34
Desde la proa del Viento afortunado Ulrika oteó con nerviosismo el concurrido muelle.
«Por favor, que Sebastiano esté aquí».
El barco, impulsado por sesenta remeros, transportaba un cargamento de lingotes de cobre. Los costados estaban decorados con figuras míticas de alegres colores, y las velas, rojas y azules, fulguraban con el sol. Ulrika animó mentalmente a los remeros a acelerar el ritmo de sus remadas.
El río Éufrates transcurría por el centro de Babilonia, de manera que los grandes muros que circundaban la ciudad se alzaban sobre el río en dos extremos. Las embarcaciones pasaban por debajo de los arcos de piedra y cruzaban una sucesión de compuertas de hierro creadas astutamente para mantener a raya a los invasores. Ese día de primavera el muelle hervía de gente y actividad: marineros que manejaban remos y jarcias, pasajeros y familias que se despedían y se daban la bienvenida a voces, vendedores que pregonaban sus mercancías y funcionarios en sus puestos que registraban salidas y llegadas, calculaban los cargamentos que entraban y salían y cobraban impuestos.
Ulrika regresaba de una visita a la ciudad de Salama, situada río arriba, donde se había construido un santuario para albergar unas tablas de arcilla que, según se decía, eran los libros sagrados más antiguos del mundo y contenían secretos que ni los sacerdotes de Marduk conocían. En su búsqueda de los Venerables había ido a Salama para conocer a los cuidadores del santuario, y mientras allí estaba oyó hablar de un grupo de romanos que había viajado con éxito a China y regresado a Babilonia con una caravana repleta de curiosidades y tesoros exóticos. El gobernador de Babilonia había ofrecido un festín a los romanos, que a su vez permitieron a los ciudadanos pasearse entre las rarezas y ver con sus propios ojos criaturas extrañas y riquezas fabulosas procedentes de una tierra mítica. La caravana estaba fuertemente custodiada, decían los rumores, pues la mercancía era propiedad de Nerón César y no tardaría en partir hacia Roma.
Ulrika se había marchado de Salama nada más oír la noticia, tras comprar un pasaje a bordo del Viento afortunado, y ahora buscaba entre la muchedumbre del muelle una cabeza de pelo broncíneo sobre unos hombros anchos. El corazón le latía con fuerza. «¿Estás aquí, Sebastiano?».
Babilonia había cambiado, observó Sebastiano mientras caminaba entre el gentío del muelle. En los siete años que habían transcurrido desde su última visita, la personalidad de aquel centro cosmopolita había pasado de la tolerancia al prejuicio. Los sacerdotes de Marduk, había averiguado, eran cada vez más intolerantes con las religiones foráneas y exigían a los ciudadanos de Babilonia que rindieran culto únicamente en los altares de los dioses que gobernaban la ciudad desde hacía siglos. Se fomentaba la intolerancia con otras creencias y la desconfianza a los seguidores de dioses extranjeros.
Babilonia estaba viviendo tiempos difíciles. Los hombres habían perdido sus trabajos y ahora mendigaban en las calles. Las casas permanecían vacías porque la gente no podía pagar a los caseros. Los enfermos no tenían dinero para pagar a los médicos. La delincuencia plagaba las calles. La gente tenía miedo y culpaba a los dioses y al gobierno de sus desgracias. Incluso en Roma, había oído Sebastiano, los médicos se habían vuelto corruptos y los funcionarios se dejaban sobornar. El erario imperial se hallaba en bancarrota y Nerón, en quien todo el mundo había depositado grandes esperanzas, había decepcionado a sus ciudadanos. Contaban que había lanzado un gran proyecto para construir edificios de dimensiones descomunales por toda Roma con el fin de hacer creer a la gente que la ciudad gozaba de un período de prosperidad.
Allí, en aquella ciudad entre dos ríos, los sacerdotes de Marduk sabían que cuando la gente estaba descontenta y creía impotentes a los dioses optaba por tomar las riendas de su vida y su destino. Eso significaba que el dinero que antes entregaban a los sacerdotes estaba pasando ahora por las palmas de adivinos y fabricantes de milagros. Por consiguiente, toda persona sospechosa de alejar a los ciudadanos y su dinero de los templos era arrestada e interrogada. Muchos eran acusados de sacrilegio y blasfemia y ejecutados. Incluso allí, junto al río, Sebastiano podía detectar en el viento cambiante el olor a carne putrefacta. Aunque no podía ver los cuerpos colgados de los muros, sabía que estaban ahí.
—¡Atención! ¡Atención!
