Cap ítulo 14
Cogidos de la mano, bajaban lentamente por el cours Mirabeau, la avenida principal de la antigua ciudad universitaria de Aix-en-Provence.
Nicky miró en derredor y no pudo menos que pensar que aquél era uno de los bulevares más bellos que había visto en su vida. Era ancho y largo y por su parte central discurrían cuatro hileras de plátanos cuyas ramas se entrelazaban formando una alta bóveda. A Nicky le parecía que ella y Clee avanzaban por un túnel verde pálido hecho enteramente de hojas. Parecía interminable, pues se extendía a lo largo de unos quinientos metros y, en el paseo central, a intervalos, había fuentes del siglo xix que lanzaban arcos de agua cristalina a la difusa luz de la mañana. En la acera del sol se alineaban las terrazas de los cafés; al otro lado, en la sombra, había hermosos edificios antiguos, muchos de ellos, residencias particulares.
— Clee, esto es extraordinario, precioso -exclamó Nicky mirándole con viva satisfacción.
— ¿Verdad que sí? Sabía que te gustaría, lo mismo que a todo el que viene aquí. En mi opinión, es la calle más bonita del mundo. Tiene una elegancia particular, por la forma en que se conjugan la arquitectura, los árboles y las fuentes y la magnífica configuración del espacio. Su mejor época es la primavera y el verano. -Se paró, le sonrió y dijo-: Vamos a tomar café, antes de entrar en la ciudad vieja, que queda detrás del paseo y en la que podrás ver algunos de los ateliers locales.
— No tienes que venir de compras conmigo -dijo ella rápidamente-. Quizá prefieras entrar en una librería mientras yo compro uno regalos.
— No, señora, yo voy contigo. -Le oprimió la mano y la miró un momento con aquella sonrisa infantil-. Durante estos tres días, no pienso perderte de vista. Tengo que aprovechar el tiempo, cielo.
Nicky se rió.
— Hacía años que no oía esa palabra. Cuando era pequeña, mi madre me llamaba cielo.
— Es curioso; la mía, también -dijo Clee llevándola a una terraza muy animada situada cerca de la Fontaine de la Rotonde, la enorme fuente que presidía la entrada occidental al bulevar.
Aunque la terraza estaba llena de una atractiva juventud, chicos y chicas, estudiantes, evidentemente, había varias mesas libres. Un par de ellas estaban cerca de las ventanas, a la sombra de un toldo y algo apartadas de la concurrida acera.
Clee examinó la terraza y eligió una de las mesas situadas cerca de las ventanas. Mientras se sentaban, dijo:
— Aquí estaremos frescos y, al mismo tiempo, podremos ver desfilar al mundo. Me encantan los cafés franceses, son muy animados y reservados a la vez. -Se quitó las gafas de sol, se acercó a ella y la besó suavemente en los labios-. ¿Sabes a qué me refiero?
— Sí -sonrió ella mirándole a los ojos.
Casi inmediatamente, se acercó un camarero, y Clee pidió dos cafés au lait. Cuando estuvieron otra vez solos, él se arrellanó en la silla y se volvió hacia Nicky.
— No me gustan la mayoría de los epígrafes que escribiste anoche, pero mi favorito es «Hijos de la Primavera de Pekín». Me gustaría utilizarlo para título de nuestro libro, Nick.
— ¡Eso me halaga! -Era evidente su satisfacción, y agregó-: Casualmente, también es mi favorito.
Él se inclinó sobre la mesa y volvió a besarla en los labios.
— Ahora que ya tenemos título, estamos lanzados, nena.
— Con esas soberbias fotografías, estabas lanzado desde el principio, Clee. Sobre eso no puede existir ni la menor duda, y el texto tiene una importancia secundaria. Al fin y al cabo, es un libro de fotografías.
— Cierto. Por lo mismo, la introducción es muy importante, no sólo para acompañar las fotografías sino para explicar a China, la política, los hechos que llevaron a las manifestaciones de Tiananmen y la matanza. Es poca la gente que ha entendido cómo pudo ocurrir.
— Sí; me doy cuenta. El domingo, en el avión, empezaré a hacer un esquema. Creo que voy a tener que leer un poco antes de escribir la introducción. A propósito, he pensado… -Se interrumpió porque llegaba el camarero con el café.
