11
Mientras Néstor seguía a la muchacha de cabellos dorados por el concurrido mercado, su fino olfato percibió, entre los muchos olores que inundaban el aire, el aroma de un cordero generosamente condimentado asándose sobre un fuego.
Giró su enorme cabeza a uno y otro lado y cuando divisó la inmensa pierna girando en el espetón, crujiente y cubierta de pimienta, se acercó al puesto y supo de inmediato que la carne estaría perfectamente rosada en el centro, la grasa ligeramente amarilla y lista para fundirse en la boca, y el pellejo quebradizo y fácil de pelar.
Se la llevaría a su padre.
El hombre que estaba asando la carne, un armenio gordinflón de nariz prominente, con una mata de tirabuzones caída sobre los hombros, le miró con suspicacia.
—¿Qué quieres? —espetó.
Néstor sonrió y alargó un brazo para retirar del fuego la pierna de cordero.
—¡Eh! —gritó el armenio, atrayendo la atención de su esposa e hijos, que se hallaban detrás de un mostrador de madera atendiendo a otros clientes, intercambiando carne y cerveza por monedas.
Antes de que el armenio pudiera golpear a Néstor con un palo, una voz dulce dijo:
—No, Néstor, no debes coger eso.
Néstor notó una mano en el brazo que lo instaba a alejarse del puesto.
Era la muchacha de los cabellos dorados. Se llamaba Reeka y era buena con él. Otras personas le insultaban y le decían que no tendría que haber nacido. Las había que incluso le pegaban con palos y le hacían daño. Pero Reeka siempre le trataba con dulzura, siempre sonreía.
De modo que la siguió, olvidándose del cordero.
Tras disculparse con el armenio, Ulrika guio de nuevo a Néstor hacia el lugar al que se dirigían, hacia el templo de Minerva. No le importaba cuidar de Néstor mientras Timónides visitaba los baños públicos de la ciudad. Ocuparse de Néstor requería dedicación exclusiva, y Ulrika sabía que el astrólogo agradecía tener de vez en cuando un poco de tiempo para él.
Néstor precisaba vigilancia porque no entendía el concepto de compraventa que imperaba en el mercado. Pensaba que las cosas estaban ahí para quien las deseara las cogiera. También había que vigilarlo porque tendía a asustar a la gente. Ulrika sabía que el pobre muchacho no haría daño ni a una mosca, pero era grande y pesado y caminaba con un balanceo que le daba un aspecto agresivo. Y aunque Timónides se esforzaba por mantenerlo aseado, Néstor tenía la costumbre de derramarse comida y limpiarse las manos en la túnica, lo que hacía que pareciera un ser descontrolado, otra razón para inspirar temor.
Pero Ulrika sabía que las personas rechazaban a Néstor, sobre todo, por su rostro redondo de ojillos rasgados y sonrisa permanente. Esos rasgos inquietaban a la gente porque les recordaba lo cruel que podía ser la naturaleza, y creían que si ellos y sus hijos eran normales se debía únicamente a la gracia de los dioses.
Cuidar de Néstor constituía, con todo, una tarea fácil y agradable. Nunca discutía o desobedecía. Se mostraba siempre agradable y solo parecía conocer dos emociones: la dicha y la tristeza, siendo la primera mucho más frecuente que la segunda.
Y su asombroso don nunca dejaba de sorprender a Ulrika. Un único lametón a una salsa nueva, un único sorbo a una sopa desconocida, y Néstor podía regresar al campamento y recrear la receta hasta el último grano de sal.
—Ya estamos —dijo Ulrika a las dos asistentas y al escolta que la acompañaban. Habían llegado al templo de Minerva.
Tras dejar Fuerte Bonna, la caravana de Gallo había continuado hasta Colonia, donde Sebastiano intercambió con mercaderes locales artículos traídos de Egipto e Hispania por artículos germanos muy solicitados en Roma, como carne, joyas de plata y ámbar, cuero y pieles de animales. Los pasajeros que habían viajado con la caravana se despidieron de Sebastiano al tiempo que otros nuevos compraban una plaza en la misma para regresar al sur.
Sebastiano había acortado la estancia en Colonia porque tanto él como Ulrika estaban impacientes por volver a Roma. La caravana se encontraba ahora acampada frente a Pisa, a ciento sesenta millas de su destino. Cada vez que se detenía para descargar artículos y pasajeros y aceptar viajeros y mercancías nuevas, Ulrika aprovechaba para visitar un templo local que fuera célebre por albergar dioses poderosos.
Esperaba encontrar consejo allí, en el lugar de culto de Minerva. La anciana de la Renania le había dicho que debía aprender disciplina. Pero ¿cómo podía hacerlo sin ayuda?