Sebastiano se dio la vuelta y vio a un pregonero trepar a un bloque de piedra para alzarse por encima de las cabezas de la gente. Con una voz sorprendentemente sonora, bramó:
—Se hace saber a todos los recién llegados a Babilonia, visitantes, comerciantes y viajeros, que las siguientes personas tienen prohibido moverse libremente por la ciudad sin inscribirse primero con la Guardia Real en el Templo de Marduk: magos, nigromantes, videntes, hechiceros, prestidigitadores, fabricantes de milagros, curanderos, adivinos y profetas. Todo aquel que desoiga el edicto será arrestado, juzgado y castigado.
Apartando de su mente los males del mundo, Sebastiano buscó con la mirada un barco que pareciera estar preparándose para zarpar río arriba. Necesitaba llegar a la ciudad de Salama lo antes posible. Ulrika se encontraba allí.
Nada más dejar su fatigada caravana en el área de acampada situada fuera de los muros de Babilonia, Sebastiano había enviado cartas a sus conocidos en Jerusalén y Antioquía solicitándoles información sobre Ulrika. Pero dado que Ulrika le había dicho que si podía se reuniría con él en Babilonia, había enviado hombres a la ciudad para que la buscaran. Entretanto, Sebastiano tuvo que soportar la hospitalidad de los funcionarios locales, desfilar bajo la puerta de Ishtar y aguantar pacientemente la lluvia de elogios por ser el primer hombre de Occidente que había mirado a China a la cara. Todas las noches preguntaba a sus hombres si tenían alguna pista sobre el paradero de Ulrika. No habían tenido nada que contarle hasta esa mañana.
—He averiguado que estuvo viviendo en el barrio judío, señor, en casa de una costurera viuda. Pero hace tres meses se marchó río arriba y no dijo cuándo volvería.
Mientras atravesaba el bullicio del muelle buscando un barco en el que zarpar, Sebastiano se preguntó si Ulrika habría recibido su carta.
—¡Señor, señor!
Se dio la vuelta y le sorprendió ver a Primo abriéndose paso entre la multitud.
—Señor —llamó el veterano—, has de aplazar tu travesía. Se requiere tu presencia en la residencia de Quinto Publio.
—¿Otra vez? —El embajador de Roma en la provincia persa de Babilonia ya había agasajado a Sebastiano y sus compañeros con un festín en su casa situada al oeste de la ciudad—. No tengo tiempo. Dile que iré a verlo a mi regreso de Salama.
—Señor, creo que no deberías hacer oídos sordos a la petición —insistió Primo en tono grave.
—Yo no respondo ante un embajador de Roma, de hecho, no respondo ante ningún funcionario. Solo respondo ante Nerón, y él, por fortuna, se halla a muchas millas de aquí. Regresa y explica que me hallo en una misión urgente.
—Pero…
Sebastiano giró sobre sus talones y continuó su camino, dejando a su administrador y amigo preocupado y molesto. Antes de que pudiera seguir a su señor para persuadirle de que se reuniera con el importante y poderoso Publio, lo vio dirigirse a un barco que estaba soltando amarras con la proa apuntando río arriba y se dio cuenta de la inutilidad de intentar hacerle entrar en razón, de hacerle entender el acto peligroso, y probablemente traidor, que se disponía a realizar.
Temiendo su reunión con el poderoso Quinto Publio, Primo se alejó con paso raudo.
Con su botiquín y sus petates al hombro, llena de ilusión y esperanza, Ulrika bajó al embarcadero a grandes zancadas. Había vivido los últimos cinco años en Babilonia buscando el paradero de los Venerables, preguntando en los templos, reuniéndose con sabios y profetisas y perfeccionando su meditación, con Sebastiano siempre presente en su mente y su corazón. Y ahora él estaba en Babilonia.
¿Su reencuentro con el hombre al que amaba era una señal de que finalmente iba a encontrar a los Venerables?
Conforme se abría paso entre el gentío de los muelles, con el sonido de gente que gritaba y animales que balaban y rebuznaban, con los olores del río verde y de las plantas en floración, con las enormes estructuras de piedra erigidas a ambos lados del río, monumentos llamados «zigurats» que se elevaban hacia el cielo de forma escalonada, con las terrazas repletas de plantas, árboles y enredaderas —los famosos Jardines Colgantes de Babilonia—, reparó en la notoria presencia de los guardias del templo, con sus petos y yelmos dorados y su lanzas con la punta de plata, como si quisieran hacer una exhibición de su riqueza y, por tanto, del poder de Marduk.
