Capítulo 55

55

Siete de las once chicas de alquiler habían abandonado la casa segura para ver si les quedaba una familia a la que volver. Seis habían regresado, llorosas. Varias habían pasado a ser viudas; otras sencillamente habían sido rechazadas por padres, maridos y novios que solo veían en ellas putas y deshonra.

A Kaldrosa le falló el valor; no llegó a salir de la casa segura. Por algún motivo, había podido plantar cara a la muerte. Había castrado a Burl Laghar y lo había visto desangrarse hasta morir, atado a la cama y gritando contra una mordaza. Después había movido su cuerpo, había puesto sábanas limpias en la cama y había dado la bienvenida a otro soldado khalidorano. Se trataba de un joven que siempre practicaba el sexo primero y después no ponía mucho entusiasmo en los golpes y la invocación. Siempre parecía asqueado consigo mismo. Kaldrosa le preguntó:

—¿Por qué lo haces? No te gusta hacerme daño. Sé que no.

Él no pudo mirarla a los ojos.

—No sabes lo que es —dijo—. Tienen espías en todas partes. Tu propia familia te delata si cuentas un chiste inapropiado. Él lo sabe.

—Pero ¿por qué dar palizas a las putas?

—No es solo a las putas. Es a todo el mundo. Es el sufrimiento lo que necesitamos. Para los Extraños.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué extraños?

Pero el joven no se explicó más. Al cabo de un momento, se puso a mirar las sábanas fijamente. La sangre del colchón empezaba a traspasar la muda limpia. Kaldrosa lo apuñaló en el ojo. En ningún momento, ni siquiera cuando él arremetió contra ella, sangrando, rugiendo y enfurecido, había tenido miedo.

Sin embargo, le faltaba el coraje para enfrentarse a Tomman. Habían tenido una gran pelea antes de que ella se fuera al local de Mama K. Él se lo habría impedido por la fuerza de no ser porque le habían propinado tal paliza que no podía levantarse de la cama. Tomman siempre había sido celoso. No, Kaldrosa no podía mirarlo a la cara. Partiría con las demás hacia el campamento rebelde. No sabía qué haría allí. Estaban en el interior, sin ningún río cerca, de manera que probablemente escasearían los empleos de capitana de barco. A decir verdad, si no podía procurarse una ropa que la tapase más, escasearía el trabajo honrado de cualquier tipo. Aunque, después de los khalidoranos, ser chica de alquiler para los cenarianos quizá no fuese tan malo.

Llamaron a la puerta y todas las chicas se pusieron tensas. No eran los golpes de la contraseña. No se movió nadie. Daydra cogió un atizador de la chimenea.

Volvieron a llamar.

—Por favor —dijo una voz de hombre—. No quiero haceros daño. Voy desarmado. Por favor, dejadme pasar.

Kaldrosa pensó que se le saldría el corazón por la boca. Fue hasta la puerta como hechizada.

—¿Qué haces? —susurró Daydra.

Kaldrosa abrió la mirilla, y allí estaba. Tomman la vio y se le iluminaron las facciones.

—¡Estás viva! Oh, dioses, Kaldrosa, me temía que hubieras muerto. ¿Qué pasa? Déjame entrar.

El pasador pareció retirarse solo. Kaldrosa no tenía voluntad. La puerta se abrió de golpe y Tomman la alzó en sus brazos.

—Oh, Kally —dijo, todavía delirante de alegría. Tomman siempre había sido un poco lento—. No sabía si…

No reparó hasta entonces en las otras mujeres congregadas en la habitación, con expresiones ya de júbilo, ya de celos. Aunque la estaba abrazando y ella no podía verle la cara, Kaldrosa supo que debía de estar parpadeando como un tonto ante la visión de tantas mujeres hermosas y exóticas al mismo tiempo, y todas ligeras de ropa. Hasta el virginal vestido de Daydra emanaba sensualidad. Su abrazo fue envarándose poco a poco, y Kaldrosa quedó inerte en sus brazos.

Tomman retrocedió un paso y la miró. Sus manos cayeron de sus hombros con un gesto mecánico.

En verdad era un conjunto bonito. Kaldrosa siempre había odiado su delgadez porque consideraba que le hacía parecer un chico. Con esa ropa, no se sentía esmirriada o masculina, sino esbelta y núbil. La camisa abierta por delante no solo revelaba que estaba bronceada hasta la cintura, sino que también conspiraba para proporcionarle un canalillo y enseñar la mitad de cada pecho. Los escandalosos pantalones le venían como un guante.

En pocas palabras, era exactamente el tipo de ropa que a Tomman le hubiese encantado que Kaldrosa llevara en su casa… durante los breves interludios que se extendían entre que ella lo sorprendía con el modelito y él la atrapaba después de perseguirla de habitación en habitación.

Sin embargo, aquello no era su casa, y esa ropa no era para él. Los ojos de Tomman se llenaron de pena, y apartó la vista.

Las chicas se quedaron calladas.

Tras un doloroso momento, Tomman dijo:

—Estás preciosa. —Se atragantó y un torrente de lágrimas descendió por sus mejillas.

—Tomman… —Kaldrosa también lloraba e intentaba cubrirse con los brazos. Era una amarga ironía. Estaba intentando ocultarse de los ojos de su marido, cuando se había pavoneado para desconocidos a los que despreciaba.

—¿Con cuántos hombres has estado? —preguntó Tomman, con la voz quebrada.

—Te habrían matado…

—¿O sea que no soy lo bastante hombre? —replicó él bruscamente.

Ya no lloraba. Siempre había sido valiente, fiero. Era una de las características que a Kaldrosa le encantaban de él. Habría muerto para salvarla de aquello. Nunca comprendió que después de su muerte ella habría tenido que hacerlo de todas formas.

—Me han hecho daño —dijo ella.

—¿Cuántos? —La voz de Tomman era dura, crispada.

—No lo sé. —Una parte de Kaldrosa sabía que su marido era como un perro enloquecido de dolor que se revuelve contra su amo, pero ver el asco reflejado en su cara era demasiado. Se sentía sucia. Se rindió a la insensibilidad y la desesperación—. Muchos. Nueve o diez al día.

A Tomman se le demudaron las facciones, y dio media vuelta.

—Tomman, no me dejes. Por favor.

El hombre se detuvo, pero no se volvió. Después salió de la casa.

Mientras la puerta se cerraba con suavidad, Kaldrosa rompió a llorar. El resto de las chicas fueron hasta ella, con los corazones rotos de nuevo al ver su pena reflejada en la de ella. Sabiendo que no la reconfortarían, acudieron en su ayuda porque no tenía a nadie más que lo hiciera, como tampoco ellas.