Capítulo 16

16

Sentado en la cama a oscuras, Kylar contemplaba la forma durmiente de Elene. Era de esas chicas que no pueden aguantar despiertas hasta tarde por mucho que lo intenten. Verla lo llenaba de tal ternura y tal pena que apenas podía soportarlo. Desde que le había prometido no pedirle que vendiera a Sentencia, había cumplido su palabra. No era ninguna sorpresa, pero es que ni siquiera lo había insinuado.

La amaba. No era lo bastante bueno para ella.

Siempre había creído que uno acababa pareciéndose a aquellos con quienes pasaba tiempo. Quizá aquello formaba parte de ese proceso. Amaba en ella todo lo que él no era. Franqueza, pureza, compasión. Elene era sonrisas y sol, y él pertenecía a la noche. Quería ser un buen hombre, lo deseaba de todo corazón, pero tal vez algunas personas simplemente nacían mejores que otras.

Después de aquella primera noche, se había jurado que no volvería a matar. Saldría y se entrenaría, pero no mataría. De modo que se adiestraba para nada y perfeccionaba habilidades que había jurado no usar. El entrenamiento era una pálida imitación de la batalla, pero se conformaría con él.

Su resolución aguantó durante seis días, hasta que estando en los muelles vio a un pirata que propinaba una paliza salvaje a un grumete. Kylar solo tenía intención de separarlos, pero los ojos del pirata exigieron la muerte. Sentencia la administró. La séptima noche, se dedicó simplemente a practicar técnicas de ocultación delante de una taberna del centro, intentando evitar los lugares donde era más probable que topase con chulos, ladrones, violadores y asesinos. Le pasó por delante un hombre que dirigía una red de niños cortabolsas, un tirano que mantenía a raya a los pequeños a base de pura brutalidad. Sentencia le encontró el corazón antes de que Kylar acertara a contenerse. A la octava noche se encontraba en el barrio nobiliario, donde esperaba presenciar menos violencia, cuando oyó a un noble que pegaba a su amante. El Ángel de la Noche entró invisible y le rompió los dos brazos.

Kylar miraba a Elene con Sentencia en el regazo. Todos los días se prometía que no mataría, nunca más, y había aguantado otras seis noches. Sin embargo, una parte de él sabía que eso era porque había tenido suerte. Lo peor era que no se sentía culpable por los asesinatos. Cuando mataba para Durzo se sentía fatal cada vez. Esas últimas muertes no le inspiraban nada. Solo se sentía culpable de mentir.

Tal vez se estaba convirtiendo en un Hu Patíbulo. Tal vez ya necesitaba matar. Tal vez se estaba volviendo un monstruo.

Trabajaba todos los días con la tía Mia. Durzo rara vez lo había alabado, de modo que no llegó a ser consciente de cuánto había aprendido del viejo ejecutor, pero, tras pasar horas con la tía Mia catalogando sus hierbas, reempaquetando algunas para que se conservaran más tiempo, tirando las que habían perdido su potencia y etiquetando el resto con fecha y notas sobre sus orígenes, empezó a reparar en lo mucho que sabía. Seguía sin llegar a Durzo ni a la suela de los zapatos, pero él le llevaba unos cuantos siglos de ventaja.

Tenía que ir con cuidado, sin embargo. La tía Mia usaba con fines medicinales muchas hierbas que él había empleado como venenos. En una ocasión la mujer apartó las raíces de una hojiplata diciendo que eran demasiado peligrosas y que solo podía aprovechar las hojas. Sin pensarlo, Kylar dibujó un gráfico con las dosis letales de las hojas, raíces y semillas de la planta según sus diferentes preparaciones, fuesen en tintura, en polvo, como ungüento o en infusión, tabuladas según la masa corporal, el sexo y la edad del… estuvo a punto de escribir «muriente», hasta que en el último momento se acordó de cambiarlo por «paciente». Cuando alzó la vista, la tía Mia lo miraba fijamente.