Ulrika notaba un nerviosismo en el ambiente que no había percibido cinco años atrás, a su regreso de Persia. Podía percibir el miedo en las caras de la gente, la sospecha en sus ojos. Aun así, se alegraba de estar allí. La energía de la ciudad le calentaba la sangre y los huesos. ¡Babilonia! Con sus elegantes torres y chapiteles, sus muros almenados, sus portones de azulejos rojos, amarillos y azules representando bestias míticas que cortaban la respiración. El día empezaba a caldearse. El olor familiar de la ciudad se coló por sus ventanas nasales: deliciosos aromas culinarios mezclados con la fetidez acre de los fuegos de boñiga y el hedor a excremento de animal y orina humana. Ulrika dejó atrás a unos hombres absortos en un juego de azar que implicaba piedrecitas y palillos. Rodeó a unas bailarinas que daban vueltas con faldas de colores vistosos. Las calles aparecían obstruidas por mujeres comprando olivas, hombres anunciando sus productos, encantadores de serpientes, tragafuegos, barrenderos de estiércol, mendigos y aristócratas perfumados sobre literas transportadas a hombros por esclavos. Un barullo incesante de gritos, risas, música y sollozos asaltaba sus oídos. El espectro de las emociones humanas estaba comprimido dentro unas pocas millas cuadradas de calles estrechas, callejones polvorientos, plazas soleadas, casas de vecinos medio combadas y mansiones que albergaban sueños y lujos inimaginables.
Se llenó los oídos con la cacofonía políglota de multitud de idiomas y agradeció oír hablar nuevamente arameo y un dialecto del griego más cercano a la lengua madre que el hablado en tierras más orientales. Escuchó persa, fenicio, hebreo, egipcio, latín y hasta lenguas que no reconocía, y le vino a la memoria la leyenda de que Babilonia era el lugar de nacimiento de los muchos idiomas de la humanidad.
Cuando llegó al pie de la gran puerta por la que se salía de la ciudad divisó unos cuerpos que colgaban del muro almenado del Palacio de Justicia, criminales que habían sido suspendidos de los tobillos y abandonados allí hasta la muerte. Era el célebre método de ejecución de Babilonia. En aquella ciudad nunca se veían crucifixiones, y Ulrika se preguntó si se debía a la escasez de árboles en la región; la madera resultaba demasiado valiosa para malgastarla con los condenados. Advirtió que los muertos y moribundos habían sido marcados con un símbolo que los identificaba como blasfemos: habían cometido sacrilegio contra los dioses de la ciudad.
Susurrando una oración por sus almas, se sumó a la gente que salía de la ciudad. Justo enfrente se hallaba la zona de acampada de las caravanas procedentes del este.
Cuando se dirigía apresuradamente al Encantos de Ishtar, un barco pequeño con ánforas de vino amarradas en la cubierta y doce remeros a punto de sumergir los remos, Sebastiano reparó en una mujer que se hallaba en medio del gentío próximo a la puerta de la ciudad. Se detuvo y aguzó la vista. Su estatura, su silueta, su andar… ¿Era Ulrika? ¿O deseaba tanto encontrarla que la veía en todas las mujeres que pasaban por la calle?
La multitud se separó un breve instante. La vio detenerse para mirar a los condenados que colgaban de los muros, y al darse la vuelta atisbó su cara.
¡Era ella!
—¡Ulrika! —gritó, pero la multitud volvió a engullirla.
Se abrió paso a empujones, gritando su nombre, sorteando perros y jaulas, haciendo lo posible por no perderla de vista. Había puesto rumbo al campamento de las caravanas. Llevaba petates colgados de los hombros y un botiquín suspendido de una correa… ¿Tenía intención de marcharse?
Cruzó la puerta de la ciudad gritando su nombre. Y entonces la divisó, justo delante.
—¡Ulrika!
Ulrika frenó sus pasos y se dio la vuelta. Sebastiano advirtió su cara de asombro y gritó de alegría.
Ulrika corrió hacia él con los ojos muy abiertos, preguntándose si era real o una visión. Vestía una túnica marrón muy bonita, con una cenefa de bordados dorados en la orilla y las mangas, y un cordón trenzado en la cintura, una capa de color crema sobre los anchos hombros y sandalias acordonadas hasta la rodilla. Parecía más alto de lo que lo recordaba, de complexión más fuerte, como si los miles de millas recorridos le hubieran imbuido de una vitalidad y virilidad nuevas. Recordó que tenía cerca de cuarenta años, y sin embargo parecía mucho más joven.
Antes de que pudiera abrir la boca, Sebastiano la estrechó entre sus brazos y dijo:
—Te he encontrado, te he encontrado.
Ulrika luchaba por recobrar el aliento mientras apretaba el rostro contra su pecho y oía los latidos tranquilizadores de su corazón.
—Eres tú —murmuró—. Realmente eres tú.
Sebastiano se apartó para poder mirarla con ojos vidriosos, las manos en sus brazos, la cara tan cerca que Ulrika reparó en una pequeña cicatriz en el mentón, una cicatriz nueva, y se preguntó qué arma, espino o gato la había causado. También había arrugas nuevas junto a los ojos, como si en China se hubiera reído mucho o hubiese visto demasiado sol. La voz, no obstante, sonó tal como la recordaba, profunda y melodiosa, cuando dijo:
—Sabía que estarías aquí. No sé por qué, pero lo sabía.
