Cap ítulo 10
— Es verdad lo que dice Guillaume, Mademoiselle Nicky -dijo Amélie asintiendo varias veces para dar énfasis a sus palabras-. Muy pronto hará un calor horrible. Insoportable. No es buen día para ir a Arles. -Al terminar de hablar, Amélie miró al cielo entornando los ojos y repitió-: Un calor horrible, oui.
Nicky ladeó la cabeza, siguiendo la dirección de la mirada de Amélie. El azul del cielo era tan intenso que casi dañaba la vista, y tuvo que parpadear. Se puso las gafas de sol.
— Si le parece que no debo ir, no iré -murmuró, pensando que lo más conveniente sería fiarse del criterio del matrimonio. Amélie y Guillaume conocían bien la Provenza y su clima, y en toda la semana que llevaba allí, no se habían equivocado en ninguna de sus predicciones.
— Mucho calor para andar por las calles de la ciudad -prosiguió Amélie agitando la mano con displicencia-. Estará mejor aquí. Siéntese a la sombra de los árboles. Nade en la piscina. No se acalore. Es lo mejor en un día como éste, Mademoiselle Nicky.
— Entonces eso haré, Amélie. -Nicky sonrió y agregó-: Gracias por su buen consejo.
Eran las ocho de la mañana del viernes. Las dos mujeres estaban en el centro del césped que se extendía desde el borde de la terraza lateral de la casa hasta la zona de la piscina, situada al fondo del jardín. El sol brillaba con fuerza en el límpido cielo azul y el aire ya vibraba del calor. No se movía ni una brizna de hierba, ni una hoja y hasta los pájaros estaban extrañamente silenciosos esta mañana, refugiados en la sombría espesura.
Amélie se alisó el almidonado delantal, miró a Nick y preguntó:
— ¿Qué quiere para almorzar?
Nicky se echó a reír.
— ¡Amélie! ¡Si acabo de tomar el desayuno! Tiene que dejar de sobrealimentarme de este modo. Empiezo a sentirme como una de esas ocas a las que ceban para obtener foie-gras.
Amélie, sacudiendo la cabeza, exclamó:
— ¡Mademoiselle Nicky, está usted muy delgada! -Amélie abrazó su macizo cuerpo de campesina provenzal y dijo guiñando un ojo-: A un hombre le gusta tener donde agarrarse, n'est-ce pas? Es lo que yo digo.
— Quizá tenga usted razón -rió Nicky-. Pero, por favor, no haga nada pesado para el almuerzo. Con este calor no hay que comer mucho.
— Le prepararé el almuerzo ideal para este tiempo -la tranquilizó Amélie-. Ayer Guillaume compró unos melones espléndidos en el pueblo. De Cavaillon, los mejores de Francia, Mademoiselle. Dulces como la miel. Hummm. -Amélie se besó las yemas de los dedos y prosiguió-: De manera que, para empezar, melón helado. Después, una sencilla salade niçoise y, de postre, helado de vainilla.
— Gracias, suena divinamente. Pero nada de helado, Amélie: té frío.
— Como usted diga, Mademoiselle Nicky. -Amélie le lanzó una cariñosa sonrisa-. Perdone, tengo que ir a la cocina. Mucho que hacer. Y hay que empezar a pensar en la cena. Cosa ligera, sí. -Y con estas palabras subió rápidamente las escaleras y entró en la casa con aire atareado.
Nicky la siguió con la mirada moviendo la cabeza con aire divertido. Amélie parecía decidida a ponerle algo de carne sobre los huesos a toda costa. Dio media vuelta y siguió el estrecho sendero de losas que atravesaba el amplio e inclinado césped, camino de la piscina, situada al extremo del jardín. Ésta había sido diseñada de forma que no desentonara del paisaje y ofrecía una estampa gratamente natural, incrustada en un rectángulo de césped, a pocos metros de un grupo de árboles que formaban un bosquecito en el que se habían diseminado las flores irregularmente, para dar la impresión de que crecían en estado silvestre.
Debajo de los árboles, Guillaume, como todas las mañanas; había colocado ya varias anticuadas tumbonas de tijera y mesitas bajas. Nicky había descubierto que éste era el lugar más fresco del jardín; allí solía soplar una brisa que hacía murmurar las hojas de los árboles. Era su rincón predilecto para la lectura.