—Nunca había visto un esquema tan detallado —comentó—. Es… muy impresionante, Kylar.

Intentó ser más cuidadoso en adelante, pero topaban sistemáticamente con los mismos problemas. A lo largo de su carrera, Durzo había experimentado miles de veces con todo tipo de hierbas. Cuando le encargaban un muriente sin fecha límite, probaba con cinco o seis hierbas distintas. Kylar empezaba a comprender que Durzo probablemente había sabido más de hierbas que cualquier otra persona viva; sin embargo, por lo general lo contrataban para matar a gente sana, de modo que a veces los conocimientos de Kylar resultaban inútiles.

Un día, un hombre desesperado acudió a la tienda de la tía Mia en busca de ayuda. Su maestro se moría, y cuatro matasanos habían sido incapaces de ayudarle. En ocasiones el cometido de la tía Mia iba más allá del estricto de una comadrona, por lo que el criado había acudido a ella como último recurso. Sin embargo, la tía Mia no estaba. A Kylar le daba demasiado apuro ir a la casa del enfermo pero, después de interrogar al sirviente, había preparado una poción. Más tarde se enteró de que el hombre se había recuperado. Fue una sensación extrañamente agradable. Había salvado una vida, así de fácil.

De todos modos, se sentía culpable viviendo de la caridad de la tía Mia. Había pasado varias semanas ordenando su tienda porque, a pesar de su don para trabajar con las personas, tenía un sentido de la organización desastroso. Sin embargo, no había hecho nada de valor para ella. No le estaba aportando ningún dinero. Elene había encontrado trabajo de doncella, pero la paga apenas bastaba para costear la comida de los tres. Braen estaba cada día más huraño y farfullaba sobre gorrones, pero Kylar no podía culparlo.

Acarició Sentencia con la punta de los dedos. Cada vez que se ajustaba la espada, actuaba de juez y de verdugo. La hoja se había convertido en el emblema de su juramento roto.

Esa noche no. Kylar la guardó en su caja y, recurriendo a su Talento, saltó por la ventana. Surcó los tejados hasta encontrar la casa de Pelo Dorado y apartó todo lo demás de su cabeza. Se pasaba el día entero preocupándose; no echaría a perder también sus noches.

Toda la familia estaba allí, dormida en su casita de una sola habitación. Kylar dio media vuelta para partir, pero algo lo detuvo. La chica y su padre estaban dormidos. La madre movía los labios. Al principio, Kylar pensó que soñaba, pero entonces abrió los ojos y salió de la cama.

No encendió ninguna vela. Echó un vistazo rápido por la estrecha ventana, donde Kylar la observaba invisible. Parecía asustada, tanto que Kylar comprobó que seguía sin poder verlo. Sin embargo, la mujer no tenía la mirada clavada en él. Miró a su espalda, pero en la calle no había nadie. La madre de Pelo Dorado se estremeció y se arrodilló junto a la cama.

¡A rezar! La madre que la parió. Kylar sentía a la par vergüenza e ira por presenciar algo tan personal. No estaba seguro de por qué. Maldijo en silencio y se dispuso a marcharse.

Tres hombres armados se acercaban por la calle. Kylar reconoció a dos de ellos: eran los tipos que habían perseguido a Pelo Dorado la otra noche.

—Es una bruja, creedme —decía uno de los matones al individuo que Kylar no reconocía.

—Es verdad, shinga, lo juro —corroboró el otro.

«Será una broma». ¿El shinga de Caernarvon en persona estaba comprobando los cuentos de unos matones cualesquiera sobre una bruja? ¡Una bruja! Como si una bruja fuese a haberse limitado a poner la zancadilla a los hombres en vez de matarlos.

Kylar oyó algo y volvió a mirar dentro de la casa. La mujer había despertado a su marido y los dos rezaban. Resultaba extraño porque, desde su cama, era imposible que pudieran ver a los matones del Sa’kagé. A lo mejor la mujer tenía algo de Talento.

