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Christiane había organizado la disposición de los asientos alrededor de la mesa, colocando un cartelito con el nombre y una fotografía junto a cada plato…, una fotografía de entonces. Las fotos empezaron a circular entre grandes exclamaciones de asombro: «¡Mira!», «¡Qué barba!», «¡Qué peinado!», «¿De verdad tenía yo ese aspecto entonces?», «¡Hay que ver cómo has cambiado!», «¿De dónde has sacado estas fotos?».
Salvo a Margarete y a Henner, Ilse no había saludado a nadie más, así que hizo la ronda. Le pareció que Jörg se sentía tan incómodo como ella. Al principio, viendo que no respondía a su abrazo, pensó que era por su culpa, pero luego se dijo que probablemente, al haber estado en la cárcel, no estaba al tanto de la evolución de las costumbres y no se había enterado de que ahora la gente se abrazaba para saludarse.
El lugar asignado a Jörg estaba en el centro de un lado largo de la mesa, entre Christiane y Margarete. Frente a él estaba Karin, flanqueada por Andreas y Ulrich. Junto a Andreas y Margarete estaban respectivamente la mujer de Ulrich y el marido de Karin, uno frente al otro, y junto a Ulrich y Christiane, también uno frente al otro, estaban Ilse y Henner. En un extremo, entre Ilse y Henner, estaba sentada la hija de Ulrich, y en el otro extremo estaba previsto que se sentase Marko Hahn, que no podía llegar hasta más tarde. Karin, dando unos golpecitos con el tenedor en el vaso, dijo: «Vamos a rezar». Esperó a que todos se recobraran de la sorpresa y se hiciera el silencio, y empezó a rezar: «Señor, quédate con nosotros, porque está anocheciendo y el día ha declinado».
Henner miró alrededor. Todos, salvo Jörg y Andreas, habían inclinado la cabeza; algunos hasta habían cerrado los ojos. Jörg movía los labios como si estuviera participando en el rezo o como si estuviese recitando una oración particular, laica y revolucionaria, para bendecir la mesa.
—«Porque está anocheciendo»… ¿Quiere eso decir que los cristianos necesitan más a Dios por la noche que durante el día? A mí me pasa lo contrario. Necesito más ayuda durante el día que por la noche —dijo Andreas con tono irónico nada más acabar de rezar Karin. La ironía casaba bien con su delgadez, sus rasgos angulosos, sus gestos, su cráneo calvo y su mirada fría. ¿Y por qué «y el día ha declinado»? ¿Es que no es exactamente lo mismo que esté anocheciendo y que el día esté declinando?
—¡Cómo son los juristas! No paran de darle vueltas y revueltas a todo lo que se dice —dijo Ulrich, riéndose. Ahora, hablando en serio, Karin, ¿nunca te hartas de tanto cantar, rezar, predicar y tener que hacer siempre algún comentario pío y profundo sobre todas las cosas? Ya sé que es tu profesión… Pero, a mí, la mía también me harta algunas veces.
—Tu primera comida en libertad…, ¿qué te parece? —preguntó Christiane, propinándole un codazo cariñoso a Jörg.
—Tu primera comida en libertad… Una comida con bendición de mesa incluida —dijo Andreas, sin cejar en su actitud. ¿Qué tienes que decir?
—No es mi primera comida en libertad. Esta mañana desayunamos en la autopista y a mediodía comimos en Berlín.
—Por eso no hemos llegado hasta la tarde —explicó Christiane. Pensé que Jörg debía respirar un poco de aire de ciudad. La excarcelación se produjo de un modo tan inesperado que no pudieron poner en marcha el programa habitual. Lo sacaron un ratito anteayer y eso fue todo. Nada de algún permiso de vez en cuando y nada de régimen abierto. Pero servios, ¿a qué estáis esperando? —dijo, pasando la fuente con la ensalada de patata a Karin y la de las salchichas a Andreas.
—Gracias —dijo Karin, sujetando la fuente. No quiero dejar sin respuesta la pregunta de Ulrich. Sí, hay veces que las prisas me tienen harta y no sólo porque yo sea, en realidad, bastante lenta. Cuando se anda con prisas, cantar, rezar y predicar no son cosas que broten del corazón, sino que se convierten en una tarea rutinaria que hay que cumplir. Eso no es lo que Dios se merece y a mí no me hace ningún bien.
