Cap ítulo 28

Nicky no pensó que podían seguirla hasta el viernes por la tarde, cuando se paró un momento en la puerta del Museo del Prado, a la salida. Trataba de decidir si volvía directamente al «Ritz» cuando volvió a fijarse en el hombre del purito.

Lo había visto aquella mañana, se materializó de pronto a su lado cuando ella hablaba con el conserje. El hombre daba fuertes chupadas a su cigarro y el humo la hizo toser. El conserje le dijo unas palabras corteses pero firmes en rápido español, y el hombre se apartó, quedándose a un lado. Cuando acabó de hablar, Nicky cruzó rápidamente el vestíbulo, deseosa de alejarse del fumador, que había empezado a hablar animadamente con el conserje. Mientras subía en el ascensor, lo maldijo mentalmente porque aún le picaba la garganta.

Después, cuando iba a almorzar con Peter Collins, del despacho de la «ATN» en Madrid, entró en la Galería del Prado, una galería comercial situada debajo del «Palace». Al salir de una de las tiendas, vio al hombre del cigarro mirando el escaparate. Él volvió la cara inmediatamente, dio media vuelta y se metió en una tienda del otro lado.

Y ahora lo tenía detrás, a pocos metros. Estaba cerca de la estatua situada entre la escalera y el jardincillo, con otro hombre. Llevaba en la boca el inevitable puro negro, su distintivo.

Él no la había visto. Todavía no. Y, si ella lo había descubierto tan pronto, era por el llanto de los niños. Eran dos niños pequeños que daban la mano a una mujer joven y berreaban a pleno pulmón. Su atribulada madre se había parado junto a los dos hombres que estaban cerca de la estatua y el del puro decía algo, al parecer, en respuesta a una pregunta. Señalaba y gesticulaba como dándole indicaciones.

En aquel momento, salió del museo un grupo de estudiantes alemanes que la rodearon riendo y charlando y Nicky cruzó los jardines y salió al paseo del Prado disimulándose entre ellos.

A los pocos minutos, llegaba a la plaza de la Lealtad, donde se encuentra el «Ritz», rodeado también de hermosos jardines. El hombre del puro no estaba a la vista, aunque no importaba, puesto que ya sabía dónde se hospedaba.

Después de recoger la llave y varios mensajes, Nicky subió a la suite, pensando en aquel extraño individuo y en la posibilidad de que alguien la hiciera vigilar. ¿Alguien? Ese alguien no podía ser otro que Charles Devereaux.

Nada más entrar en la suite, Nicky notó un perfume extraño. Se paró en la salita y miró en derredor con el entrecejo fruncido, asiendo con fuerza la llave de la puerta. Olfateó el aire varias veces. Era una fragancia penetrante, más de colonia de hombre que de perfume femenino, lo cual permitía descartar a la camarera. ¿Había entrado el paje? ¿A qué? Ella no había dado nada a planchar. ¿Se había colado en la suite el desconocido? ¿Cómo? Qué estupidez, pensó, pues sobornando a alguien del servicio. Como solía decir su padre, el dinero habla. Y ocasión no le había faltado. Ella lo había visto en la galería comercial a eso de las once, antes de pasar por la «ATN» a recoger a Peter. Habían ido a almorzar al «Café de Gijón» a la una y media y, al salir, ella, dando un paseo, se había ido al Prado, donde había pasado varias horas muy agradables contemplando los cuadros de Goya y Velázquez; es decir, que había estado fuera casi todo el día.

Con un pliegue de preocupación en la frente, Nicky dejó la llave, los mensajes y el bolso en la mesa de centro y, francamente alarmada, entró en el dormitorio y abrió la puerta del armario. Su gran bolsa de mano, sin la que nunca iba a ningún sitio, estaba extrañamente ladeada, no bien arrimada al rincón como la había dejado ella antes de salir para ir a reunirse con Peter.

