Capítulo 42
42
Las tierras de los Gyre en Havermere habían cambiado muchísimo desde que Kylar las atravesara con Elene y Uly de camino a Caernarvon. Entonces habían estado poco menos que desiertas. Sin un señor que los protegiera, algunos granjeros se habían mudado. La cercanía de la cosecha y la afortunada ausencia de incursiones ceuríes o de los lae’knaught aquel año eran lo único que había retenido al resto.
En esa segunda visita, se encontró las tierras llenas a rebosar, y Kylar solo tardó un momento en adivinar por qué. La resistencia había trasladado su base a Havermere. Estaban a unos pocos días a galope tendido de Cenaria, lo que los ubicaba lo bastante cerca para actuar contra las patrullas pero lo bastante lejos para huir si el rey dios reunía un contingente nutrido contra ellos. La abundancia de la cosecha y los recursos de la Casa de Gyre, que incluía centenares de los mejores caballos del país, una armería considerable y unas murallas que la harían defendible al menos mientras no se usara magia, la convertían en una base perfecta. Kylar se preguntó si la habrían confiscado por la fuerza o si el mayordomo de los Gyre habría acogido al ejército de buena gana.
Hizo una pausa al avistar una compañía en la penumbra del alba. Si quería, probablemente podría evitar que lo detectaran… o por lo menos que lo entretuviesen. Lo más seguro era que no lo hubiesen visto todavía, no con esa luz, aunque no tenía ni idea de lo buenos que eran los centinelas. Al final decidió que, ya que estaba allí, bien podría informarse de lo que estaba pasando en Havermere. Si Logan seguía vivo y Kylar lograba rescatarlo, allí sería adonde acudirían. Si podía poner en antecedentes a Logan de lo que le esperaba, tanto mejor.
Aun así, antes de seguir adelante fijó a su cara el disfraz de Durzo. Era mucho más fácil que el único otro disfraz que había construido, el del barón Kirof, y probablemente menos peligroso. Los rebeldes que conocieran al barón Kirof querrían matarlo. Los que reconocieran a Durzo probablemente fingirían que no: nadie en su sano juicio admitiría conocer a un ejecutor. Y era mejor que presentarse como él mismo.
Un Kylar Stern que apareciera en el campamento rebelde era un Kylar Stern que se comprometía con su causa. Además, aún ignoraba si la identidad de Kylar era segura. Elene había denunciado por error a Kylar ante el general supremo Agon, y Kylar no sabía si este habría hecho correr la voz.
De modo que allí estaba, sentado a lomos de su caballo e intentando fijar la cara de Durzo a la suya. No era fácil, aunque hubiera pasado días… semanas perfeccionando el disfraz. Había problemas de todo tipo.
En primer lugar, había que recordar la cara a la perfección. Aun después de años de mirar a Durzo Blint, eso era más difícil de lo que Kylar habría imaginado. Al principio del proyecto, había pasado semanas tan solo rememorando cómo se inclinaban hacia abajo sus leves patas de gallo, colocando cada marca que tenían las mejillas de Durzo, dando la forma correcta a las cejas y ajustando los mechones de su barbita rala. Después, cuando creyó que lo había clavado, se dio cuenta de que apenas estaba empezando.
Una cara estática no era un disfraz. Necesitaba anclar todos los puntos móviles de esa cara a la suya, para que se moviese casi del mismo modo. Casi. La cuestión era que, incluso después de una década bajo la tutela de Durzo y de fijarse durante años en sus pequeños tics, las expresiones faciales de Kylar no se parecían mucho a las de su antiguo maestro. Así, la cara de Durzo se enfurruñaba cuando él solo arrugaba la frente, esbozaba una sonrisilla de suficiencia cuando él la quería de oreja a oreja y ponía expresión de desdén cuando quería hacer una mueca, además de otras cien cosas que había ido añadiendo a la lista durante las largas horas que pasó poniendo caras ante el espejo.