—Eso es lo que yo llamo una buena respuesta —dijo Ulrich, asintiendo con la cabeza, mientras se servía ensalada de patata en el plato. Y, tras pasarle la fuente a Ilse, se volvió hacia Jörg—: A ti no hace falta que te lo pregunte.
Jörg miró a Ulrich con gesto irritado; luego a Christiane y de nuevo a Ulrich.
—¿Qué es lo que…?
—Si no estabas harto a veces. ¿Qué es lo peor de la cárcel, en realidad? ¿No tener nunca prisas sino, más bien, demasiado tiempo y demasiado poco que hacer con él? ¿Estar siempre en el mismo sitio? ¿Los demás internos? ¿La comida? ¿No poder tomar alcohol? ¿Que no haya mujeres? Tú tenías una celda individual, según leí en alguna parte, y no estabas obligado a trabajar. Eso ya es algo, ¿no?
Esforzándose por hallar una respuesta, Jörg volvió a hablar con las manos. Entonces, intervino Christiane.
—No me parece que ésas sean cuestiones que haya que preguntarle ahora. Déjale que se aposente antes de interrogarle.
—Tú siempre haciendo de hermana mayor, Christiane. ¿Sabes qué fue lo primero que recordé cuando me invitaste a venir? Cómo os conocí hace ya más de treinta años. Tú siempre a su lado, vigilando siempre lo que hacía Jörg. Al principio pensé que erais una pareja, hasta que me enteré de que no, que tú eras la hermana mayor, la que cuidaba a su hermano pequeño. Déjalo un poco en paz. Karin nos ha contado cómo le va siendo obispa; yo no tengo inconveniente en contaros cómo me va la vida con mis laboratorios, si es que os apetece saberlo, y él también puede contarnos cómo era su vida en la cárcel.
Ilse y Henner se miraron. Ulrich hablaba con tono suave. Pero tanto en sus manifestaciones como en las de Christiane se percibía una marcada acritud hacia el otro, como si entre ambos hubiera una guerra encubierta.
—De la tortura de la incomunicación no creo que quieras saber nada; de eso no querréis saber nada ninguno de vosotros. Ni de la privación de sueño ni de la alimentación forzosa ni de las patrullas de la policía ni de la celda de aislamiento. Más adelante, cuando ya había ganado la lucha por tener unas condiciones de reclusión normales —aquí Jörg se interrumpió para echarse a reír—, o sea, cuando las condiciones ya fueron normales… El ruido era terrible. Quizás se pueda pensar que en una cárcel hay silencio, pero no: hay mucho ruido. Para cada actividad hay que abrir y cerrar puertas de hierro, hay que andar por corredores de hierro y subir y bajar escaleras de hierro. Durante el día se gritan los unos a los otros, y por la noche la gente grita en sueños. A eso se añaden la radio y la tele y uno que escribe a máquina y otro que da golpes con las pesas contra la puerta. —Jörg hablaba despacio, deteniéndose y haciendo con las manos aquellos gestos imprevistos e inquietos que ya por la mañana habían asustado a Christiane y que ahora volvían a asustarla. ¿Que qué es lo peor? ¿Quieres saberlo? Pues que la vida está en otra parte, que tú estás apartado de ella, que te estás pudriendo y que cuanto más esperas de esa vida, menos valor tiene.
—¿Habías contado realmente con la posibilidad de tener que ir a la cárcel? Quiero decir que si habías contado con ello como cuenta un empleado con un posible despido o el médico con un contagio; si lo habías tenido en cuenta como riesgo profesional. ¿O habías pensado que podrías seguir así hasta que te llegara la jubilación como terrorista y que los terroristas jóvenes se encargarían de pagarte una pensión? ¿Habías…?
—¿Todo el mundo tiene bebida en su copa? —interrumpió Eberhard con un vozarrón tan potente que no tuvo problemas para eclipsar la voz de Ulrich. Yo soy el más viejo de esta mesa y sobre jubilaciones y pensiones es a mí a quien hay que preguntar. Jörg es joven aún y yo levanto mi copa por los muchos años de satisfactoria vida activa en libertad que tiene por delante. ¡Por Jörg!
