24

Llevaban días caminando por las montañas y se estaban acercando a la Ciudad de los Espíritus, situada justo al otro lado del desfiladero. Por el camino, aldeanos y granjeros les habían confirmado que, efectivamente, el Mago residía en esa ciudad prohibida y tenía fama de ser un hombre muy sabio.

Así que el trío avanzaba deprisa, ascendiendo hasta densos bosques donde el aire era frío y escaso, donde gente cordial y hostil custodiaba sus pequeños territorios y miraba con curiosidad al insólito trío: la joven de ojos azules y cabellos del color de la miel que hablaba griego y sabía algo de parsi; el joven de ojos negros, vestido con pieles de animales propias de las tribus de las montañas, que no parecía marido ni hermano de sus dos acompañantes femeninas, un joven taciturno que tenía poco que decir; y la muchacha de sonrisa fácil que vestía las mallas y la chaqueta ceñida de las gentes del sur, una joven muy bonita, de ojos grandes, que varios hombres intentaron comprar a Iskander.

Los tres habían buscado comida por el camino, habían hecho trueques con granjeros y habían ganado una comida gracias a las habilidades sanadoras de Ulrika. Habían acampado bajo las estrellas, donde Ulrika oía a Veeda sollozar en sueños tristes y a Iskander dar vueltas víctima del insomnio. Se bañaban en arroyos fríos y cada mañana y cada noche Iskander preparaba un pequeño fuego para su dios, Ahura Mazda, recitando oraciones, mientras que Veeda entonaba cánticos de alabanza a «los ángeles que hay entre nosotros».

Y por fin habían llegado al desfiladero de las montañas que los conduciría a un mundo que pocos foráneos habían visitado. Un mundo donde, confió Ulrika, el Mago todavía vivía y poseía todas las respuestas.

Ya no le cabía duda de que Iskander era el príncipe al que debía ayudar, pero le inquietaba que su pueblo hubiera sido aniquilado. ¿Cómo se suponía que debía ayudarle si había llegado demasiado tarde? A lo mejor el Mago le revelaba la existencia de supervivientes que esperaban reunirse con él en un nuevo lugar del este.

Iskander había estado poco hablador los últimos días, en cambio Veeda se mostraba animada y locuaz. Caminaba renqueando, se cansaba fácilmente y sufría pesadillas relacionadas con la destrucción de su aldea, pero era una chica fuerte. Cuando estaba despierta daba muestras de gran curiosidad, y muchas veces tenía que recordarle que bajara la voz y no se alejara. Los rastreadores seguían buscándoles, los enemigos tribales de Iskander, a quienes Ulrika no había visto pero sí oído —sus gruñidos iracundos, sus fuertes pasos—, y no dudaba de que los matarían a los tres si los encontraban.

Tras llegar a un sendero agreste que transcurría entre las cimas de dos montañas, se detuvieron para mirar atrás. Y Ulrika los divisó al fin, entre los árboles y las rocas de la ladera, bajo el sol del mediodía, hombres barbudos portando armas. Los rastreadores clavaron la mirada en Iskander mientras el viento soplaba a su alrededor y un águila chillaba desde su refugio. Luego, para sorpresa de Ulrika, dieron media vuelta y retrocedieron montaña abajo.

Miró a Iskander.

—¿Por qué han dado la vuelta?

—Este es el límite de su territorio. A partir de aquí sus dioses carecen de poder. No nos seguirán.

—Entonces, ¿estamos salvados? —preguntó, esperanzada, Veeda.

Iskander guardó silencio mientras veía desaparecer las figuras por la ladera.

—No irán lejos —dijo al cabo—. Acamparán y confiarán en que algún día baje. Aguardaré el momento oportuno. Cuando se vuelvan perezosos y descuidados, entraré en su campamento y les rebanaré la garganta mientras duermen. Luego iré a su aldea, la incendiaré y no dejaré a un solo hombre, mujer o niño con vida. De ese modo, mi venganza será completa.

Ulrika le miró de hito en hito. Durante los días de caminata a través de las montañas había averiguado que Iskander sufría insomnio. Aunque se quedaba dormido a los pocos minutos de tumbarse bajo su manta, los sueños y los demonios no tardaban en despertarle, y a partir de ese momento caminaba agitadamente de un lado a otro el resto de la noche. Ahora comprendía qué era lo que lo mantenía despierto. La venganza era un estimulante poderoso.

—Vamos —dijo Iskander. Se dio la vuelta y emprendió los últimos pasos de su viaje.

Paredes empinadas y rocosas, carentes de vegetación, envolvían al trío, que seguía el sendero en silencio, con la gravilla y las piedras crujiendo bajo sus botas de cuero. Soplaba un viento fuerte que agitaba capas y cabellos. Como imitando su progreso, el sol alcanzó su cénit y, cuando los viajeros empezaron a bajar por el otro lado de la montaña, el astro comenzó su descenso hacia el oeste.

En la cima vieron, bajo un cielo de finales de verano profundamente azul y salpicado de nubes, una llanura dorada que se extendía a sus pies con una magnificencia que cortaba la respiración. El valle descansaba dentro de un anillo de montañas azul lavanda y en su centro se divisaban los restos de una ciudad de muros enormes y columnas colosales, derruidas y calcinadas, el único legado de la destrucción salvaje e implacable que había tenido lugar allí trescientos años antes.