Ulrika respiraba entrecortadamente. Podía sentir la fuerza de sus manos en los brazos, el calor que le impregnaba la palla y le encendía la piel.
—Vine a Babilonia siete años atrás. El patrón del campamento me dijo que habías partido hacía un mes.
—¿Te dio mi carta?
Ulrika introdujo la mano en un petate y sacó un rollo pequeño. Estaba amarillento y desgastado por las miles de veces que lo había leído.
—Pese a sabérmela de memoria, necesitaba ver las palabras escritas con tu puño y letra.
—Ulrika, tengo tanto que contarte…
—Y yo. Sebastiano, ¡conseguiste llegar a China!
—¿Y tú? Las visiones, la adivinación. ¿Fuiste a Persia? ¿Encontraste los Lagos Cristalinos?
—Sí, sí, sí —susurró ella.
Mientras los ciudadanos de Babilonia los sorteaban, los carros pasaban traqueteando por su lado y los cascos de los caballos repicaban contra los adoquines de la calzada, Ulrika se llenó los ojos con la imagen de ese hombre. Después de los incontables atardeceres y amaneceres que había pasado pensando en Sebastiano, soñando con él, hablándole, sintiendo crecer su amor, finalmente ahí estaba. Alto, fuerte, con su pelo broncíneo brillando bajo el sol y sus ojos verdes clavados en ella.
—Ven —dijo Sebastiano, llevándose los petates y el botiquín a los hombros.
Al dejar atrás las puertas y el bullicio de la ciudad, caminando junto a Sebastiano y sintiendo su mano protectora en el brazo, Ulrika pensó que el sol nunca había brillado con tanta fuerza, que la brisa del río nunca había sido tan fresca, que los campos nunca se habían visto tan verdes.
Pensó que el corazón iba a estallarle de amor y dicha.
Cuando llegaron a la vasta explanada de las caravanas que se dirigían a tierras remotas, Sebastiano guio a Ulrika entre las hileras de camellos arrodillados, el hedor del estiércol, el zumbido de las moscas y los hombres que iban de un lado a otro en medio de lo que parecía un centenar de tiendas.
Un individuo con expresión ceñuda y pensativa salió de una tienda limpiándose las manos con un trapo. Ulrika reconoció a Primo, el veterano militar que había trabajado como administrador de Sebastiano. Parecía algo mayor, algo deteriorado, pero Ulrika se alegró de que hubiera salido indemne de la experiencia, pues recordaba que había sido el responsable de la seguridad de la caravana.
Primo levantó la vista y al ver a su señor sonrió. Entonces reparó en Ulrika y la sonrisa no solo desapareció, sino que fue sustituida por un ceño.
—Está molesto por algo —murmuró Ulrika.
—Primo está impaciente por volver a Roma. Lleva tiempo insistiendo en que nos marchemos de Babilonia de una vez. —Sebastiano sonrió—. Le habría hecho caso, pero sabía que estabas aquí y que tenía que encontrarte.
Ulrika percibía algo oscuro en la mirada de disgusto de Primo. No podía precisar qué, pero presentía que su irritación iba dirigida a ella. Tras recordar la sensación que tuvo en Antioquía de que había un traidor entre los hombres de Sebastiano, se preguntó si la mirada oscura de Primo escondía algo más que su impaciencia por llegar a Roma.
En ese momento, un hombre de aspecto frágil, con el pelo blanco, las mejillas descarnadas, los brazos como palillos y una ropa que le colgaba por todas partes, se acercó y dijo:
—Me alegro de volver a verte, querida niña.
Ulrika lo miró de hito en hito. Tardó un rato en reconocer a Timónides. ¿Qué le había ocurrido al viejo astrólogo? Intentó ocultar su consternación con una sonrisa.
—Yo también me alegro de verte, Timónides —dijo.
—Ya hemos llegado —anunció Sebastiano cuando arribaron frente a una espaciosa tienda fabricada con una tela gruesa de color rojo y adornada con banderines. La cogió de la mano y la invitó a pasar.
Y Ulrika entró en otro mundo.
La densa tela de las paredes amortiguaba los sonidos del exterior creando un refugio silencioso y acogedor. Lámparas de cobre que emitían una luz suave pendían de los soportes de la tienda. El suelo estaba cubierto de lujosas alfombras y almohadones multicolores. Hasta el último rincón aparecía repleto de tesoros fabulosos: estatuas de jade translúcido, arcones llenos de monedas de oro, abanicos de plumas iridiscentes de pavo real.
