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Ulrika miraba el techo con el lejano rumor del tráfico nocturno que recorría las calles de la ciudad como ruido de fondo. Sentía que la cabeza le iba a estallar. Había llorado un rato y después se había puesto a pensar. Tendida en su lecho con los ojos fijos en la oscuridad, intentaba poner en orden sus emociones. Le remordía la terrible forma en que había tratado a su madre, marchándose de ese modo, faltándole al respeto.

«Me disculparé por la mañana, nada más levantarme. Y puede que entonces hablemos de mi padre, puede que eso nos ayude a reparar el distanciamiento que no tendría que haberse producido entre nosotras.

»Padre…».

¿Cómo podía su madre estar tan segura de que estaba muerto? ¿Hasta qué punto era Gaio Vatinio prueba suficiente de ello? Que el comandante estuviera vivo no significaba forzosamente que Wulf no hubiera regresado a la Renania.

Se levantó y caminó hasta la ventana, donde aspiró el perfume de esa noche de primavera. El suelo estaba blanco y se extendía colina arriba como un manto de nieve; pétalos de árboles frutales en flor, de color rosa y naranja, caían como copos de nieve y parecían blancos bajo la luna.

Pensó en la Renania nevada, imaginó a su padre guerrero tal como su madre se lo había descrito tantas veces: alto, musculoso, con una frente feroz, orgullosa. Si, como decía su madre, abandonó Persia veinte años atrás, habría llegado a Germania después de la firma de los tratados de paz, cuando la región ya no estaba en guerra con Roma y gozaba de estabilidad. Wulf habría tenido que establecerse, como muchos de sus compatriotas, y dedicarse a otras ocupaciones, como la crianza de animales. Fue el reciente decreto de Claudio que elevaba de categoría a Colonia y ordenaba la tala de los bosques circundantes para permitir el asentamiento lo que abrió viejas heridas, reavivó viejos rencores y reinició la contienda.

¿Era posible? ¿Podía estar su padre entre esos luchadores? ¿Podía ser el nuevo héroe de la rebelión de su pueblo?

Ahora comprendía el significado del sueño del lobo. Era, en efecto, una señal de que debía ir a la Renania.

Cuando, de adolescente, le dio por aprender todo sobre el pueblo de su padre, su madre fue a una de las muchas librerías de Roma y le compró el mapa más reciente de Germania. Juntas, madre e hija analizaron las características topográficas y, basándose en cómo había descrito Wulf su hogar a Selene, lo que incluía hasta el último meandro del afluente que alimentaba el Rin, fueron capaces de marcar el lugar donde vivía su clan. Allí, según palabras de Wulf, su madre era la cuidadora de un antiguo lugar sagrado.

Selene señaló con tinta el lugar, el bosque sagrado de la Diosa de las Lágrimas de Oro, al tiempo que explicaba a su hija: «Cuentan que Freya amaba tanto a su marido que siempre que este emprendía un largo viaje derramaba lágrimas de oro».

Ulrika corrió hasta el arcón de caoba que descansaba a los pies de su cama, cayó de rodillas frente a él y levantó la pesada tapa para hurgar entre las ropas de su infancia y los valiosos recuerdos de una vida itinerante. Halló el mapa y lo desenrolló con dedos temblorosos. Ahí estaba el lugar, todavía marcado, que indicaba dónde vivía el clan de Wulf.

Apretando el mapa contra su pecho, sintió que el coraje corría de repente por sus venas, y también una nueva razón de ser. Y apremio. Gaio Vatinio estaba reuniendo a sus legiones en ese preciso instante. Al día siguiente iniciarían su marcha hacia el norte.

Cogió su toga. «Debo contárselo a madre. Debo disculparme por mi comportamiento egoísta, pedirle perdón por faltarle al respeto y rogarle que me ayude a organizar mi viaje».

Pero Ulrika no vio luz ni oyó ruido en los aposentos de su madre y no quiso despertarla. Selene trabajaba largas horas ayudando infatigablemente a los demás.

Regresaría por la mañana.