—¡Por Jörg!
Cuando todo el mundo hubo posado su copa en la mesa, aún tuvo que pasar un momento antes de que arrancaran a hablar de nuevo. Con una sonrisa, el marido de Karin hizo una observación a la mujer de Ulrich sobre lo testarudo que era su marido; Andreas se disculpó irónicamente con Karin diciendo que había comprendido perfectamente la oración, pero que se le había metido el diablo en el cuerpo. Christiane susurró a Jörg: «Habla con Margarete», e Ilse y Henner preguntaron a la hija de Ulrich cuándo acababa el instituto y cuáles eran sus planes profesionales para el futuro.
Pero Ulrich no cejaba en su empeño.
—Os comportáis como si Jörg tuviera la lepra y no se pudiera hablar de ello. ¿Por qué no puedo preguntarle por su vida? Él la eligió, igual que vosotros habéis elegido las vuestras y yo la mía. La verdad es que me estáis resultando muy pretenciosos.
Jörg volvió a hablar, despacio y deteniéndose cada poco, como antes.
—Bueno…, entonces no pensaba en la vejez. No pensaba más allá del fin de la acción que estábamos llevando a cabo o, como mucho, en la acción siguiente. Una vez un periodista me preguntó si vivir en la ilegalidad era duro. No podía comprender que no; que no era duro. Yo creo que cualquier tipo de vida es buena si no estás con el pensamiento en otra parte.
Ulrich lanzó una mirada triunfal a su alrededor y a punto estuvo de decir «¿Lo veis?». Durante un rato dejó que las distintas conversaciones siguieran su curso. Ilse, que creía recordar de dónde procedían las fotografías que llevaban pegados los cartelitos, se lo preguntó a Christiane. Sí, las había recortado de una fotografía de grupo que se habían sacado el día del entierro de Jan. Entonces Ilse le preguntó a Jörg si se acordaba de Jan y se quedó perpleja con su respuesta: «Es el mejor». La hija de Ulrich preguntó a Henner en voz baja si pensaba que Jörg se habría hecho homosexual en la cárcel, y Henner, en voz baja también, le contestó que no tenía ni idea, pero que sabía que en los internados, los campamentos y las cárceles se daba una forma de homosexualidad circunstancial que luego desaparecía. Christiane susurró a Jörg, que comía en silencio: «¡Pregúntale a Margarete cómo encontró la casa!».
Pero Ulrich se le adelantó.
—Seguro que os acordáis, tú, de tu primer caso, y tú, de tu primer sermón —dijo, dirigiéndose a Andreas y a Karin. E Ilse, de la primera clase que dio, y Henner, de su primer artículo. Yo nunca olvidaré mi primer puente. A ningún trabajo le dediqué después tanto tiempo y tanto afán, y lo que aprendí mientras lo hacía me ha servido para toda la vida. ¿Y qué pasó con tu primer muerto, Jörg? ¿Pensaste…?
—Para ya, Ulrich. Para ya, por favor —exclamó su mujer.
Resignado, Ulrich levantó los brazos y los dejó caer.
—Muy bien, muy bien. Si pensáis que…
Henner se dio cuenta de que no sabía qué era lo que debía pensar, y al mirar al corro de los presentes leyó en sus rostros que ellos tampoco lo sabían. Admiraba lo directo y franco que era Ulrich. La vida de Jörg era la vida de Jörg, como la de los demás era la de los demás. Tal vez Ulrich tuviese razón. En cualquier caso, era capaz de hablar con Jörg interesándose e implicándose con él. A él sólo se le ocurrían nimiedades.
Después del postre, Jörg se levantó.
—Desde hace años, ¿qué digo?, desde hace más de dos décadas no he vivido un día tan largo y tan completo. Si no os importa, me voy a la cama. Mañana nos veremos a la hora del desayuno… Muchas gracias a todos por haber venido y que durmáis bien.
A continuación hizo la ronda, dando la mano a todos, y sorprendió a Henner diciéndole: «Has sido muy valiente al venir».
Cuando abandonó la habitación, Christiane tuvo ganas de levantarse y acompañarlo. La mirada burlona de Ulrich la hizo desistir.