Cap ítulo 25

El lunes por la noche, Nicky tomó el último vuelo para Roma.

Una vez el avión hubo despegado ella se arrellanó en el asiento, sacó el bloc y repasó las anotaciones que había hecho en su suite del «Claridge's» durante el día. Al cabo de unos segundos, volvió a guardar el bloc en el bolso y alargó la mano hacia la copa de vino blanco que le había servido el auxiliar de vuelo. Dio varios sorbos, tratando de relajarse, pero su pensamiento seguía marchando a la misma velocidad que en los últimos días.

A pesar de lo hablado con Anne y Philip en «Pullenbrook» durante el fin de semana, su sexto sentido seguía diciéndole que el hombre captado casualmente en el telediario de la «ATN» no era otro que Charles Devereaux. Y, puesto que su padre siempre le había dicho que confiara en su sexto sentido, esto era exactamente lo que pensaba hacer.

Puso la copa en el brazo de la butaca y volvió a buscar en el bolso. Esta vez sacó la foto que Dave, el técnico del estudio, había obtenido del vídeo y la miró fijamente, frunciendo el entrecejo, como tantas otras veces desde el miércoles. Por más que trataba de convencerse de que se equivocaba, siempre acababa sacando la misma conclusión: aquel hombre era Charles Devereaux.

La víspera, en «Pullenbrook», había empezado a dudar, influida sin duda por la casa y la historia que representaba, por el prestigio de la familia y, naturalmente, por la propia Anne Devereaux. Si Anne negaba rotundamente que el hombre de la ialografia era su hijo, ¿quién iba a decirle lo contrario? Por ello, el domingo por la tarde, ella había experimentado aquel súbito y asombroso cambio y se había mostrado de acuerdo con Anne, sorprendiéndose a sí misma tanto como a sus amigos.

Pero esta mañana, al llegar al «Claridge's» había vuelto a su primera opinión.

Será que no hay nada como la luz fría y gris de una lluviosa mañana de lunes en Londres, para hacerte recobrar la ecuanimidad, pensó Nicky guardando la foto. Anne y Philip decían que el hombre de Roma sólo se parecía a Charles. Ella no podía estar de acuerdo; aquello era más que un parecido. Si el hombre de la foto no era Charles, era su doble.

Esta mañana, en el hotel de Londres, mientras cavilaba sobre todo lo sucedido, se preguntó cómo reaccionaría el socio de Charles al ver la fotografía. Christopher Neald y Charles, además de trabajar juntos, eran amigos; siempre, desde los veinte años, habían estado muy unidos.

Impulsivamente, descolgó el teléfono y llamó a Chris a Vintage Wines, donde Michael Cronin, su nuevo secretario, le dijo que Chris estaba de vacaciones. Cuando pidió más detalles fue informada de que Mr. Neald estaba «de crucero por la Polinesia», es decir, ilocalizable, y que no regresaría a Inglaterra hasta mediados de setiembre. Defraudada, ella dijo que volvería a llamar dentro de un mes.

Fue entonces cuando Nicky decidió acudir a la fuente de la cinta: las oficinas de la «ATN» en Roma. Quizá Tony Johnson, el jefe de la delegación en Roma, pudiera ayudarla; quizás hubiera más imágenes que no habían sido transmitidas por satélite a Nueva York, y que podían darle pistas.

Lo cierto era que Nicky estaba en un avión, volando hacia Roma, y no podía menos que preguntarse si no estaría persiguiendo una quimera. ¿Qué hacer para encontrar a un hombre que tres años atrás había desaparecido borrando sus huellas con tanta habilidad? Un hombre que, evidentemente, no quería ser encontrado y cuya presencia en Roma ella conocía ahora por casualidad, por un capricho del destino o lo que fuera. Si el cámara de la «ATN» que aquella noche cubría la noticia con Tony no se hubiera detenido en una cara de la multitud y si ella no hubiera estado mirando las noticias en aquel preciso momento, habría seguido en la ignorancia. Una posibilidad entre un millón, pensó, recordando cómo aquella cara se había borrado de la pantalla a los pocos segundos de aparecer. Qué fácil habría sido perdérsela si hubiera ido a la cocina a buscar un vaso de agua o hubiera estado hablando por teléfono, sin prestar atención. Pero así era la vida, llena de casualidades y coincidencias. Tenía que ocurrir, dijo para sí, y se estremeció involuntariamente. Pero buscar a Charles Devereaux sería como buscar la consabida aguja en el pajar.

