Cap ítulo 24

El domingo por la tarde, Nicky salió a dar un paseo por los jardines de «Pullenbrook». Antes, ella, Anne y Philip habían hecho un simulacro de almuerzo, evitando cuidadosamente hablar de Charles. El único que mostró cierto interés por los alimentos fue Philip; ella y Anne se habían limitado a picar, y Nicky escapó después del pudding, rehusando cortésmente el café y pidiendo que la excusaran.

Sentía necesidad de estar sola. Al encontrarse fuera, a la luz del sol, respiró profundamente y trató de relajar la tensión que la atenazaba desde hacía horas.

Inesperadamente, el pasado empezó a tirar de ella con fuerza, atrayéndola a la rosaleda, y Nicky dio media vuelta y se encaminó en aquella dirección. Cuando llegó a la vieja puerta incrustada en la tapia, hizo girar el picaporte de hierro forjado y empujó la madera. Seis peldaños de piedra bajaban al jardín y, cuando llegó abajo, se detuvo a admirar la escena.

En «Pullenbrook» había varios jardines, pero para Nicky éste era el más hermoso. La rosaleda, rodeada de altas paredes de piedra gris, era grande y tenía un trazado espectacular, con diferentes secciones en las que las rosas y demás flores se agrupaban por variedades. Nicky sabía por Anne que aquel intrincado diseño databa del siglo xviii, y comprendía cuatro parterres de macizos de flores y recortados senderos, dispuestos en torno a una pequeña extensión de césped cuadrada, rodeada de rosales de arbusto.

Cubrían los viejos muros rosales trepadores de distintos tonos, desde el rosa más pálido hasta el encendido carmesí. Al pie de la tapia crecían rosas de té y floribundas, destacando la fría Iceberg blanca, que Anne había rodeado de lavanda. Había en los parterres macizos de otras plantas clásicas, como claveles, pensamientos, violas y cistos, combinadas con hierbas aromáticas como el tomillo, la salvia y el romero. La práctica de poner hierbas entre las rosas y las otras flores era muy frecuente en los jardines Tudor y Estuardo, según le había dicho Anne.

Pero, aparte su hermosura y su fragancia, la rosaleda tenía un significado especial para Nicky. Allí había hablado con Charles por primera vez y allí había descubierto que estaba enamorada de él. También allí, una tarde, mientras paseaban por los senderos, Charles le había pedido que se casara con él.

Nicky echó a andar, aspirando el fuerte aroma de las rosas que casi mareaba. Maquinalmente se dirigió al viejo banco de madera situado en un frondoso rincón, cerca de la tapia, a la sombra de un sicómoro. Se sentó, cerró los ojos y dejó vagar el pensamiento. Pero al poco rato los abrió y miró al cielo.

El cielo, sin una sola nube, tenía aquel azul intenso que Charles llamaba azul verónica y que, según él, era el mismo tono de sus ojos. El perfume de las rosas era más penetrante que nunca y, muy cerca, danzaba una abeja zumbando en el aire tibio. En un día como éste ella había conocido a Charles Devereaux.

La asaltaron innumerables recuerdos. Se borraron cuatro años; de pronto, volvía a ser aquel viernes por la tarde de junio de 1985 en que Charles entró en su vida. Volvió a cerrar los ojos, reviviendo aquel día, recordando… recordando…

«Una rosa perfecta», pensó Nicky. La más hermosa que he visto en mucho tiempo. Era grande, de un amarillo nacarado y estaba completamente abierta, pero no pasada ni frágil, a punto de deshacerse. Se inclinó, tocó un aterciopelado pétalo y aspiró su fino perfume.

Fue entonces cuando oyó crujir la grava del sendero y se volvió. Hacia ella iba un hombre, un hombre joven, de unos treinta y cinco años. Cuando estuvo más cerca, Nicky observó que no sería mucho más alto que ella, quizás un metro setenta y cinco, esbelto y bien proporcionado. Era de complexión clara, pero estaba muy bronceado, y su pelo castaño avellana tenía mechas doradas por el sol. Era guapo, y su cara de facciones afiladas, acusados pómulos y fina nariz aristocrática, tenía una expresión ascética y ávida a la vez.