«Rezan pidiendo protección». Kylar esbozó una mueca desdeñosa, y la pequeña parte mezquina que tenía dentro quiso largarse. Que su Dios solucionase sus propios problemas. Kylar llegó a darse la vuelta, pero no podía hacerlo.

—Barush —susurró al shinga uno de los matones—, ¿qué hacemos?

El shinga le dio una bofetada.

—¡Perdón! ¡Perdón! —gimoteó el hombre—. Quería decir: shinga Trampete, ¿qué hacemos?

—Matarlos.

Dioses misericordiosos. Era alucinante. El Sa’kagé de la ciudad era una parodia tan lamentable que le entraban ganas de reír. Salvo que no tenía gracia. ¿El shinga abofeteaba a sus hombres para conseguir su respeto? En Cenaria, cuando Pon Dradin miraba a los hombres con algo que no fuera inconfundible aprobación, se encogían de miedo. Y ni siquiera había sido el verdadero shinga.

Kylar estuvo a punto de irse por puro asco. ¡Qué ineptitud!

Aun así, no hacía falta gran cosa para matar. Un ejecutor lo sabía bien.

Sí, sí, era todo un dilema, ¿verdad? Allí estaba él, quizá uno de los asesinos más capaces del mundo. Podía matar a los tres maleantes antes de que emitieran ningún sonido. Y pese a ello no podía ni siquiera hacerles daño. Tenía delante a la hez del hampa, y ellos iban a matar mientras que a él no le era posible. Genial.

Estaban solo a veinte pasos.

—¿Y si…? ¿Y si vuelve a usar la brujería, shinga?

Por supuesto, no se molestaron en formular un plan antes de lanzarse contra su blanco. Eso sería un tanto profesional.

Barush Trampete bufó y se acercó a la puerta.

—Esas gilipolleces no me dan miedo.

Al verle los ojos, la mano de Kylar salió disparada hacia su espalda, pero Sentencia no estaba. Su momentánea sorpresa bastó para liberarlo del impulso homicida. Lo había jurado. Maldición, lo había jurado. Tenía que haber otra manera. Esa noche, habría otra manera.

De modo que Kylar se materializó delante del shinga. O, más bien, partes de él lo hicieron. Dejó que algo de luz atravesara el ka’kari que lo cubría, con lo que adquirió una traslucidez brumosa. La curva de un bíceps negro, de una iridiscencia aceitosa, resplandecía por un momento y desaparecía, seguida por la línea de unos hombros anchos, la uve de su torso, los contornos de los músculos de su pecho… todos exagerados para parecer mayores de lo que eran. Los fragmentos de su figura aparecían y se esfumaban como fantasmas.

Barush Trampete se quedó paralizado, y entonces Kylar remató el efecto con su golpe maestro. El ka’kari se solidificó en sus ojos, que brillaron como joyas negras metálicas en mitad de la noche. Luego apareció el resto de su cara, cubierta por una máscara de metal negro resplandeciente que se amoldaba a su rostro. Era amenazador. Era algo más que amenazador. Era la cara misma del juicio, de la sentencia encarnada, y ante lo que vio Kylar en los ojos del shinga —odioenvidiavariciasesinatotraición—, la máscara se volvió feroz. Kylar tuvo que clavarse las uñas en las palmas para no liquidarlo.

El shinga dejó caer su porra, acobardado. A Kylar no le sorprendió; sabía lo que el tipo estaba viendo… porque, en fin, había practicado delante del espejo.

—Esta familia —dijo Kylar con una voz suave y sedosa como un gato al acecho— está bajo mi protección.

Levantó la mano izquierda y la flexionó. Con un siseo, el ka’kari se estiró hasta formar una larga y humeante daga de puño. En los ojos de Kylar brotaron unas llamas bajas de fuego azul. Era algo totalmente gratuito y echaba a perder su visión nocturna, por no hablar del malestar que provocaba, pero el efecto valía la pena.