Antes de que Ulrika pudiera hablar, Sebastiano la estrechó entre sus brazos y la besó apasionadamente. Ella le rodeó el cuello al instante y respondió a su beso con un ansia repentina.
Sebastiano se separó y le tomó la cara entre las manos.
—Tengo tantas cosas que contarte y tantas preguntas que hacerte…, pero ahora mismo solo deseo estar contigo. Aparecías en mis sueños… —Inclinó la cabeza y volvió a besarla, tierna y pausadamente esta vez. Ulrika se entregó a la dulce sensación con lágrimas en los ojos.
Cuando volvió a separarse, Sebastiano dijo:
—En Antioquía no era un hombre libre, Ulrika, no era libre para amarte. Como miembro de mi caravana, estabas a mi cargo y no quería aprovecharme de esa confianza sagrada. Además, tenía que ir a China, mientras que tu camino era otro. Dime, Ulrika, ¿encontraste todo lo que buscabas?
—Sí —respondió ella con la mirada fija en sus labios, ansiosa por besarlos, por apretar su boca contra la de él y no separarse jamás—. ¿Es China un lugar mágico, Sebastiano?
—Lo es, y ahora busco otra clase de magia. ¿Quieres casarte conmigo, Ulrika? ¿Quieres ir a Roma conmigo y ser mi esposa?
—Sí, sí.
Sebastiano retrocedió y con gesto solemne se quitó el anillo de hierro que lucía en el meñique derecho. Mientras lo deslizaba en el dedo corazón de la mano izquierda de Ulrika, recitó con voz queda el tradicional voto matrimonial romano:
—Te concedo poder sobre mi hogar, poder sobre el fuego y el agua de mi casa.
Ulrika respondió:
—Del que tú eres señor y yo señora.
Sebastiano tomó la cara de Ulrika entre sus manos y la besó de nuevo.
—Ahora tú eres mi esposa y yo soy tu marido. Mañana iremos a la oficina del registro municipal para inscribir nuestro enlace. —Con la voz ronca, añadió—: Hasta las estrellas me transportas, Ulrika. Eres mágica. A veces me pregunto si eres real.
—Lo soy, Sebastiano —susurró ella alzando el rostro.
Sebastiano le deshizo el moño y las trenzas de color miel cayeron sobre los hombros y el pecho de Ulrika. Inclinó la cabeza y la besó. Ella se abrazó a su cuello. El beso se hizo más apremiante. La pasión estalló. Entre los besos desesperados salían palabras susurradas apresuradamente: «Te amo… te necesito… te deseo… sí… sí…».
El cosmos se estremeció y suspiró. La realidad cambió. El viejo mundo desapareció y un mundo nuevo asomó mientras Ulrika y Sebastiano exploraban sus cuerpos y descubrían excitantes valles y colinas. Ulrika se abrió a él. Sebastiano la poseyó por completo. La tienda encarnada, con sus banderines dorados ondeando al viento, cobijaba el abrazo de los amantes y los mantenía a salvo.
Sebastiano despertó y se apoyó en un codo para ver dormir a Ulrika. Cuando deslizó un dedo por el contorno de su mentón, ella abrió perezosa los ojos y sonrió.
La besó, dulce y lentamente, y dijo:
—Háblame de Persia.
Ulrika le relató su experiencia en Shalamandar, la meditación que le había desvelado la ubicación de los Lagos Cristalinos y la visita de Gaia. Sebastiano escuchaba con suma atención.
—Ahora creo que no era mi destino encontrar el pueblo de mi padre para advertirles del ataque de Vatinio, pues he comprendido que se trataba de un plan descabellado. Mi viaje a la Renania fue la manera que eligió la Diosa de liberarme. Me sentía ligada por lazos invisibles a una tierra que no era parte de mi destino.
Ulrika le acarició la incipiente barba.
—Gaia también me dijo que mi destino es encontrar a los Venerables, pero llevo cinco años buscando y ni siquiera he descubierto quiénes son.
Sebastiano posó una mano sobre su mejilla.
—Debo partir hacia Roma lo antes posible. ¿Podrías buscarlos allí?
—Recorreré el mundo entero si hace falta.
Sebastiano sonrió.
—En ese caso te ayudaré, pues también yo estoy destinado a recorrer el mundo.
Estrechó a Ulrika contra su pecho, transmitiéndole su calor, y ella disfrutó del contacto de su piel, admiró el poder del cuerpo masculino que la abrazaba y la hacía sentirse segura. Mecida por los latidos tranquilizadores de su corazón, Ulrika escuchó la historia increíble de unos hombres valerosos que cruzaron desiertos y montañas, lucharon por sus vidas y conocieron una raza del todo diferente. Sebastiano le llenó la cabeza de hermosas imágenes, y Ulrika intentó hacerse una idea de las mujeres chinas, quienes pensaba que debían de ser como mariposas.
