Cap ítulo 18
Después de comer en el «Cuatro Estaciones», Nicky se fue a «Bergdorf Goodman» donde compró varios pantalones y blusas de algodón y tres vestidos de verano, para sus vacaciones de setiembre en la Provenza.
Luego, lentamente, se fue andando hasta su apartamento de Sutton Place, desde el que se dominaba el East River y parte de Manhattan.
Era una tarde muy calurosa, con casi cuarenta grados, y a pesar de llevar un traje de fino algodón, Nicky se sentía húmeda y pegajosa. El aire refrigerado y la luz tamizada del vestíbulo de su edificio le depararon un grato alivio.
Tras recoger el correo, subió en el ascensor hasta el último piso, donde tenía su ático, espacioso y alegre. Gertrude, la asistenta que iba todos los días tanto si Nicky estaba en la ciudad como si no, había bajado las persianas y conectado el aire acondicionado antes de marcharse, por lo que era una delicia encontrar el apartamento fresco y oscuro, después de recorrer las calles tórridas de Manhattan.
Nicky entró en su dormitorio de paredes y moqueta verde mar y mobiliario rústico francés y dejó las bolsas de «Bergdorf» en el suelo y, cruzando el recibidor, entró en la cocina. Sacó del frigorífico una botella de agua mineral con gas, se llenó un vaso, bebió una parte con sed y llevó el resto al dormitorio. Se quitó su elegante traje de chaqueta de verano blanco y negro, lo colgó en el gran ropero y se puso uno de los amplios caftanes de algodón que había comprado en Marruecos años atrás.
Minutos después, Nicky se hallaba sentada ante el escritorio de su refugio-biblioteca forrado de libros. La habitación tenía una vista magnífica del río, el Empire State, el Chrysler y demás rascacielos hasta las torres gemelas de la punta de la isla de Manhattan.
Después de tomar un largo trago de agua, Nicky miró el reloj de sobremesa colocado sobre el escritorio Victoriano y se sorprendió de ver que eran casi las seis. La carpeta que tenía delante llevaba el título de Hijos de la Primavera de Pekín; la abrió y repasó las primeras páginas de su prólogo para el libro de Clee. Annette, su secretaria, lo había enviado a Clee hacía varios días y él la había llamado desde París a primera hora de aquella mañana para decirle que lo encontraba perfecto, que le encantaba. Nicky se alegró de que le gustara y no pusiera reparos a su brevedad. No eran más que cincuenta páginas mecanografiadas, pero Clee le había dicho que, a pesar de la brevedad, todo quedaba explicado de forma conmovedora.
— Mejor corto y brillante que largo y aburrido -comentó antes de colgar.
Nicky guardó la carpeta en uno de los profundos cajones de la mesa y empezó a abrir el correo, que había traído del dormitorio. No había nada de importancia: facturas, postales de amigos que estaban de vacaciones y una carta de Nickwell, su abogado, acerca de su propia productora. Pero ni siquiera esto era importante, y lo dejó todo en la bandeja de laca japonesa negra del escritorio, para despacharlo otro día.
Al volver a la cocina con el vaso vacío, se paró en la puerta de la sala de estar y la contempló con mirada crítica. No podía dudarse de que era bonita: grande, con ventanales orientados hacia el centro de la ciudad, amueblada con antiguas piezas inglesas y decorada en colores claros: básicamente, distintos tonos de melocotón y albaricoque, verdes y azules pálidos. La habitación resultaba especialmente acogedora por la noche, con su ambiente cálido y sedante.
A Nicky le encantaba su alto apartamento. Era luminoso y alegre y se estaba a gusto en él a cualquier hora del día o de la noche y con cualquier tiempo: era soleado y risueño con buen tiempo y espectacular con tormenta o ventisca. Después del anochecer, se convertía en una parte del reino de las hadas que es Manhattan cuando, por sus muchas ventanas, se veían brillar las luces de los rascacielos.
Hacía cuatro años, sus padres la convencieron para que lo comprara, y ella se alegraba de haberles hecho caso. Era un verdadero hogar, y una especie de refugio entre viajes y misiones en el extranjero.
En la cocina, blanca y azul, estilizada, moderna y cómoda, Nicky se sirvió otro vaso de agua y volvió a la biblioteca.
Se dejó caer en el sofá, puso los pies en la mesita de centro y concentró sus pensamientos en Clee y en sus relaciones, reflexionando sobre todo lo que Arch le había dicho en el despacho y durante el almuerzo.
Sí, él lo pintaba muy fácil; pero, en opinión de Nicky, simplificaba excesivamente la situación. Ella todavía no estaba segura de poder atender a Clee, el matrimonio, la vida en París y, además, su carrera en la televisión americana que le exigiría estar en Nueva York una parte del año por lo menos.
Claro que podrías, le decía una voz interior.
Quizá sí, pensó y se echó a reír. Al igual que la mayoría de las mujeres modernas, ella lo quería todo. Y más. ¿Sería posible?
