Cap ítulo 30
Javier abrió la puerta del apartamento con su llave y la hizo pasar.
Nicky se encontró en un recibidor pequeño, oscuro y vulgar: alfombra oriental, consola con un jarrón lleno de deslucidas flores artificiales y carteles de toros en las paredes. Ella miraba a uno y otro lado con viva curiosidad, y vio varias puertas cerradas y un largo pasillo que arrancaba del recibidor. La sala estaba enfrente de la puerta de entrada, separada por un arco.
Había silencio, no se percibían señales de vida, y Nicky no pudo menos que preguntarse dónde estaría Charles. Volvió a mirar en derredor, tratando de captar algún sonido.
— Por favor, pase ahí -dijo Javier y mientras ella, siguiendo su indicación, avanzaba hacia la sala, él se alejó rápidamente por el pasillo.
Nicky examinó la habitación. Era tan corriente y anodina como el recibidor, con más alfombras orientales en el suelo de madera, más carteles taurinos en las paredes blancas, varios muebles de madera oscura y un tresillo tapizado de pana color aceituna dispuesto en torno a una mesita de baldosas de cerámica con pie de metal.
Nicky, que pensaba encontrar a Charles esperándola, se sintió defraudada al ver que la habitación estaba vacía. Se acercó a la ventana y vio que la plaza de toros, la famosa Plaza de las Ventas, estaba sólo a un tiro de piedra. El que viviera aquí, que no era Charles, por descontado, tenía que ser un aficionado. Charles habrá pedido prestado el apartamento para la entrevista, pensó. Él no podría vivir aquí. Ofendería su sensibilidad y su buen gusto.
— Hola, Nicky.
Ella casi se salió de sí al oír su voz. Se volvió rápidamente y miró a Charles, que había entrado por otra puerta, situada al fondo de la habitación. Efectivamente, aquel hombre era Charles Devereaux, aunque estaba diferente. Llevaba el cabello y el bigote teñidos de negro, lo cual, con su piel bronceada, le daba un insospechado aspecto agitanado. Él era rubio como su madre, el típico anglosajón. Llevaba pantalón de algodón azul marino y camisa blanca con el cuello desabrochado; ella nunca lo había visto vestido de modo tan descuidado.
Nicky descubrió que no podía hablar. No esperaba que al tenerlo cara a cara experimentara aquella impresión; el impacto era enorme, como si la hubieran dado un puñetazo en el estómago. Verlo vivo y aparentemente sano, después de haberlo creído muerto durante tanto tiempo, era un trauma. Temblaba interiormente y el corazón parecía querer salirsele del pecho.
— Tienes muy buen aspecto, Nicky -dijo Charles al fin, rompiendo el silencio y acercándose a ella-. Y gracias por venir. -Se paró a menos de medio metro y le ofreció una ligera sonrisa.
Ella no se la devolvió. Su expresión era distante y sus ojos parecían hielo azul. Finalmente, dijo con voz áspera:
— Vamos a dejarnos de cumplidos. No he venido para eso.
— Sólo pretendía hacer que te sintieras cómoda, cariño -respondió él y otra vez apareció su leve sonrisa.
Al oír estas palabras y observar aquel gesto de superioridad, Nicky sintió que algo estallaba dentro de ella. La pena, la angustia y el dolor hacía tiempo que se habían fundido en una cólera sorda. Y ahora la cólera se convirtió en un furor frenético que la hizo explotar.
— ¡Asqueroso canalla! ¿Por qué? ¿Cómo pudiste hacer una cosa tan terrible? ¿A mí, a Anne? ¿Cómo pudiste hacernos sufrir tanto a tu madre y a mí, ser tan cruel? ¡Lo que nosotras lloramos por tí, cerdo! ¡Nunca entenderé cómo pude quererte alguna vez! ¡Te aborrezco por lo que hiciste!
Charles acusó el efecto de aquel torrente de invectivas y de la amargura del tono y en su mandíbula vibró un pequeño músculo. Pero no dijo nada para defenderse sino que la miró en silencio con ojos perfectamente serenos.
De pronto, con lágrimas de rabia en las mejillas, Nicky saltó hacia delante impulsada por la cólera y, con una fuerza sorprendente, empezó a golpear con los puños a Charles en el pecho y en la cara.
