaban palomares; mucho tiempo atrás, una de esas cuevas había sido la morada de dos mujeres que vivían con su padre. Ulrika conocía la leyenda local de las dos hermanas sin hijos ni marido que se confabularon para emborrachar a su padre, yacer con él y perpetuar de ese modo el linaje. Según la leyenda, lograron seducir al padre, un hombre llamado Lot, y concibieron dos hijos que serían patriarcas de nuevas naciones.

El mediodía llegó y se fue. El sol comenzó su descenso hacia el oeste mientras Ulrika proseguía su caminata por una región de piedra caliza y vegetación reseca, sin una gota de agua.

Finalmente el paisaje se allanó. Ulrika dejó atrás los cerros y las quebradas y divisó a lo lejos el resplandor de unas aguas azules. El mar de Sal.

Aunque hambrienta y cansada, apretó el paso, convencida de que allí hallaría gente, comida y reposo.

Las sombras empezaban a alargarse y el sol estaba enrojeciendo cuando alcanzó finalmente la costa. Contempló la extraña orilla, que parecía cubierta de una fina capa de ceniza blanca. Sabía que no era un lago de agua dulce, sino un mar de sal «muerto», sin plantas ni peces. No obstante, había confiado en encontrar agua potable, pero en toda la costa, plagada de hediondos depósitos minerales, no se divisaba ninguna tienda, ninguna persona, ningún camello. Y eso quería decir que no había agua.

En las montañas que se alzaban al otro lado del mar, en la margen oriental, no había rastro de pueblos o ciudades. A su izquierda, en dirección norte, el río Jordán transcurría junto a la populosa y próspera ciudad de Jericó, pero se hallaba a varias millas de allí, demasiado lejos para llegar antes del anochecer. Por el sur, a su derecha, se extendía un territorio desconocido. Y a su espalda, al oeste, los cerros no parecían sustentar vida alguna.

La costa se le antojaba poblada de peligrosas arenas movedizas y pozos de alquitrán que despedían un olor acre. Ulrika no se atrevía a adentrarse en ese terreno hostil a punto de caer la noche.

Oteó los cerros en busca de refugio, quizá una cueva. Buscaría un pozo o un manantial subterráneo.

Un sonido espeluznante atravesó súbitamente el silencio del desierto. El aullido de un chacal. Al cabo de un instante otros aullidos se elevaron hacia el cielo crepuscular. Ulrika trató de determinar de dónde venían. Una manada de chacales hambrientos no dudaría en atacar a un ser humano indefenso.

Cuando se disponía a coger la soga del asno para regresar a la seguridad de los cerros, los chacales aullaron de nuevo y el asno echó a correr.

—¡Espera! —gritó Ulrika, pero el animal se alejó al galope, llevándose sus petates.

Alzó la vista al cielo y vio que las primeras estrellas adquirían vida. Se imaginó a Sebastiano mirando esas mismas estrellas.

Devolvió la mirada a las montañas del oeste, que ahora eran siluetas negras e irregulares recortadas contra el azul lavanda del cielo. El sol se había puesto. La noche se le echaba encima. Sabía que el ocaso sería breve, que el desierto no tardaría en quedar sumido en la oscuridad. Y en el peligro.

Ciñéndose la palla al cuerpo, empezó a andar hacia las estribaciones de poniente, donde sombras profundas ofrecían la promesa de protección contra la noche.

Dado que la luna estaba pendiente de elevarse y las estrellas no eran todavía almenaras fulgurantes en el cielo, la oscuridad era completa. Ulrika se veía obligada a ir con tiento. El suelo estaba cubierto de piedras y rocas, salpicado de agujeros de serpientes y roedores.

Frío y cortante, el viento arreció y le atravesó la palla. Pensó en su gruesa capa liada sobre el lomo del asno. Probablemente no había ido muy lejos, pero no podía esperar encontrarlo en aquella oscuridad.

Los chacales aullaron de nuevo. Esta vez sonaban más cerca y Ulrika apretó el paso. De repente la tierra cedió bajo sus pies y cayó al suelo al tiempo que un dolor punzante le recorría la pierna. Al incorporarse vio que había metido el pie en un agujero. Se había torcido el tobillo y a duras penas podía apoyar el pie. Renqueante, reanudó la marcha lenta y penosamente, reprendiéndose por no haber sido más cauta, por no haber tenido el buen juicio de subirse al asno.

