23

Ulrika soñó con Sebastiano.

Se hallaba en un paisaje vasto y ventoso, con un océano agitado a un lado y dramáticos riscos y peñascos al otro. Parecía estar construyendo un altar con conchas y fuego. Llevaba un taparrabos como toda vestimenta y sus fuertes músculos brillaban con el sol. Ulrika le llamaba, pero al acercarse Sebastiano empezaba a subir por el altar, convertido ahora en una torre dorada con forma escalonada que el sol volvía cegadora. Sabía que Sebastiano quería alcanzar las estrellas, pues estaba buscando respuestas que solo podían encontrarse en los cuerpos celestes del cosmos.

Ulrika veía entonces que en la cima de la torre ardía un fuego furibundo, un terrible incendio que devoraría a Sebastiano en cuanto llegara arriba, y empezaba a gritar con todas sus fuerzas, desesperada por detenerle.

«No puedes salvarle», susurraba una voz a su alrededor, en el viento, en las nubes. La voz de una mujer. Gaia…

Abrió bruscamente los ojos. Su corazón galopaba y una fina capa de sudor cubría su cuerpo. En la luz tenue de la cabaña camuflada vio que la muchacha seguía durmiendo bajo las mantas de piel de ciervo. Dirigió su oído al bosque y escuchó unos pasos pesados. Su secuestrador caminando arriba y abajo.

Pensó en el sueño. Durante su solitario periplo por Persia había mantenido el rito nocturno de hablar con Sebastiano. Cada noche, antes de dormirse, sostenía la concha entre las manos, con amor y delicadeza, y susurraba a Sebastiano palabras de esperanza y devoción; cerraba los ojos para enviarlas mentalmente a través de millas y días con la esperanza de que llegaran hasta él. Lo mismo hizo en ese momento, enviar el ruego de que su amado estuviera vivo e ileso y a punto de alcanzar su destino.

A la hora del crepúsculo el extraño llegó con pescado que, pese a tener que ingerirlo crudo, Ulrika, que no recordaba haber estado tan hambrienta en su vida, recibió como un festín. Pero primero atendió a su paciente y descubrió, con gran alivio, que la fiebre había empezado a bajar y la respiración a normalizarse.

Mientras comían, con el extraño haciendo una pausa de vez en cuando para escuchar los sonidos de la noche, Ulrika le preguntó sobre el cuerno de marfil que contenía cenizas sagradas. Había aprendido en sus viajes que alentar a la gente a hablar de sus creencias religiosas ayudaba a derribar barreras.

—Los templos de fuego son nuestros lugares de oración —contestó al tiempo que desmenuzaba la carne del pescado con los dedos.

Poseía unas manos delicadas, pensó Ulrika. Manos femeninas, y modificó una vez más la impresión que tenía de él, de tosco hombre de las montañas a un ser más refinado.

—Nosotros no veneramos el fuego —prosiguió el joven en voz baja, contemplando a la durmiente—, sino la pureza que simboliza. Nuestra fe fue fundada por el profeta Zoroastro para combatir el culto a las imágenes que los babilonios habían traído a nuestras tierras mucho tiempo atrás. Condenamos cualquier tipo de imaginería. Adoramos el cielo abierto y subimos a montículos para encender nuestros fuegos para que Ahura Mazda, el Dios Increado, los vea. El profeta Zoroastro asegura que el Creador Ahura Mazda es todo bondad y que de Él no brota mal alguno. El bien y el mal se hallan en constante conflicto, y nosotros, los humanos, debemos intervenir en ese conflicto y asegurarnos de que el mal nunca triunfe sobre el bien. Lo conseguimos llevando una vida de buenos pensamientos, buenas palabras y buenas obras. Eso mantiene el caos a raya.

Sus palabras le recordaron a las de Sebastiano cuando le explicó que solo con leer los mensajes de los dioses en las estrellas podía evitarse el caos.

—Tu fe me parece interesante —comentó Ulrika al tiempo que levantaba la muñeca de Veeda y le tomaba el pulso, que encontró normal.

—Es la única fe —repuso él. Luego calló, y Ulrika se preguntó si sentía curiosidad por ella. En su interior había una tensión constante, y sospechaba que no se debía solo al hecho de que le persiguieran.

Preguntó adónde se dirigían Veeda y él, pero el joven se limitó a recoger las espinas de pescado y salió de la cabaña.

Mientras escuchaba los sonidos de la noche en el bosque y el frío de la montaña se colaba en la cabaña, Ulrika sopesó si debería intentar escapar. ¿Llegaría lejos? Se enfrentaría a las trampas mortales, y a los perseguidores… Y no estaba segura de saber llegar a la taberna. Además, ya no se sentía amenazada por el joven, y Veeda todavía necesitaba ayuda.

La muchacha se revolvió y suspiró bajo las mantas. Cuando Ulrika se sentó a su vera, abrió los ojos y la miró con unos iris negros enmarcados por pestañas del mismo color.