El shinga se estremeció, petrificado, boquiabierto, y Kylar vio que en sus pantalones se extendía una mancha y a sus pies empezaba a formarse un charquito.

—Corred —dijo Kylar, mostrando un atisbo de fuego azul en la boca. «No voy a notar el sabor de nada durante una semana».

Los matones soltaron sus armas y arrancaron a correr, pero Kylar no sintió satisfacción alguna. Justo cuando pensaba que no podía buscarse más problemas, volvía a meterse en camisa de once varas. ¿Qué le había dicho Durzo Blint hacía más de una década? «Una amenaza es una promesa, chaval. En la calle, puedes mentir sobre cualquier cosa menos cuando amenazas. Una amenaza vacía es una rendición».

Desolado, Kylar se asomó a la casa. La mujer y su marido seguían de rodillas junto a la cama, cogidos de la mano. No habían visto ni oído nada. Mientras miraba, sin embargo, la mujer le apretó la mano al marido.

—Todo irá bien —dijo por fin en voz alta—. Lo noto. Ya me siento mejor.

«Me alegro de que al menos alguien pueda decirlo».

—No hace tanto, los que ocupáis esta sala erais esposas, madres, un alfarero, un cervecero, una costurera, una capitana de barco, un soplador de vidrio, un importador, un cambista —dijo Jarl.

Era la sexta vez que pronunciaba el discurso y no le resultaba más fácil. Al pasear la mirada entre las chicas de alquiler y los matones del Dragón Cobarde congregados antes de su turno, vio expresiones de incomodidad. Ahora eran putas, y no porque lo hubieran querido. A la mayoría no le gustaba reconocer que antes había sido otra cosa. Era demasiado duro.

—No hace tanto —prosiguió—, yo era chapero.

Eso provocó que se enarcaran algunas cejas, aunque Jarl apostaría a que ya sabían que había sido chico de alquiler. Había escogido la denominación peyorativa a propósito, para demostrar que no tenía poder sobre él. Hasta entre las putas, los chicos de alquiler se consideraban de segunda. Las chicas quizá los adorasen, pero la clientela trataba a los chaperos como escoria. Una puta, por puta que fuera, seguía siendo una mujer, pero un chapero era menos que un hombre. Que el nuevo shinga antes trabajase de eso no era el tipo de cosa que la gente esperaba que reconociera, y mucho menos anunciase.

—No hace tanto, el Sa’kagé se dedicaba ante todo al contrabando de hierba jarana, tabaco y whisky —dijo.

Juntos, Jarl y Mama K habían montado muchos burdeles nuevos desde la invasión. La mayoría apenas cubrían gastos, pero ese no era su objetivo. Lo que pretendían era proteger a tantas mujeres y hombres como fuera posible. El Dragón Cobarde, sin embargo, era uno de los lucrativos porque atendía a los gustos exóticos. Había una chica llamada Daydra que podría haber sido la gemela de Elene Cromwyll, sin las cicatrices. Su especialidad era ir de virgen. Tenía una compañera de habitación, Kaldrosa Wyn, que hacía de pirata sethí. Había ladeshianas envueltas en sedas, modainíes con los ojos perfilados con kohl y bailarinas ymmuríes decoradas con cascabeles.

—Ahora —prosiguió Jarl, e hizo una pausa—, vosotras sois putas, yo soy el shinga y el Sa’kagé sigue dedicándose al contrabando de las mismas puñeteras cosas. Como si nada hubiese cambiado. Pero os diré algo: yo he cambiado. Salí. Soy diferente. Aproveché mi segunda oportunidad e hice algo con ella, y vosotras también podéis.

Era la única parte del sermón que a Jarl le parecía que podía ser mentira. Le había preguntado a Mama K al respecto.

—¿Por qué no discute la gente sobre si la tierra es plana? —le había preguntado ella en respuesta.

Jarl se había encogido de hombros.

—Porque lo sabe todo el mundo.

