Cap ítulo 29

Las buenas noticias de Yoyo habían levantado la moral de Nicky, y relegado a segundo plano el caso Devereaux y la búsqueda de Charles.

La noche antes, cuando salió a cenar con Peter y Janet Collins y sus amigos, estuvo alegre y animada. Incluso la inquietante idea de que Arch pudiera tener razón al decir que ella estaba en peligro, parecía haber perdido fuerza. Ahora, esta hermosa y cálida mañana de sábado, todos los demonios se habían esfumado, ahuyentados por su buen humor y por el sol radiante y el increíble cielo turquesa al que el aire fino y seco de Castilla daba su extraordinaria nitidez. Y, por otra parte, la animación del elegante hotel también resultaba tranquilizadora, contribuyendo a la normalidad del ambiente que la envolvía.

Desde que hablara por teléfono con Clee, Nicky no había dejado de pensar en Yoyo. El saber que había escapado de China a Hong Kong y estaba a salvo en la Colonia de la Corona Británica, había contribuido en gran medida a disipar la ansiedad que últimamente la acompañaba; le parecía que le habían quitado un peso de encima. Estaba deseando ver a Yoyo y averiguar qué le había ocurrido desde que se separaran, tres meses atrás.

Y, lo que no es menos importante, deseaba y necesitaba ver a Clee, estar con él. Llevaban varias semanas sin verse, y esta separación le había hecho comprender lo mucho que significaba para ella. Echaba de menos su calor y su inteligencia, su amor y su comprensión.

Nicky se llevó la taza a los labios y apuró el café. Luego, apoyó la espalda en el respaldo de la silla y contempló el entorno. Desayunaba tarde en el restaurante instalado entre los árboles de los jardines del hotel. En cierta manera, eran los jardines lo que hacían tan especial al «Ritz». El hotel estaba en el mismo corazón de Madrid, y los jardines lo rodeaban de paz y belleza, un oasis de tranquilidad en la bulliciosa metrópolis.

Miró aquel cielo, de un azul fenomenal, como no había visto en ningún otro sitio, y sin nubes. El sol estaba alto y a mediodía haría un calor agobiante, tan tórrido como el de la víspera. Pero se estaba bien a la sombra de los árboles. De todos modos, se alegraba de llevar un vestido suelto de algodón y sandalias planas. En esta ciudad era importante mantenerse fresco.

— Señorita Wells.

Nicky volvió la cabeza y vio la cara joven y bien lavada de un botones.

— ¿Sí?

— Para usted. -El muchacho le presentaba sonriendo una pequeña bandeja de plata con un sobre.

Nicky sacó unas pesetas del bolso, las puso en la bandeja y tomó el sobre blanco.

— Gracias -dijo.

El muchacho miró el dinero y se lo guardó en el bolsillo, ensanchando la sonrisa.

— Gracias, señorita.

Nicky examinó el sobre con curiosidad, preguntándose quién se lo enviaría. ¿Peter? ¿Los madrileños que había conocido la víspera? Eran una pareja joven y simpática que quería llevársela de excursión el fin de semana. Su nombre y la dirección del hotel estaban pulcramente mecanografiados en el anverso, pero no había remitente.

Abrió el sobre y sacó el pliego que contenía. Nada más ver la letra, se quedó helada. Aquella bonita caligrafía era inconfundible: la carta era de Charles Devereaux.

Querida Nicky:

Puesto que me buscas con tanto empeño, creo que es imperioso que nos veamos. El portador te esperará en el vestíbulo. Lo he enviado a recogerte.