Sacó la bolsa y la puso encima de la cama. Vio que habían hurgado en la cerradura: estaba floja. Quienquiera que la forzara no pudo volver a cerrarla bien porque la había estropeado. Ella estaba segura de haber cerrado la bolsa, de modo que era evidente que alguien había entrado en la suite, a fisgar.

Nicky pasó revista al contenido de la bolsa. No faltaba nada: allí estaban la libreta, la grabadora y los demás objetos. Ella se había llevado el pasaporte, el carnet de Prensa, las tarjetas de crédito y la moneda española en el bolso blanco, pero había dejado en la bolsa un billetero con dinero extranjero. Lo sacó y vio que no faltaba nada. Pero estaba segura de que la bolsa había sido registrada, y minuciosamente. Lo sabía no sólo porque la cerradura estuviera estropeada sino porque las cosas no estaban tan bien colocadas como solía tenerlas ella. Por ejemplo, la grabadora no estaba en el extremo en el que ella la ponía siempre para encontrarla en seguida.

Nicky volvió a guardar la bolsa en el armario, corrió a la cómoda que estaba al otro lado del dormitorio y empezó a abrir cajones. También los habían registrado. Ella siempre colocaba sus cosas con simetría y ahora estaban un poco desordenadas. Las habían revuelto, seguro.

Sacudió la cabeza y, con gesto de inquietud, cerró los cajones y volvió a la sala. Se dejó caer en una butaca y cerró los ojos, tratando de concentrarse en los problemas que tenía ante sí. ¿Era una coincidencia que aquel día se hubiera tropezado varias veces con el hombre del puro? ¿Realmente la seguía? Si era así, demostraba una cosa: Charles Devereaux estaba vivo. Estaba convencida de que alguien había registrado sus habitación y la bolsa de mano; tenía pruebas palpables. Evidentemente, también esto corroboraba su teoría de que su ex prometido estaba bien situado en el Continente.

Bruscamente, Nicky abrió los ojos y se irguió. Si Charles la hacía seguir para saber qué hacía y a quién veía, y si había mandado registrar su habitación, tenía que saber que ella estaba en Madrid. Pero, ¿cómo se había enterado? ¿Tenía un contacto aquí, en el «Ritz»? ¿O en el «Grande Bretagne» de Atenas? Y, lo más importante: ¿por qué?

Sólo había una respuesta: él quería saber lo que hacía ella, y debía de interesarle mucho.

Entonces se le ocurrió que quizás él pensara que ella estaba preparando un reportaje. Él sabía que, antes de ser corresponsal, había hecho periodismo de investigación y todavía lo hacía. Pero, si pensaba esto, era que estaba complicado en algo que merecía una investigación. Algo ilícito. Algo muy gordo, quizá. ¿Qué era ilícito, muy gordo y daba mucho dinero? El comercio de armas. O el trafico de droga. Pero, ¿por qué iba Charles a querer más dinero, si ya era rico? De todos modos, ella sacaba una y otra vez la misma conclusión: la de que, fuera lo que fuera, lo que él hacía tenía que ver con el dinero.

Como no fuera otra cosa, algo raro, como había sugerido a Arch en Roma. Pero, ¿qué podía ser…?

El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos. Ella se acercó al escritorio y contestó.

— ¿Sí?

— Nicky, soy Peter. Antes te dejé un mensaje. ¿Lo tienes?

— Lo siento, Peter, acabo de llegar y todavía no he abierto los mensajes.

— No importa. A Janet y a mí nos gustaría que cenaras con nosotros esta noche. ¿Estás libre?

— Sí, y tengo ganas de conocer a tu esposa. Pero, Peter, no tienes que sentirte obligado de cuidar de mí, de verdad…

— Queremos que vengas -interrumpió él-. Hemos invitado a unos amigos. Iremos al «Jockey Club». Es un sitio muy famoso.

— He oído hablar de él.

— Pasaré a recogerte a las ocho y media y te llevaré a casa a tomar unas copas. No cenaremos hasta las diez o diez y media, me temo. Cuando estás en Madrid tienes que hacer como los madrileños. Hasta luego, Nicky.

