9
También los demás estaban durmiendo. Jörg y Dorle, en sus habitaciones; Christiane, en la tumbona de la terraza, e Ilse, en la proa de la barca. Sólo Marko iba camino de la ciudad, mientras que los dos matrimonios y Andreas estaban sentados en un merendero junto al lago, disfrutando de una laxitud física y mental. Pidieron otra botella de vino y se dedicaron a mirar el resplandor del sol en el agua. En todas partes hacía calor: en la casa, en la terraza, en el arroyo y en el lago, y el calor provocaba indolencia y la indolencia volvía a la gente conciliadora. Christiane confiaba en que así fuese para todos, pues antes de dormirse había experimentado la agradable sensación de que todo podría arreglarse.
Ilse se había quedado dormida porque no lograba decidir si debía hacer que Jan se durmiera o no. Tras el asesinato llevado a cabo, podía imaginarse ambas cosas: a un Jan absolutamente agotado y a un Jan sobreexcitado; al que se tumba en la cama y duerme de un tirón hasta la mañana siguiente, y al que se pasa toda la noche en blanco. Cuando se despertó, decidió que le haría pasar la noche en blanco.
Pero después no le apeteció seguir contando la vida cotidiana de Jan; no en aquel momento. Los robos de coches, los atracos a bancos, las huidas, el periodo de entrenamiento con los palestinos, los debates con los otros, los depósitos de dinero y de armamento, los encuentros con mujeres, las vacaciones…, todo eso eran cosas que podía imaginarse y que no le causarían ningún problema a la hora de escribir. Sólo tenía que hacer algunas indagaciones: ¿seguían los terroristas alemanes un patrón determinado para robar coches y atracar bancos? ¿Dónde se hallaban los campamentos en los que eran adiestrados? ¿Cuánto tiempo pasaban en ellos y qué aprendían exactamente? ¿En qué momento dejaban de discutir sobre estrategia política para concentrarse exclusivamente en los detalles de los atentados? ¿Adónde se iban de vacaciones? Todas ésas eran preguntas que tenían respuesta. La pregunta que Ilse no sabía contestar era cómo debía continuar respecto a los asesinatos. ¿Cómo se consigue tomar un rehén, pasar con él una o dos semanas, llevarlo en un coche de acá para allá, darle de comer y de beber, hablar con él, tal vez hasta bromear…, y después asesinarlo? ¿Cómo se consigue eso?
Los primeros días nadie intercambió una palabra con él. Estaba atado de pies y manos, y no para impedir que huyera sino para que no pudiera quitarse el esparadrapo de la boca y se pusiese a gritar. Las paredes eran finas. El tipo pasaba el día sentado en una silla en el centro de la habitación y la noche tumbado en el suelo. Cuando lo llevaban al retrete, le soltaban una mano; cuando le daban de comer o de beber, uno le quitaba el esparadrapo de la boca, mientras que otro estaba preparado para pegarle hasta dejarle sin sentido en el caso de que intentara gritar. Nunca había uno solo con él, jamás se quedaba ninguno de ellos cerca de él sin llevar la cara cubierta.
Y todo cuanto hacían con él, le obligaban a hacerlo deprisa: levantarse e ir a saltitos al retrete, hacer sus necesidades, volver a saltitos a la habitación, comer y beber. A pesar de que le apremiaban para que masticase y tragase, él intentaba hablar con ellos. «Sea quien sea por quien pretendan canjearme, yo podría ayudarlos» o «Déjenme escribirle una carta al canciller» o «Por favor, déjenme escribir una carta a mi mujer» o «Me duelen las piernas, ¿no podrían atarme de otra manera?» o «Por favor, abran la ventana», pero ellos no le hacían caso. Aunque no hablaran con él, él sabía a qué grupo pertenecían: había visto el símbolo bajo el que lo habían fotografiado.
No hablaban con él ni de él. Y no porque se hubiesen puesto de acuerdo sobre ese extremo, como tampoco habían convenido de antemano liquidar el asunto cuanto antes. Pero todos sentían la misma necesidad: la de mantenerse alejados de él. Cuando Helmut, nada más llegar a aquella primera casa, lo había insultado llamándole cerdo fascista, jodido capitalista y explotador sacacuartos, a los demás les había resultado desagradable, y Maren, agarrándolo por el hombro, se lo había llevado a otra habitación.
En la casa del bosque, a la que lo llevaron un par de días después, todo debía seguir igual, pero con lo que no contaban era con que, además del cuarto de baño y la cocina, no había más que una sola habitación grande. «Esto no será un problema», dijo Helmut. Fue al coche a buscar la capucha que le habían puesto para secuestrarlo y trasladarlo y se la volvió a poner. Pero sí había un problema: a pesar de que lo tuvieran atado, amordazado y oculto, y de que él no pudiera verlos ni hablar con ellos, estaba allí. Y resultaba tanto más presente cuanto más inmóvil estaba en su silla. Su presencia era más llevadera cuando estiraba las piernas o movía el cuello y la cabeza a un lado y a otro. Como no querían disfrazar sus voces y no hablaban entre sí, en la habitación reinaba el silencio y su pesada respiración se hacía claramente perceptible. Durante el día podían irse a la cocina o salir fuera de la casa, pero por la noche no podían huir de su respiración.