—Hice realidad mi sueño de abrir una ruta segura hasta China —murmuró Sebastiano al tiempo que las yemas de sus dedos exploraban la espalda y los delicados omóplatos de Ulrika—. En Roma empezaré a planificar la siguiente fase de la caravana Gallo, firmaré contratos con importadores y exportadores y ampliaré el negocio familiar. Daré a conocer el nombre de los Gallo de un extremo al otro del mundo. —Se interrumpió para besarle el cabello y aspirar su perfume—. Y tú estarás a mi lado. Juntos encontraremos a los Venerables de Gaia.
—¿No piensas volver a tu amada tierra, junto a tus hermanas y sus familias?
—Quizá, pero el hecho de haber alcanzado China solo ha contribuido a despertar mi sed de más. Tengo el corazón dividido, Ulrika, salvo cuando estoy contigo, pues nunca me he sentido tan completo como ahora.
Cuando Ulrika tembló en sus brazos de emoción y de deseo, Sebastiano se acordó de un tipo de cerámica que solo se fabricaba en China. La arcilla se cocía a temperaturas altísimas para crear vidrio y otros minerales brillantes. Como no podía pronunciar el nombre en chino, Sebastiano lo llamaba «porcelana», pues recordaba a la superficie translúcida de una concha de cauri. Y en ese momento pensó: «Es como Ulrika, fuerte, brillante y hermosa».
Ulrika levantó el rostro y dijo:
—Háblame de los astrólogos de China.
Sebastiano le acarició el pelo y el cuello, deslizó la mano por su brazo desnudo y la atrajo hacia sí. Ulrika era una mujer fuerte y segura de sí misma, y sin embargo parecía vulnerable en sus brazos. Tembló de deseo.
—Aprendí mucho de ellos. En China hay muchos dioses y espíritus. Cada estanque, cada árbol, incluso cada cocina tiene su propio dios. No podría ni empezar a nombrarlos. Pero si hay algo que China y Roma comparten es el cosmos. Las mismas estrellas que brillan sobre la superficie del Tíber y del Éufrates brillan sobre la superficie del Luo. Eso me producía un gran consuelo durante mi estancia en esa tierra extraña. Y dado que las estrellas son las mismas en todas partes, dado que son la única constante en el universo, ahora creo más que nunca que guían nuestra vida. Nos aconsejan y nos advierten. Nos traen buena fortuna y evitan que nos ocurran desgracias. Las estrellas contienen mensajes de los dioses. Nunca había tenido tanta fe en los cielos como ahora. Los astrólogos chinos son hombres de gran inteligencia y perspicacia. Pasé muchas horas conversando con ellos y he traído conmigo cartas, instrumentos, aparatos de observación y cálculo y antiguas ecuaciones arcanas. Lo llevaré todo al observatorio de Alejandría, donde los más grandes astrónomos del mundo estudian los cielos y donde sé que podrán combinar todo eso para desvelar los misterios sobre el sentido de la vida.
Había anochecido, pero Sebastiano no encendió más lámparas. En la tienda había comida —dátiles y frutos secos, granadas y vino de arroz—, pero los amantes no tenían hambre. Sebastiano acunaba a Ulrika bajo las sábanas de seda. Ignoraban si el mundo corriente seguía existiendo, si Babilonia seguía allí, y tampoco les importaba. Sebastiano colocó una mano sobre el pecho de Ulrika y notó los latidos de su corazón bajo su piel sedosa.
—Ulrika, eres mi horizonte por la mañana, mi oasis al atardecer. Eres la luna que alumbra mi camino, el dulce amanecer que pone fin a mi sueño agitado.
Se buscaron de nuevo, y esta vez el abrazo fue más allá de lo físico. Fue la unión de dos almas. Ulrika abrazó a Sebastiano con fuerza y sintió que su espíritu la envolvía de perfección y dicha. Aspiró su olor masculino, enterró la cara en los duros músculos de su hombro y su cuello, se entregó a su poder y quiso quedarse ahí para siempre. Él no hubiera podido estrecharla con más fuerza. Ella apenas podía respirar salvo para susurrar su nombre con un suspiro que brotaba del corazón.
Sebastiano casi lloró de felicidad al escuchar su nombre susurrado en el aliento caliente de Ulrika. La estrechó aún más, temiendo romperla, pero sus músculos y huesos eran fuertes, tanto como su espíritu indomable. Ella le rodeó con sus muslos mientras él la penetraba y deseaba poder entrar en ella con todo su cuerpo y dejarse envolver por la seguridad y el amor de aquella mujer sorprendente.
