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—¡Ya hemos llegado! —gritó Sebastiano al tiempo que, con Ulrika cabalgando entre sus brazos, espoleaba su caballo.

Habían cruzado el Gran Verde desde Ostia y desembarcado en la colonia romana de Barcino, situada en la costa nordeste de Hispania. Desde allí la caravana de caballos, mulas, carros y personas había puesto rumbo al oeste siguiendo las nuevas calzadas romanas y los viejos senderos abiertos por antepasados caídos en el olvido. Pasaron por aldeas diminutas y granjas desperdigadas, por villas romanas aisladas y algún que otro puesto militar. El terreno difería entre llano y montañoso, verde y rocoso, bajo un cielo azul intenso atravesado por nubes grandes y esponjosas. Los caprichosos vientos azotaban rostros y espaldas, las noches brillaban de frío y los días resplandecían de calor. Por el lejano norte se divisaba la imponente cadena montañosa bautizada con el nombre de la princesa mitológica Pirene, al otro lado de la cual se extendía la tierra de los galos.

Después de varias semanas de viaje, la cansada caravana había alcanzado la cresta de la última colina, desde la que ahora podían divisar, a sus pies, un paisaje de un verde tan vivo que Ulrika pensó que no podía ser real. Levantadas entre las laderas boscosas había casas encaladas rodeadas de pastos y huertos. Estaban alejadas entre sí, con senderos que las conectaban, y al fondo se vislumbraba un bullicioso mercado con una herrería, pequeños talleres de metal y mampostería y una fortaleza de madera que albergaba a soldados romanos. Un asentamiento camino de convertirse en pueblo. En el horizonte se perfilaban otras colinas salpicadas de casitas, pastos y huertos.

A lomos de su caballo, a Sebastiano se le llenaron los ojos de lágrimas y durante unos instantes fue incapaz de hablar. Ulrika contemplaba el paisaje en silencio.

—Aquella de allí es la casa de mi familia —dijo al fin, señalando una villa formada por varios edificios, huertos y animales cercados—. Y allá —prosiguió señalando el oeste— se encuentra el fin del mundo, que los romanos llaman Finisterre. Está a un día de viaje a pie. Desde el promontorio rocoso puede contemplarse un océano interminable. Después de eso no hay más tierra.

Ulrika esbozó una sonrisa radiante.

—Desde Luoyang hasta Finisterre. Has abarcado el mundo.

Sebastiano se disponía a dar a la caravana la señal de avanzar cuando un grito atravesó el aire de la tarde.

—¡Mira allí, señor! —exclamó Timónides, sentado a horcajadas sobre un asno. Detrás viajaba Raquel en un carro tirado por bueyes—. ¡Se acerca alguien!

—Mi hermana pequeña. —Sebastiano desmontó y ayudó a Ulrika a bajar—. Veo que ha estado haciendo tartas. Espero que te gusten las cerezas, Ulrika —dijo con una sonrisa—. Mi cuñado está muy orgulloso de sus huertos.

Ulrika abrió mucho los ojos, pues corriendo hacia ellos colina arriba, alzándose la falda por encima de la hierba, iba la mujer joven y regordeta de su visión. Advirtió que no huía de nada, sino que corría hacia algo, que la boca abierta era un grito de dicha y no de miedo, y que la «sangre» de las manos era jugo de cerezas.

Hermano y hermana se fundieron en un emotivo abrazo riendo y llorando al mismo tiempo.

—¡Recibimos tu mensaje hace unos días y desde entonces hemos estado preparando tu regreso! —declaró Lucía casi sin aliento.

Tras desembarcar en Barcino, Sebastiano había enviado un jinete veloz, acompañado de un guardia armado, con saludos para su familia y el anuncio de que volvía a casa. Ulrika conocía los nombres y la historia de todos los miembros de la familia, que eran muchos, pues sus tres hermanas vivían en la extensa villa con sus maridos, hijos y varios parientes.

Lucía parecía próspera, pensó Ulrika, y podía ver el parecido con su hermano, los reflejos cobrizos en sus largos cabellos. La joven se volvió hacia Ulrika con mirada radiante. Hablaba latín con un fuerte acento y Ulrika comprendió que iba a tener que aprender el dialecto de esa región. Las cuñadas se abrazaron al tiempo que otras personas iban llegando, hombres con túnicas cortas, mujeres con vestidos largos, niños y perros, todos felices con el regreso de su hermano y tío.

La caravana continuó y llegó a la villa en medio de una algarabía de recibimientos y presentaciones donde todos hablaban al mismo tiempo. A esto siguió un alegre festín que se prolongó hasta bien entrada la noche y que comprendía música y baile, gran cantidad de vino, generosas raciones de almejas al vapor, pulpo hervido y calamares fritos, y un despliegue interminable de tartas de cereza.

Más tarde, mientras Ulrika yacía en los brazos de Sebastiano en la habitación que este había compartido con su hermano Lucio, pensó en la carta que había enviado a su madre desde Ostia, dejándola a cargo de un capitán que zarpaba hacia Éfeso, quien prometió que se la entregaría en mano. Ulrika había llenado la misiva con todos los acontecimientos destacables de su vida y la había terminado rogando a Selene que viajara a aquel rincón del noroeste de Hispania para una larga visita.