Su tobillo aullaba de dolor con cada paso, y el hecho de caminar pronto se convirtió en un martirio. Pensó en el botiquín, en los calmantes que le permitirían andar. En cualquier caso, tales remedios venían en forma de polvos o comprimidos que había que ingerir con agua. El jugo de corteza de sauce le aliviaría el dolor, pero también requería agua para diluirlo.

Al llegar al pie de los cerros observó las angostas quebradas. La oscuridad envolvía los barrancos y cañones y no podía adivinar sus formas. ¿Estaba aquel de allí bloqueado con piedras? ¿Tenía aquel de allá arbustos verdes que podrían indicar la presencia de agua? ¿Podía aquel punto oscuro significar una cueva o la guarida de un animal?

¿Cuál de ellos debía elegir?

Mientras recorría con la mirada la extensa desolación que descansaba entre los cerros y el mar, percibió movimiento con el rabillo del ojo. Al darse la vuelta vio a un animal. La estaba observando.

Quedó petrificada ante la imagen de esa bestia hambrienta que la miraba con iris amarillos. Un lobo.

Sin respirar apenas, sin apartar los ojos del animal —una criatura marrón y peluda de orejas tiesas y cola recta—, se preguntó si era real o una visión. El viento silbaba por los cañones con un canto triste. La arena se elevaba del suelo formando una niebla extraña.

Ulrika y el lobo estaban mirándose fijamente. Ulrika no se atrevía a moverse. Si la bestia era real, la atacaría.

Finalmente el lobo dio media vuelta y se alejó trotando, con la cabeza erguida. Recorrido un trecho se detuvo y miró atrás. Ulrika tuvo la sensación de que quería que lo siguiera, pero en lugar de adentrarse en los cerros, buscando la protección de una quebrada, el animal se había detenido en medio de la llanura, donde Ulrika estaría desprotegida y vulnerable.

—Te equivocas —murmuró a la visión. Se volvió hacia uno de los cañones, donde vislumbró una cueva. Allí estaría a salvo.

Pero el lobo siguió andando en la otra dirección. Se detuvo para mirar atrás y le ordenó con sus ojos amarillos que lo siguiera.

«¡Me llevarías a un espacio desprotegido!», quería gritar. Pero el lobo aguardó hasta que Ulrika, incapaz de resistirse a su poder, obedeció.

El animal se detuvo al fin y esperó a que Ulrika le diera alcance. Acto seguido, se sentó sobre las ancas, como un ídolo de piedra aguardando un sacrificio, y se quedó mirándola con sus penetrantes ojos amarillos, las orejas levantadas y alerta.

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó Ulrika.

En ese momento el animal se desvaneció ante sus ojos como sombras al mediodía, como el lobo del comandante Vatinio, y la dejó sola en medio de ese páramo, con el tobillo dolorido, la boca y la garganta secas y los chacales lanzando sus aullidos sobrenaturales al cielo. Ulrika sabía que no tardarían en acecharla otros depredadores.

Se dio la vuelta y avanzó un paso, pero el tobillo cedió y cayó al suelo con un grito. Cuando intentó levantarse comprobó horrorizada que no podía. Era incapaz de caminar.

El agotamiento se adueñó de ella, como si hasta la última gota de energía la hubiera abandonado. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras se frotaba la pierna y percibía que las criaturas de la noche la rodeaban, la observaban, esperaban.

Sentía a las impersonales estrellas mirándola, presenciando su angustia. Sentía el cielo negro y los vientos fríos, sentía cómo la naturaleza seguía su curso ignorando a la mujer en peligro.

«¡Ayúdame!», gritó su mente asustada, enviando el ruego silencioso a la Madre de Todos, a la que había venerado toda su vida.

Mientras intentaba reunir fuerzas para arrastrarse hasta los cerros, posó una mano en la concha de Sebastiano para tranquilizarse. Visualizó al hombre al que amaba, alto y fuerte, evocó su voz, su olor, la sensación que le producían su calor y su poder. Ojalá hubiera ido a Babilonia con él.

Vencida por el cansancio, recostó la cabeza y sintió que la arena del desierto se convertía en hierba fresca bajo su mejilla. Cuando abrió de nuevo los ojos era mediodía y sobre su cabeza brillaba un cielo azul. Frente a ella, rodeada de un paisaje virgen y salvaje, había una mujer alta y bella que construía un altar de conchas. El viento le agitaba los largos cabellos y cincelaba su túnica blanca en una obra de mármol.