—Te amo —se murmuraron el uno al otro, palabras que resultaban insuficientes para expresar toda la profundidad de su devoción.
Finalmente se durmieron abrazados, reconfortados por el calor y el contacto de sus cuerpos desnudos.
—¿Dónde está Sebastiano Gallo? —bramó Quinto Publio cuando Primo entró en el atrio. Era tarde. Publio acababa de despedir al último de los invitados que había tenido a cenar.
Primo se resistía a mirar a ese hombre de expresión furibunda cuya toga blanca con ribete morado era un recordatorio de su poder. Publio era el embajador romano de la provincia persa de Babilonia y amigo personal de Nerón César. Primo había estado postergando su reunión informativa con la esperanza de que Sebastiano entrara en razón y aceptara hacerle una visita.
Pero Sebastiano había regresado a la caravana con la muchacha, se había metido en la tienda con ella y horas después seguían dentro.
Aquella era la segunda vez que citaban a Primo en la residencia del embajador en una semana. Sabía que tenía que ver con un despacho especial que Publio había recibido de un mensajero imperial, donde Nerón le pedía un informe sobre el progreso de la tan esperada caravana de China.
Adoptando un tono cortés, Primo dijo:
—Un asunto urgente retiene a mi señor en la ciudad, pero…
—¡Eso me trae sin cuidado! —Ladró Quinto Publio con el rostro rojo de ira—. ¡Hace tres semanas que le di órdenes concretas de abandonar Babilonia! ¿Por qué sigue aquí?
Primo pensó con rapidez y encontró una mentira plausible.
—Había enfermedad entre las mujeres. —Se refería a un grupo de concubinas chinas que viajaban con la caravana, un obsequio del emperador Ming de Han al emperador de Roma. Eran tan bonitas como un jardín lleno de flores y se blanqueaban el rostro con polvo de arroz. Primo se preguntaba qué impresión causarían a Nerón.
No era ningún secreto que Nerón César necesitaba capital para mantener su imperio. Primo había oído contar a los viajeros que el descontento en las numerosas provincias romanas iba en aumento. Por ejemplo Judea, donde se decía que jóvenes israelitas estaban fomentando la revolución para recuperar la autonomía. Como respuesta el césar estaba enviando más legiones. Los judíos lo llamaban «opresión», los romanos lo llamaban «restaurar el orden». No obstante, Primo también había oído que Nerón no solo estaba gastando desmesuradamente en el ejército, sino también en la construcción de nuevos edificios en la ciudad de Roma —fabulosas residencias, palacios, fuentes y avenidas— del todo innecesarios y sumamente costosos. Se rumoreaba que estaba llevando el erario imperial a la bancarrota y buscaba desesperadamente fuentes de ingresos.
¿Qué podía crear el césar, pensó Primo, con el fabuloso tesoro que Sebastiano le traía de China?
Sabía que en cuanto Nerón recibiera de Quinto Publio el informe sobre las riquezas que contenía la caravana de Sebastiano Gallo, exigiría verla al instante y la confiscaría, pues era su derecho como mecenas de la misión china.
Primo habría preferido que la expedición hubiera sido un fracaso. De ese modo su señor podría pudrirse en Babilonia el resto de sus días por lo que a Nerón concernía. Porque ahora Primo se hallaba ante un dilema: obedecer a su emperador y traicionar a su señor, o servir a su señor y desobedecer al emperador. Lo primero conduciría a la ejecución de su señor, lo segundo a la suya propia. La boca de Primo se llenó de un sabor amargo. No le gustaba hacer de espía. Aunque no tenía nada malo que comunicar sobre Sebastiano, seguía sintiéndose como un traidor.
—Mi señor creó muchas alianzas nuevas para Roma en otros reinos —recordó Primo con la esperanza de aplacar la cólera del embajador y pensando en el informe para Nerón que Quinto pensaba enviar con un raudo mensajero imperial—. Muchas de esas tribus son tan primitivas que solo tienes que comer su pan o, más hacia el este, compartir su arroz para sellar una amistad. —No añadió que los pobres ilusos estampaban sus grasientos pulgares en cualquier documento que Sebastiano les ponía por delante y sonreían satisfechos al creerse a la altura del más grande dirigente de la tierra. Todavía no estaban al corriente de los pomposos emisarios que pronto les harían una visita para informarles de la obligación de pagar a Roma un impuesto del diez por ciento de todos los productos que pasaran por sus aduanas.
Primo se frotó la deformada nariz. Era una de las muchas cicatrices que decoraban su cuerpo de soldado, recuerdos de batallas ya lejanas. Sabía que constituía, como las concubinas chinas, una rareza, pues no era habitual que un veterano de campañas extranjeras viviera hasta su edad. Pero aunque contaba ya sesenta años y apenas le quedaba pelo, conservaba todos los dientes y estaba fuerte.