Aquel arrebato pilló desprevenido a Charles, que se tambaleó bajo la lluvia de golpes, pero en seguida recobró el equilibrio y, después de forcejear con ella, consiguió sujetarla por las muñecas.
— ¡Basta, Nicky! ¿Me has oído? ¡Basta ya! Esta ridícula exhibición no nos lleva a ninguna parte. Te he hecho venir para decirte una cosa, para explicar…
— ¡Me has hecho seguir! -gritó ella.
— ¡De ninguna manera! -replicó él, gritando también.
— ¡Mandaste registrar mi habitación, canalla!
Él vaciló una fracción de segundo y decidió admitirlo.
— Eso es cierto, sí. Pero, seguirte, no. -Sacudió la cabeza-. Eso, no. No te hice seguir.
Ella, haciendo caso omiso de esta negativa, exclamó:
— Te fingiste muerto y escapaste. Eso fue un acto despreciable y cobarde. Una monstruosidad. No sé qué motivos podías tener, pero nada justifica…
— No tenía alternativa -la atajó él con voz fría y firme-. Hice lo que hice porque no tenía elección.
— ¡Siempre hay elección!
— En este caso, yo no la tuve. Era una cuestión de deber.
— ¡Deber! -gritó ella ásperamente-. Me cuesta creerlo. ¿Deber hacia quién?
— Quiero explicarte por qué actué de aquel modo y quizás entonces lo comprendas y me dejes en paz.
En vista de que ella no respondía, Charles agregó:
— Estás poniéndome en peligro.
— ¿Qué quieres decir?
— Al ir por el mundo haciendo preguntas y enseñando mi fotografía pones en peligro mi vida -dijo él bajando bruscamente la voz, casi en tono de conspiración y taladrándola con la mirada-. Nadie debe saber que estoy vivo. Ni siquiera mi madre.
Aunque esta frase la desconcertó, Nicky no hizo ningún comentario y se limitó a mirarle con ojos de escepticismo, mientras reflexionaba sobre sus palabras.
— Ven, siéntate y procura vencer el enfado.
— Eso me llevará mucho tiempo.
— De acuerdo -asintió él-. ¿Pero no tratarás de calmarte lo suficiente como para escucharme con relativa tranquilidad? Tu cólera sólo sirve para entorpecer el diálogo.
— ¡Por Dios, Charles, pides demasiado!
Inesperadamente, él le soltó las muñecas y los brazos de ella cayeron inertes a lo largo del cuerpo. Nicky los levantó inmediatamente, se miró las muñecas y empezó a frotárselas, primero, una y, después, otra. Las tenía rojas y doloridas.
— Mira lo que has hecho.
— Lo siento, Nicky -se disculpó él-. Nunca supe dosificar mi fuerza, ¿verdad? Perdona un momento, vuelvo en seguida. -Salió por la puerta lateral.
Nicky se apoyó en la pared. Le flaqueaban las piernas. Todavía temblaba y la cólera le hervía dentro. Pero era la única emoción que experimentaba; nada más que cólera y, quizá, odio hacia Charles Devereaux. Por lo demás, estaba insensible.
Charles volvió a los pocos minutos, seguido por un joven que no era Javier. El joven llevaba una bandeja con una botella de agua y dos vasos y, cuando pasaba por el lado de Nicky para dejar la bandeja en la mesita, ella percibió el aroma de una colonia muy perfumada. Instantáneamente, reconoció el olor y se puso rígida.
Charles, que lo observó, le preguntó cuando se quedaron a solas:
— ¿Por qué has mirado de ese modo a Pierre?
— Porque él registró mi suite del hotel -respondió ella con voz seca.
— ¿Cómo lo sabes? ¿Lo viste salir?
— No; le olí. -Miró a Charles con ojos llameantes.
Charles frunció el entrecejo.
— ¿A qué te refieres?
— La colonia. ¡La suite olía a su colonia!
Charles volvió a arrugar la frente.
— Es muy joven -murmuró casi como hablando consigo mismo-. Inexperto. Fue muy descuidado. -Charles hizo una pausa, pensativo y agregó en voz baja-: Pierre no encontró nada.