Nicky se revolvió en la butaca, miró la negra noche por la ventanilla y, de pronto, se preguntó por qué se empeñaba en seguir con sus indagaciones. Naturalmente, en seguida encontró la respuesta: por ser quien era, como persona y como periodista, tenía que saber la verdad, necesitaba averiguarla. Este afán había sido cultivado en ella desde la niñez. Y había algo más: ella quería cerrar definitivamente aquel capítulo de su vida que tenía a Charles Devereaux de protagonista. No era que abrigase todavía algún sentimiento hacia él; su amor había muerto hacía tiempo. Pero no quería que su fantasma siguiera rondándola.

Porque ahora estaba Cleeland Donovan, un hombre muy especial que durante los dos últimos meses se había hecho más y más importante para ella. Clee representaba una vida nueva. La maravillosa oportunidad de vivir a su lado, si podían resolver toda la problemática que ello suponía. Y ella había llegado a pensar que podrían, si ambos cedían un poco.

Clee era el futuro. Su futuro. Por lo tanto, no debía permitir que sobre ellos se proyectaran las sombras del pasado. La verdad era que ella deseaba y necesitaba sentirse libre de corazón, de pensamiento y de alma, libre para Clee, sin rémoras del pasado.

Como solía ocurrir últimamente, sus pensamientos se centraron en él y, como siempre, sintió que un grato calor se le extendía por el cuerpo. El tener a Clee en su vida, el saber que él la amaba, la hacía sentirse satisfecha, aunque no estuviera a su lado. Afortunadamente, a media tarde, antes de salir hacia el aeropuerto, había podido encontrarlo en el «Kempinski» de Berlín Occidental. Quería decirle que se iba a Roma para unos días.

Dada la índole de su trabajo, él no había mostrado sorpresa; no le parecía extraño que ella tomara un avión de improviso.

— ¿Qué sucede? -preguntó riendo y agregó-: Sospecho que los cerebros de la televisión os habéis reunido en sesión extraordinaria y decidido confeccionar un especial exótico.

Rápida y concisamente, ella le explicó que, de exótico, nada, que estaba pensando hacer un programa sobre la Comunidad Económica Europea y los cambios que se producirían cuando se suprimieran las fronteras.

— Después, tendré que entrevistar a políticos de todos los países, pero ahora quiero tantear el terreno en Roma, tal como he hecho en Londres -dijo, recurriendo a unas cuantas mentiras inofensivas.

Él lo comprendió; luego hablaron del inminente viaje de Clee a Leipzig y quedaron en llamarse o, en caso necesario, dejar recado en la oficina de «Image» en París. Y confirmaron que, según lo acordado, se encontrarían en París dentro de una semana.

— Ciao, Nick -dijo. Clee-. Hasta el veintiocho. Estaré contando las horas

— Yo también, cariño -dijo ella antes de colgar.

Nicky cerró los ojos sintiéndose inesperadamente adormilada y lo atribuyó al vino. Echaba de menos a Clee como nunca había echado de menos a nadie. De pronto, se le ocurrió que él podía enfadarse si se enteraba de por qué ella iba a Roma, y se incorporó en la butaca con un sobresalto. Luego se preguntó si se lo diría cuando lo viera. No estaba segura. El lunes siguiente tenía que conocer todas las respuestas acerca de Charles Devereaux. O ninguna. Entonces y no antes decidiría si se lo contaba a Clee. Si acaso, se lo diría personalmente, no por teléfono. Además, si se lo decía ahora, él lo dejaría todo para volar a Roma. Ella no quería que estuviera a su lado sosteniéndole la mano mientras buscaba a Charles. Ni deseaba que el pasado colisionara con el presente.

Dos horas y media después de despegar de Heathrow, el avión tomaba tierra en el aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma con toda puntualidad. Una vez hubo pasado la aduana, Nicky entró en la terminal y, a los pocos minutos, distinguió a un chófer que sostenía en alto un tarjetón con su apellido impreso en él.

Cuarenta y cinco minutos después, el coche de alquiler se paraba delante del «Hassler Hotel», cerca de la iglesia de la Trinitá dei Monti, en lo alto de la hermosa escalinata de la plaza de España. Sus padres la habían traído al «Hassler» cuando era niña y, siempre que estaba en Roma, paraba aquí. El gerente de noche la reconoció y, una vez ella se hubo inscrito, la acompañó a la suite, charlando afablemente.