Estaba feliz con la idea de descubrir su verdadero destino, de descubrir al fin cuál era su lugar en el mundo. Por desgracia, ir en pos de su destino significaba que ella y Sebastiano debían separarse.
Cuanto más se acercaban a Roma, más mapas del misterioso Extremo Oriente consultaba él. ¿Dónde estaba exactamente China? Su impaciencia por ponerse en marcha crecía con las horas. Ulrika sabía que a Sebastiano le habían informado de que dos de sus cuatro rivales que competían por el diploma le llevaban ventaja. Adon el Fenicio se hallaba a solo una travesía por mar de Roma y portaba al emperador un extraño animal llamado «grifo», y Gaspar el Persa regresaba de los montes Zagros con dos hermanas gemelas unidas por la cadera desde el nacimiento y de las que se decía que podían dar placer a varios hombres a la vez. Tentadores obsequios para Claudio. Así y todo, Sebastiano había asegurado a Ulrika que estaba convencido de que su presente agradaría todavía más al emperador.
Al pensar en Sebastiano sintió que su corazón se volvía hacia él como una flor se volvía hacia el sol. Sabía que se estaba enamorando de ese hombre apuesto que, cual héroe mitológico, había emergido del bosque blandiendo una espada gigantesca para reducir uno tras otro a sus asaltantes.
Su mente conservaba la escena con tal viveza que era como si Sebastiano estuviera en ese momento luchando con sus enemigos y cercenando el aire con su espada para protegerla con su fuerza y su poder.
Sabía, con todo, que ese amor era un lujo que nunca podría pertenecerle. Sebastiano estaba destinado a alcanzar los límites de la tierra, mientras que ella tenía que seguir su propio camino.
Subió los escalones del templo con Néstor y sus acompañantes pensando en los muchos santuarios y lugares sagrados que había visitado desde que saliera de Colonia para prender incienso, hacer ofrendas y pedir a cada uno de sus dioses que la iluminara. Si su don era un regalo de los dioses, pensaba, a ellos correspondía indicarle cuál debía ser su siguiente paso.
Por una moneda de cobre compró una paloma blanca al vendedor apostado en los escalones del templo, quien le aseguró que el pájaro era perfecto e inmaculado. Cuando fue a coger la pequeña jaula que le tendía el vendedor, vio a su lado a un hombre joven que no estaba ahí un momento antes. Ulrika aguardó, escuchó, y un instante después la visión desapareció.
Resultaba frustrante. Había experimentado varios fenómenos visuales y auditivos de esa índole durante el viaje de regreso a Roma, todos aleatorios y carentes de significado. Tal vez, pensó esperanzada al llegar a lo alto de la escalinata, donde se hallaba la entrada principal del templo, tal vez la compasiva Minerva le mostrara el camino.
Pasaron al oscuro interior del gran santuario, una sala circular rodeada de columnas blancas con un lustroso suelo de mármol, lámparas suspendidas del techo y, al fondo, la imponente diosa sentada en un trono. Los sacerdotes encendían incienso y cantaban al tiempo que los ciudadanos entregaban palomas y corderos a modo de ofrendas.
Ulrika se detuvo en la entrada para calmar la mente y abrir el corazón a los mensajes que pudiera enviarle la diosa. Sus acompañantes también se detuvieron, en su caso para admirar las magníficas paredes de mármol y la cúpula del techo mientras pensaban que la diosa de la poesía y la música, de la curación y la costura —pero, sobre todo, de la sabiduría— debía de ser ciertamente influyente.
Un fornido sacerdote con una túnica blanca que olía a esencias e incienso se acercó.
—¿En qué puede ayudaros la diosa, queridos visitantes?
Su voz era dulce y femenina; su mirada, amable y sonriente.
—He venido en busca de consejo sobre un problema personal —dijo Ulrika, y le tendió la paloma enjaulada.
—Has venido al lugar adecuado, querida señora, pues Minerva es la diosa de la cercanía, y ahora mismo se halla cerca de ti para escuchar tu ruego. Sígueme.
Cuando el sacerdote se dio la vuelta, una anilla repleta de llaves tintineó en su cinturón y Ulrika se preguntó si la profecía de la egipcia estaba a punto de cumplirse.
Pero el sacerdote no le ofreció ninguna llave ni abrió ninguna puerta cuando los condujo, a ella y a sus acompañantes, hasta una hornacina con un altar sobre el que se erigía un mosaico de Minerva. Para sorpresa de Ulrika, el sacerdote abrió la jaula y liberó a la paloma. Había esperado que la sacrificara, como exigían la mayoría de los dioses. La paloma sobrevoló el interior del templo y, hecho esto, se marchó buscando el sol.