—¿Quién eres? —le preguntó Ulrika.

La mujer esbozó una sonrisa enigmática y susurró:

—Ya lo sabes.

Lo sabía. Era la antepasada de la que Sebastiano le había hablado. Una antigua sacerdotisa llamada Gaia de la que era descendiente.

—¿Por qué te me apareces? —preguntó Ulrika.

—Para decirte que no tienes nada que temer.

El altar desapareció y Ulrika volvió a encontrarse en el desierto burlón, bajo un cielo lleno de estrellas.

Entonces vio a…

¡Sebastiano!

Lloró de dicha. ¡Estaba allí! En el desierto de Judea, caminando hacia ella por la corteza salobre del suelo, con la capa ondeando sobre su espalda como la vela de un poderoso barco. Alargó los brazos hacia él.

—¡Sebastiano, has vuelto!

Pero no era Sebastiano. Frente a ella había un extraño. No podía verlo bien porque sobre su cabeza brillaba ahora, como una aureola, una luz cegadora que se perdía en el cosmos.

Entonces oyó una voz. Más que oírla, la sintió a su alrededor. La voz de un hombre que le ordenaba:

—Pide ayuda, Ulrika.

—No puedo. Si pido ayuda los animales sabrán dónde estoy.

—Ya lo saben. Se están acercando.

Contuvo el aliento y aguzó el oído. Escuchó pisadas quedas, jadeos, gruñidos.

Se le heló la sangre. Las bestias de la noche estaban cada vez más cerca.

—Pide ayuda —insistió la aparición—. ¡Deprisa! ¡Ahora! Grita, Ulrika, llena la noche con tu voz.

Ulrika abrió la boca pero no emitió ningún sonido. Tenía la garganta demasiado seca.

—¡Prueba de nuevo! —dijo la aparición—. ¡Vamos, con todas tus fuerza!

Ulrika inspiró hondo, reunió la poca energía que le quedaba y, abriendo la boca al máximo, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude!

De repente una luz cálida la envolvió como brazos amorosos y la levantó del suelo, como si estuviera flotando en un mar dorado. Una oleada de compasión y seguridad la inundó. Oyó que la voz, profunda y dulce, decía:

—No tengas miedo. Todo irá bien.

Y en ese momento Ulrika se sintió tranquila y serena. Jamás había experimentado semejante calma, semejante quietud. Era hermoso.

«Estoy muriéndome —pensó con indiferencia—. Los animales me han encontrado. Me están devorando. La muerte es esto. Pero no me importa».

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Ignoró la voz. Era solo su imaginación. Y no quería salir de la luz, de su calor dulce y acogedor. Quería quedarse ahí para siempre.

—¿Quién va?

Abrió los ojos. Parpadeó a un cielo cubierto de estrellas gélidas, notó el frío de la noche, raudo y cortante, colándose en su piel. ¿Adónde habían ido el calor y la luz?

Inspiró hondo e intentó inyectar vigor a sus miembros. ¿Qué había ocurrido? Se sentó trabajosamente y miró a su alrededor. A su espalda los cerros se alzaban negros y silenciosos. Frente a ella, el mar de sal refulgía como la plata bajo la inquietante luz de las estrellas. ¿Quién había hablado?

Y en ese momento vio las luces, pequeños destellos que aumentaban de tamaño conforme se aproximaban.

—¿Hay alguien ahí? —dijo una voz—. Grita para que podamos encontrarte.

—¡Estoy aquí! —aulló Ulrika agitando los brazos—. ¡Aquí, aquí!

Las luces se acercaron un poco más y vio que eran antorchas portadas por dos mujeres.

—¿Estás bien? —dijo una de ellas.

—¿Estás sola, criatura? —preguntó la mayor de la dos.

—Me he torcido el tobillo —respondió Ulrika. Las mujeres hablaban un dialecto muy extendido en esa zona del imperio, una mezcla de griego vulgar y arameo que le era familiar.

Asiéndola por los brazos, la levantaron del suelo. La más joven, una mujer de cuarenta y pocos años pero robusta, la sostuvo y la ayudó a caminar.

Sin decir palabra, llegaron hasta un afloramiento rocoso. Lo rodearon y subieron por una quebrada angosta donde, protegido del viento, Ulrika vio un puñado de tiendas hechas con piel de cabra negra. La mujer mayor entró en la tienda más grande en tanto que la otra dejaba su antorcha fuera, en un soporte, y ayudaba a Ulrika a entrar.