— Porque no había nada que encontrar -dijo Nicky-. Sólo las fotos, y las tenía yo.
Charles no hizo ningún comentario sobre las fotos y sólo dijo:
— Ven, Nicky, siéntate. Hasta ahora, tu enfado no nos ha facilitado las cosas. Vamos, trata de calmarte para que podamos hablar de un modo sensato y civilizado.
Nicky se quedó de pie, mirando a Charles fijamente. Sabía que su indignación estaba justificada; hacía tres años que la llevaba dentro. Y no lamentaba su explosión ni nada de lo dicho. Pero él tenía razón en una cosa. Si no se controlaba y le dejaba hablar, no conseguiría averiguar nada.
— Anda, Nicky -insistió él señalando la butaca más próxima a ella-. Siéntate, ¿quieres? -Mientras hablaba, él se sentó en la otra butaca, alargó el brazo hacia la botella y se sirvió un vaso de agua. La miró-. ¿Quieres?
Ella asintió.
— Gracias. Hace mucho calor aquí.
Él se levantó al momento, puso en marcha un ventilador que estaba en una mesita de un ángulo y volvió a la butaca. Después de llenar el vaso de ella, él tomó el suyo y bebió.
Nicky seguía observándole. Éste era el hombre al que había amado y adorado, con el que estaba prometida para casarse y al que pensaba entregar su vida. Había dormido con él, le había confiado sus más íntimos pensamientos, se había sentido plenamente compenetrada con él, y en este momento le parecía un perfecto desconocido.
Se sentó, bebió un trago de agua y dijo:
— Ya estoy más calmada, Charles. Habla.
— Lo que voy a decirte es absolutamente confidencial. No debes revelarlo a nadie. Nunca. Ni siquiera a mi madre.
Como Nicky guardara silencio, él dijo:
— Prométeme que no dirás a nadie que estoy vivo ni repetirás lo que voy a decirte y, menos, a mi madre.
— No sé si podré.
— Entonces lo siento pero no puedo explicarte nada.
— ¿Por qué no puede saberlo Anne?
— Porque, si supiera que estoy vivo, querría verme, y eso es imposible. Podría ser peligroso… para ella.
— ¿Por qué?
Él no contestó sino que dijo:
— Si me das tu promesa, si juras por tu honor que lo que yo te diga permanecerá entre nosotros, te lo contaré todo. Bien, por lo menos, te diré por qué simulé mi propia muerte y desaparecí.
— De acuerdo, prometido. No diré a Anne ni a nadie que estás vivo. Ni repetiré lo que ahora me digas confidencialmente.
— A ninguna otra persona, Nicky. Dilo.
— No lo diré a ninguna otra persona. Lo prometo.
— Espero que cumplas lo que has prometido. Creo que lo cumplirás. No es propio de ti faltar a tu palabra. Pero te diré una cosa: lo que hago está relacionado con la seguridad nacional. La seguridad nacional de la Gran Bretaña.
Nicky se inclinó hacia delante con los ojos entornados.
— Ya te he dicho que no lo repetiría y no lo repetiré.
— Está bien. -Él se hundió en la butaca y, al cabo de un momento, dijo en voz baja-: Soy agente británico.
Esto era lo último que ella esperaba oír; pero, aunque estaba estupefacta, mantuvo una expresión neutra. ¿Por qué no se me ocurriría pensar en el espionaje? se preguntó y, con voz fría y firme dijo:
— ¿Trabajas para MI6? ¿Es eso?
— En realidad, se trata de una rama especial del SIS.
— ¿Qué es el SIS?
— El Secret Intelligence Service que viene a ser lo mismo que MI6. Y la causa de que fingiera mi muerte y desapareciera fue que tenía que asumir una nueva identidad.
— ¿Por qué? -preguntó Nicky volviendo a adelantar el cuerpo.
— Necesitaba una nueva identidad para infiltrarme en un Servicio Secreto extranjero.
— ¿Quieres decir que eres un topo?
— Exactamente.
— ¿En qué Servicio Secreto te infiltraste?
— Sabes perfectamente que eso no puedo decírtelo. Nicky. Vamos, usa esa inteligente cabeza tuya -dijo con aquella voz suya que acariciaba el oído.
— Comprendo. -Ella asintió-. ¿Cuánto tiempo hace que eres agente?