— Merci -dijeron Nicky y Clee casi al unísono y ella prosiguió-: Iba a decir que he pensado acerca de nuestro plan de trabajo y se me ha ocurrido que, cuando vayas a Nueva York a mediados de mes, quizá te guste pasar un par de fines de semana en New Milford, en casa de mis padres. Hace años, mi padre mandó construir un estudio en el jardín, y creo que es el sitio ideal para trabajar. Podríamos montar allí nuestro tenderete, ya sabes, extender las fotografías por orden, incluso hacer una paginación. Podríamos dejarlo todo extendido en mesas de cartas; nadie lo tocaría durante la semana.
— Me parece fantástico, pero ¿y tus padres? ¿No escriben ellos en el estudio?
Nicky movió la cabeza y se echó a reír.
— En realidad, papá mandó construir el estudio para mi madre, era un regalo. Pensó que a ella le gustaría escribir allí. Es alegre, espacioso y muy tranquilo.
— ¿Y no le gusta?
— No. La verdad, me parece que lo encuentra excesivamente tranquilo. Le encantó durante un mes aproximadamente. Luego, volvió a instalarse en la casa, en el cuartito de al lado de su dormitorio. Dijo a papá que se sentía más a gusto escribiendo en la habitación que había utilizado durante años. Es cierto, estoy segura, y, conociendo a mi madre, yo diría que lo que le gusta es sentirse rodeada de la actividad de la casa. Bastante sola debe de sentirse, ya escribiendo esos libros tan largos y complicados, como para que, además, tenga que irse al otro lado del jardín, lejos de mi padre, de la cocinera, de los teléfonos y de todo el jaleo de la casa.
— ¿Y tu padre tampoco usa el estudio?
— No mucho. Supongo que a él le gusta estar cerca de mi madre, y también rodeado de actividad, lo mismo que a ella. De modo que él le da a la pluma o, mejor dicho, al procesador de textos, en la biblioteca que es donde siempre ha escrito su columna; así está cerca de la cocina, puede entrar a tomar una taza de té o de café y charlar con Annie, la cocinera o con Bert, el jardinero. En cualquier caso, lo que importa es que, si quieres, podríamos instalarnos allí.
— ¿A tus padres no les importará?
— ¡Claro que no! Además, cuando te conocieron hace un año en París quedaron encantados contigo.
— ¿Lo está también su hija?
Nicky se quitó las gafas de sol y le miró largamente. Luego, con cierta timidez, preguntó:
— ¿Su hija está qué?
— Encantada conmigo.
— Por supuesto.
— Más le valdrá.
— Ella está… absoluta y decididamente encantada con Cleeland Donovan.
Cleeland se inclinó sobre la mesa de cinc y le tomó una mano.
— Estos días han sido maravillosos, Nick. Yo no había vivido nada igual. Quiero decirte una cosa… de ti y de mí… lo que yo siento por ti es…
— No digas nada, Clee -le interrumpió ella en voz tan baja como la de él-. Ahora no, por favor, todavía no.
— Suavemente, retiró la mano y se echó hacia atrás muy seria.
— Pero, ¿por qué no? -preguntó él, con perplejidad.
Nicky tardó unos instantes en responder.
— Quiero que esto, quiero que lo nuestro vaya despacio… No quiero que tú… que ninguno de los dos diga algo que pudiera pesarle, algo sobre lo que pudiera cambiar de opinión. Quiero que, antes de hablar, estés completamente seguro. Y también yo quiero estar segura. Segura de lo que siento realmente por ti.
— Es que yo estoy seguro -empezó él, y se interrumpió al comprender que ella tenía miedo a comprometerse a causa del fracaso sufrido-. Te comprendo, Nicky, y tienes razón, sí. Imagino lo que debió de hacerte sufrir Charles Devereaux. -La frase se le escapó. De buena gana se hubiera mordido la lengua, y la miró confuso, furioso consigo mismo.
Ella estaba atónita, de su cara se había borrado su vivacidad habitual y estaba inmóvil y hermética. No dijo nada, sólo desvió la mirada. Clee volvió a tomarle la mano y le oprimió los dedos, mientras pensaba en cómo remediar el mal. Era un bocazas y un estúpido, y la había disgustado. No hacía falta que ella dijera algo para que él lo comprendiera. Se lo notó en la cara nada más acabar de hablar.
— Mírame, Nick.
Poco a poco, ella volvió la cabeza y le miró a los ojos.
— Perdona, lo siento. No debí mencionar su nombre.
— No importa -respondió Nicky al cabo de unos segundos, con sonrisa forzada-. De verdad, no importa. Es sólo que no me gusta hablar de él. Así no remuevo recuerdos desagradables. De todos modos, hablar no sirve de nada. Él pertenece al pasado, y yo prefiero pensar en el futuro.