—Exacto —dijo ella—. Las cosas que levantan pasiones son aquellas que no podemos saber a ciencia cierta.

—Ah, como los dioses —había dicho Jarl.

—No importa si estás seguro de que todo lo que dices es cierto. Lo que importa es que desees creer apasionadamente que es cierto, porque entonces serás elocuente. Y al final, lo que importa no es si las chicas se creen tus argumentos. Lo que importa es que crean en ti.

Era la clase de cosa que habría dicho la antigua Mama K. Jarl sintió una vaga decepción. Mama K parecía haber cambiado después del golpe, después de que Kylar la envenenara y le diese el antídoto. Quizá la presión de plantar cara a un mal implacable estaba destruyendo su esperanza. Sin embargo, su pragmatismo tenía visos de ser acertado, de modo que Jarl siguió predicando.

No había echado un polvo desde que se convirtió en shinga. No se había acostado con un hombre desde que salió de casa de Stephan la noche de la invasión, pero tampoco se había metido en la cama con una mujer. Había sobrevivido toda su vida haciendo lo que fuera necesario, siempre construyendo su red de amigos e influencias, siempre esperando un futuro en el que no tendría que prostituirse.

El futuro había llegado tan de repente que no sabía qué hacer con él. La libertad yacía inútil en sus manos. No sabía cómo sentirse. Le recordaba a los toros de hierro de Haran. Nunca había visto uno, por supuesto, pero se decía que capturaban a los terneros y los ataban a una estaca con gruesas cadenas. Para cuando llegaban a adultos y medían casi cinco metros de altura en la cruz podían partir las cadenas, pero no lo hacían. Sus cuidadores los ataban con una cuerda delgada. Los toros de hierro estaban tan seguros de que no podían liberarse que nunca lo intentaban.

Jarl había estado encadenado al sexo y la satisfacción de sus clientes durante tanto tiempo que se sentía asexual. Antes nunca había podido escoger. La mayoría de sus clientes eran hombres, pero también había tenido unas cuantas mujeres, de todos los grados de atractivo. Ahora que podía elegir, no sabía hacerlo. Se veía incapaz de decir con un mínimo grado de certidumbre si preferiría a los hombres o a las mujeres de no habérsele impuesto la vida de un chico de alquiler.

Las muchachas de los burdeles lo trataban de forma diferente. Lo miraban de otra manera. Coqueteaban.

Resultaba terrorífico. El coqueteo conllevaba exigencias. Había que aprender las respuestas apropiadas e inapropiadas y él no conocía las reglas del sexo fuera de un burdel. Sus clientes habituales siempre habían descrito ese sexo como insatisfactorio, pero sus experiencias no podían ser exactamente representativas o todo el mundo sería habitual de un burdel, ¿verdad?

Estaba perdiendo la concentración. No podía pensar en eso en ese momento. La esperanza había que venderla como un paquete completo.

—De todas las mujeres en las Madrigueras —dijo Jarl—, vosotras sois las más afortunadas. Tuvisteis la suerte de entrar aquí a trabajar de putas. —Meneó la cabeza—. La suerte de meteros a putas. Hace seis meses, la mayoría habríais cruzado la calle antes que cruzaros con una puta. Ahora todas lo sois, y yo el shinga, y el Sa’kagé sigue haciendo las mismas malditas cosas.

»El rey Ursuul cree que estáis acabadas. Tiene planeado dejar que el invierno liquide a casi todos los que vivimos en las Madrigueras. Supone que, para cuando estallen los disturbios reclamando comida, estaremos todos tan débiles que no supondremos ningún problema para sus soldados. Da por hecho que el Sa’kagé es demasiado pasivo y avaricioso para detenerlo. Piensa dividirnos ofreciéndonos migajas de su mesa para que nos destruyamos entre nosotros. Lo gracioso —dijo Jarl— es que tiene razón. Nos hemos enterado de que, en primavera, piensa traer otro ejército y unos millares de colonos, todos varones. Planea aniquilar a todos los habitantes de las Madrigueras salvo a vosotras. Una vez más, seréis las afortunadas. Os casarán con cualquier khalidorano que os compre.

