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Ilse no oyó la campana. Estaba escribiendo en su cuarto, que daba al otro lado de la casa. En la habitación había una cama plegable, una silla y una mesa, y sobre la mesa, una jofaina, un aguamanil, una vela, una cajita de cerillas y un ramo de tulipanes. Era una habitación de esquina con dos ventanas: por una podía ver el roble y el granero que quedaba detrás, y por la otra, la puerta de entrada.

Al día siguiente del entierro, dos abogados del bufete en el que trabajaba Jan fueron a ver a Ulla a su casa. Fue a última hora de la tarde. Los niños estaban esperando la cena y armando jaleo por toda la casa. El abogado de más edad se presentó como el director del bufete, y el más joven, como el compañero con el que Jan había trabajado más estrechamente. Ulla los reconoció a ambos; el día anterior le habían dado el pésame, y el más joven, además, había acudido en una ocasión a buscar a Jan.

—Hemos hablado por teléfono con la policía fancesa. No han encontrado los expedientes en los que Jan estaba trabajando. Permítanos una pregunta: ¿podrían estar aquí?

—Lo miraré esta noche.

Pero aquella respuesta pareció no satisfacerles. El más joven dijo que les corría prisa, pero que no se molestara, que él conocía el camino, y pasando a su lado empezó a subir las escaleras. El mayor le pidió que comprendiera la situación, que los disculpara, y siguió al joven en dirección al despacho de Jan. Ulla habría querido ir con ellos, pero los gemelos estaban peleándose y el agua hervía ya. Se olvidó de los abogados. Cuando estaba en plena cena con los niños, los abogados bajaron con los brazos cargados de expedientes, aunque los que estaban buscando, por los que habían ido a su casa, no los habían encontrado.

Esa misma noche se produjo la llamada. Ulla había acostado a los niños y estaba sentada a la mesa de la cocina, presa de un agotamiento excesivo como para poder sentir dolor o tristeza. Sólo quería acostarse, dormirse y no despertar hasta que pasaran semanas o meses, cuando se hubiera restablecido la normalidad. Pero no tenía fuerzas para levantarse, subir la escalera, llegar a su dormitorio y meterse en la cama. Atendió el teléfono sólo porque la altura a la que estaba colgado en la pared le permitía descolgarlo sin tener que ponerse de pie.

—¿Sí?

Nadie respondió, pero oyó la respiración de quien llamaba y era su respiración. La conocía muy bien, la amaba y le gustaban las pausas que hacía en sus conversaciones telefónicas, en las que, sólo con escuchar su respiración, lo sentía cerca.

—Jan -dijo. Jan, dime algo. ¿Dónde estás? ¿Qué pasa?

Pero él no dijo nada y cuando, tras una espera angustiosa, ella volvió a decir «¡Jan!», él colgó.

Se quedó como aturdida. Estaba segura de no haberse equivocado y, al mismo tiempo, estaba segura de que tenía que haberse equivocado. Había visto a Jan en su ataúd. Jan…

Dos días más tarde encontró en el buzón del correo el informe de la autopsia. Nombre, sexo, fecha y lugar de nacimiento, medidas y señas características… Tuvo dificultades para entender el texto en francés cuando empezaba la descripción de las incisiones y demás circunstancias. Fue a buscar el diccionario y se puso a mirar los significados, aunque cada especificación le causaba un nuevo dolor. Cuando acabó, leyó de nuevo el texto completo. Hasta ese momento no había reparado en que, según el médico forense, Jan llevaba puestos unos pantalones vaqueros y una sudadera. Pero aquel día, cuando Jan salió de casa hacia el bufete, llevaba puesto un traje. Y con traje lo había encontrado la policía en el coche, según constaba en el informe.

Fue al armario que compartía con su marido. Conocía todos sus trajes y, también, todos sus vaqueros, camisetas y sudaderas. No faltaba nada. ¡Como si eso importara! Llamó a la funeraria. Algo extrañados, le explicaron que cuando el cuerpo de su marido llegó de Francia, llevaba puesto un traje gris muy arrugado y que le habían preguntado si quería conservarlo, ¿no se acordaba?