—¿Dónde has dicho que está tu señor? —bramó Publio.
—Atendiendo un asunto en la ciudad —respondió Primo.
Aunque la palabra traición no había sido mencionada, flotaba en el aire. Todo el mundo estaba al corriente del enlace de Nerón, dos años atrás, con Popea Sabina, una mujer ambiciosa e intrigante con unas ganas de diversión insaciables. Quizá no fuera una coincidencia que, poco después, Nerón restableciera las antiguas leyes sobre traición para llenar el Gran Circo de ejecuciones amenas. Se arrestaba a hombres por los delitos más absurdos para luego arrojarlos a los leones de la arena.
¿Podría la demora de su señor en Babilonia considerarse una traición? Después de todo, Sebastiano transportaba artículos que eran propiedad del emperador Nerón. Tenía la obligación de llevar dicha propiedad a Roma cuanto antes. Sin embargo, seguía entreteniéndose en Babilonia. ¡Por una mujer!
—¿Tienes algún mensaje para mi señor? —preguntó Primo.
—No te he hecho venir solo por tu señor —repuso Quinto al tiempo que introducía una mano en los pliegues de su toga y estudiaba el rostro desfigurado de Primo—. ¿Eres un ciudadano leal, Primo Fidus?
A Primo le sorprendió escuchar su nombre completo pronunciado en alto. ¿Cómo lo había averiguado Quinto? Y el hecho de que lo utilizara en esos momentos le produjo un escalofrío extraño.
—Soy un ciudadano y un soldado leal. Pongo mi honor por delante de mi vida.
Quinto sacó un rollo con el sello del césar.
—Aquí tienes tus nuevas órdenes. No olvides que son secretas.
Primo contempló el rollo con recelo.
—¿Nuevas órdenes?
—Este documento te concede autoridad, Primo Fidus, para ponerte al mando de la caravana, arrestar a Sebastiano Gallo y llevarlo a Roma bajo vigilancia militar para ser juzgado.
—¡Arrestarle! ¿Con qué cargos? —pregunto Primo, si bien ya conocía, y temía, la respuesta.
—Traición —respondió resueltamente Quinto—. Todos los bienes contenidos en la caravana de Gallo son propiedad del emperador de Roma. Al no hacer entrega de ellos, tu señor está, de hecho, robando, lo cual es un delito de traición. —Estampó el rollo en el ancho torso de Primo—. Si no convences a tu señor de que abandone Babilonia de inmediato, ruega porque su ejecución sea rápida.
Primo contempló el rollo como si fuera un escorpión.
¡Arrestar a Sebastiano! Por Mitras, ¿cómo iba a hacer algo así?
Un sudor frío brotó entre sus omóplatos. Desde su llegada a Babilonia había escuchado rumores extraños acerca de Nerón, de su impulsividad, de su posible locura y, sobre todo, de su falta de piedad. Mandaba matar a los mensajeros portadores de malas noticias… Pero ¿qué ocurriría si Primo no informaba de la deslealtad de su señor y Nerón lo descubría más tarde? Temblaba solo de pensarlo. Hasta un soldado viejo y endurecido como él podía marearse al pensar en las muertes espeluznantes que sufrían algunos hombres en el Gran Circo. ¿Y Sebastiano? ¿Podría el informe de Primo provocar una medida tan drástica como una ejecución?
Decidió que debía preparar una respuesta en el caso de que el emperador exigiera saber por qué Gallo se había entretenido tanto en Babilonia. Declararía: «Oh, gran César, mi señor estaba cerrando complejos acuerdos comerciales para atar Babilonia un poco más a Roma y demostrar a esos indignos extranjeros la ventaja de estar financiera y económicamente ligados a Roma. ¡De hecho, glorioso César, para demostrar a los insignificantes babilonios lo afortunados que son de contar con la buena disposición del emperador!».
Era un discurso largo para un soldado viejo, pero ensayaría desde allí hasta el salón de audiencias imperial y hablaría con la mayor convicción posible.
Se frotó el pecho y notó, debajo de la túnica, su talismán, la punta de flecha germana que no le había atravesado el corazón por un pelo. Y tuvo una inspiración.
—Quizá el noble Publio estaría dispuesto a honrar a mi señor aceptando uno de los tesoros chinos como regalo.
El romano arrugó la nariz.
—No estarás intentando sobornarme, Primo Fidus… Podría hacerte desollar vivo. ¡Busca a tu señor! Dile que está obligado por orden imperial a llevar su caravana a Roma sin más tardar. Hoy debo viajar a Magna para hacer una visita a la reina. Regresaré dentro de un mes. ¡Espero que para entonces no quede en Babilonia el más mínimo resquicio de Sebastiano Gallo y su caravana!