»Ahora bien, puede que los khalidoranos cambien y dejen de lado las palizas y las humillaciones en la cama una vez que seáis sus esposas. Ursuul confía en que seáis tan cobardes que os agarréis a esa esperanza enfermiza. Confía en que esa malsana esperanza os paralice hasta que sea demasiado tarde, hasta que vuestros hombres hayan muerto, vuestros amigos estén dispersos y la fuerza del Sa’kagé haya sucumbido. En un año, empezaréis a dar hijos a vuestros nuevos maridos khalidoranos y a disfrutar del placer de verlos convertirse en monstruos que tratarán a sus mujeres como sus padres os tratan a vosotras. Será lo normal. Tendréis hijas que pensarán que es normal que les den patadas, les escupan y las obliguen a… en fin, ya sabéis todas las cosas que les obligarán a hacer. Vuestras hijas no se resistirán. Contemplarán vuestra cobardía y pensarán que tal es el sino de una mujer. Será normal. Eso es lo que el rey espera que pase, y hasta ahora ha acertado en todo.

Jarl ya las tenía en el bolsillo. Veía el horror en sus ojos. La mayoría de las chicas de alquiler pensaba solo en el presente. No eran tontas. Sabían que no podrían ganarse la vida con su cuerpo eternamente pero, como no veían ninguna alternativa pasable para el futuro, optaban por no pensar en el porvenir en absoluto. Era demasiado desolador.

Esas mujeres se centraban exclusivamente en la supervivencia. Sacar a pasear el espectro de criar a sus hijas para que acabasen igual las obligaba a pensar más allá de sí mismas, más allá del presente inmediato. Además, Jarl no había mentido. Aquellas mujeres serían las mejor paradas. Si podía convencer a las mujeres que más tenían que perder, habría ganado media batalla.

—Las cosas han cambiado en los últimos meses para cada uno de nosotros, para cada una de vosotras y para mí. Ahora os digo que va siendo hora de que cambien para todos nosotros juntos. Digo que va siendo hora de que el Sa’kagé cambie. Llevamos un tiempo en guerra y vamos perdiendo. ¿Sabéis por qué? Porque no hemos estado luchando. ¿Los khalidoranos quieren que muramos sin hacer ruido? Que les den por culo. Lucharemos de modos que nunca hayan visto. ¿Piensan matarnos de hambre? Que les den por culo. Si podemos entrar hierba jarana de contrabando, podemos entrar grano. ¿Quieren matar a vuestros hombres? Los esconderemos. ¿Quieren hacer redadas? Sabremos adónde se dirigen antes de que lleguen. ¿Quieren jugar? Haremos trampas. ¿Quieren beber? Mearemos en su cerveza.

—¿Qué podemos hacer nosotras? —preguntó una de las chicas. Era una intervención preparada.

Jarl sonrió.

—¿Ahora mismo? Quiero que soñéis. Quiero que penséis, y no en volver a lo que teníamos antes de que llegara Khalidor; quiero que soñéis con algo mejor. Quiero que soñéis con el día en que nacer en las Madrigueras no garantice morir en las Madrigueras. Quiero que soñéis con tener una segunda oportunidad y con lo que pasaría en esta ciudad y este país si todo el mundo tuviera una segunda oportunidad. Soñad con criar a vuestros hijos en una ciudad en la que no tengan que pasar miedo a todas horas. Una ciudad sin jueces corruptos ni extorsiones del Sa’kagé. Una ciudad con una docena de puentes sobre el Plith, y sin un solo guardia en ninguno de ellos. Una ciudad en que las cosas sean diferentes… gracias a nosotros.