Aun entonces, el disfraz no estaba completo. Durzo había sido alto. Kylar superaba la estatura media por muy poco. De modo que, tras crear su disfraz, lo proyectó hacia arriba unos quince centímetros. Cuando alguien intentase mirar a Durzo a los ojos, estaría mirando por encima de la cabeza de Kylar. Hacía falta mucha disciplina para acordarse de mirar al cuello de una persona para que Durzo tuviese la vista puesta en sus ojos. Era algo que Kylar no había solucionado todavía: había intentado montarlo de tal modo que pudiese mirar adonde quisiera y los ojos de Durzo lo siguieran desde quince centímetros más arriba, pero aún no había descubierto cómo.
Y, por supuesto, si alguien intentaba tocar la cara o los hombros que proyectaba, la ilusión quedaba destruida. Kylar había tratado de hacerla etérea, de modo que, si algo la tocaba, la atravesase sin más. No había funcionado. La malla de Talento, o lo que fuera, era física. Si algo más denso que la lluvia la tocaba, se desintegraba. Kylar también había intentado la solución opuesta, darle presencia física para que los ligeros contactos contra ella topasen con una resistencia parecida a la de una cara o unos hombros auténticos. Tampoco eso había funcionado.
En pocas palabras, se había tomado un trabajazo para lo que resultaba ser un disfraz mediocre. Kylar ya entendía por qué Durzo había preferido el maquillaje.
Hundió los talones en los ijares de su caballo, y juntos descendieron hacia Havermere.
Los centinelas no parecieron sorprendidos al verlo salir del amanecer, de manera que su perímetro tal vez fuera mejor de lo que pensaba.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó un adolescente con pinta de duro.
—Soy oriundo de Cenaria pero he vivido en Caernarvon durante estos últimos años. He oído que las cosas se han calmado bastante. Tengo familia en Cenaria y quiero ver si están bien. —Lo dijo deprisa y probablemente eran demasiadas explicaciones, pero sería normal que un comerciante nervioso hiciera lo mismo.
—¿A qué te dedicas?
—Soy herborista y boticario. En circunstancias normales, aprovecharía la ocasión para traer conmigo unas hierbas, pero unos bandidos destruyeron mi último cargamento. Los muy cabrones quemaron mi carro al descubrir que no llevaba nada de oro. Ya me dirás qué ganó nadie con eso. En fin, al menos a caballo he tardado menos.
—¿Vas armado? —preguntó el joven. Parecía más relajado, sin embargo, y Kylar notó que creía su historia.
—Pues claro que voy armado. ¿Te crees que estoy loco? —dijo Kylar.
—Bien dicho. Adelante.
Kylar entró a caballo en el campamento que se extendía ante las puertas de Havermere. Estaba bien organizado, distribuido en hileras rectas y los retretes a intervalos regulares y alejados de los fuegos de cocina, con numerosas edificaciones permanentes o semipermanentes y calles bien definidas para el tráfico a pie y a caballo, pero no tenía mucho aspecto militar. Varias de las estructuras daban a entender que pretendían pasar el invierno allí, pero las fortificaciones que rodeaban el campamento producían risa. A primera vista, parecía que todos los nobles y sus guardias personales se habían instalado en la mansión de los Gyre, mientras que los soldados y civiles que habían unido su destino al de los rebeldes vivían allí fuera, apañándose como podían.
Kylar contemplaba un edificio de madera, tratando de averiguar su propósito, cuando estuvo a punto de atropellar a un hombre que llevaba unos quevedos y cojeaba apoyado en un bastón. El hombre alzó la vista y pareció tan asombrado como el propio Kylar.
—¿Durzo? —preguntó el conde Drake—. Te daba por muerto.
Kylar se quedó paralizado. Se alegró tanto de ver vivo al conde Drake que el control de su disfraz casi vaciló. El conde parecía envejecido, atribulado. Cojeaba desde que Kylar lo conocía, pero antes nunca había necesitado bastón.