Iskander, Ulrika y Veeda se descubrieron pronto en el lado este de la montaña, siguiendo el antiguo camino real por un viejo puente de madera que cruzaba el río Pulvar. Cuando entraron en una vasta terraza de piedra desde la que partía una gran escalera hacia el cielo, contemplaron con humilde consternación los montículos de escombros y pilares derribados de lo que en su día fuera el palacio de Darío el Grande. Allí no crecían ni árboles ni flores, ni siquiera una brizna de hierba, tan solo una árida llanura esquilada hasta la corteza. Por todas partes se divisaban columnas carbonizadas, capas de polvo y cenizas procedentes de las enormes vigas desmoronadas durante el terrible infierno provocado por la antorcha de Alejandro. Eso era cuanto quedaba de los poderosos cedros del Líbano y las tecas de la India, en otros tiempos columnas ricamente pintadas y coronadas con oro. Las paredes de piedra caliza, cinceladas laboriosamente por hábiles canteros, exhibían desfiles rígidos de personas largo tiempo olvidadas y que ahora eran los únicos habitantes del desolado lugar. Para colmo, los viajeros habían dejado, grabadas en las paredes, pruebas de su paso por las ruinas: Suspirium puellarum Alypius thraex (Alipio el tracio hace suspirar a las muchachas).

Cuando llegaron frente a un gran dintel sostenido por dos pilares, Ulrika se detuvo.

—Conozco este lugar —dijo, presa del asombro—. He estado antes aquí.

Iskander y Veeda se volvieron hacia ella mientras un viento fresco mecía sus cabellos.

Ulrika escudriñó las hileras de columnas que se alzaban sobre la llanura. Un pilar tras otro, centenares de líneas perfectas.

—Recuerdo que pensaba que era un bosque de árboles de piedra. —Siguió andando—. Me contaron que el Mago vive al norte de aquí. Creo que mi madre y yo lo conocimos. Pasamos por estas ruinas cuando nos marchamos de Persia. Yo no tendría más de tres o cuatro años.

Contempló las paredes cubiertas de bajorrelieves y textos cuneiformes, las escaleras que conducían a ninguna parte, los tristes restos de lo que habían sido magníficos palacios y jardines.

De pronto se detuvo con los ojos muy abiertos.

—¡Ahí está!

Soltó los petates y echó a correr. Iskander y Veeda la siguieron hasta encontrarse delante de una enorme pared de piedra caliza.

Miraron boquiabiertos al príncipe sentado sobre el majestuoso trono. Lucía ropajes espléndidos y un sombrero alto y redondo por el que asomaba una mata de rizos gruesos que le caía hasta los hombros. Una barba ingente, recogida en apretados tirabuzones, le cubría el torso hasta la cintura. En una mano sostenía un cayado y en la otra, curiosamente, una flor. Frente a él, en un incensario de oro, ardía incienso.

Era un bajorrelieve. No un hombre de carne y hueso, sino un emperador largo tiempo fallecido y tallado en piedra.

—¿Hola? —Llegó una voz con el viento.

Se dieron la vuelta y vieron a un hombre corpulento que subía los escalones resoplando. Iba vestido con un abrigo largo, hecho de fieltro de cabra, que mantenía cerrado con un cordón. Tenía el pelo gris, recogido en trenzas, y en su densa barba gris tintineaban cuentas y campanitas decorativas.

—¡Saludos, extranjeros! Bienvenidos a mi casa. —Extendió los brazos—. Soy Zeroun el Armenio, y aquello de allí es mi caravasar.

Siguieron la dirección de su dedo y divisaron edificios de piedra, corrales, animales y huertos.

—¡Venid a comer, beber y entablar conversación con otros viajeros! ¡Dispongo de habitaciones acogedoras y multitud de noticias y chismes! No os conviene entreteneros aquí, este lugar está embrujado y muchos creen que trae mala suerte.

—¿Qué lugar es este? —preguntó Ulrika.

—Los habitantes de este valle lo llaman la Ciudad de los Espíritus. Alejandro Magno lo llamaba Persépolis. Pero tiempo atrás otra raza de seres vivió aquí y puso a su hogar el nombre de Shalamandar.

Ulrika miró conmocionada a su alrededor. ¿Aquello era Shalamandar? Allí no había lagos, ni cristal ni nada que se le pareciera. Solo ruinas y polvo.

—¿Podrías decirnos dónde podemos encontrar al Mago? —preguntó Iskander.

—¿El Mago? —Zeroun echó la cabeza hacia atrás y rio—. ¿Todavía respira ese viejo mito? No hay ningún Mago. Lo inventó hace mucho tiempo un charlatán: le sacaba el dinero a gente desesperada y luego desaparecía.

Ulrika miró abatida al armenio. Ni lagos cristalinos. Ni magos. Ni nadie que le ofreciera una llave. Y el príncipe al que se suponía que debía salvar era un sencillo hombre de las montañas que ya había perdido a su tribu.