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Cuando Henner regresó a la casa, tras dar un amplio rodeo campo a través, se encontró otro coche, un Mercedes plateado, con matrícula de Hamburgo, aparcado ante el portón. La puerta de la casa estaba abierta. Henner entró y, cuando sus ojos se hubieron adaptado a la penumbra, vio a su izquierda una escalera que llevaba al piso de arriba y a una galería que acababa con puertas a ambos lados. Tanto la escalera como la galería estaban apuntaladas con un armazón metálico, las paredes estaban desconchadas y en el suelo muchas losas de piedra habían sido sustituidas por una capa de cemento. Pero todo estaba limpio y en una vieja mesa, frente a la entrada, había un florero grande con tulipanes de colores.
En la parte superior se abrió y se cerró una puerta y, durante unos instantes, de la habitación correspondiente llegó el sonido de charla y risas. Henner levantó la vista. Con paso lento y pesado, una mujer bajaba la escalera apoyando la mano izquierda en la barandilla. Era como si tuviera dolores en la cadera izquierda o en la pierna izquierda, pensó Henner, y también que estaba muy gorda. Calculó que tendría unos cincuenta años, un par menos que él. Demasiado joven para padecer ya artrosis. ¿Habría tenido algún accidente?
—¿Usted también acaba de llegar? —preguntó, señalando con la cabeza en dirección al lugar donde estaba aparcado el Mercedes.
Ella se echó a reír.
—No —contestó, y haciendo también un leve gesto en dirección al Mercedes añadió—: Ése es el coche de Ulrich, su mujer y su hija. Yo vivo aquí. Soy Margarete, la amiga de Christiane. Ahora tengo que volver a la cocina… ¿Vienes conmigo y me ayudas?
La siguiente hora la pasó Henner en la cocina pelando patatas, cortándolas en rodajas, troceando pepinillos en vinagre en cuadraditos, picando cebollino y escuchando cómo había que mezclar los ingredientes de la salsa para la ensalada. «Mezclar, no batir», dijo, intentando hacer una broma. Margarete, con su ligereza, su serenidad y su alegría, le irritaba. Se trataba de la alegría de los simples y de la serenidad de esos afortunados que se encuentran a gusto en el mundo sin tener que esforzarse… y a Henner no le gustaba ninguna de las dos cosas. Su atractivo físico también le irritaba. Era un atractivo erótico que le resultaba doblemente incomprensible: no le gustaban las mujeres gordas —sus novias eran siempre delgadas como modelos—, y Margarete, a quien su encanto masculino no le había impresionado en absoluto, era probablemente algo más que una simple amiga para Christiane. Y probablemente también sabía más sobre él de lo que suelen saber las amigas. Si se ponía a pensar en aquella noche con Christiane, hacía muchos años, volvía a sentirse utilizado y herido. Y el comportamiento de Christiane en aquella ocasión seguía pareciéndole tan extraño que volvía a tener la impresión de que había algo que no había entendido y experimentaba de nuevo el temor de no haber estado a la altura. ¿Sería por eso por lo que había acudido allí? ¿Habría despertado la llamada de Christiane el deseo de saber por fin qué había ocurrido entonces?
—¿Quieres probar el ponche?
Ella le estaba ofreciendo un vaso, él se dio cuenta de que era la segunda vez que se lo preguntaba y se puso rojo.
—Perdona —dijo, tomando el vaso. Con mucho gusto.
Era un ponche de melocotón blanco, cuyo gusto le recordó su infancia, cuando sólo había melocotones blancos, no amarillos, y su madre había plantado dos melocotoneros en el jardín. Se bebió todo el vaso y se lo devolvió vacío a Margarete.
—Ya he acabado de preparar la ensalada de patata. ¿Puedo hacer algo más? ¿Sabes dónde voy a dormir?
—Voy a enseñártelo.
