15
Cuando ya todos estaban durmiendo, Margarete se despertó. Había abandonado el grupito cuando Jörg se fue por primera vez; se había dirigido a la casita que había en el jardín, en la que vivía ella sola, y se había acostado. Ahora la había despertado el dolor en la cadera izquierda, recuerdo de un accidente sufrido hacía ya muchos años. Era un dolor que la despertaba todas las noches.
Se puso de lado, apoyó los pies en el suelo y se sentó. La cadera le dolía igual tumbada que sentada, pero, al menos, estando sentada el dolor no se le irradiaba por el costado y la pierna izquierda. Sabía que tenía que hacer ejercicio, estirar la cadera, el costado y la pierna, y tomarse las pastillas que había olvidado antes de dormirse.
Pero en vez de eso se puso a mirar por la ventana. La lluvia había cesado, el cielo estaba claro y la luna brillaba sobre el parque. También le iluminaba los pies, que se veían muy blancos sobre la madera oscura del suelo. Se lo tomó como una invitación a levantarse, bajar las escaleras y salir a la puerta. Cada paso que daba le costaba esfuerzo. No era cuestión sólo de la cadera. Después de que un médico la hubiera tratado con cortisona, había engordado bastante, y adelgazar exigía una disciplina mayor de la que tenía y de la que estaba dispuesta a tener.
Tanto la casa como el cercano pueblo estaban a oscuras. Sólo brillaban la luna y las estrellas: las constelaciones con rotunda claridad, la vía láctea con un derroche de generosidad y la luna con absoluta complacencia. Le vinieron a la memoria imágenes de aquellas vacaciones en el sur en las que ella, que había crecido bajo los cielos nocturnos de la ciudad, vio por primera vez el cielo estrellado en todo su esplendor. No hay necesidad de irse tan lejos, pensó, todo está aquí.
Con pasos lentos y prudentes se puso en marcha. No tenía miedo de tropezar con restos de vidrio o clavos: ella misma había limpiado de escombros y basura los alrededores de la casa y mantenía limpios los senderos, pero caminar con los pies descalzos era algo inusual y no se sentía segura. ¿Con qué se toparían sus pies? Eso fomentaba su curiosidad. ¿Pisaría a continuación tierra lisa, firme como una piedra, pero ligeramente elástica? ¿O sería gravilla resistente, de esa que se te clava y te hace cosquillas o, tal vez, una rama seca que se rompería con un crujido? Su camino preferido en aquel parque estaba cubierto de hierba y ella disfrutaba pensando que pronto sentiría las suaves matas bajo sus pies.
Pasó junto a la casa grande. Cuando Christiane y ella descubrieron la propiedad, hacía dos años, ella decidió de inmediato que quería para sí la casita. No porque la casa grande fuese húmeda y estuviera llena de moho, ya que por aquel entonces no lo sabía. La casa grande tenía para ella demasiada historia, demasiada vida encerrada y consumida. La humedad y el moho le confirmaron más adelante que estaba impregnada y podrida por un exceso de efluvios humanos. Ahora también le parecía sentir los efluvios de los invitados, como si la casa los excretara. Sus buenas intenciones, su sentido del deber, el modo que tenían de entrar y salir en el juego, las mentiras que contaban a los demás y se contaban a sí mismos, su turbación, su desamparo. Margarete no había mirado a ninguno de los invitados por encima del hombro. A lo largo de los años, a través de Christiane, había conocido toda la gama de reacciones que provocaba la cercanía de Jörg, y Christiane era su amiga. Puede que sea injusta con ellos, pensó. Puede que vea en ellos lo que no se ve en un principio pero aparece al día siguiente.
Cuando Margarete y Christiane se conocieron, ya hacía unos años del proceso contra Jörg. Al principio Christiane no le explicó por qué cada dos semanas desaparecía un día entero; tendría que hacer algún recado, solucionar alguna cosa o bien ocuparse de algo. Fueron los meses en los que ambas mujeres pensaban que tal vez podrían ser algo más que amigas, y cuando Christiane se levantaba a las cinco de la madrugada y se ponía en camino, Margarete se quedaba sola en la cama, angustiada y triste. Más adelante, cuando ambas comprendieron que su relación amorosa era una equivocación pero siguieron compartiendo la casa, Christiane por fin le contó su historia y la de Jörg.
—Ya sé que es mi hermano y no mi amante, pero pensaba que no podría abrirme a ti hasta que pusiera las cosas en claro con él. Aunque no lo he conseguido. A él no le he dicho que tú y yo estamos juntas y a ti no te he hablado de su existencia. ¡Qué estupidez!, ¿verdad? —le dijo, riéndose confusa.
Igual de confusa volvía a veces de sus visitas a Jörg, pues seguía sin lograr confesarle la vida que tenía fuera; del mismo modo que fuera no confesaba que todas sus emociones y pensamientos giraban en torno a él. En otras ocasiones volvía agotada porque había tenido la sensación de que Jörg constituía una obligación, y estaba harta de mentiras, aunque le resultasen inevitables, ya que las distintas facetas de su vida estaban basadas en verdades distintas que precisaban del nexo de las mentiras. Y luego volvía a sufrir por el desamparo que le hacían sentir Jörg, la cárcel, el Estado y su propia situación, por mucho que se matara corriendo como un hámster en la ruedecilla de su jaula. No, Margarete no miraba a ninguno de los invitados por encima del hombro por las dificultades que originaba la cercanía de Jörg, pero disfrutaba pensando ya en el domingo, cuando la casa se quedase vacía, y ella, sola.