Por otra parte, si ella y Clee se casaban, quizás él quisiera un hijo. ¿Lo deseaba ella? Unos días la respuesta era sí. Otros, no, especialmente cuando pensaba en los horrores que describía en sus crónicas, y en el agobio de la vida cotidiana. ¿Quién iba a querer traer hijos a un mundo tan terrible? Sólo una loca, sin duda, ¿o no?
Su madre, la historiadora, solía decir que el mundo había sido bastante cochino desde tiempo inmemorial.
— No debes, no puedes tener esa actitud -le había dicho su madre recientemente-. Si, en un momento de la Historia, todo el mundo hubiera decidido no procrear, por las maldades y los horrores del mundo, la raza humana se habría extinguido. -Desde luego, su madre era una mujer inteligente. Sin embargo…
Con un profundo suspiro, Nicky apoyó la cabeza en los almohadones de cretona del sofá, cerró los ojos y dejó que sus complicadas reflexiones acerca de su vida siguieran su curso.
En cierto modo, todo se reducía a decidir cuáles eran sus sentimientos hacia Clee. Su atracción física no tenía límites y había también algo más íntimo. Pero, ¿estaba realmente enamorada? ¿Lo suficiente como para compartir con él toda su vida? ¿Siempre? ¿No sería una ilusión pasajera? No estaba segura. De todos modos, él le había dicho dos veces que la amaba; una, en la cama, y otra, en el restaurante de Les Baux, pero no se lo había repetido. Además, no había hablado de matrimonio. ¿Y quería ella casarse con Clee? Pues no lo sé, tuvo que responderse.
Nicky se incorporó y abrió los ojos, súbitamente irritada consigo misma. ¿Por qué aquella ambigüedad? No sabía qué contestar, por lo menos, con exactitud. Por otra parte, era plenamente consciente de la importancia de su carrera. En realidad, su trabajo era su vida. ¿Sería ésta la raíz de todo? ¿Era éste el obstáculo? Lo cierto era que Clee vivía en París, que le gustaba vivir allí y que, evidentemente, no deseaba regresar a Estados Unidos para fijar allí su residencia. Ella vivía en Nueva York y necesitaba vivir allí, porque allí estaba la cadena de televisión y ella ocupaba un lugar relevante en la televisión americana. Quizá la razón de mi inseguridad sea ésta, reconoció por fin con una mueca de resignación. Evidentemente, no estaba dispuesta a poner en peligro su brillante carrera.
A los pocos minutos, Nicky miró maquinalmente su reloj. Eran las siete menos diez, hora de poner la «ATN» para mirar las noticias de la tarde de su propia cadena, con el conductor Mike Fowler, un buen amigo.
Se acercó a la estantería donde estaba colocado el gran televisor, lo conectó y volvió al sofá.
Empezaron por noticias locales de Nueva York que Nicky siguió con escasa atención. Cogió la revista Time de la mesita, la abrió por la sección dedicada a la Prensa y empezó a leer, escuchando distraídamente.
Poco después, al oír una música familiar, el tema espléndido y un tanto ampuloso que precedía a las noticias nacionales e internacionales de la «ATN», Nicky levantó la cabeza.
Allí estaba Mike, tan fotogénico como siempre, irradiando confianza. Al igual que Peter Jennings de la «ABC», Mike no sólo era bien parecido y simpático, sino también un gran periodista. Según ella, Peter y Mike estaban entre los mejores de la profesión. Dos reporteros de primera, informativos y razonables, que sabían captar y transmitir la realidad, y que acaparaban auditorio.
Nicky siguió leyendo el artículo de Time y escuchando a Mike sólo a medias dar los titulares de las noticias internacionales y ampliar la información nacional.
Pero, al oír la voz de Tony Johnson, el corresponsal en Roma de la cadena, Nicky levantó la cabeza con súbito interés.
Escuchó atentamente la noticia de un tiroteo que se había producido durante un mitin político que se celebraba en las afueras de Roma. Varias personas habían resultado heridas cuando un loco había empezado a disparar una metralleta contra la multitud. Decía Tony que se especulaba con que, en realidad, el incidente fuera un atentado del partido de la oposición.
La cámara se desvió de Tony y, lentamente, barrió los alrededores, se detuvo un momento en un grupo de personas situadas a la izquierda del podio y, luego, enfocó una cara de la multitud.
Nicky se irguió bruscamente y miró, atónita, la cara que había aparecido en la pantalla.
— ¡Charles! -dijo-. ¡Es Charles!
Pero, ¿cómo era posible? Charles Devereaux había muerto.
Charles Devereaux se había suicidado hacía dos años y medio, semanas antes de su boda. ¿Cómo podía estar en Roma tan campante?
«No; no podía ser Charles», pensó Nicky. Charles se había ahogado frente a las costas de Inglaterra.
Pero no se había encontrado el cadáver.
De pronto, Nicky estuvo segura. Sí; era él. Charles Devereaux vivía. Pero, ¿cómo podía ser? ¿Por qué había desaparecido de su vida? ¿Y qué iba a hacer ella, si algo podía hacer?