—¿Podemos hablar en algún sitio, conde Drake? —Kylar se reprimió por los pelos para no llamarle «señor».
—Sí, sí, por supuesto. ¿Por qué me llamas así? Hacía años que no me llamabas conde Drake.
—Eh… Ha pasado mucho tiempo. ¿Cómo escapaste?
El conde Drake entornó los ojos y Kylar miró al pecho del noble, con la esperanza de que la mirada de Durzo se cruzara con la suya.
—¿Te encuentras bien? —preguntó el conde.
Kylar desmontó, tendió la mano y agarró la muñeca del conde Drake. El hombre que le devolvió el apretón de muñeca tenía un contacto real, sólido, el contacto que siempre había transmitido el conde Drake. Era un ancla, y Kylar se sintió abrumado entre el impulso de contárselo todo y una vergüenza igual de intensa.
El peligro de hablar con el conde Drake residía en que todo se clarificaba cuando él escuchaba. Decisiones que se habían antojado embarulladas adquirían una repentina simplicidad. Una parte de Kylar rehuía esa prueba. Si el conde Drake lo conociese de verdad, dejaría de quererle. Un ejecutor no tiene amigos.
El conde lo condujo a una tienda cercana al centro del campamento. Se sentó en una silla, con la pierna a todas luces entumecida.
—Hay un poco de corriente, pero si seguimos aquí lo aislaremos mejor antes del invierno.
—¿Seguimos?
La alegría se extinguió en los ojos del conde.
—Mi mujer, Ilena y yo. Serah y Magdalyn no… no lograron escapar. Serah era una mujer de recreo. Oímos… que se ahorcó con las sábanas. Magdalyn es mujer de recreo o una de las concubinas del rey dios, según lo último que supimos. —Carraspeó—. La mayoría no duran mucho.
De modo que era cierto. Kylar no pensaba que Jarl le hubiese mentido, pero tampoco había podido creer que fuese verdad.
—Cuánto lo siento —dijo.
Las palabras eran del todo insuficientes. Mujeres de recreo. Sometidas a la variedad de esclavitud más cruel y deshumanizadora que Kylar conocía: esterilizadas mediante magia e instaladas en una habitación de los barracones khalidoranos para solaz de los soldados, una instalación de «recreo» que recibía docenas de visitas al día. Se le revolvió el estómago.
—Sí. Es una… herida abierta —dijo el conde Drake, con el rostro demudado—. Nuestros hermanos khalidoranos se han entregado a los peores apetitos. Por favor, entra. Hablemos de la guerra que tenemos que ganar.
Kylar entró, pero el malestar de su estómago no cesó, más bien se intensificó. Al ver a Ilena Drake, la hija pequeña del conde, que ya tenía catorce años, los remordimientos golpearon con fuerza. Dios, ¿y si también la hubiesen atrapado a ella?
—¿Podrías calentar un poco de ootai para los dos? —pidió el conde a Ilena—. ¿Te acuerdas de mi hija? —le preguntó a Kylar.
—Ilena, ¿no es así?
Ilena siempre había sido su favorita. Tenía la tez fresca, el pelo rubio, casi blanco, de su madre y la vertiente pícara de su padre, sin atemperar por los años.
—Encantado de conoceros —dijo la chica con educación.
Maldición, se estaba convirtiendo en una dama. ¿Cuándo había pasado?
Kylar volvió a mirar al conde.
—Entonces, ¿qué título o posición tienes aquí?
—¿Títulos? ¿Posición? —El conde Drake sonrió e hizo girar su bastón sobre la contera—. Terah de Graesin está repartiendo títulos a precio de saldo para intentar vincular a las familias con la rebelión. Sin embargo, cuando de lo que se trata es de conseguir resultados, se alegra de tener mi ayuda.
—Estás de broma.
—Me temo que no. Por eso seguimos aquí… ¿cuánto ha pasado? ¿Tres meses desde el golpe? La duquesa solo ha permitido pequeñas incursiones contra líneas de suministro y puestos de avanzada mal defendidos. Tiene miedo de que, si sufrimos un descalabro, las familias se echen atrás y juren lealtad al rey dios.