Pero en la escalera se encontraron de frente con Ulrich, su mujer y su hija. Ulrich, tan bajito él, tenía una mujer grande y una hija grande. Tras los saludos y los abrazos, Henner se dejó conducir a la terraza. La faceta bulliciosa y alborotadora de Ulrich le resultaba tan excesiva como en otros tiempos, y le incomodaba que a su mujer le encantara reírse echando la cabeza hacia atrás y que la hija, con sus largas piernas cruzadas, una faldita corta, un top escaso y el gesto enfurruñado, pusiera poses provocadoras y cara de aburrimiento.
—No hay electricidad… Tendremos que sentarnos en mi coche si queremos oír al presidente. Antes dijeron en las noticias que pronunciará el discurso del domingo desde la catedral de Berlín y me apuesto lo que queráis a que va a comunicar lo del indulto de Jörg. Muy considerado. La verdad es que me parece muy considerado que lo haga después de que Jörg haya salido y haya encontrado un lugar en el que ni reporteros ni fotógrafos puedan dar con él —dijo Ulrich mirando alrededor, y continuó—: No está mal este sitio, no está nada mal. Pero tampoco puede permanecer escondido aquí eternamente. ¿Sabes qué tiene pensado hacer? En el mundillo del arte y la cultura contratan a gente como él para trabajar de asistente de los escenógrafos o de los técnicos de iluminación o como corrector de pruebas. Si le apetece, puede empezar en alguno de mis laboratorios dentales, aunque no creo que le parezca lo bastante elegante. No te lo tomes a mal, pero es que, desde que abandoné la carrera y me hice protésico dental, siempre me habéis tratado con un ligero desprecio.
De nuevo, y no sin algún esfuerzo, Henner intentó recordar. Ulrich solía participar con regularidad en las manifestaciones, y el día en que lanzaron ácido butírico a un político, había sido él quien les había proporcionado aquel líquido inofensivo pero de olor fétido. ¿Desprecio? En aquel entonces, alguien que trabajara con las manos habría provocado más admiración que desprecio. Así se lo dijo a Ulrich.
—Vale, vale, está bien. Leo a veces tus artículos… Son de primera. Y las publicaciones para las que escribes, Stern, Spiegel, Süddeutsche, etcétera, son las más importantes. La verdad es que, en la actualidad, lo intelectual no es lo mío; lo sigo, aunque últimamente no muy de cerca. Pero, eso sí, en lo económico… creo que con mis laboratorios dentales os dejo a los intelectuales muy atrás. A cada uno lo suyo: tanto para ti como para mí o para Jörg. Y eso es lo que me dije cuando Christiane llamó por teléfono. A cada uno lo suyo, me dije. No juzgo a los demás. Jörg cometió errores, ha pagado por ello y ya está. Lo que tiene que hacer ahora es poner su vida en orden. Fácil no le va a resultar. Entonces no sabía lo que es trabajar, llevarse bien con la gente y vivir en paz con el mundo, así que ¿cómo va a saberlo ahora? No creo que eso se aprenda en la cárcel. ¿Qué piensas tú?
Henner no tuvo tiempo de decir que no tenía ni idea. Desde el interior de la casa aparecieron en la terraza Karin y su marido. Henner se alegró de ver aquel rostro conocido y de recordar, además, su nombre de inmediato. Tras haber sido pastora protestante, Karin se había convertido en obispa de una pequeña comunidad religiosa regional. Hacía algunos años, Henner le había hecho una entrevista sobre el tema de «Iglesia y política», y el año anterior los dos habían participado en un debate televisivo. En ambas ocasiones él había concluido, con gran satisfacción, que no era una simple casualidad que Karin le gustara en su época de estudiantes. Estaba dotada de una inteligencia que le atraía y que le permitía pasar por alto la excesiva dulzura de su voz y la lentitud de su dicción. Los curas, se decía a sí mismo, derrochan tanta unción como los periodistas arrogancia. Y aunque en el caso de los curas uno no llega a saber nunca exactamente si su amabilidad es cosa profesional o está basada en una auténtica simpatía, Henner tenía la impresión de que a ella también le había agradado volver a verle. Eberhard, su marido, jubilado ya de su cargo de conservador de un museo del sur de Alemania, era mucho mayor que ella, y la afectuosa solicitud con la que fue a buscarle un chal cuando empezó a refrescar, y con la que se lo echó por los hombros, y el mimo con que ella se lo agradeció, hicieron pensar a Henner que aquella relación amorosa satisfacía la nostalgia de una hija y un padre. Antes de sentarse, Eberhard echó un ojo a la disposición de la mesa, acercó una silla y se colocó entre Ingeborg, la mujer de Ulrich, y Dorle, su hija, y fue lo suficientemente hábil como para entablar con ellas una conversación con la que hizo reír incluso a la provocadora y aburrida jovencita de gesto enfurruñado.