»Sé que ahora mismo estáis asustadas. Vuestro turno empieza dentro de unos minutos y os las tendréis que ver otra vez con esos cabrones. Lo sé. No pasa nada por tener miedo, pero lo que os digo es que seáis valientes por dentro. Se acerca el momento en el que seréis necesarias. Si los nobles quieren ganar esta guerra y recuperar este país, van a necesitarnos, y nuestra ayuda tendrá un precio. Nuestro precio será una ciudad que sea diferente, y vosotras y yo decidiremos en qué. Vosotras y yo tenemos ese poder. Así que, de momento, podemos seguir tirando como de costumbre, o podemos soñar y prepararnos. De todos los habitantes de las Madrigueras, vosotras, mis damas, sois las que más tenéis que perder.

Se acercó caminando hasta la chica pirata, Kaldrosa Wyn, y le tocó la mejilla por debajo de un ojo morado.

—Pero decidme, ¿para esto renunciasteis a vuestros maridos? ¿Una corona por un ojo morado, una más cuando os dejan tan hechas polvo que no podéis trabajar al día siguiente? ¿Es eso lo que os merecéis?

Corrían lágrimas por las mejillas de Kaldrosa.

—Yo digo que una mierda. Vinisteis aquí porque era lo mejor que podíais conseguir. Recibís una corona a cambio de un ojo morado porque es lo mejor que Mama K pudo negociar. Como vuestro shinga, estoy aquí para deciros que lo mejor no es suficiente. Nos hemos conformado con demasiado poco. Hemos intentado sobrevivir y, por lo menos yo, estoy harto de sobrevivir. La próxima vez que oiga un grito de dolor, quiero que salga de una garganta khalidorana.

—Sí, joder —susurró una de las chicas.

Jarl veía ya sus ojos encendidos de pasión. ¡Dioses, inspiraban respeto! Levantó una mano.

—De momento, limitaos a observar y esperar. Estad preparadas. Sed valientes. Porque, cuando llegue nuestra ocasión de tirar las tabas, haremos trampas y sacaremos tres seises.

—Cariño —dijo Elene, mientras sacudía a Kylar con suavidad—. Cariño, levanta.

—Mierda —dijo él.

—¿Qué?

—MIERDAAAAA.

Elene se rio.

—Pues sí, no tienes muy buen aspecto —dijo, mientras le daba un abrazo. Olisqueó e hizo una mueca—. Y realmente apestas…

—Mierda —protestó Kylar, dolido.

—Cariño, hoy tenemos que ir de compras, ¿recuerdas?

Kylar agarró una almohada y se cubrió la cabeza con ella. Elene se inclinó para quitársela, pero él no la soltaba. De modo que cantó la canción de los buenos días. Consistía en las palabras «buenos» y «días», repetidas treinta y siete veces. Era una de las favoritas de Kylar.

—BUENOS di-as, buenos Di-as, buenos días, BUENOS días…

—MIERDA mierda, mierda MIERda, mierda mierda —coreó Kylar con la boca contra la almohada.

Elene tiró del almohadón y Kylar la cogió y la tumbó sobre la cama a su lado. Era tan fuerte y rápido que no había manera de resistirse. Después retiró la almohada, rodó hasta colocarse encima de Elene y la besó.

—¡Hummm! —dijo ella. Oh, qué bueno era el tacto de sus labios.

—¿Qué? —preguntó él treinta segundos después.

—Ese aliento mañanero —respondió ella, con una mueca.

Era mentira, por supuesto. Con el tacto de sus labios, no le habría importado aunque tuviese mal aliento. Pero no lo tenía. El aliento nunca le olía. No era que nunca le oliese mal; podía mascar hojas de menta o queso mohoso, la boca nunca le olía a nada. Pasaba lo mismo con el resto de su cuerpo. Si se le echaba perfume, desaparecía sin más. Probablemente tendría algo que ver con el ka’kari, suponía él.

Así, Kylar le dedicó su sonrisa entre burlona y depredadora.