Sonreía interiormente mientras iba hacia el bosquecillo. Hacía una semana que Amélie la cuidaba como una madre. Tanto a ella como a Guillaume todo les parecía poco para complacerla, y Nicky se sentía descansada y mimada. De todos modos, al cabo de una semana, empezaba a aburrirse un poco.
Así se lo había dicho Nicky a su madre cuando la llamó a Nueva York la noche antes. Su madre exclamó:
— ¡Por Dios, cariño, ¿cómo puedes aburrirte en la Provenza?! Con la de cosas que se pueden ver y hacer ahí. Además, ya iba siendo hora de que te quedaras quieta un momento, aunque no sea más que para recobrar el aliento antes de echar a correr otra vez. Siempre andas de un lado al otro, en busca de noticias.
Nicky, asombrada, respondió:
— Mamá, ¿cómo puedes decir eso precisamente tú? Cuando tenías mi edad, hacías exactamente lo mismo. Y llevándome a mí a remolque.
Su madre lo había tomado a risa.
— Touché. Pero, cariño, a tu padre y a mí nos gustaría que reposaras un poco. Hace diez años que cubres guerras, alzamientos y revoluciones. Dondequiera que hay una catástrofe, allí estás tú. Y cuando pienso en todo lo que has visto y en los peligros que has corrido, me echo a temblar… -Su madre se interrumpió y, después de una pequeña pausa, Nicky preguntó con suavidad:
— Mamá, ¿tratas de decirme que tú y papá deseáis que deje de ser corresponsal de guerra?
Su madre se apresuró a negarlo.
— Desde luego que no. Ni tu padre ni yo deseamos influir en tu vida ni en tu trabajo. Pero sé que tiene que ser muy fatigoso para ti. Y es peligroso.
— No olvides que tengo un ángel de la guarda, mamá -rió Nicky, dando por terminado el asunto.
Elise Wells, haciendo caso omiso de la observación, sugirió a Nicky que, si estaba cansada de Francia, pasara el resto de sus vacaciones en Nueva York.
— Podrías ir con nosotros a Connecticut. Tu padre y yo estaremos allí el resto del verano y ya sabes lo que nos gusta tenerte con nosotros.
Habían charlado sobre la posibilidad de la visita durante varios minutos y Nicky accedió a pasar unos cuantos días en el campo con sus padres cuando volviera a los Estados Unidos.
Estaban muy unidos los tres y siempre lo habían estado. Nicky era hija única y, a veces, ello le hacía sentir cierta responsabilidad. Un hijo único debe tratar de sobresalir, porque, generalmente, los padres ponen todas sus ilusiones en él.
Sus padres eran personas razonables y nunca le exigieron demasiado. Nicky los quería tanto como ellos la querían a ella; siempre la habían ayudado y apoyado. Y se habían portado admirablemente en todo el asunto de Charles Devereaux.
Ahuyentó inmediatamente el recuerdo de Charles. No quería pensar en una persona que la había hecho sufrir, por mucho tiempo que hubiera pasado.
Cuando llegó a la piscina, Nicky dejó el libro en una mesita, se quitó la amplia camisa de algodón que llevaba encima de su bikini negro y se instaló en una tumbona.
Una luz difusa se filtraba por el fresco dosel de hojas. Nicky extendió sus largas piernas, cerró los ojos y, durante un rato, dejó vagar el pensamiento que todavía giraba en torno a sus padres. Ella sabía que les causaba extrañeza que no hubiera habido otro hombre en su vida después de Charles Devereaux y que, en cierto momento, incluso pensaron que estaba obsesionada por él. Pero ella lo negó, y era verdad. Si no había otro hombre era, sencillamente, porque en aquellos dos años y medio no había conocido a ninguno que le interesara de verdad, por lo menos, para una relación estable.
«Un día llegará mi príncipe, -pensó-. Cuando menos lo espere. Y vendrá arrollando. Es lo que se supone que tiene que ocurrir, ¿no? Me temblarán las rodillas, me palpitará el corazón, etcétera». Rió para sí.
Entretanto, no estaba descontenta con su vida. Había triunfado en su profesión y le gustaba su trabajo; cuando le apetecía, podía hacer vida de familia con sus padres, y tenía buenas amigas. Y tenía a su amigo Cleeland Donovan. Era un hombre atento y considerado y Nicky apreciaba mucho su amistad.