— Totalmente de acuerdo. -Clee aspiró profundamente, deseando que pasara pronto aquel momento de tensión.
— Clee, no te preocupes. No tienes que preocuparte. Era natural que mencionaras a Charles. Al fin y al cabo, estábamos prometidos.
— Es que a veces soy bastante estúpido.
— Yo no estoy de acuerdo. -La sombría expresión que nublaba sus hermosos ojos se borró, ella le sonrió, levantó la taza y tomó un sorbo-. Está frío -dijo serenamente-. ¿Pedimos otros dos, pero calientes?
Clee asintió, hizo una seña al camarero y le dio el encargo. Después dijo:
— ¿No querías comprar tela provenzal para tu madre? Yo conozco una tienda en el barrio antiguo que hasta te la envían a Estados Unidos.
— Eso es fantástico.
Nicky empezó a hablarle de los regalos que pensaba comprar y para quién, y él observó que su voz volvía a tener su tono habitual, y se tranquilizó.
Poco después, se levantaban de la terraza y se encaminaban hacia el barrio viejo situado detrás del cours Mirabeau. Recorrieron callejuelas estrechas, parándose a mirar los escaparates de elegantes boutiques nuevas y de viejos comercios de licores, quesos, productos típicos y artesanía provenzal.
Clee la llevó al atelier Fouque, donde se fabricaban los santons, figuritas de campesinos, hechas de barro o de miga de pan y pintadas de vivos colores, que tenían un verismo asombroso. Nicky compró toda una colección para su padre. Después, Clee la presentó a Paul Fouque, uno de los grandes artesanos en el modelado de santons. Estuvieron viéndole trabajar durante quince minutos, antes de ir a la pastelería, a comprar calissons. Según Clee, estos dulces de almendra eran los favoritos de Amélie, y Nicky quería regalarle una caja, junto con el chal de seda que le había comprado la víspera, cuando Clee la llevó a Saint-Rémy.
Poco después, bajaron a la tienda de Souleiado, donde Nicky eligió varias piezas de telas estampadas en los bonitos dibujos provenzales y dispuso su envío a Nueva York, a nombre de su madre. Después compró varias libretitas de direcciones encuadernadas en telas estampadas similares, para sus amigas, que llevó consigo, lo mismo que varios delantales y otros pequeños objetos.
Siguieron deambulando por las calles adoquinadas, entrando en toda clase de pequeñas tiendas, a veces, sólo para curiosear y saborear el ambiente. En una de ellas, Nicky compró esencia de lavanda y saquitos de lavanda y de Herbes de Pro-vence.
Mientras les envolvían las hierbas, ella dijo a Clee sonriendo:
— En realidad, estas cosas también podría comprarlas en el «Bloomingdale's» de Nueva York. Exactamente los mismos productos. Pero llevarlos de aquí es diferente.
— Sí -convino él, tomando la bolsa de las compras que le daba el dueño y precediéndola hacia la puerta-. Vamos, quiero enseñarte la place d'Albertas. Es muy típica. Después volveremos a la granja para almorzar.
— Comer otra vez no, Dios mío -gimió ella jocosamente con una mueca.
Clee la tomó del brazo y la llevó hacia la antigua plaza.
— A propósito de comer, dije a Amélie que preparara un almuerzo muy ligero: ensalada verde, pollo frío y fruta. Esta noche te llevaré a cenar a un sitio muy especial.
— ¿Adónde? -ella le miró rápidamente.
— Es un restaurante famoso y elegante, al que va gente de todo el mundo, de modo que, si no has traído un vestido, deberíamos comprar uno ahora. Hay varias boutiques muy chic cerca de aquí.
— No es necesario, Clee, metí en la maleta un par de vestidos de seda. Y las perlas, por si acaso. Así que puedes llevarme adonde quieras.
En el dormitorio de Clee había una penumbra muy agradable, los postigos de madera cerraban el paso al brillante sol de la tarde y el ventilador del techo refrescaba el ambiente.
Estaban muy juntos en la cama, descansando de su apasionado abrazo. Clee la había llevado allí después del almuerzo, para descansar, dijo, pero a los pocos minutos había ocurrido lo inevitable. Clee había empezado a besarla y a tocarla y ella había respondido con ardor, inflamada instantáneamente, como siempre que sentía las manos de él con aquel contacto peculiar. Se habían desnudado mutuamente, él la había atraído hacia sí y otra vez había empezado el éxtasis delirante.