— Tú debes de ser la hija de Andrew -dijo mirándola con intensidad, sin tratar de disimular la curiosidad y el interés.

— Nicky Wells -dijo ella.

— Charles Devereaux. -Oprimió firmemente la mano que ella le tendía.

Nicky se encontró mirando un par de ojos verdes, del verde más claro que había visto en su vida. Se contemplaban mutuamente sin soltarse las manos. Nicky sentía una atracción fulminante y arrolladora hacia el recién llegado.Él parecía querer taladrarla con los ojos, y ella comprendió que se sentía tan hechizado como ella. Se sintió enrojecer.

— Te has ruborizado. ¿No estás acostumbrada a que te miren sin disimular la admiración?

Nicky no sabía qué decir. Él no se andaba con rodeos ni parecían preocuparle los convencionalismos sociales, desde luego. Directamente al grano. Muy efusivo para ser inglés y, además, aristócrata, pensó ella sonriendo para sí. Pero le gustaba su franqueza, resultaba refrescante, aunque también cortaba un poco. Y le encantaron su voz y la pureza de su acento. Era la voz matizada y cadenciosa de un intérprete de Shakespeare. Richard Burton, pensó. Suena como Richard Burton.

— Estás muy callada. Perdona si te he violentado.

— No; no es eso.

— Te ruego que disculpes mis modales. Pero es que eres muy bonita, ¿sabes? Sin duda, la mujer más bonita que he visto en mi vida.

— Hay que tener cuidado con el ingles galante que derrocha cumplidos. -Ella se echó atrás, mirándole con aire divertido.

— Hablo con sinceridad. Dime, ¿cenamos juntos él lunes? En Londres. Solos tú y yo. Quiero conocerte mejor.

— Sí. Cenaré contigo encantada -se oyó decir Nicky.

— Magnífico. Una cena íntima en un restaurante tranquilo. Déjalo de mi cuenta, conozco el sitio ideal. ¿Estás en el «Claridge's» con tus padres?

— Sí.

— Te recogeré a las siete. Sé puntual, por favor. No me gusta que las mujeres me hagan esperar. Y vístete con sencillez, de trapillo, porque no es un sitio de lujo.

— ¿Siempre eres tan dictatorial?

— No; no lo soy. Perdona. No quería parecer tan insoportable.

— No me lo has parecido.

— Tengo que confesarte una cosa.

— ¿Ya? ¿Tan pronto? -dijo Nicky arqueando las cejas.

Charles rió entre dientes.

— Además de una cara perfecta, sentido del humor. Es casi demasiado hermoso para ser verdad. -Volvió a reír y le dijo con aquella voz grave-: Cuando, hoy hace una semana, fui a recoger a tus padres al hotel, para traerlos aquí a pasar el sábado y el domingo, vi una foto tuya en la suite. -Aspiró profundamente y terminó con entonación pausada-. Quedé alucinado.

Nicky no supo qué decir.

— Tu madre me pilló mirando la fotografía y me habló de ti. -Con una mirada muy directa, agregó-: No he podido dejar de pensar en ti desde entonces.

— Es el mejor parlamento que he oído en mucho tiempo -dijo Nicky en tono zumbón.

Charles tuvo a bien reírse.

— Pues lo digo en serio. Cuando llegué a casa hace quince minutos, lo primero que hice fue preguntar a mi madre dónde estabas, y he venido directamente.

— Charles -empezó Nicky y se interrumpió. De pronto, se le ocurrió pensar que él podía hablar en serio, y murmuró-: no sé qué decir, cómo responder. Eres tan franco, tan directo, tan agresivo incluso… Me cortas la respiración.

— Lo mismo que tú a mí.

Suavemente, Nicky se soltó y se miró la mano. Estaba roja y dolorida.

Charles, al observarla, dijo:

— ¡Lo siento! A veces, no me doy cuenta de mi propia fuerza. Llego a apretar demasiado. -Suavemente, le tomó la mano y se la llevó a los labios.