— Muchos años. Quince, para ser exacto. Desde los veinticinco.
— Entonces, cuando nos conocimos, ya trabajabas para el Servicio Secreto británico -dijo Nicky retorciéndose las manos y comprendiendo de pronto que había una parte de él, que ella no había llegado a conocer.
— Lo era, sí -confirmó él.
— Pero íbamos a casarnos. ¿Cómo esperabas que yo no llegase a enterarme?
— En primer lugar, tú estabas volcada en tu carrera, con exclusión de todo lo demás, salvo nuestra relación, desde luego. Y, siendo corresponsal de guerra, viajabas mucho. Francamente, no creí que fueras muy curiosa ni que fueras a controlar mis movimientos continuamente. No era propio de ti. Además, durante muchos años había conseguido mantener en secreto mi trabajo. Tenía la pantalla ideal, mi empresa de importación de vinos.
— Pero era muy próspera -dijo ella con sorpresa-. La mayoría de las pantallas son, simplemente, eso, pantallas. No dan dinero.
Él sonrió.
— Ése ha sido siempre uno de mis problemas, Nicky. Negocio que ponía, negocio que prosperaba. Mi jefe inmediato dice que tengo el don de convertir en oro todo lo que toco. Por eso tuve que liquidar mis otros negocios a los pocos años. Después fundé la compañía importadora de vinos y, a pesar de que también iba viento en popa, me proporcionaba una cobertura espléndida.
— Me doy cuenta de que te iba de maravilla.
— Era ideal. Podía ir adonde quisiera en cualquier momento -dijo Charles-. Pero eso ya lo sabes. Y, cuando me asocié con Chris Neald, ya no tenía que estar atado a un escritorio. Chris dirigía el negocio y yo recorría el mundo haciendo mi trabajo al tiempo que compraba vino para la Compañía.
— Siempre me pareció todo tan auténtico… -dijo Nicky frunciendo el entrecejo ligeramente.
— Y lo era. Desde luego, últimamente, en realidad, la compañía era de Chris, ya que él hacía casi todo el trabajo. Naturalmente, esto me convenía, ya que me daba mayor libertad de movimientos.
— ¿Sabe Chris que eres agente?
— ¡No, por Dios!
— Pero tenías un cómplice, ¿no? Quiero decir alguien que te ayudó a simular tu muerte y salir de Inglaterra.
— Sí.
— ¿Quién era?
— Sabes muy bien que no puedo decírtelo.
— ¿Otro agente?
Él asintió.
— Pero, ¿por qué tuviste que desaparecer? Acabas de decir que tenías el camuflaje ideal y que yo no hacía preguntas. ¿Por qué no pudiste casarte conmigo y continuar como hasta entonces, Charles?
— Es lo que pensaba hacer. Pero, pocos meses antes de la boda, averigüé que tendría que irme al extranjero durante mucho tiempo. Era indispensable que un agente del SIS se infiltrara en una agencia de información extranjera y que, para ello, asumiera una nueva identidad -explicó-. Todos sabíamos que, para ser eficaz, debía durar años, muchos años. Y me pareció menos cruel desaparecer antes de la boda que después.
— Comprendo. Pero, ¿Por qué precisamente tú, Charles? ¿Por qué no podía haberlo otro agente?
— Por mi preparación especial, mi especialización en ciertos campos y mi dominio de lenguas. Era el más cualificado para la misión. Y era vital para la seguridad nacional que me infiltrara lo antes posible. Porque estas cosas no maduran de la noche a la mañana. Lleva tiempo ganarse la confianza de la gente, ser aceptado. -Bebió un sorbo de agua y prosiguió-: Como te digo, todos sabíamos que yo tendría que trabajar emboscado durante muchos años. Y eso es todo, en síntesis.
— Y por eso sacrificaste nuestra vida juntos -murmuró Nicky suavemente, mirándole sin pestañear.
— Tenía que hacerlo, por mi país, por mis convicciones -respondió él y de pronto sus ojos adquirieron una expresión muy tierna. Había tristeza en su cara.
Ella estaba muy quieta en la butaca.
— Por si te sirve de consuelo -dijo él con suavidad-, te diré que te he querido mucho. -Deseaba añadir que aún la quería, pero no se atrevió; habría sido poco oportuno.
