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Todo el mundo acudió a la cita. Los dos matrimonios, juntos: habían coincidido al ir a cargar el equipaje en sus respectivos coches. Se preguntaron si volverían a verse algún día en Salzburgo o Bayreuth. Andreas y Marko estuvieron discutiendo hasta que llegó Jörg y dijo que no quería más reproches por haber dado el comunicado a la prensa por su cuenta y riesgo. Era algo que había sucedido y punto. Ilse preguntó a Christiane si en las siguientes vacaciones podría alquilarle una habitación para ir a escribir allí. Dorle, que estaba al lado de Ferdinand, le susurraba cosas al oído, le acariciaba un brazo, la espalda o la mejilla. A él le gustaba pero al mismo tiempo le resultaba algo embarazoso porque no quería mostrar ninguna debilidad ante su padre. Todos estaban listos para partir.

Margarete los miró a todos.

—El agua llega a la altura de la pantorrilla. Deberíais quitaros los zapatos y los calcetines, y remangaros los pantalones por encima de la rodilla. El agua está sucia y os salpicaréis. ¿No tenéis algo más viejo para poneros? ¿Dorle? Tu camiseta ya no será rosa después.

Pero todos consideraron que era suficiente con descalzarse y remangarse los pantalones. Metieron los calcetines dentro de los zapatos y pusieron éstos uno al lado del otro, en fila, de modo que parecían los taxis delante de la Ópera. Margarete les pidió que formaran una cadena desde la escalera hasta el jardín y, desde allí, de vuelta a la ventana del sótano.

—Cada diez minutos iremos rotando para que no nos resulte aburrido. Sólo hay siete cubos, así que siempre habrá un momento para darse respiro.

Marko sacó el primer cubo lleno de agua y se lo pasó a Andreas, que estaba al pie de la escalera. El cubo fue subiendo, pasando por las manos de Ilse, Jörg e Ingeborg, que se lo pasó a Ferdinand, éste a Margarete, que, a su vez, se lo pasó a Ulrich, que se lo pasó a Karin, que lo vació en el prado junto a la casita de Margarete y se lo entregó a Henner, quien se lo lanzó a Dorle, de quien lo recibió Christiane, que lo dejó caer a través de la ventana del sótano en las manos de Eberhard, que se lo devolvió a Marko.

Marko se lo pasaba a Andreas con tanto impulso que siempre se derramaba un poco de agua que le salpicaba. Intentando hacerlo mejor, Jörg se inclinaba tanto hacia Ilse y se empinaba tanto hacia Ingeborg que pronto estuvo cubierto de sudor. Ferdinand, Margarete y Ulrich estaban al sol, que asomaba de vez en cuando entre las nubes, gastándose bromas con Henner, Dorle y Christiane: los de los cubos llenos contra los de los cubos vacíos, los trabajadores contra los vagos, los porteadores de agua contra los lanzadores de agua; bueno, no, contra los lanzadores de cubos. Karin vaciaba los cubos como si fuera a echar una bendición. La primera vez que cambiaron de posición, Andreas se chocó con Marko y éste se cayó al agua. Tras haber cambiado doce veces de sitio, a Marko le tocó estar bajo la ventana del sótano y a Andreas sacar el agua con el cubo. Marko intentó devolverle la jugada, pero Andreas estaba en guardia y además el nivel del agua había bajado y ya no podía sacarse con el cubo. Margarete acortó la fila y mandó a Christiane y Eberhard para abajo con unas escobas a que fueran empujando el agua de la parte de atrás del sótano hacia delante.

Todos estaban ocupados con sus cubos, sus escobas, sus pies mojados, su ropa húmeda, con los de al lado, los de enfrente o consigo mismos. Sólo Ilse contemplaba a los demás: Marko y Andreas enredados como siempre, Dorle y Ferdinand dudando de si debían enamorarse; Margarete y Henner dispuestos a hacerlo; los dos matrimonios cobijados en la certeza de su mutua pertenencia; Christiane aliviada de que las bombas se hubieran desactivado o hubieran explotado sin producir grandes daños; Jörg feliz de no tener que ocuparse en aquel momento más que del agua y los cubos. Ilse los miraba uno a uno, fascinada por el conjunto, por el espectáculo del trabajo conjunto, por la coordinación de cuerpos y manos, por la entrega de cada uno de los componentes del grupo —con sus simpatías y antipatías— en una tarea común. ¿Le haría ella vivir a Jan una situación como aquélla? ¿Tendrían la planificación y la ejecución conjuntas de los atentados una calidad semejante? ¿O, en el caso de los atentados, se trataría de la coordinación de acciones autónomas, independientes entre sí?

Con la misma facilidad con la que aquellos amigos habían formado un todo habrían de separarse. Nada de aquel todo permanecería, pensó melancólica. Luego se rió. ¡El sótano! El sótano estaba seco.

Por última vez se sentaron todos en la terraza, en torno a la mesa. Cansados, contentos y con la mente en parte allí y en parte ya en el viaje o incluso en sus casas. Ulrich pensó que podía pasar una hoja de papel en la que cada uno escribiera su teléfono y su dirección electrónica, para luego enviársela a todos. Pero no lo hizo. Karin no les dio ninguna bendición para el viaje, Christiane no pronunció las palabras de despedida que suelen decir los anfitriones y Jörg no agradeció la bienvenida a la libertad que le habían dispensado. Bebieron agua y no hablaron mucho. Miraron al parque. Un viento enérgico había arrastrado las nubes, el cielo estaba de un azul radiante, y árboles, arbustos y edificio resplandecían tras la lluvia. Luego, todos se pusieron en marcha al mismo tiempo. Karin y su marido se llevaron en su coche a Ilse y a Jörg a Berlín. Ferdinand prefirió que lo llevara Marko. Pero antes le dio a Christiane un papel con su dirección y su número de teléfono, y le dijo que si quería, podía dárselo también a su padre. Christiane y Margarete se quedaron delante de la puerta, diciendo adiós con la mano hasta que los coches se perdieron a lo lejos.