Nicky creyó que iba a salirse de su propia piel. Aquel contacto fue como una descarga eléctrica. Retiró la mano rápidamente y volvió la cara hacia otro lado, consciente de la mirada insistente de aquellos fríos ojos verdes.

Hubo un silencio y Charles preguntó:

— ¿Podrías decirme qué estabas haciendo aquí fuera?

— Mirando las rosas. -Nicky se volvió hacia el y, tratando de aparentar normalidad, dijo-: Estaba contemplando ésta en particular. Es perfecta. -La acarició con suavidad-. ¿No crees?

Charles miró la rosa y, luego a ella.

— Tus ojos tienen el color de las verónicas.

— ¿Qué son las verónicas?

— Unas florecitas azul celeste.

Súbitamente, Charles la tomó del codo y la llevó hacia la puerta situada al otro extremo de la rosaleda.

— Me parece que vale más que entremos a tomar el té. Es lo más sensato que podemos hacer en este momento.

Charles estuvo a su lado durante la hora siguiente y no desapareció más que unos diez minutos al final del té, que se servía en el salón. Nicky sentía su atención constante, y también la observaban su madre y Anne que, de vez en cuando, intercambiaban miradas de regocijo. Su padre, absorto en una conversación con Philip acerca de Margaret Thatcher y de la escena política británica, no advirtió nada. Los dos hombres estaban enfrascados en su conversación y un poco apartados de los demás.

Cuando Nicky subió a cambiarse para la cena, lo primero que vio al entrar en su habitación fue la rosa amarilla que tanto había admirado en la rosaleda. Estaba en un esbelto florero de cristal, encima de la mesita de noche. Apoyado en él vio un sobre con su nombre. En el pliego que contenía se leía, escrito con una letra pulcra y enérgica: «No quise importunarte ni ofenderte. Piensa en mí con benevolencia. C. D.»

Ella dejó caer el papel en la cama, levantó el florero y hundió la nariz en la flor, aspirando su perfume. Se sentía abrumada por Charles Devereaux. Va a ser mi ruina, pensó y suspiró, comprendiendo que ella nada podía hacer ya. Demasiado tarde. Había sucumbido en un par de horas, cautivada por su físico, su voz, su carisma y hasta por su aire un tanto dominante. Tenía encanto y una desenvoltura extraordinaria. Es único, pensó mientras se vestía para la cena. No había conocido a nadie como él.

Poco después, cuando lo encontró en el vestíbulo contiguo al salón, le dio las graciais por la rosa.

— La perfección merece la perfección -dijo él con una ligera sonrisa. Y durante el resto de la velada se mostró tan solícito con ella que hasta su padre se dio cuenta de sus atenciones y, cuando subían a acostarse, mientras la madre se adelantaba hacia el dormitorio del matrimonio, él se paró en la puerta del de la hija y, finalmente, la siguió al interior.

— No pienses que trato de inmiscuirme en tus asuntos, Nicky -le dijo poniéndole la mano en el hombro afectuosamente-, pero hace años que conozco a Charles y me consta que tiene mucho mundo y está acostumbrado a que ninguna mujer se le resista.

— No me sorprende, papá -dijo Nicky mirando aquellos ojos tan azules como los suyos, que la miraban con inquietud-. ¡Eh, papi, tranquilo! ¡Sé cuidar de mí misma! -Le besó en la mejilla riendo-. Recuerda que soy una periodista bastante dura de pelar, la mujer independiente, enérgica y capaz que tú educaste.

Andrew Wells asintió.

— Tu madre y yo procuramos cultivar tus instintos nobles y valerosos, cara de ángel. Sé que puedes cuidar de ti misma. Hace años que, en tu trabajo, te enfrentas al peligro. Pero ahora no se trata de trabajo, y Charles Devereaux es un hombre de una casta muy especial. Está formado en Eton, Oxford y el Establishment británico, es el aristócrata de augusto linaje y ascendencia impecable. No olvides que su abuelo fue par del reino, que su tío es conde y que su madre tiene título por derecho propio.

— No estoy segura de saber adonde quieres ir a parar, papá.

— La aristocracia británica es un mundo aparte, exclusivista y cerrado.

Nicky se echó a reír.