— Me hiciste sufrir mucho, Charles -dijo ella, hablando despacio.
— Ya lo sé. ¿Podrás perdonarme?
— Dadas las circunstancias, creo que sí. Ya te he perdonado. -Le miró con ojos penetrantes-. Tu madre estaba tan desconsolada como yo.
— Sí…
— Ahora está mucho mejor. Va a casarse con Philip Rawlings.
— Ya lo sé; leí el anuncio en el Times. Él lo desea desde hace años. Debe de estar muy contento.
— Los dos están contentos.
— Ahora me gustaría preguntarte algo a ti, Nicky. ¿Cómo supiste que estaba vivo? ¿Y de dónde diablos sacaste esa foto? Me refiero a la foto mía con mi aspecto actual.
— Fue pura casualidad -dijo ella, y se lo explicó.
Cuando Nicky acabó de hablar, él movió la cabeza.
— Y yo, sin sospechar que la maldita cámara me enfocaba. Yo estaba cenando con un amigo en un restaurante próximo a la plaza del mitin cuando oímos los tiros y el barullo. Mi amigo y yo salimos a ver qué pasaba. Vi la cámara de televisión, desde luego, y hubiera tenido que hacer caso a mi instinto que me aconsejaba que me fuera de allí inmediatamente. Por regla general, soy más precavido.
Nicky asintió y comentó:
— Cambiaste de aspecto dejándote bigote y tiñéndote el cabello, pero tus ojos siguen siendo verdes.
— Acostumbro a llevar lentes de contacto marrones -confió él-. No me ha parecido necesario ponérmelas para hablar contigo. Pero no divaguemos. Dime qué te llevó a Atenas. Nicky.
— Hace quince días, después de pasar el fin de semana en «Pullenbrook», decidí ir a Roma ya que de allí procedía la filmación. Esperaba encontrar algo que me condujera a ti. Por una extraña coincidencia, la secretaria del director de la oficina te reconoció. Te había visto en el aeropuerto de Atenas.
— Ah, sí, aquella americana tan guapa a la que ayudé a retirar el equipaje, seguramente.
— La misma.
— Así que de Roma te fuiste a Atenas -afirmó él-. Y empezaste a preguntar en los grandes hoteles.
— Porque tú estuviste allí, ¿no? Me refiero a que no estabas sólo de paso.
— No; en realidad, pasé dos días en Atenas.
— Y te hospedarías en Vouliagmini, ¿no? -dijo Nicky recostándose en la butaca y volviendo a inspeccionarle.
— Pues no. Pero estuve allí con uno de mis contactos. Un par de almuerzos y una cena. Yo vivía en un piso franco de la ciudad.
— ¿Es éste un piso franco?
— Sí.
— Pero tú no vives aquí, ¿verdad?
Él movió la cabeza negativamente.
— No.
— ¿Supiste que estaba en Madrid después de que llegara o ya te habían avisado de mi llegada?
— Lo supe antes. Descubrí tu presencia en Atenas en cuanto empezaste a preguntar por mí, y también estaba informado de que venías a Madrid. Digamos que iba un paso por delante de ti, Nicky.
— Te lo dijo alguien del «Grande Bretagne», ¿verdad? ¿Fue Costa? ¿Aristóteles? ¿O Mr. Zoulakis de Vouliagmeni?
— Eso no puedo decírtelo. Y, por cierto, ¿por qué de pronto decidiste venir aquí? ¿Qué te trajo hasta mí?
— Nada me trajo hasta ti, Charles. No sabía que estuvieras aquí. Yo quería hablar con tu antiguo socio en España. Confiaba que don Pedro me confirmaría que el de la foto eras tú. O que me diría que estaba equivocada.
— ¡Pero dices que mi madre no creyó que fuese yo! -exclamó él-. ¿No te bastaba con eso?
— No. A pesar de todo, en mi interior, yo sabía que estabas vivo. Llámalo instinto, si quieres.
— Sí; siempre lo tuviste. Otra cosa quiero preguntarte: cuando decidiste que estaba vivo, ¿qué motivo creíste que había tenido para desaparecer?