Cuando se quedó sola, Nicky se acercó a las ventanas, abrió las cortinas y miró afuera. La vista de Roma era espectacular: un mar de luces que parpadeaban bajo un cielo estrellado y muy negro. ¿Estaría Charles Devereaux en algún lugar de la Ciudad Eterna? ¿Podría encontrarlo? Con una pequeña punzada de desaliento, tuvo que reconocer que las probabilidades eran remotas.

A la mañana siguiente, después de tomar su ligero desayuno de té con tostadas, Nicky llamó a la oficina de la «ATN». Preguntó por Tony y se echó hacia atrás en la silla, esperando. La mujer que contestó no preguntó su nombre ni ella se lo dio. El jefe de la oficina se puso al aparato:

— Aquí Tony Johnson, ¿con quién hablo?

— Soy Nick, Tony. ¿Cómo estás?

Hubo un silencio y la voz de Tony exclamó con sorpresa:

— ¿Nicky Wells? ¿Esa Nick?

— ¡Naturalmente! ¿Qué otra Nick podría ser?

Tony se echó a reír, evidentemente encantado de oír su voz.

— Eh, Nicky, ¿cómo estás? Y, lo que es más importante, ¿dónde estás?

— A la vuelta de la esquina.

— ¿Aquí? ¿En Roma quieres decir?

— Quiero decir.

— ¡Madre mía! Hoy parece que me cae encima toda la cadena.

— ¿A qué te refieres?

— Acaba de llegar un amigo tuyo, Nicky. Un amigo que trata de quitarme el teléfono de la mano, rabiando por hablar contigo. Pero, antes de pasártelo, vamos a quedar. ¿Almorzamos juntos hoy? ¿Te va bien?

— Más que bien, de maravilla, Tony. Pero, ¿quién está contigo?

Al otro lado de la línea volvió a oírse la risa grave de Tony.

— Ciao, Nicky -dijo.

— Hola, Nicky, ¿qué estás haciendo en Roma? -preguntó Arch Leverson en tono jovial pero intrigado.

— Lo mismo podría preguntarte yo a ti, Arch -dijo ella, sorprendida pero con la cabeza despejada, como de costumbre.

— Estás fallando, tesoro. Mejor dicho, te falla la memoria. La semana pasada te dije que iba de vacaciones a Capri. He parado aquí un par de días para ver a mi viejo amigo Tony.

Era verdad, Arch se lo había dicho, pero ella, curiosamente, no había asociado Capri con Roma. Y, además, la semana anterior estaba muy preocupada. Ahora dijo rápidamente:

— Tienes razón, se me había olvidado.

— Lo último que sabía de ti, Nicky, era que te ibas a Londres, a investigar las posibilidades de hacer un especial sobre Margaret Thatcher. Entonces, ¿por qué estás en Roma?

— He venido a comprar zapatos -improvisó ella, sin saber cómo contestarle en aquel momento.

Arch soltó una carcajada.

— ¡Anda ya, que estás hablando conmigo! Tú eres tan aficionada a ir de compras como yo a pescar con mosca. Vamos, Nicky, ¿qué hay?

— No puedo decírtelo ahora -repuso ella, para ganar tiempo.

Su respuesta pareció satisfacer a Arch, que dijo:

— Bien, bien. ¿Está contigo Clee?

— No; hoy está en Berlín, mañana, en Leipzig y el domingo por la noche, en París. Yo me reuniré con él allí el lunes, y la semana que viene nos iremos a la Provenza.

— Fantástico, Nick. Supongo que te veré a la hora del almuerzo con Tony, ¿no?

— Es la mejor proposición que he recibido hoy. ¿Dónde nos encontramos? ¿En el despacho?

— ¡Buena idea! Por cierto, ¿dónde te hospedas?

— En el «Hassler», como siempre. ¿Y tú?

— En el «Eden». Oye Nicky, otra proposición: cenar juntos esta noche. Salgo para Capri mañana a primera hora, para reunirme con Patricia y los Grant en la torre que han alquilado para el verano. Eh, una idea: ven conmigo. No tienes nada mejor que hacer, ¿verdad? Y les encantará tenerte un par de días.

— Gracias, no puedo, de verdad. Pero almorzaré con vosotros.

— Conforme, ¿Vendrás a recogernos al despacho a eso de la una y media?

— Trato hecho.