De pronto, se dio cuenta de que la había decepcionado que Clee no hubiera podido venir el fin de semana. Hubiera sido muy agradable volver a verle y disfrutar de su compañía en este ambiente tan apacible. Generalmente, cuando estaban juntos, se hallaban en zona de combate o de conflicto, presionados, entregados a su trabajo, persiguiendo la noticia, generalmente en condiciones adversas. Y tenían que sobreponerse al horror de lo que estaban viendo, y al miedo, que nunca dejaba de aflorar. Qué maravilloso hubiera sido descansar juntos y divertirse este fin de semana. Pero él no podía escapar, o no quería, o tenía otros planes, y no había más que hablar.
La idea de pasar unos días con sus padres en New Milford resultaba bastante atractiva. Si se marchaba de la granja el lunes por la mañana y, desde Marsella, iba directamente a París, podría tomar el «Concorde» para Nueva York el martes por la mañana y, por carretera, llegar a Connecticut el miércoles por la tarde. Después hablaría con Guillaume para que pidiera a Étienne que viniera a recogerla con el coche.
Una vez tomada esta decisión, Nicky sacó sus gafas de lectura del bolsillo de la camisa y abrió el libro. Era una biografía de Robert Capa escrita por Richard Whelan que había descubierto en la biblioteca y la encontraba fascinante. Nada más empezarla, comprendió por qué Clee se había interesado siempre tanto por Capa.
Nicky se puso a leer y pronto quedó completamente absorta en la vida de Capa. Transcurrió una hora y otra.
A media mañana, en el sendero del jardín apareció Amélie con una bandeja.
— Eh, voilà -exclamó parándose delante de Nicky-. Le traigo limonada recién hecha. Sé que le gusta, Mademoiselle. -Le sirvió un vaso.
— Muchas gracias, Amélie -dijo Nicky tomando el vaso que le daba la mujer-. Es lo que necesitaba. Aquí fuera el calor aumenta por momentos.
— Oui. El sol puede ser peligroso, faites attention -le advirtió Amélie antes de volver a la casa rápidamente.
Nicky levantó la mirada del libro en el preciso instante en que Clee llegaba a la mitad del sendero de la piscina.
Él se quedó quieto, sonriéndole y, al cabo de un segundo, la cara de Nicky se abrió en una sonrisa de alegría. Dejó el libro y se levantó de un salto.
— ¡Clee! ¡De dónde sales! -exclamó corriendo hacia él y abrazándolo.
Él la abrazó también y juntos fueron hacia la piscina.
— ¿Cómo conseguiste venir? -preguntó mirándole con su sonrisa radiante.
— Jean-Claude redistribuyó el trabajo y dio mis encargos a los otros -mintió Clee-. Me vio cansado y decidió darme un respiro. Así que ayer tomé el último vuelo de París a Marsella. Cuando llegué ya era tarde para meterse en un coche y venir hasta aquí. Además, no quería trastornar la casa a aquella hora, de manera que me quedé en un hotel de Marsella. Étienne me ha traído esta mañana.
— ¡Qué bien! ¡Cuánto me alegro de verte! -dijo Nicky con entusiasmo-. Empezaba a sentirme un poco sola.
Él la miró y movió afirmativamente la cabeza, pero no dijo nada.
— Estuve a punto de ir a Arles esta mañana -prosiguió Nicky-, pero Amélie me convenció de que me quedara, por el calor… -Se interrumpió moviendo la cabeza al comprender la verdad-. Ella sabía que venías. Por eso me dijo lo del calor y de que en la ciudad me ahogaría…
— Y tenía razón. En esta época del año, se está mucho mejor aquí que en una ciudad -dijo Clee-. Pero sí, ella sabía que venía. Ayer, cuando llamé, le pedí que no te dijera nada. Quería darte una sorpresa.
— ¡Vaya si me la has dado! -rió ella dejándose caer en la tumbona. Le miró-. ¿Por qué no te desnudas?
Él la miró a su vez, sorprendido y luego se echó a reír.
— ¿Qué dices?
— Estás acalorado. ¿No estarías más cómodo en bañador?
— Sí. Sí, claro, voy a cambiarme. Lo que necesito después del viaje en coche es un baño en la piscina y una copa de champán helado. Vuelvo dentro de un minuto, con una botella de «Dom Pérignon».