Por fin la familia de Ulrika estaba completa. Había viajado desde Roma hasta Ostia con su padre, y durante el trayecto se pusieron al corriente de sus vidas y Ulrika pudo conocer al gran Wulf.

Al día siguiente tocó el paseo de rigor por la villa, entre niños que corrían y brincaban, y luego la comida del mediodía, después de la cual Sebastiano declaró que había llegado el momento de visitar el viejo altar.

Siguiendo un antiguo sendero rodeado de álamos, robles y abetos, fueron solos a la colina boscosa que se alzaba suavemente hasta la cima, un paraíso nemoroso que recordaba a Ulrika el lugar donde había visto los Lagos Cristalinos de Shalamandar. Nadie habría adivinado que el revoltijo de piedras y conchas situado al final del sendero era el altar de Gaia, tal era el abandono que sufría. Ulrika, no obstante, cerró los ojos, envió su espíritu a ese claro protegido, y supo que se hallaban sobre suelo sagrado.

—Daremos sepultura al venerable Jacob aquí —dijo—. Reconstruiremos el altar y erigiremos un santuario para que la gente pueda venir, solicitar la ayuda y el consuelo de la diosa y presentar sus respetos al hombre santo que aquí descansa.

Colocando la mano sobre el altar, cerró los ojos, calmó la respiración, susurró su mantra y recibió una visión.

—En los años venideros —dijo— se levantará una magnífica casa de oración sobre este lugar y millones de peregrinos acudirán desde todos los rincones de la tierra para rendir homenaje a los restos del venerable Jacob, a quien conocerán como Sant Yago. Y este lugar será recordado por las estrellas que cayeron en los campos cercanos, el campus stellae.

—Haré que el camino de peregrinación vuelva a ser seguro —dijo Sebastiano—. Pondré señales y construiré lugares de descanso. Colocaré guardias a lo largo de la ruta para que patrullen los caminos, pues ahora sé que mi destino es ser el protector de los peregrinos. He ahí el verdadero motivo de que fuera enviado a China, para perfeccionar mis habilidades dirigiendo caravanas y aprender a garantizar la seguridad de los viajeros.

Al pensar en su viaje a China, que ahora le parecía casi un sueño, Sebastiano comprendió que, debido a la locura de Nerón, no habría más expediciones a esas tierras. Por lo menos durante muchos años o incluso siglos. Siempre recordaría esa época con cariño. Había caminado por la tierra amarilla de Luoyang, había intercambiado ideas con un emperador sabio, había conocido a amigos como Noble Garza y Pequeño Gorrión. Pero en adelante debía mirar hacia el futuro.

—Ulrika, durante mucho tiempo he creído que estaba predestinado a ansiar explorar nuevas tierras y anhelar al mismo tiempo volver a mi casa. Pero ahora estoy en casa y me dispongo a emprender mi verdadera misión. También he comprendido ahora —añadió— que en el mundo hay orden y previsibilidad, pero hay asimismo azar. La vida no es ni una cosa ni otra. Del mismo modo que hay estrellas fijas y estrellas que caen, en nuestro corazón estamos seguros de algunas cosas y dudamos de otras. Puede que nunca entendamos por qué, lo único que sabemos es que mientras caminamos por esta tierra lo hacemos lo mejor que podemos y vivimos con paz y amor.

Ulrika se quitó la concha que le pendía del cuello y la depositó sobre el altar.

—Este es el final de mi camino, pues yo seré la guardiana del santuario. Cuando la gente venga en busca de solaz y respuestas, les enseñaré mi meditación. Puede que todo el mundo posea el don de la adivinación y que solo haya que encontrarlo y aprovecharlo. O puede que, después de todo, la adivinación no tenga que ver con hallar lugares sagrados, sino con encontrar lo sagrado dentro de nosotros mismos.

Una voz familiar susurró en su oído:

«Has hecho un buen trabajo, hija. No volveré a visitarte, pues ya no necesitas mi consejo».

«Una pregunta, Honorable Señora —dijo Ulrika para sí—. ¿Por qué recurriste a mí? ¿Por qué no a Sebastiano dado que eres su antecesora y este es también su destino?».

«Porque no soy su antecesora, sino la tuya. La familia Gallo llegó tarde a esta tierra, y aunque naciste de madre romana y padre germano, tu linaje se pierde en la noche de los tiempos, en la costa rocosa de esta parte del mundo donde construí un altar de conchas. Tú eres mi descendiente, Ulrika de Gallaecia. Y aunque no volverás a verme, ten la certeza de que siempre estaré contigo. Adiós, hija, y acuérdate de guardar el secreto del Libro de las Profecías».

El secreto críptico que Rhea Silva le había transmitido y que Ulrika había susurrado a su vez a la vestal mayor: el reino de los dioses de Roma se acercaba a su fin. Ulrika se preguntó si el hecho de dar sepultura a Jacob en aquel lugar era parte de ese cambio, pues había sido seguidor de una fe nueva, había creído en un solo dios y ahora descansaba en un suelo sagrado para la diosa. Quizá no un cambio, pensó, ni un final, sino una unión.

Ulrika tomó la mano de Sebastiano y dijo:

—Hace tiempo hice una pregunta a una adivina. «¿Dónde está mi lugar? ¿Define este quién soy?». No me respondió, pero ahora sé que quien eres no depende de donde estás. Quien eres es algo que llevas contigo adondequiera que vas.

Sebastiano sonrió.

—Y ahora estamos aquí. En casa…