— Si he de decirte la verdad, no estaba segura. Después de tu supuesto suicidio, no hubo ningún escándalo en Inglaterra, de modo que no podías haber estado involucrado en una gran estafa. Por lo tanto, pensé que tenía que tratarse de una operación ilícita y que habías decidido que lo mejor era desaparecer y empezar una vida nueva.
— ¿En qué clase de operación ilítica creíste que podía estar implicado? -preguntó Charles juntando las cejas con gesto de perplejidad.
— Contrabando de armas o narcotráfico -dijo ella en voz baja.
— Caray, Nicky, no tenías muy buena opinión de mí, ¿eh?
— ¿Cómo iba a tenerla?
Él se levantó, se acercó a la ventana, paseó por la habitación unos momentos y volvió a su butaca. Al cabo de unos segundos, dijo:
— Me intranquiliza eso que dices de que te seguía alguien en Madrid. ¿Estás segura?
Ella se encogió de hombros.
— No puedo estarlo del todo.
— Dime qué te hizo imaginarlo.
— Ayer por la mañana, cuando hablaba con el conserje del hotel, había un hombre cerca de mí. Luego, casi tropiezo con él en la galería comercial del «Palace». Y, a última hora de la tarde, cuando salía del Prado, volví a verlo. Pero estaba distrai-do y me escabullí.
— Ya, ¿Podrías describirlo?
— Sí. Era español, desde luego, estoy segura. Estatura mediana, bien vestido, pelo negro planchado hacia atrás. Unos cuarenta años. Y, siempre, con un puro en la boca.
— ¿Qué te hace pensar que es español?
— Él tipo. Además, se dirigió al conserje en español. Lo oí cuando me iba.
— ¿Podría ser un cliente del hotel?
— No sé.
— Quizá no te siguiera. Podía ser un Tenorio aficionado a las rubias guapas -apuntó Charles-. Quizá sólo pretendía ligar. No es tan raro.
— ¿Te preocupa que pueda haberle traído hasta ti?
— No; estoy seguro de que no -la tranquilizó él.
— Hay otra cosa. Anoche sonó el teléfono y, cuando contesté, no me habló nadie. La telefonista me dijo que alguien había preguntado pormi.
Él asintió.
— Fui yo.
— ¿Y por qué no dijiste algo?
— Iba a pedirte que nos viéramos anoche y luego cambié de idea. Pensé que quizá te asustaras y decidí que sería preferible esperar hasta esta mañana.
— ¿Vives en Madrid?
— No.
— ¿Dónde vives?
— En todas partes y en ninguna. Soy… un vagabundo. Nunca me quedo mucho tiempo en el mismo sitio.
— ¿Por motivos de seguridad?
— Más o menos.
— Charles, siento mucho haberte puesto en peligro al enseñar tu foto por ahí. Ese Servicio Secreto extranjero te haría matar si descubriera que eres un topo, ¿verdad?
Él se echó a reír.
— Oh, sí; no tendrían ni el menor escrúpulo. Pero son gajes del oficio. Nadie ha dicho que el espionaje fuera un trabajo seguro.
Nicky abrió el bolso y sacó las fotografías.
— Quiero que las tengas tú -dijo entregándoselas.
— Gracias, Nicky. -Él las rompió y dejó los pedazos en la bandeja.
— Tú sabes que no diré a nadie que estás vivo ni hablaré de lo que me has contado, ¿verdad?
— Sí. Sé que tú serás mi compañera de conspiración y me guardarás el secreto.
— Hubiera podido reventar toda la operación -dijo ella mordiéndose los labios.
— Sí -convino él-; y hubiera sido fatal, porque nos ha costado años montarla. Pero no te preocupes, estoy seguro de que eso no ha ocurrido, o ya lo sabría. Probablemente, no habría estado aquí para hablar contigo. Ya me habrían eliminado.
Esta idea la dejó helada, y guardó silencio. Pero, al cabo de un momento, dijo:
— Ese hombre que me pareció que me seguía… ¿quieres que pregunte si es cliente del hotel? Tú podrías llamarme después, para saber qué había dicho el conserje.
— No, no, Nicky. No quiero que te involucres en nada de lo que yo hago. Es muy peligroso. No te preocupes, yo averiguaré quién es. Tengo mis medios, mis contactos. Déjalo de mi mano. Por favor, no intervengas en nada. ¿Me has entendido?