Aquella misma noche, cuando los niños ya estaban durmiendo, Ulla llamó a Ilse. No podía soportar más la soledad. Ilse acudió por sentido de la obligación, porque en realidad Ulla y ella no eran amigas íntimas. Pero si Ulla se sentía tan sola y desesperada como para buscar consuelo en ella, Ilse estaba dispuesta a brindarle todo el que pudiera.

Pero Ulla no buscaba consuelo. Se había puesto una coraza para acallar su dolor y quería luchar. Estaba segura de que había algo raro en todo aquello y no estaba dispuesta a tragárselo sin más. ¿Quién estaría detrás de todo aquello? ¿Qué le habían hecho a Jan? ¿Lo habrían secuestrado? ¿Secuestrado y asesinado?

Ilse dejó el cuaderno y el lápiz a un lado y se puso a mirar por la ventana. Ulla y ella pasaron aquella época como sumidas en un torbellino, en una actividad desenfrenada. No había nada que no hubieran intentado: buscar al cliente con quien Jan había estado muy ocupado durante las últimas semanas y del que, en alguna ocasión, había hecho comentarios inquietantes; vigilar el bufete, que no aflojaba la presión sobre el asunto de los expedientes; viajar a Normandía… Ninguna hipótesis les parecía desatinada; ninguna especulación, demasiado extravagante. Hasta que, pasado un año, aquella actividad decayó y, con ella, también su amistad. A Ulla le molestaba que Ilse no compartiera su creencia de que Jan se había visto envuelto en algún asunto turbio de su bufete o de algún cliente, un asunto que lo había arrastrado a la muerte o a que lo secuestraran y asesinaran, sino que sostuviese que había simulado su muerte para empezar una nueva vida. Aún seguían quedando de vez en cuando para verse o se llamaban por teléfono, pero los encuentros y las llamadas fueron espaciándose cada vez más y al final ambas acabaron por sentirse aliviadas al no tener noticias de la otra.

Ilse comprendía la razón por la que Ulla se había sumergido en aquel torbellino de actividad desenfrenada: eso le había permitido atravesar, con viento en las velas, las oscuras aguas del duelo. Para cuando aquella actividad amainó, ya había superado la muerte de Jan. Pero ¿y ella? ¿Por qué se había lanzado ella también de cabeza a aquella actividad? ¿Sería porque añoraba realizar proyectos en comandita y satisfacía esa inclinación actuando con Ulla? Pero, entonces, ¿por qué no compartía con ella el convencimiento de que era un complot lo que había llevado a Jan al suicidio o a ser víctima de un secuestro y un asesinato? ¿Habría sido por el placer de la aventura? ¿Habría sido por cierta megalomanía? Porque en aquel entonces hubo momentos en los que de verdad creyó hallarse sobre la pista de un asunto serio. Y fuera lo que fuese lo que la había impulsado a sumergirse en aquella actividad, ¿dónde había quedado aquello? ¿Habría algo en su interior que mantenía reprimido desde entonces; algo que realmente hubiera querido vivir y que quizás aún seguía queriendo experimentar?

Cuando por fin oyó la repetición del toque de la campana, eran ya las siete, una hora más que avanzada. La habitación carecía de espejo, así que abrió la ventana y buscó su reflejo en el cristal. Renunció a arreglarse el pelo o retocarse la cara porque se veía muy mal y, además, no era muy ducha con el peine, el rímel y la barra de labios. Pero no dejó de mirarse. Le producía pena aquella mujer que veía reflejada y que era ella misma, siempre demasiado inhibida para que su presencia tuviese un peso específico allí donde estuviera. Salvo en su casa… Entonces sintió nostalgia de su hogar, aunque le avergonzase un poco aquella felicidad doméstica suya, tan modesta, con sus gatos y sus libros. Se dirigió una sonrisa triste. El aire del anochecer era fresco. Tomó aire, lo exhaló, reunió fuerzas y bajó a encontrarse con los demás.