Llegó un momento en que, mientras masticaba y tragaba, logró decir: «No me entra suficiente aire por la nariz». Volvió a decirlo varias veces, pero no le prestaron atención. Hasta que se cayó de la silla. Maren le quitó la capucha de la cabeza y el esparadrapo de la boca, y el hombre empezó a respirar mejor. Todos estaban sin antifaz y Maren tuvo la presencia de ánimo de volver a ponerle la capucha, antes de que recuperara el conocimiento.
Desde ese momento no volvieron a ponerle el esparadrapo en la boca y a veces el hombre se ponía a hablar. Discutía con ellos de política y, como no le respondían, también empezó a asumir la parte de ellos en la discusión. Les contaba cosas de su vida. Empezaba por «Ustedes se imaginarán, sin duda, que yo…» y seguía diciendo «pero en realidad…». Así les contó su vida durante la guerra, su carrera en el mundo de la economía, sus contactos con la política. Nunca hablaba más de quince o veinte minutos. Era hábil: quería plantar en ellos una semilla que germinase y los obligara a verlo no como un estereotipo del capital o del sistema, a quien uno puede matar, sino como a un ser humano. Luego, empezó a hablar de su mujer y de sus hijos. «Yo no habría podido divorciarme de mi primera mujer por más desgraciados que fuéramos. Cuando murió de repente, pensé que yo también había muerto para el amor y la felicidad. Pero luego conocí a mi actual esposa y volví a enamorarme. Primero de ella, y después de nuestra hija. Yo no quería volver a tener hijos y el nacimiento de mi hija no supuso para mí una auténtica alegría, pero luego… Me enamoré de aquella carita que se volvía hacia mí, de sus piernecitas y sus bracitos gordezuelos, de su tripita redonda. Me enamoré de aquel bebé como se enamora uno de una mujer. ¡Qué cosa tan rara!, ¿verdad?».
Su voz era fuerte y decidida. Cuando al hablar se hacía preguntas o se quedaba dubitativo o pensativo, Jan se decía que estaba representando un papel. Y cuando la silueta de su cuerpo macizo se desplomaba en la silla, o su rostro, ancho y carnoso, se descomponía en una expresión llorosa o amedrentada, a Jan le parecía que estaba haciendo teatro. El tipo lucha con los únicos medios de que dispone, se decía. A saber si, una vez libre, no vemos cómo cuenta en un libro o en una entrevista cómo nos ha estado manipulando. O, tal vez, mostrarse débil le resulta tan penoso que no reconocerá que nos ha manipulado aunque lo haya hecho.
Una vez libre… Habían aceptado prorrogar el ultimátum y habían vuelto a sacarle una foto con el periódico del día bajo el símbolo del grupo. Pero si no soltaban a los camaradas, tendrían que matarlo, porque ¿cómo iban a tomarlos en serio si le dejaban irse por las buenas?
El último día del ultimátum llovía. No hacía frío y se sentaron a la puerta de la casa, bajo el tejado, a ver caer la lluvia. De los árboles del prado colgaban jirones de niebla y, más a lo lejos, el bosque y las montañas desaparecían entre espesas nubes. Aun con la puerta cerrada le oían hablar, igual que él podía oír las noticias que, cada hora, transmitía el transistor. Cuando echaron a suertes quién sería el que le matara, lo hicieron en voz baja. No tenía por qué oírlo.
Jan intentaba leer. Pero ya no conseguía establecer una conexión entre lo que leía y su forma de vivir. Las vidas de las que hablaban las novelas le resultaban tan ajenas, tan falsas, que no le servían para nada, como tampoco le servían los libros sobre historia, política o sociología. Se había decidido por la lucha y contra el conocimiento. Su incapacidad para la lectura le causaba un pequeño dolor. Sólo es el dolor de la despedida, se decía, uno de los últimos dolores; los demás ya los he superado.
Una hora antes de que expirase el ultimátum, el secuestrado dijo: «Cuando pase la hora que falta, actuarán ustedes con rapidez. ¿Puedo escribir ahora una carta a mi mujer?». Helmut repitió con ironía «una carta a mi mujer». Maren se encogió de hombros. Jan se puso de pie, fue a buscar papel y lápiz, le quitó la capucha y le soltó las manos. Y se quedó mirando cómo escribía.
«Amor mío, ya sabíamos que yo moriría antes que tú, pero me duele hacerlo tan pronto y dejarte sola. Me voy colmado de bienes. En estos últimos días, en los que he tenido tanto tiempo para pensar, he sentido que mi corazón estaba lleno de los años que hemos compartido. Sí, me hubiera gustado hacer todavía muchas cosas contigo y me hubiera gustado ver a nuestra hija…».
Escribía despacio y con una letra infantil. Claro, pensó Jan, hace mucho tiempo que no escribe a mano; lo dicta todo. Dicta, ordena, manipula y mangonea. Y, a un tiempo, tiene una mujer joven y una niña pequeña y un perro bien educado, y cuando vuelve a casa después de haber estado comportándose como un cerdo, el perro le saluda saltándole encima y la niña le dice: «Papi, papi» y su mujer le abraza y le dice: «Pareces cansado, ¿ha sido un día muy duro?». Jan cogió la pistola del cinturón, le quitó el seguro y disparó.
Ilse se levantó y saltó a tierra desde la barca. No, no había sido difícil. El primer asesinato sí lo había sido, a pesar de que Jan se lo hubiera hecho más fácil en una especie de delirio. Con el primer asesinato Jan había traspasado la línea de ese contrato social que hace que no nos matemos los unos a los otros. ¿Qué podía detenerle después de eso?