—¿Quién eres? —le preguntó.

Ulrika le deslizó un brazo por debajo de los hombros y la aupó para que bebiera agua del odre.

—Soy Ulrika. No te preocupes, Veeda, estoy aquí para ayudarte. ¿Cómo te sientes?

—Bien, pero me duele la pierna.

—Nos ocuparemos de eso.

La muchacha miró en derredor.

—¿Dónde está Iskander?

—Fuera, haciendo guardia. ¿Así se llama? ¿Iskander? ¿Es tu tío? ¿Tu primo?

Negó con la cabeza.

—Es de otra tribu.

—¿Adónde te lleva?

—Lejos, para mantenerme a salvo.

Ulrika enarcó las cejas.

—¿Lejos de qué?

—De hombres malos que quieren matarnos. Por favor —una mano pequeña alcanzó la de Ulrika—, ¿dónde está Iskander?

Ulrika palpó la frente de Veeda; era una chica muy bonita y la fiebre aumentaba su belleza natural.

—Enseguida vuelvo —dijo.

Encontró a Iskander sentado en una piedra, con la lanza en la mano.

—Se ha despertado.

Entró raudamente en la cabaña y se sentó junto a Veeda con semblante preocupado.

—¿Te encuentras mejor?

—Me desperté, y al ver que no estabas, me asusté.

El joven le acarició los cabellos húmedos.

—Tuve que ir a buscar ayuda. Esperaba que durmieras hasta mi vuelta. No era mi intención asustarte.

Ulrika observaba la escena con curiosidad. Pese a la ternura que había entre los dos, también percibía cierta formalidad, como si hiciera poco que se conocían.

—¿Ulrika me ha salvado la vida? —preguntó Veeda.

Iskander levantó la vista y obsequió a Ulrika con una sonrisa de gratitud que le transformó la cara.

—Sí, Ulrika te ha salvado la vida.

Esa noche Veeda pudo incorporarse y comer un poco, y acribilló a Ulrika con preguntas sobre el mundo que se extendía más allá de su reino montañoso. Después durmieron, pero cuando Ulrika se despertó en mitad de la noche descubrió que Iskander no estaba, y le oyó de nuevo caminando arriba y abajo frente a la cabaña.

Al día siguiente Iskander decidió que debían reemprender la marcha pero, pese a la insistencia de Ulrika, se negó a desvelarle adónde se dirigían y la identidad de sus perseguidores. Ulrika se colgó sus petates en los hombros mientras Iskander se subía a Veeda a la espalda. La muchacha se agarró a su cuello. Formaban una pareja curiosa, pues la dependencia de Veeda con respecto a Iskander parecía la de una niña con su padre, al tiempo que Iskander la trataba con la delicada formalidad de un extraño.

Acamparon al caer la noche, y cuando Ulrika contempló la luna y reparó en que seguían dirigiéndose hacia el este, lo que la alejaba de su ruta, preguntó:

—¿Adónde nos llevas?

Ante el silencio de Iskander, añadió:

—No era necesario que me secuestraras. Podrías habérmelo pedido.

La sorprendió clavándole sus ojos negros, y oyó franqueza en su voz cuando dijo:

—Lo siento. Temía que Veeda muriera. No quería perder ni un instante en conseguir ayuda. En estas montañas somos muy tribales. Vigilamos nuestros tesoros y recursos y recelamos de otras tribus. La rivalidad es nuestro estilo de vida. Ignoraba cuál sería tu reacción. Podrías haberme dicho que no, y entonces, ¿qué hubiera hecho?

—¿Cuánto tiempo tienes intención de retenerme?

—Podrás marcharte mañana por la mañana. Te daré comida y un arma, e indicaciones de cómo llegar a la Ciudad de los Espíritus.

—¿Qué haréis tú y Veeda?

—Iremos hacia el este.

Iskander reunió ramas y hojas y procedió a preparar un fuego que no encendió. Oró sobre las astillas y colocó el cuerno de marfil al lado mientras cantaba. Finalmente se sentó sobre los talones y dijo:

—Estoy buscando a miembros de mi tribu. No sé hacia dónde ir. Creo que podrían haber huido hacia el este. Dijiste que estás buscando a un hombre con respuestas llamado el Mago. ¿Crees que podría ayudarme?

Ulrika pensó en su situación y comprendió que, aunque no podía confiar plenamente en un hombre que la había secuestrado, le sería fácil perderse en aquellas montañas, y que lo más prudente sería mantener a Iskander con ella.

—Vive en la Ciudad de los Espíritus. ¿Sabes dónde está?

Estaban cenando pescado crudo, frutos secos y bayas. Iskander masticó pensativamente antes de contestar.

—Sí, puedo llevarte hasta allí.

Ulrika suspiró aliviada. Pronto estaría devolviendo el favor al príncipe que antaño había ayudado a su madre. Le pediría que la llevara a Shalamandar, donde iniciaría el verdadero camino para el que estaba destinada y el cual esperaba que le hiciera libre para poder estar con Sebastiano a su regreso de China, libre para amarle y pasar con él el resto de su vida.