— No puedo creer que seas tú quien habla, Andrew Wells. ¿Insinúas que puedo ser considerada «no apta», entre comillas, para Charles Devereaux, por ser americana?

Andrew rió a su vez.

— No es eso. Por lo que a mí respecta, tú eres digna del más noble de los hombres. Y, probablemente, demasiado buena para la mayoría.

— Así habla un padre bueno y amantísimo.

— Sólo trato de hacerte ver que él procede de un mundo distinto al tuyo. Y quiero pedirte que tengas cuidado y decirte que una vez Philip me comentó que Charles era un poco playboy, eso es todo.

— Puedo dominarme, papá, de verdad.

— Lo sé. Pero ten cuidado.

— Y los ojos abiertos. Es lo que solías decirme cuando era pequeña. Ten cuidado y los ojos abiertos, Nick, Siempre he seguido tus instrucciones, papá -terminó ella con una ligera sonrisa.

Andrew la atrajo hacia sí.

— Tú eres lo mejor, Nick. Lo mejor que hay, y las niñas de mis ojos. No quiero que sufras. Buenas noches, cariño.

El sábado, Nicky y Charles pasaron el día juntos. Tuvieron ocasión de conocerse mejor mientras él la llevaba a recorrer las tierras de «Pullenbrook» en el «Land-Rover». Ella no tardó en descubrir que era un hombre culto, bien informado de política internacional, en extremo inteligente y de aficiones intelectuales. Y descubrió que, aparte de atraerla como hombre, le gustaba como persona.

El sábado Anne dio una cena e invitó a varios matrimonios de los alrededores. Fue una velada muy agradable. Una vez más, Charles la colmó de atenciones mientras apenas parecía advertir la presencia de los invitados de su madre ni de alguien que no fuera Nicky. Y ella no estaba menos pendiente de él, aunque se mostraba un poco más reservada, consciente de la mirada de su padre durante buena parte de la noche.

Cuando subió a acostarse, estaba eufórica, como si flotara. Después de desnudarse, se sentó en la banqueta de la ventana y se quedó contemplando los jardines iluminados por la luna, mientras pensaba en Charles. Oyó unos ligeros golpes en la puerta. Ella la abrió y no se sorprendió de ver a Charles en el pasillo. Sin decir palabra, él entró rápidamente en la habitación, cerró la puerta y se apoyó en la madera.

— Perdona la intrusión, a estas horas -dijo-. Pero no podía dormir. Tenía que verte, aunque no fuera más que un momento.

Adelantó un paso, le tomó la mano y la atrajo hacia sí.

— Sentía una necesidad irresistible de… darte un beso de buenas noches. -La miró fijamente con una pequeña sonrisa. Sin decir más, la besó en la boca. Ella le rodeó el cuello con los brazos e, inmediatamente, él estrechó su abrazo. Al cabo de un momento, aflojó la presión y dijo con los labios contra su pelo-. Quiero amarte, Nicky. Deja que me quede. No me eches de tu lado esta noche.

Ella no contestó. Él volvió a besarla, más apasionadamente que antes, y Nicky no pudo menos que corresponder, apretándose contra él.

— Amor mío -dijo él rozándole la mejilla con los labios-. Por favor, deja que me quede.

— Casi no te conozco -empezó ella, y dejó que su voz se apagara. Se sentía azorada y asustada. Charles Devereaux ejercía sobre ella un potente influjo. Súbitamente, comprendió que aquel hombre podía ser peligroso y devastarla fácilmente.

Charles le tomó la cara entre las manos y la miró a los ojos. Con voz tierna, murmuró:

— Nicky, Nicky, vamos a no jugar él uno con él otro. Los dos somos personas adultas, maduras e inteligentes. -Otra vez asomó la sonrisa a sus labios cuando agregó-: ¿De verdad crees que vas a conocerme el lunes mejor que ahora? ¿Qué puede importar que nos amemos esta noche o esperemos hasta entonces? -Puso su boca sobre la de ella, le dio un largo beso y luego la soltó, dejándola en medio de la habitación.