Agradeciendo el calor y la luz, se dejó caer sobre un lecho de mantas y pieles de oveja. La mujer más joven le tendió una taza de agua y dijo:

—Me llamo Raquel, y ella es Almah. Bienvenida a nuestra casa y que la paz sea contigo.

Ulrika bebió con avidez y les dijo su nombre.

—Estaba segura de que iba a morir. No sé qué habría hecho si no me hubierais encontrado.

—No sabíamos que estabas allí —dijo Raquel—, pero te oímos pedir ayuda. Menos mal que aún te quedaban fuerzas para gritar.

—Estuve a punto de no hacerlo. —Ulrika trató de recordar la visión que había tenido. Primero, una sacerdotisa llamada Gaia y luego un extraño que parecía brillar con luz interior. Fue él quien le ordenó que pidiera ayuda.

A medida que el agua la despabilaba, su cerebro empezó a registrar detalles de la morada. La casa se Raquel era una tienda típica del desierto con un poste en el centro que mantenía el techo en alto y creaba un espacio caldeado por un brasero de carbón e iluminado por lámparas de bronce y terracota. El suelo estaba cubierto de alfombras y sobre una mesita descansaban cuencos, utensilios diversos y un cántaro. Unas sandalias y una capa pequeña y femenina pendían de un gancho. Ulrika supuso que las otras tiendas que había visto, más pequeñas que aquella, se utilizaban como almacén, o tal vez hubiera otras personas durmiendo en ellas.

Con una sonrisa, la mujer mayor, Almah, de pelo gris y encorvada bajo la ropa y el velo negros, le tendió un plato con pastelitos de higo y un cuenco con dátiles.

—Gracias —dijo Ulrika, aceptando gustosamente el ofrecimiento.

Mientras comía pensó en sus salvadoras. Raquel, de constitución delgada pero fuerte, llevaba un vestido largo sujeto a la cintura con un fajín. La tela era de suave lana marrón con rayas verticales de color crema, y su cabellera negra quedaba oculta bajo un velo de lana también marrón que le caía sobre los hombros formando delicados pliegues. No lucía joyas ni maquillaje, pero su rostro era fascinante: anguloso y de tez morena, con unos ojos grandes y negros arrugados en los rabillos y enmarcados por unas pestañas negras y por pobladas cejas del mismo color. Ulrika se preguntó por qué Raquel y su compañera vivían solas en ese lugar desértico. ¿O acaso había otras personas a las que conocería por la mañana?

—¿Qué te ocurrió? —le preguntó Raquel en tanto tomaba asiento en un cojín grande y recogía los pies bajo la falda—. ¿Qué hacías sola ahí afuera?

Ulrika les habló de la búsqueda de su madre en Jerusalén, de su intención de ir a Jericó y luego a Babilonia, y del abandono que había sufrido esa mañana.

—Mi asno deambula por ahí con todas mis pertenencias.

—Lo encontraremos por la mañana —le aseguró Raquel—. Cuando hayas terminado de comer, me ocuparé de tu tobillo. Está muy hinchado.

—Gracias —murmuró Ulrika, y se concentró en su comida. Al rato, sin embargo, notó que su anfitriona la miraba con curiosidad.

—En cuanto al lugar donde caíste —dijo finalmente Raquel—, ¿estabas allí por alguna razón?

—¿Por qué lo dices?

Raquel sonrió y meneó la cabeza.

—Por nada. Y ahora déjame vendarte el tobillo. Almah tiene algo para el dolor.

Ulrika aceptó un tazón con un brebaje oscuro. Reconocía el aroma. Su madre preparaba en Roma ese mismo tónico vigorizante. Sumergía en agua pan de cebada cocido dos veces, lo dejaba fermentar en una cuba de barro y a continuación colaba el líquido con una tela para obtener una cerveza fuerte y medicinal.

Mientras se llevaba el tazón a los labios pensó de nuevo en la visión del desierto. Había sido mucho más vívida que las que había tenido hasta el momento. Esta vez dos personas le habían hablado directamente a ella. ¿Era posible que su mente le hubiera jugado una mala pasada? Lo que más la inquietaba, no obstante, era la sensación de paz y amor que la había envuelto, el dulce estado del que, por unos instantes, no había querido salir.

Si se hubiera acordado de practicar la respiración consciente para controlar la visión y hacerla durar, ¿se habría quedado en ella para siempre?