— Sí.
— En el mundo del espionaje y del contraespionaje, nada es lo que parece. Podríamos decir que en el mundo clandestino en el que yo vivo todo está trastocado. -Suspiró ligeramente-. Nunca sabes quién es quién. -Se irguió en la butaca y agregó-: Quiero que salgas de Madrid lo antes posible.
— Pensaba irme mañana.
— Está bien, Nicky. Me sentiré mejor sabiendo que no estás cerca de mí.
De pronto, Nicky comprendió que no había nada más que decir y se levantó.
— Vale más que me marche. -Echó a andar hacia el arco que separaba la sala del recibidor.
Charles la siguió.
Ella se volvió, esperó a que él estuviera más cerca y dijo:
— Me alegro de que hayamos hablado, Charles. Ahora veo claras muchas cosas.
— Sí, yo también me alegro de que nos hayamos visto, Nicky. -La miró un momento ladeando la cabeza y entonces asomó a sus labios aquella pequeña sonrisa suya…
— Estás tan preciosa como siempre -dijo.
Ella movió la cabeza porque no podía hablar.
— Todavía vuelas por todo el mundo informando de desastres y catástrofes -prosiguió él-. Pero veo que no te has casado. O, por lo menos, no llevas anillo. Di, ¿estás casada?
— No; no estoy casada.
— ¿No hay en tu vida ningún hombre en particular?
— En realidad, sí, lo hay, pero sólo desde hace poco.
— ¿Estás enamorada de él?
— Creo que sí… no lo sé.
— ¿Piensas casarte con él?
— No me lo ha pedido.
— Si no te lo pide, es un idiota. Y, si te lo pide, ¿te casarás con él?
— No lo sé.
— Yo no te hubiera hecho ningún daño, ¿sabes? -dijo Charles cambiando de tema-. Pero no puedo decir que te reproche el que te hayas hecho traer en tu propio coche.
— Quise ser precavida.
— E independiente. Ésta era una de las muchas cosas que me gustaban de ti.
Ella dio media vuelta hacia el recibidor y él la tomó del brazo, la atrajo hacia sí y la mantuvo muy cerca.
El gesto sorprendió a Nicky pero no se resistió. Dejó que él la abrazara, comprendiendo que necesitaba sentir su contacto. Ella notaba cómo le latía el corazón debajo de la fina tela de la camisa y, súbitamente, intuyó: «¡Ay Dios mío, todavía me quiere!». Tragando saliva, lo apartó suavemente.
— Tengo que marcharme -dijo en voz baja y, a pesar suyo, levantó la mano y le tocó la mejilla-. No te preocupes, Charles. Yo nunca te traicionaré.
— Te creo, Nicky -dijo él tomándola del brazo para acompañarla hasta la puerta-. Confío en ti. Te confío mi vida.
Cuando estuvo de vuelta en el «Ritz», en la intimidad de su suite, Nicky se desmoronó.
Echada en la cama, lloraba con amargura, sollozando como si se le rompiera el corazón. Lloraba por Charles y por la vida de peligro y soledad que había elegido, y lloraba por sí misma, por lo que habían sido el uno por el otro y por las ilusiones frustradas.
Pero al fin se serenó. Se quedó un rato recostada en las almohadas, pensando en todo lo sucedido durante las últimas semanas. Y, como no podía ser menos, sintió vivo remordimiento al recordar algunas de las horribles actividades que había atribuido a Charles. ¿Cómo pudo pensar que él fuera una especie de criminal, un traficante de armas o de drogas? Debió comprender que era imposible.
Sí, él la había sacrificado a ella, su amor, su vida juntos y la de los hijos que hubieran podido tener. Pero lo hizo por una causa noble. Lo hizo por su país. Sí; ella debió pensar que tenía que ser algo así, no un comercio vil. Al fin y al cabo, la familia de su madre, los célebres Clifford de «Pullenbrook», siempre, desde tiempo inmemorial, estuvieron al servicio de la Corona de Inglaterra. El sentido del honor, del deber y del servicio a la patria le había sido inculcado desde la cuna. Él no hacía sino seguir el ejemplo de sus antepasados.