Girando sobre sí mismo, se acercó a la puerta y echó la llave. Al volver, se quitó la bata de seda, la lanzó a una silla y empezó a desabrocharse la chaqueta del pijama. Cuando estuvo frente a ella, le dijo con su voz grave y seductora:

— Tú sabes que me deseas tanto como yo a ti, Nicky. Lo tienes escrito en la cara.

Sin desconcertarse por el silencio de ella, muy seguro de sí y dominando enteramente la situación, la tomó de la mano y la llevó hacia la cama de columnas.

Nicky se irguió en el banco de la rosaleda y sacó del bolsillo las gafas de sol. Al ponérselas, sintió las mejillas húmedas y, con un pequeño sobresalto, se dio cuenta de que había llorado. Pero ya no derramaría más lágrimas por Charles Devereaux. Las había vertido todas hacía años.

Se puso de pie y avanzó por el sendero que discurría entre los parterres, tratando de sustraerse al pasado, de ahogar los recuerdos. Subió los peldaños, hizo girar el picaporte de la vieja puerta y salió de la rosaleda.

No tardó en ver «Pullenbrook». Nicky no pudo menos que reconocer que, al sol de la tarde, estaba magnífico. Su vjeja piedra gris adquiría matices cálidos y las ventanas refulgían. Parecía tener vida. Anne decía bien: ella se había enamorado de «Pullenbrook» nada más verlo.

Aquel fatídico viernes que he estado recordando, pensó, contemplando el gran edificio Tudor impregnado de Historia de Inglaterra y de la historia de los Clifford, fui hechizada por un hombre, por una mujer y por una casa. Sí, se había enamorado de todos. Instantáneamente. A Anne y a la casa las amaba todavía, pero su amor por Charles había muerto bacía tres años.

Cuando, al cabo de unos minutos, Nicky entró en la casa, el gran vestíbulo estaba tranquilo e inundado de un sol pálido. Su mirada tropezó con los retratos de familia que estaban encima de la chimenea y los contempló pensativa. Luego, mientras cruzaba la enorme sala, fue mirando los demás retratos.

De pronto, pensó: «Charles Adrian Clifford Devereaux era descendiente de nobles, magnates y caballeros que sirvieron a la Corona de Inglaterra. Era un verdadero aristócrata en el mejor sentido de la palabra. El honor y la nobleza eran innatos en él; la justicia y la lealtad se le habían inculcado desde la infancia. Era un hombre bueno, un hombre honrado. De lo contrario, yo no hubiera podido quererle. Yo nunca me habría enamorado de un hombre capaz de comportarse de un modo indigno, un hombre capaz de fingir su propia muerte por motivos desconocidos, un hombre tan cruel como para causarme deliberadamente este dolor a mí, la mujer a la que amaba y a su madre. Yo nunca hubiera deseado casarme con un hombre semejante. Nunca. Nunca».

Un sonido de pasos hizo que Nicky se volviera.

Anne iba hacia ella con una expresión de inquietud. Al acercarse, la tomó del brazo.

— ¿Estás bien, hija?

Nicky asintió con una media sonrisa.

— Saliste tan de prisa, parecías tan ansiosa por escapar que me dejaste intranquila. ¿No estarás enfadada conmigo, o con Philip?

— Al contrario. -Nicky carraspeó antes de continuar-. He estado pensando en Charles, recordando cosas y he sacado una conclusión. Tienes razón, Anne, no creo que él simulara su muerte. Simplemente, era incapaz de todo fingimiento. Ahora me doy cuenta. Estoy de acuerdo contigo y con Philip en que el hombre que la televisión filmó en Roma sólo tiene un gran parecido con Charles.

Anne pareció sorprendifla, pero reaccionó rápidamente.

— Qué cambio -dijo-. ¿No lo dirás sólo para que yo me sienta mejor, verdad?

— No. Me conoces bien y debes de saber que yo no haría eso. Soy digna hija dé mis padres y, lo mismo que ellos, tengo la manía de la verdad. No sólo en mi trabajo sino en mi vida personal. Y en todo.

Anne, sin contestar, empezó a andar hacia la puerta que conducía a las dependencias privadas de la casa. Nicky la tomó del brazo.