— Encantada, Peter. Hasta luego.

Apenas colgó, el teléfono volvió a sonar.

— ¿Sí?

— Hola, Nick, soy yo -dijo Clee-. Me ha dicho Jean-Claude que has llamado.

— ¡Clee! Hola, cariño. Sí, llamé, para informar a la base. ¿Cómo estás? ¿Desde dónde llamas?

— Estoy estupendamente y llamo desde Berlín, el «Intercontinental». ¿No te han dado mi recado?

— Sí, pero acabo de llegar. Todavía no he tenido tiempo de verlo.

— ¡Nicky, tengo una gran noticia! ¡Un notición! -exclamó. Ella casi sentía vibrar su entusiasmo en la línea.

— ¿Qué es? ¡Cuenta!

— ¡Yoyo! He recibido noticias de Yoyo, Nick.

— ¡Gracias a Dios! Está bien, ¿verdad? ¿Y dónde está? ¿Está en París?

Clee se reía.

— Bueno, una pregunta después de otra. Está bien, en Hong Kong pero pronto estará en París. Dentro de pocos días, de una semana a lo sumo.

— Es fantástico. -Inesperadamente, se le llenaron los ojos de lágrimas de alivio y gratitud porque el muchacho estuviera vivo y bien. Durante unos segundos, no pudo hablar.

— ¿Estás ahí? -dijo Clee.

Nicky tragó con fuerza y respondió:

— Sí; es que me he emocionado un poco, eso es todo.

— Sé a qué te refieres. A mí me pasó lo mismo cuando Jean-Claude me lo dijo.

— Entonces, ¿tú no has hablado con Yoyo?

— No; llamó al despacho desde Hong Kong y dijo que, en cuanto llegara a París, me llamaría.

— Clee, es fantástico. Quizá podamos reunirnos el lunes.

— Quizá. Y, desde luego, es la mejor noticia que podíamos tener. ¿A qué hora llegarás a París, Nick?

— Por la tarde, supongo.

— Entonces quedamos para cenar. Tú y yo. O con Yoyo, si quieres y si ya ha llegado y se siente con fuerzas.

— ¡Tengo unas ganas de verle! ¡Y a ti!

— Y yo estoy contando los minutos, cielo.

Hablaron durante un rato y se despidieron. Nicky se quedó un momento con la cabeza apoyada en el teléfono. Clee estaba tan entusiasmado con la noticia de Yoyo que no le había preguntado qué estaba haciendo ella en Madrid. Simplemente, supuso que había ido por motivos de trabajo, y ella se alegró.

Aquella noche, cuando acababa de maquillarse, volvió a sonar el teléfono. Contestó desde el dormitorio.

— ¿Sí?

Nadie contestó.

— ¿Diga? -insistió Nicky con cierta aspereza. Se oyó un chasquido, seguido de la señal de marcar. Inmediatamente, llamó a la centralita-. Aquí Nicky Wells, de la suite 705. Acaba de sonar el teléfono, he contestado pero no ha hablado nadie. ¿Ha pasado usted la llamada?

— Sí, Miss Wells, yo se la pasé -dijo la telefonista.

— ¿Quién llamaba? ¿Lo sabe?

— Lo siento, no lo sé. Era un hombre.

— Gracias. -Nicky colgó el teléfono y volvió al cuarto de baño, para peinarse.

De pronto, se quedó en suspenso, con el cepillo en alto, mirándose al espejo sin verse. Su pensamiento estaba lejos. No podía menos que preguntarse si alguien estaba controlando sus movimientos otra vez. Y entonces recordó algo que Arch había dicho en Roma. Que el que desaparece no quiere que lo encuentren. Nunca. También dijo que ella podía ponerse en peligro. ¿Lo estaba ya?

Concentró sus pensamientos en Charles Devereaux. Arch había comentado que Charles era duro e implacable. Y era verdad. Ella misma había podido observarlo.

A sus ojos asomó una mirada de comprensión. Sí; ella podía estar en peligro.