El sacerdote sonrió.
—Es una buena señal. Las palomas son las mensajeras de los dioses. Minerva ha escuchado tu ruego.
—¿Cómo podré oír su respuesta?
El sacerdote subió al altar, donde Ulrika vio una ristra de pergaminos, cada uno atado con una cinta de diferente color.
—Elige —dijo.
Ella señaló el rollo sujeto con una cinta azul.
El sacerdote lo abrió y leyó en voz alta:
—Tus pulmones tienen prisa. Parecen estar en una carrera de cuadrigas. —Y para sorpresa de Ulrika, enrolló de nuevo el pergamino, le puso otra vez la cinta y lo devolvió al altar.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—La diosa escuchó tu ruego y guio tu mano. Esa es su respuesta.
—Pero ¿qué significa?
—Los dioses nos hablan con un lenguaje propio. A veces sus mensajes se nos escapan, no podemos interpretarlos al instante. —Inclinando ligeramente la cabeza, añadió—: Minerva te bendice. —Y se marchó.
El grupo descendió por la escalinata del templo para adentrarse de nuevo en el mercado, los acompañantes de Ulrika pensando en el almuerzo, ella dando vueltas al críptico mensaje de la diosa, y Néstor contemplando un cuenco con unas cosas redondas y rutilantes que pensó que le gustaría llevarse.
Ulrika no reparó en el mendigo ciego acuclillado a la sombra del templo de Minerva, no vio a Néstor alargar súbitamente la mano y agarrar un puñado de las monedas que ciudadanos generosos habían arrojado al cuenco del mendigo.
Todo ocurrió muy deprisa. El hombre se levantó de un salto y gritó:
—¿Cómo te atreves a robarle a un inválido? ¡Y nada menos que a un ciego! —Y antes de que Ulrika pudiera reaccionar, el bastón que supuestamente le salvaba de chocar contra los edificios se elevó en el aire y aterrizó en la cabeza de Néstor con un sonoro chasquido.
Néstor cayó al suelo. Rompió a llorar. El dolor era más del que podía soportar. ¿Por qué le había golpeado el hombre? Y de pronto ahí estaba Reeka, deteniendo el bastón cuando iniciaba un nuevo descenso, protegiéndole de su agresor y diciendo:
—Tiene la mente de un niño, no vuelvas a pegarle. ¿Y cómo te atreves a acusarle de robo cuando tú mismo robas a ciudadanos compasivos haciéndote pasar por ciego?
Y a renglón seguido la tenía arrodillada a su lado, hablándole con dulzura y acariciándole la dolorida cabeza, de la que ahora goteaba sangre. El dolor desapareció bajo sus caricias. El perfume del cabello y la ropa de Reeka entró por su nariz y le inundó la cabeza como hacían los aromas culinarios. Empezó a encontrarse mejor. Las lágrimas y los miedos fueron remitiendo a medida que sentía sus suaves caricias y escuchaba su dulce voz.
Quería quedarse así, envuelto en su abrazo, para siempre. Néstor, que solo había conocido dos emociones en su vida, sintió que una tercera brotaba en su corazón como un girasol radiante.
Se había enamorado.
Sebastiano estaba en el campamento de la caravana haciendo tratos con un comerciante de vino cuando vio llegar a Ulrika y su grupo. Néstor llevaba la cabeza vendada y Ulrika parecía consternada.
Sebastiano fue a su encuentro.
—¿Qué ha ocurrido?
Mientras Ulrika le relataba el incidente, Sebastiano vio el sol reflejado en sus ojos azules. Reparó en la forma en que los largos cabellos de color miel asomaban traviesamente por debajo de la palla y en cómo el azul del vestido de lino realzaba el color de sus ojos. Era consciente del movimiento de su pecho mientras le hablaba atropelladamente de los falsos inválidos y la honestidad de los inocentes y del mensaje críptico de Minerva.
Sebastiano sabía que podría enamorarse de ella. La deseaba. Quería hacerle el amor. Pero no podía permitírselo. En Roma debían decirse adiós.
—¡Estás ahí! —exclamó una voz entre la multitud, y vieron a un Timónides nervioso acercarse con paso presto—. ¡Terribles noticias, señor! —gritó.
—¿Qué ocurre?
—Es el emperador Claudio —jadeó el astrólogo—. ¡Ha muerto!
—¡Muerto! —exclamó Ulrika.
—Asesinado, según se rumorea. Dicen que Lucio Domicio Ahenobarbo ha sido proclamado su sucesor y que está eliminando sistemáticamente a todas las personas que tenían una relación estrecha con Claudio. ¡No puedes volver a Roma, señor! ¡Ahora eres un enemigo del estado!