— Siento mucho haberte disgustado. De verdad. No era mi intención venir a marearte con mis historias y fotografías.

— Eso ya lo sé, y también sé que hiciste lo único que podías hacer, dadas las circunstancias.

— No pensaba soltarlo hoy -dijo Nicky sacudiendo la cabeza-. Iba a decírtelo mañana, porque no quería amargarte el fin de semana de tu compromiso. Pero, después de pasar toda la noche sin dormir, me levanté tan deprimida que, cuando quise recordar, ya había empezado a hablar.

— No se ha perdido nada, y me alegro de que hayas tenido la confianza de acudir a mí… -Anne sonrió. Su cara reflejaba gran ternura-. Por lo menos, eso te ha traído otra vez a mi vida, Nicky.

— Es verdad.

Anne dijo entonces en voz baja:

— Estoy segura de que Charles se suicidó. Por qué, nunca lo sabremos. Él tenía cuanto podía desear. Durante estos años, he llegado a pensar que debía de estar enfermo. Físicamente quiero decir, que tenía algo fatal, un cáncer, un tumor cerebral, leucemia, algo terrible. Creo que se quitó la vida para ahorrarnos el dolor de verle sufrir y morir. Para mí, es la única explicación.

— La muerte de Charles será siempre un misterio -murmuró Nicky, casi como si hablara consigo misma.

Después de que Nicky se fue arriba para descansar antes de la cena, Anne regresó al gran vestíbulo, donde cerró la puerta delantera. Volviendo sobre sus pasos a través del vestíbulo, se dirigió apresuradamente a sus propias dependencias.

Antes, ella y Philip habían tomado el té en la sala de estar, y dejó a éste allí cuando ella fue en busca de Nicky. La puerta estaba abierta y Anne pudo comprobar que él ya no se encontraba en la estancia.

Ella pensó que a lo mejor él había subido a su habitación para descansar, y echó a andar por el pasillo. Tenía intención de ir a la biblioteca para coger el magazine del periódico del domingo, antes de que Inez se lo llevara.

La puerta estaba entreabierta, y Anne oyó tenuemente la voz de Philip, quien sin duda hablaba por teléfono. Ella apresuró el paso pues quería contarle cuanto antes lo de Nicky.

Al abrir del todo la puerta, ella pudo comprobar que Philip estaba sentado al borde del escritorio, de espaldas a ella. Antes de que pudiera anunciar su presencia, le oyó decir:

— …que no se vaya. Como un perro con un hueso. -Se produjo una breve pausa mientras él escuchaba, y después exclamó-: ¡No, no! Roma.

— Philip, tengo que explicarte una cosa -dijo ella al entrar.

Él se dio la vuelta, sobresaltado. Por la expresión de su rostro, ella comprendió que lo había cogido desprevenido. Él le dirigió una pequeña señal de asentimiento con la cabeza.

— Oye -dijo él por teléfono-, ahora debo marcharme. Te llamaré mañana o, mejor, te veré mañana. -Colgó apresuradamente.

Anne se acercó al escritorio, con el ceño levemente fruncido.

— Seguro que estabas hablando de Nicky, Philip. ¿Quién estaba al teléfono?

— Era mi hijo. Estaba hablando con Timothy, querida -contestó Philip con una sonrisa, sin titubear.

— ¿Hablabas de Nicky? -preguntó Anne con incredulidad.

— Sí. Al hablar por teléfono con Tim la pasada noche, cuando él acababa de regresar de Leipzig, le prometí a medias que volvería a la ciudad esta noche, para cenar con él. Después decidí no ir. Ahora él quería saber el motivo de mi cambio de opinión. Le he dicho lö de Nicky y su increíble historia de ese hombre de Roma.

— ¿Por qué decidiste no ir a cenar? Nada te lo impedía, ya lo sabes. A mí no me importa que salgas.

— ¿Es que no lo comprendes, querida? No quería dejarte sola esta noche -dijo Philip-. Estás algo alterada con todo este… lío. He considerado que debo permanecer a tu lado, quiero estar contigo. Ya veré a Tim mañana.

— Sí, ya lo comprendo -murmuró ella, sin demasiada convicción.