Oyeron un ruido. Ulrika se sobresaltó, pero Iskander posó una mano en su brazo.

—Estamos a salvo —dijo—. Las trampas están intactas. Esos hombres no nos darán alcance.

Miró a Veeda, que dormía profundamente. Ya no tenía fiebre y la herida estaba sanando. Pero Iskander se negaba a que caminara y cargaba con ella sobre su espalda. No pesaba. Con catorce años, Veeda apenas había iniciado el proceso de hacerse mujer. Aunque ya era posible adivinar sus senos en ciernes, el cuerpo todavía era delgado y sin curvas. Llevaba suelta su densa melena negra, pero había explicado a Ulrika que cuando se casara se recogería el cabello bajo un pañuelo, como era costumbre en su tribu, y solo su marido podría vérselo. Vestía un atuendo curioso: mallas y una prenda de manga larga que Ulrika no había visto antes, ceñida desde el cuello hasta la cintura y cerrada por delante con una larga hilera de diminutas esquirlas de hueso introducidas en ranuras. Veeda la llamaba «chaqueta» y el cierre lo formaban «botones». Semejaba una prenda de hombre, pensó Ulrika, y sin embargo le sentaba muy bien y parecía muy práctica para la vida en las montañas.

Veeda mostraba una gran curiosidad por el mundo y hacía muchas preguntas a Ulrika. Solo cuando dormía, gimiendo y con lágrimas brotando de sus ojos cerrados, se preguntaba Ulrika qué dolor secreto encerraba su corazón.

—Pero ¿y si logran sortear las trampas? —preguntó a Iskander—. ¿Qué harán?

—Nos matarán a los tres. Por eso, por el peligro en el que te he puesto, te pido perdón. Pero era necesario.

—¿Quiénes son esos hombres que os persiguen?

Esta vez Iskander no esquivó la pregunta.

—Son de otra tribu, los enemigos de mi pueblo. Hace muchas generaciones se inició una contienda entre ambas tribus. Nadie sabe quién o qué la empezó, o qué tribu, pero se buscó venganza tras un incidente y, como es lógico, hubo un contraataque. La venganza es nuestro estilo de vida. Pero es un ciclo sin fin. Cuando nos vengamos de esa tribu, esta ha de crear una nueva razón para vengarse a su vez de nosotros, de modo que llevamos siglos luchando.

»Pero cinco años atrás se cometió un acto imperdonable. Hombres de mi tribu, me avergüenza decirlo, sobrepasaron el límite: violaron a una de sus mujeres. Nos declararon la guerra y juraron que nos erradicarían de la faz de la tierra. Llegaron por la noche. No pudimos hacer nada. Yo estaba en el bosque haciendo guardia contra un enemigo al que nunca veía; cuando regresé, encontré mi aldea arrasada, mi gente asesinada. La otra tribu se enteró de que yo seguía con vida y fueron a por mí. De eso hace cinco años; llevo huyendo desde entonces.

—¿Y Veeda?

—Busqué refugio en la aldea de una gente a la que no conocía. Fueron amables y me acogieron. Una noche me desperté y descubrí que la aldea estaba siendo atacada. Mis enemigos habían encontrado mi escondrijo. Estaban incendiando las cabañas y matando a los aldeanos. Al verlo me entregué. Salí y dije: «Aquí estoy. Soy vuestro». Me apresaron, pero cuando me di cuenta de que mi captura no les bastaba, que pretendían seguir destruyendo la aldea como castigo por haberme dado asilo, logré soltarme e intenté impedírselo. Pero era un hombre contra muchos. Corrí hasta la casa donde me alojaba y encontré a toda la familia muerta. Escuché un ruido bajo los cadáveres y descubrí a Veeda. Sus padres la habían cubierto con sus cuerpos para protegerla. Hui llevándome a Veeda conmigo. Nos detuvimos en lo alto de una colina para mirar atrás y vimos las cabañas en llamas, y por el silencio que reinaba supimos que la aldea había sido exterminada.

Sus ojos negros parecieron mirar hacia su interior cuando dejó ir un suspiro tembloroso y dijo:

—Yo llevé a esos hombres a esa aldea inocente. Soy el responsable de todas esas muertes.

—Tú solo intentabas sobrevivir —dijo dulcemente Ulrika, recordando un terrible campo de batalla en un bosque de la Renania—, no podías saber lo que iban a hacer.

—Ahora busco a gente de mi tribu, pues creo que algunos escaparon y huyeron hacia el este. Por eso el Mago del que hablas me interesa. Tal vez pueda decirme si alguien de mi tribu sigue vivo. No soporto pensar que yo, Iskander, hijo del jeque Farhad Aswari, soy el último miembro de la antigua y noble tribu de los asghar.

Ulrika le miró incrédula. ¿Él era el príncipe al que debía ayudar?