—Así no se gana una guerra.
—Nadie sabe cómo ganar una guerra contra Khalidor. Nadie ha luchado con éxito contra un ejército reforzado con brujos desde hace décadas —dijo el conde Drake—. Hay informes de que los khalidoranos tienen problemas en la frontera con los Hielos. Ella espera que envíen al grueso de sus tropas a casa antes de que las nieves bloqueen Aullavientos.
—Creía que controlábamos Aullavientos —dijo Kylar.
—Así era —explicó el conde Drake—. Hasta me llegaron noticias de mi amigo Solon Tofusin, que quería que, cuando estuviésemos listos para marchar a la guerra, se lo notificásemos. Esa guarnición contaba con las mejores tropas cenarianas del reino, veteranos hasta el último de ellos.
—¿Y? —preguntó Kylar.
—Están todos muertos. Se mataron solos o se tumbaron y dejaron que alguien les rebanase el pescuezo. Mis espías dicen que fue obra de la diosa Khali. Eso no hace sino reforzar la cautela de la duquesa.
—Terah de Graesin —dijo Ilena— realiza la mayor parte de sus campañas tumbada de espaldas.
—¡Ilena! —recriminó su padre.
—Es verdad. Paso todos los días con sus damas de honor —dijo Ilena, furiosa.
—Ilena.
—Lo siento.
Kylar estaba desencajado. Era imposible. Los dioses eran superstición y locura. Pero ¿qué superstición empujaría a centenares de veteranos al suicidio?
Ilena no había apartado la vista de Kylar desde que había entrado en la tienda. Lo miraba como si pensara que se disponía a robar algo.
—¿Y qué plan hay? —preguntó Kylar, mientras aceptaba el ootai que le daba la chica enfurruñada. Reparó demasiado tarde en que no podría bebérselo: los labios de Durzo no estaban en buen lugar.
—Que yo sepa —dijo el conde, apenado—, no lo hay. La duquesa ha hablado de una gran ofensiva, pero me temo que ignora qué hacer. Ha intentado contratar a ejecutores; pasó por aquí hasta un acechador ymmurí hace unas semanas, un tipo que daba miedo. Aun así, me parece que Terah intenta marcar la baraja sin ganas de jugar la partida. Es un animal político, no militar. No tiene ningún hombre de armas en su círculo.
—Da la impresión de que va a ser la rebelión más corta de la historia.
—Para de animarme. —El conde Drake dio un sorbo a su ootai—. Y bien, ¿qué te trae por aquí? No será el trabajo, espero.
—¿A qué os dedicáis? —preguntó Ilena.
—Ilena, guarda silencio o sal —advirtió el conde Drake.
Al ver su expresión, herida al tiempo que molesta, Kylar se tosió en la mano y apartó la vista para no reírse.
Cuando alzó la mirada, la expresión de Ilena había cambiado por completo. Tenía los ojos brillantes y muy abiertos.
—¡Eres tú! —exclamó—. ¡Kylar!
Se arrojó en sus brazos; con su ímpetu arrancó la delicada taza de ootai de su mano y destruyó por completo la ilusión al abrazarlo.
El conde se quedó mudo de la impresión. Kylar lo miró, consternado.
—¡Abrázame, zopenco! —dijo Ilena.
Kylar se rio y la obedeció. Dioses, era una sensación agradable, magnífica, que lo abrazasen. Ilena lo estrujó con todas sus fuerzas, y Kylar la alzó en vilo y fingió que también la apretaba hasta no dar más de sí. Ella lo estrujó con más fuerza hasta que él suplicó piedad. Volvieron a reírse, siempre se habían abrazado así, y Kylar la dejó en el suelo.
—Ay, Kylar, ese disfraz ha sido la monda —dijo ella—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Me enseñas? ¿Me enseñas, por favor?
