15
Después de que Ferdinand y Dorle hubieran abandonado la mesa, Jörg permaneció sentado sólo el tiempo preciso para reunir las fuerzas necesarias para ponerse de pie y marcharse. Tenía la impresión de que debía dar una explicación a los demás y quería hacerlo, pero no sabía qué decir. Tampoco los demás sabían qué decir. Miraban la luz de las velas o la oscuridad del parque, y cuando sus miradas se cruzaban, ponían una sonrisa forzada. «Buenas noches» fue todo lo que logró decir Jörg al despedirse y «buenas noches» fue también lo único que acertaron a contestar los demás. Algo después, Christiane se levantó para ir tras Jörg y, en esa ocasión, Ulrich no hizo un gesto de burla sino de asentimiento.
—Mañana tocaré la campana a las nueve para un breve servicio religioso —dijo Karin antes de que Christiane desapareciera. No es que espere que acudáis todos, pero os lo digo para que sepáis por qué suena.
Aquello rompió el encantamiento. Andreas, sacudiendo la cabeza, pensó que aquella mujer era implacable. Marko decidió inmediatamente que él no acudiría. Ilse se quedó perpleja ante las palabras de Karin, pero luego consideró que el ritual de un posible servicio religioso era más natural que el continuo esfuerzo de Karin por limar asperezas y establecer la armonía. Ingeborg dijo: «Ah, muy bien. Iremos encantados», y Ulrich se sintió satisfecho de poder poner un gesto sarcástico de nuevo. Margarete, al escuchar a qué hora tocaría la campana, pensó inmediatamente en el desayuno y en que había que fregar los cacharros y preguntó: «¿Quién me va a ayudar después?». Todos se mostraron dispuestos y decidieron que por qué no lo hacían ya y se tomaban después el último vaso de vino.
Cuando, un rato más tarde, todos volvieron a encontrarse en la terraza, Eberhard dijo:
—Mañana nosotros tenemos que irnos a primera hora de la tarde. Karin quiere ofrecerle a Jörg un trabajo en el archivo. ¿Se os ocurre algo más que pudiéramos hacer para facilitarles un poco la vida a Jörg y a Christiane?
—Yo ya le he dicho que estaría encantado de que viniera a trabajar a alguno de mis laboratorios.
—Si quiere escribir, yo también estaría encantado de ayudarle a publicarlo.
Marko empezó a decir «Bueno, yo opino que…», pero Andreas le interrumpió.
—Sí, sí, ya sabemos lo que tú opinas: que deberíamos dejarlo tranquilo para que siguiera haciendo la revolución, que es lo único que ha querido hacer y en lo que ha conseguido ciertos «éxitos», por así decirlo. Déjate de revoluciones; pero en cuanto a lo de dejarlo tranquilo, en eso llevas razón. Jörg sabe que podemos ayudarlo en cuestiones de trabajo y ya nos dirá algo cuando nos necesite. Pero tú déjalo también tranquilo.
—Deja tú los discursos impertinentes. No tienes ningún derecho a decirme qué debo hacer o dejar de hacer; y tampoco tienes derecho a decirle nada a Jörg. Te comportas como si lo conocieras mejor que yo, pero lo único que conoces de él es su faceta débil, su faceta de acusado, condenado, preso. Yo conozco la otra. Tú has traicionado el sueño de la revolución; todos vosotros lo habéis hecho y os habéis dejado comprar y corromper. Pero conmigo no podréis y con Jörg tampoco. No le convertiréis en un traidor.
Al principio nadie entendió por qué Marko se había ido poniendo cada vez más iracundo, hasta que, de pronto, soltó:
—No lo conseguiréis. Ya he dado el comunicado a la prensa —dijo, cargado de razón.
Andreas le miró con expresión de aburrimiento y un tanto asqueado, se levantó y preguntó:
—¿En qué zona del parque hay cobertura?
Margarete también se levantó.
—Ven conmigo.
Marko dio un puñetazo en la mesa.
—¿Estáis locos? ¿Queréis destrozarle la vida a Jörg sin consultarlo con él siquiera? —preguntó, y de un salto se puso de pie. En dos zancadas se situó junto a Andreas y con un manotazo le arrebató el teléfono, que cayó al suelo. Se agachó, lo agarró, se enderezó y lo lanzó hacia al parque. Luego se volvió con aire triunfal hacia Andreas. Éste, con gesto de cansancio y dirigiéndose al marido de Karin, le preguntó:
—¿Puedes prestarme el tuyo?
Eberhard asintió, sacó su móvil del bolsillo y se lo dio a Andreas. Marko iba a lanzarse tras él de nuevo, pero Ilse extendió la pierna, él tropezó y cayó al suelo arrastrando la silla de la que Margarete acababa de levantarse, organizando tal estruendo que Ilse, asustada, lanzó un grito, mientras se tapaba la boca con las manos.
Durante unos instantes todos contuvieron la respiración. Luego Marko se incorporó, algo atontado y sin fuerzas para levantarse, y apoyó la espalda en la silla de Ilse. Entonces Andreas y Margarete se dirigieron al parque y Ulrich le dijo a su mujer:
—Mira, aún sigue entero. Para mí es suficiente por hoy. ¿Qué dices tú?
Ella le dio la mano y, tras despedirse de los demás con un gesto, se fueron. Karin dirigió entonces una mirada interrogante a su marido. Él también asintió y se puso de pie. Ella se levantó también, pero de pronto se quedó dubitativa, hasta que Henner les dijo: «Id tranquilos» e Ilse añadió: «Sí, id a descansar».
Marko, asombrado y sujetándose la cabeza con las manos, dijo:
—He tropezado.
Ilse le acarició el pelo.
—Te he puesto la zancadilla.
—¿En serio?
—Sí, en serio.
—Estaba peleándome con alguien.
—Te estabas peleando con Andreas. Cuando vuelva, será mejor que tú ya estés acostado. No queremos más dramas. Por hoy ya hemos tenido bastante. Henner te ayudará a ir a tu cuarto. ¿—Tienes aspirinas? ¿No? Bueno, pues yo te llevaré una cuando me vaya a la cama.
Ilse se quedó un rato sola en la terraza. Cuando Henner volvió, le contó que Marko se había quedado dormido de inmediato y que tal vez tuviese una pequeña conmoción. También se lo contó a Andreas y Margarete cuando regresaron de la oscuridad del parque a la luz de la terraza. Andreas había conseguido su propósito sólo a medias.
—Las agencias de noticias ya han retirado el comunicado. Pero ha estado expuesto durante un par de horas y habrá periódicos que lo publiquen. De algunos podré conseguir que también publiquen un desmentido, pero el mal ya está hecho.
—¿Queda vino?
—Al lado de la puerta está el burdeos que ha traído Ulrich.
Aún quedaba una botella. Se sirvieron las copas y volvieron a brindar.
—Por que cese la maldición —dijo Margarete.
—Por que cese la maldición —repitieron los demás.
—¿Qué maldición? —preguntó Andreas al cabo de un momento.
—¿No es una maldición lo que le ha caído a Jörg de la generación anterior y de Jörg a la de su hijo? A mí me lo parece —dijo ella. Vio la sonrisa escéptica de Andreas y le sonrió. Aquí, en el campo, estamos un poco atrasados: junto con las nieblas del otoño aún acuden los espíritus, y en las noches del verano, cuando se oye ulular, no son solamente los mochuelos los que lo hacen. Aquí sigue habiendo brujas y hadas, y hay maldiciones que duran varias generaciones.
Y a continuación se levantó, abrazó a Andreas y a Ilse y preguntó a Henner:
—¿Me acompañas a casa?