Cuando Margarete entró en la terraza acompañando a Andreas, anunció que Jörg y Christiane habían llamado por teléfono para decir que llegarían en una media hora. Añadió que a las seis tomarían el aperitivo en la terraza, que a las siete cenarían en el salón y que, si a alguien le apetecía estirar un poco las piernas, era el momento adecuado. Ella tocaría la campana cuando fueran a dar las seis.
Los demás permanecieron sentados, pero Henner se levantó. Andreas no era del grupito de viejos amigos que se conocían desde el colegio o de los primeros semestres de la universidad. Había sido el abogado de Jörg en un principio, hasta que renunció a representarle, porque tanto él como los demás acusados pretendían utilizarlo políticamente. Pero volvió a ser su abogado cuando Jörg, hacía ahora un par de años, le pidió ayuda para obtener una excarcelación anticipada. Henner ya lo conocía. Si la coreografía de aquella tarde estaba pensada para que los invitados entraran en contacto entre sí, antes de que todo girase alrededor de Jörg, Henner podía ausentarse. De cualquier modo, no sabía cómo iba a soportar a tanta gente, durante tantas horas, en un espacio tan limitado.
Volvió a dar un largo paseo por el campo. Fue caminando despacio, con paso torpe, dando zancadas y balanceando los brazos. No había llamado a su madre desde Nueva York ni tampoco a su regreso, y se sentía culpable por ello, aunque sabía que ella no se acordaría de cuándo la había llamado por última vez. Le horrorizaba el ritual de las llamadas telefónicas en las que su madre no cesaba de pedirle que hablase más alto, y él acababa por dejarlo estar, resignándose a colgar sin haberse contado nada. Le horrorizaba el ritual de las visitas, de las que su madre se alegraba, pero que al final siempre la desilusionaban porque percibía la distancia que él establecía entre ambos. Pero si no hubiera puesto aquella distancia, no habría podido soportar el relato de sus dolencias, sus quejas y sus reproches. Con la mano metida en el bolsillo de la chaqueta iba jugueteando con el teléfono, abriéndolo y cerrándolo, abriéndolo y cerrándolo. No, no la llamaría hasta el domingo.
Poco antes de las seis volvió a la casa, por un lateral en esta ocasión, atravesando un prado con árboles frutales y pasando junto a una casita con un tejado bajo que albergaba en su interior un buen montón de leña. Por el lateral había también un roble que, herido por un rayo, se había quedado encanijado y retorcido. La casita tenía por aquel lado otra puerta. Cuando se encontraba bajo el árbol, mirando el anochecer, se abrió la puerta y apareció Margarete que, limpiándose las manos en el delantal, se apoyó en el quicio y, como él, se quedó mirando el anochecer. Junto a la puerta había una campana: Margarete no tardaría en separarse del quicio de la puerta para hacerla sonar, agarrando con sus fuertes brazos desnudos el corto cabo de cuerda que colgaba de ella. Henner no se dio cuenta de que Margarete había advertido su presencia hasta que, con una voz lo bastante alta para que la oyera perfectamente, a pesar de la distancia y de que no se había vuelto hacia él, le preguntó:
—¿Oyes el dúo de los mirlos?
Henner no había reparado en ello, pero entonces lo oyó. El anochecer, los mirlos, Margarete en la puerta… Sin saber por qué, se encontró al borde de las lágrimas.