—Ya te enseñaré yo el aliento mañanero —dijo. Se abrió paso entre los brazos de Elene, que intentaba apartarlo, y le besó el cuello, por el que fue descendiendo, y después le bajó el escote de su camisón y ella dejó de resistirse con las manos y los labios de Kylar…

—¡Eh! ¡A comprar! —Elene se zafó de sus brazos. Kylar la soltó.

Volvió a tumbarse en la cama y Elene fingió que se alisaba el camisón mientras admiraba los músculos de su torso desnudo. La tía Mia y Uly habían salido y pasarían el día fuera. La casa estaba vacía. Kylar estaba encantador recién despertado, cuando tenía el pelo chafado, y era guapísimo y sus labios eran lo más maravilloso del mundo. Por no hablar de sus manos. Quería notar su piel contra la de ella. Quería ponerle las manos en el pecho. Y viceversa.

A veces, por la mañana se hacían arrumacos cuando Kylar apenas estaba consciente, y se había convertido en el momento favorito del día para Elene. Una o dos veces se le había subido el camisón durante la noche y se había descubierto pegada de espaldas a él, piel contra piel. Vale, quizá el camisón no se había subido solo del todo, aunque ella nunca se habría atrevido de no saber que Kylar se había pasado horas fuera la noche anterior y era imposible que despertara.

Con solo pensarlo notaba calor. «¿Por qué no?», preguntaba una parte de ella. Vale, estaban los motivos religiosos. ¿Podía uncirse juntos a un buey y a un lobo? Ni siquiera sabía si Kylar creía en el Dios. Siempre se ponía incómodo cuando Elene sacaba el tema. Su madre adoptiva le había dicho que tomase sus decisiones antes de que su corazón se viera envuelto, pero ese punto estaba ya más que superado. Uly la necesitaba. Kylar la necesitaba, y nunca la habían necesitado de esa manera antes. Kylar la hacía sentirse hermosa y buena. La hacía sentirse como una dama. La hacía sentirse como una princesa. La amaba.

Era prácticamente su marido. Decían que estaban casados, vivían juntos, compartían cama y hacían las veces de padre y madre de Uly. Probablemente, el único motivo por el que todavía no había hecho el amor con él era que, cuando empezaba a tocarla la mayoría de las noches, estaba tan cansada que apenas podía moverse. Si Kylar intentara por la mañana lo que hacía por las noches, le habría entregado su virtud en unos cinco segundos. Casi notaba su aliento en el oído. Se imaginaba haciendo algunas de aquellas cosas de las que la tía Mia hablaba con tanta ligereza, cosas que le habían sacado los colores, pero que sonaban de lo más maravillosas. Se sentía tan lanzada que hasta sabía cuál probaría primero.

¿Acaso las escrituras no decían «que tu sí sea un sí y tu no sea un no»? Había dicho que era la esposa de Kylar. Él había dicho que era su marido. Lo llevaría hasta la anillería sobre la que le había hablado la tía Mia y podrían formalizar la situación a la manera waeddrynesa más tarde. Pero eso sería después.

Kylar se sentó en la cama y ella se le acercó por detrás, moviendo las manos hacia los lazos de su camisón. Lo abrió.

—Dioses —dijo Kylar mientras le daba un besito en la mejilla sin volverse lo suficiente para verle el resto del cuerpo—, tengo unas ganas de mear de caballo.

Se levantó y empezó a vestirse. Por un momento, Elene se quedó paralizada. Tenía el camisón abierto, su cuerpo a la vista.

—¿Qué tenemos que comprar? —preguntó Kylar mientras se pasaba la túnica por la cabeza.

Elene acababa apenas de atarse los lazos del camisón cuando la cabeza de él asomó por el cuello de la túnica.

—¿Y bien? —insistió Kylar.

—¿Qué? —Elene se sentía como si alguien acabara de verterle agua fría sobre la cabeza.

—Ah, sí, el cumpleaños de Uly, ¿no? ¿Le compraremos una muñeca o algo así?

—Sí, eso es —respondió ella. ¿En qué había estado pensando?