Nicky pensaba ahora que era extraño que durante los dos años que se habían tratado nunca hubieran pensado en iniciar una relación sexual y que, desde hacía varios días, no se saciaran el uno del otro y fueran incapaces de estar a solas sin tocarse.
Nicky movió ligeramente la cabeza en la almohada para mirarle. Clee estaba tendido de espaldas, lo mismo que ella. Tenía los ojos cerrados y sus espesas pestañas sombreaban ligeramente sus mejillas bronceadas. Su piel respondía bien al sol. Desde que estaba en la granja había adquirido un tono tostado en todo el cuerpo menos en el triángulo que cubría el bañador.
En reposo, su cara tenía una expresión delicada y sensible y su boca, grande y generosa, inspiraba ternura. Nicky sintió el impulso de acariciarla con la yema de los dedos, pero se contuvo, para no despertarlo.
Cleeland Donovan. Repitió el nombre mentalmente. Era un hombre encantador, un hombre sano. Era honrado, justo, amable y leal. Un hombre digno de confianza. Su madre solía decir de las personas a las que admiraba que eran auténticamente nobles. Cleeland Donovan era auténticamente noble.
Había sido su mejor amigo y, desde el principio de su amistad, ella le quiso como a un hermano. Pero ahora era su amante. Habían iniciado una relación sexual que seguramente era el preludio de una unión sentimental más profunda. Quizá ya había empezado. Ella no sabía lo que ocurriría, qué llegarían a ser el uno para el otro ni cuánto tiempo duraría aquello. Pero sabía que podía confiar en él. Que podía confiarle hasta la vida, como había quedado demostrado en Pekín. Él era un hombre valiente, responsable y fuerte. Se sentía segura con Clee. Siempre, desde el principio, se había sentido segura a su lado. Le parecía estar atendida, completamente protegida.
Clee abrió los ojos de repente y la sorprendió mirándole. La abrazó, hundió la cara en su garganta y le susurró al oído:
— ¿En qué estabas pensando, con esa expresión tan grave?
— Pues en ti.
— Ya. ¿Y qué pensabas de mí?
— Me decía que eres… auténticamente noble. Es lo que mi madre dice de las personas a las que admira.
Le sintió sonreír contra su garganta.
— ¿Es una forma indirecta de decirme que me admiras? -Sin esperar respuesta, agregó-: Me gustaría que sintieras por mí algo más que admiración.
— Y lo siento -protestó ella-. Siento muchas cosas… -Se interrumpió y echando el cuerpo atrás le miró a los ojos. Sus pupilas oscuras brillaban de malicia-. ¡Ah, canalla! -gritó poniéndole la mano en el pecho y tratando débilmente de apartarlo-. Me has tendido una trampa, para hacerme decir algo que luego podría lamentar.
— ¿Quién? ¿Yo? Jamás. -Le sonrió y volvió a rodearla con los brazos. Le acarició suavemente el pelo y empezó a pasarle las manos por la espalda, le buscó ansiosamente la boca con su boca y, despacio, empezó a acariciarla.
Nicky respondió al instante con un deseo apasionado, a pesar de que habían hecho el amor apenas dos horas antes. Ansiaba sentirlo dentro de sí, estar unida a él, ser parte de él.
Como si pudiera leerle el pensamiento, él ya estaba encima apoyando una mano a cada lado de ella y mirándola a la cara.
Nicky levantó la mano y le rozó la boca con los dedos, mirándole fijamente a los ojos. Él sostuvo su mirada sin pestañear y entró en ella con la misma fuerza de aquella primera noche en el jardín, haciéndole gritar de dolor y de sorpresa. Él, sin prestar atención al grito, aceleraba su movimiento oscilante. Pasó el dolor y ella se abrió fluyendo hacia él. Lo rodeó con los brazos y las piernas aprisionándolo, con la piel pegada a su piel, mezclando su aliento con el de él.
Clee la besó con fuerza, casi con arrebato y entonces, inesperadamente, levantó el tronco arqueando la espalda y gimiendo como de angustia.
— Te quiero, Nicky -gritó-. Te quiero. -Ella lo sintió correrse como se había corrido ella una fracción de segundo antes y pensó: «Y yo me estoy enamorando de ti». Pero no pudo decirlo, y guardó silencio, y siguió abrazada a él cuando él se dejó caer y hundió la cara en su pelo.