La hierba bajo los pies le resultó más agradable aún de lo que había imaginado. Estaba húmeda, blanda y resbaladiza, e invitaba a deslizar los pies por ella. Pero los deslizó demasiado, perdió el equilibrio y cayó de espaldas, de modo que se quedó sin respiración durante unos instantes. Allí tumbada, con el dolor en el costado izquierdo, se echó a reír. Por lo temerario de sus pisadas y por la altanería que precede a la caída. ¿Habría mirado realmente por encima del hombro a los invitados? Le gustaba estar sola y lo estaba mucho tiempo. Cuando se encontraba con gente, las personas le resultaban a menudo profundamente extrañas, incomprensible su actividad e inquietante su seguridad. Esa distancia que percibía como extrañeza, ¿no sería, en realidad, la distancia de la altanería? Dirigió la mirada a las ramas de los árboles y al cielo, vio temblar las hojas al viento y vio una estrella que se desplazaba por el firmamento, hasta que comprendió que sólo era un avión. Luego oyó graznar a las cornejas muy cerca y muy fuerte. ¿Habrían descubierto a algún enemigo y querían ahuyentarlo, o estarían peleándose? ¿Se despertaban las cornejas por la noche y se peleaban? Si seguían graznando, despertarían a toda la casa.
Se levantó y siguió avanzando. Fue hasta el banco en el que Ilse había estado escribiendo por la tarde y se sentó. Había sido ella quien había colocado el banco en aquel lugar. Se había pasado mucho tiempo soñando con tener una casa junto al mar o al lado de un río. Y ahora el banco y el arroyo colmaban sus deseos de vivir a la orilla del agua, y ella se sentía satisfecha. El mar o el río nunca le habrían pertenecido. El arroyo era suyo.
A veces le irritaba su tendencia a retraerse. ¡Lo perfecto, fácil y placentero que resultaba vivir sola! Hasta la huida de la Alemania Oriental, cuando de pronto se le presentó la ocasión dos años antes de la caída del Muro, había sido distinta, más sociable, más abierta al contacto con otros seres y más necesitada de ese contacto. Pero en la Alemania Occidental no se sintió a gusto, y cuando pudo regresar a la zona oriental, ésta también se le había vuelto ajena. Su trabajo de traductora independiente le obligaba a mantener un contacto regular, cada quince días, con el responsable de la editorial, y cuando no encontraba algo en internet, tenía que ir a la Biblioteca Nacional a investigar, también cada quince días más o menos, lo cual la hacía establecer puntuales contactos con otros usuarios de la biblioteca con los que, a veces, hasta acababa tomándose un café. Estaba el piso que compartía con Christiane, y desde que, además, compartían la propiedad en el campo, Margarete pasaba a menudo varias semanas sola en la casita.
Al retraerse tanto, ¿se iría volviendo incapaz de compartir sentimientos con los demás? Había intentado compartir con Christiane la preocupación por Jörg y había decidido que Jörg le caería bien y que le ayudaría cuanto pudiera. Y aunque, tras noches y más noches de charlas con Christiane, entendía la relación de su amiga con su hermano, le parecía una relación enfermiza y sólo la entendía como se entiende una enfermedad. También Jörg le parecía un enfermo. ¿O acaso no tiene uno que estar enfermo para matar a alguien, si no se trata de un asunto pasional o de pura desesperación, sino con la cabeza tranquila y a sangre fría? ¿No tienen, de hecho, las personas que están sanas otras cosas mejores que hacer? Durante las charlas que Christiane mantenía con sus amigos sobre la Fracción del Ejército Rojo, el «otoño alemán» y los indultos a los terroristas, no podía dejar de tener la impresión constante de que se trataba de un tema enfermizo, de que estaban hablando de una enfermedad que habían contraído entonces los terroristas, que también infectaba a quienes hablaban de ella. ¿Cómo se puede discutir con una mente sana si el mundo se convertirá en un mundo mejor a través del asesinato? ¿O si la sociedad será una sociedad más justa siendo clemente con los terroristas? Todo eso era tener demasiados miramientos con una enfermedad horrible y repugnante. No, en Margarete todo aquello no despertaba más que la compasión que despiertan los enfermos. ¿Era eso demasiado poco?
Caía el frío del amanecer. Margarete levantó los pies del suelo, encogió las piernas en el banco, se las cubrió con el camisón y se rodeó las rodillas con los brazos. Pronto sería de día. Con los primeros rayos de sol se levantaría, regresaría a su casita, se tumbaría en la cama otra vez y volvería a dormirse. No, la compasión que sentía por Christiane, Jörg y los demás invitados no era demasiado poco. No era una limosna que se da al pasar. Disfrutaba pensando en cuando pudiera volver a estar sola, pero en aquellos momentos los demás estaban allí y ella haría lo que pudiera para que los enfermos no vieran cómo se agravaba su enfermedad. Aclaradas ya las cosas, reclinó la cabeza sobre las rodillas dobladas. Cuando el frío y los dolores la despertaron, el cielo clareaba por el oeste.