—Ilena, déjale respirar —dijo su padre, pero estaba sonriendo—. Debería haber reconocido la voz.
—¡Mi voz! ¡Oh, mie… rayos! —exclamó Kylar. Alterar su voz exigiría o unas grandes dotes teatrales, que no parecía poseer, o más magia. Eso significaba más horas de trabajo en un solo disfraz. ¿Cuándo encontraría tiempo?
—Bueno —dijo el conde, mientras guardaba sus anteojos y recogía los pedazos de la taza de ootai rota—, se diría que necesitamos hablar. ¿Excusamos a Ilena?
—Oh, no me obligues a salir, padre.
—Hum, sí —dijo Kylar—. Hasta luego, canija.
—No quiero irme.
El conde Drake le lanzó una mirada que la hizo encogerse. Dio un pisotón y salió hecha una furia.
Se quedaron a solas. El conde Drake dijo, con dulzura:
—¿Qué te ha pasado, hijo?
Kylar examinó una uña rota, contempló la taza hecha añicos en el suelo y en general miró a cualquier parte que no fueran aquellos ojos que lo aceptaban.
—Señor, ¿creéis que un hombre puede cambiar?
—Desde luego —respondió el conde Drake—. Desde luego, pero por lo general solo para parecerse más a sí mismo. ¿Por qué no me lo cuentas todo?
Y eso hizo Kylar. Todo, desde la mansión de los Jadwin hasta la ruptura de sus votos a Elene y Uly, y la herida abierta y ulcerada que había dejado en su estómago. Al final, acabó.
—Podría haberlo impedido —dijo—. Podría haber terminado la guerra antes de que empezase. Lo siento mucho. Mags y Serah estarían a salvo si hubiese matado antes a Durzo…
El conde se frotaba las sienes mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
—No, hijo. No vayas por ahí.
—¿Qué habríais hecho vos, señor?
—¿De haber sabido que apuñalar a Durzo por la espalda salvaría a Serah y Magdalyn? Lo habría apuñalado, hijo. Pero no habría sido lo correcto. A menos que uno sea rey o general, la única vida que tiene derecho a sacrificar por el bien mayor es la suya propia. Hiciste lo correcto. Ahora hablemos de esta excursioncilla que quieres hacer a las Fauces. ¿Estás seguro de que el rumor es cierto?
—El shinga fue a contármelo en persona… y murió por ello.
—¿Jarl ha muerto? —preguntó el conde. Kylar notó que suponía un duro golpe.
—¿Sabíais lo de Jarl? —se sorprendió.
—Habíamos estado hablando. Él tenía planeado un levantamiento para darnos la oportunidad de dividir a las fuerzas de Ursuul. La gente creía en él. Lo amaba. Hasta los ladrones y asesinos empezaban a creer que podían disfrutar de un nuevo comienzo.
—Señor, después de rescatar a Logan…
—No lo digas.
—Voy a ir a por Mags.
La cara del conde Drake volvió a demudarse por la desesperanza.
—Tú salva a Logan de Gyre y hazlo rápido. Ulana lamentará no haberte visto, pero debes partir de inmediato.
Kylar se levantó y volvió a ponerse la máscara de Durzo. El conde Drake lo observó y su rostro recobró algo de vida.
—¿Sabes? Tienes unos trucos que son… vamos, la monda.
Se rieron juntos.
—Una cuestión más —dijo Kylar—. He estado pensando que a lo mejor conviene que hagamos circular rumores de que Logan sigue vivo antes de que aparezca. O sea, darán una esperanza al pueblo y harán que le resulte más fácil consolidar su poder cuando llegue. ¿Le cuento a Terah de Graesin que está vivo?
—Es un poco tarde para eso —dijo una voz desde la abertura de la tienda. Era la duquesa de Graesin, ataviada con un lujoso vestido verde y una capa nueva forrada de visón. Exhibía una fina sonrisa—. Caramba, Durzo Blint, hacía una eternidad que no te veía.