12
Karin continuó hablando.
—¿Así que piensas que Jörg no es nada si no ha llegado a ser lo que quería? ¿Piensas que todos aquellos que no han visto cumplidas sus esperanzas no son nada? Entonces no quedan muchos que sean algo. Yo no conozco a nadie cuya vida haya sido como la había soñado.
—¿Qué más querías ser tú? Pensé que para los que no tenéis un papa, ser obispa era lo máximo —no pudo evitar decir Andreas, a quien Karin soliviantaba.
Eberhard se rió.
—A veces le cae a uno algo con lo que ni siquiera había soñado. Eso no varía el hecho de que la mayoría de los sueños no se cumplan. Yo soy el mayor en esta reunión y tampoco yo he conocido a nadie cuyos sueños se hayan cumplido. Y no por eso deja de tener valor su vida. La mujer puede ser adorable, sin ser la gran pasión; la casa puede ser preciosa, aunque no esté rodeada de árboles, y el trabajo puede ser respetable y lucrativo, aunque no cambie el mundo. Todo puede ser valioso, aunque no sea como lo soñamos en nuestra juventud. Eso no es motivo de decepción ni tampoco para forzar las cosas.
—¿Que no es motivo de decepción? —dijo Marko, con gesto de desdén. ¿Queréis embellecerlo todo a base de mentiras?
Bajo el mantel Henner alcanzó la mano de Margarete y se la estrechó. Ella le sonrió y le apretó la mano.
—No —dijo ella, interviniendo en la conversación. No es motivo de decepción. Vivimos en un exilio. Lo que fuimos y quisimos seguir siendo y quizás también lo que estuvimos destinados a ser lo perdemos, pero a cambio encontramos otras cosas. Incluso cuando pensamos que vamos a encontrar lo que estamos buscando, la verdad es que damos con una cosa distinta. —Y volvió a apretarle la mano a Henner—. No quiero pelear sobre las palabras. Si tú encuentras en eso un motivo de decepción, lo entiendo, pero así son las cosas. A no ser que… —Margarete sonrió. Puede que sea eso lo que provoca que surjan terroristas. Puede que sean personas que no soportan vivir en el exilio y quieran instaurar su sueño de una patria a base de bombas.
—¡Su sueño!… Jörg no luchó por un sueño, sino por un mundo mejor.
Dorle soltó una carcajada.
—Una vez leí una frase que decía Fighting for peace is like fucking for virginity. ¡Tú siempre con las luchas!
—Me gusta esa imagen. Mis laboratorios y vosotras dos, las mujeres de mi vida, sois mi exilio. Cuando era niño soñaba con ser un gran explorador, el primero que cruzara un desierto o una selva virgen, pero en todas partes había estado ya alguien. Más adelante quise ser un gran amador, como Romeo con Julieta o Paolo con Francesca. Tampoco eso se me dio, pero os tengo a vosotras y tengo mis laboratorios. ¿Qué más puede querer un hombre? —dijo Ulrich, y envió un beso con la mano izquierda a su mujer y otro con la mano derecha a su hija.
—¿Estamos en la hora de la verdad? —preguntó Andreas, mirando a todos alrededor. Mi sueño era llegar a ser el jurista de la revolución, no un jurista teórico, sino práctico; alguien que lleva la justicia revolucionaria a la práctica, como el fiscal Wyschinski o la jueza Hilde Benjamin. Pero, gracias a Dios, no lo fui y tampoco quisiera retornar a la patria de ese sueño.
—Mi sueño llegó tarde —dijo Ilse. O más bien debería decir que tardé en darme cuenta de que vivo en el exilio; de que en realidad no quiero dar clases sino escribir, de que estoy harta de esos alumnos a los que me gustaría enseñarles algo si ellos quisieran aprender algo de mí, pero no quieren nada de mí, y siempre tengo que ser yo la que quiere algo de ellos. No, lo que yo quiero es salir de este exilio e irme a mi patria. Quiero vivir con las personas y las historias que imagino. Quiero escribir bien, pero si no alcanzo mayor nivel que el de las novelas baratas, me da igual. Quiero sentarme junto a la ventana, mirar la llanura y escribir. Escribir desde la mañana hasta la noche, con un gato sobre mi escritorio y el otro a mis pies.
¡Vaya con Ilse! Los demás estaban estupefactos. Nadie conocía a aquella Ilse. Había recobrado su antiguo resplandor. No el de la rubia guapa, sino el de la persona segura de sí misma y ávida de actividad. Aquello era contagioso y los demás se fueron animando. Uno tras otro fueron contando lo que habían soñado ser, a qué exilio habían llegado y cómo se habían reconciliado con él. Hasta Marko participó: había soñado con ser conductor de locomotoras y había llegado al exilio de la lucha revolucionaria. Jörg fue el último en hablar.
—Por lo que decís, mi exilio ha sido la cárcel. He aprendido a vivir allí dentro, pero a reconciliarme con esa vida no; no me he reconciliado con ella.
—Bueno —dijo Ulrich, en un intento de sosegar los ánimos—, aparte de que nos hayamos reconciliado o no con nuestro exilio, nos quedan los recuerdos de nuestros sueños y nuestros intentos de llevarlos a cabo. Yo, en aquel entonces, recorrí a pie el camino que va desde el Mar del Norte hasta el Mediterráneo. Reíros, reíros, pero son dos mil quinientos kilómetros y me llevó más de seis meses. No conseguí cruzar el Sahara ni la Amazonia, pero el camino europeo número uno tampoco estuvo mal y jamás olvidaré cómo en el San Gotardo, tras una noche de mucha humedad en mi tienda de campaña, ascendí los últimos kilómetros en medio de la lluvia para bajar a Italia con un sol radiante.
Con aquel relato, tras la ronda de los sueños de juventud, Ulrich inauguró la del «¿os acordáis?». ¿Os acordáis de cuando fuimos a la reunión de Grenoble y montamos la tienda en una ladera y la lluvia nos arrastró pendiente abajo? ¿Y de cuando hicimos unos platos de cocina india en la reunión de Offenburg y a todos nos entró cagalera? ¿Y de cuando Doris ganó el concurso de Miss Universidad y leyó unos párrafos del Manifiesto comunista? ¿Y de Gernot, que no quería saber nada de política y fue a la manifestación contra la guerra de Vietnam sólo porque le gustaba Eva y de repente se puso a gritar «Americanos, fuera de los Estados Unidos»? Todos recordaban una anécdota o dos.
No se dieron prisa por encender las velas y el crepúsculo, igual que hace que la noche se infiltre en el día, hizo que el pasado se infiltrara en el presente. Los recuerdos remitían a un tiempo que había acabado y no llegaba al presente. Pero los recuerdos estaban vivos y los amigos se sentían, al mismo tiempo, jóvenes y viejos. Esa sensación también era agradable. Cuando por fin Christiane encendió las velas y volvieron a verse con nitidez los unos a los otros, reconocieron en los rostros ya maduros de los demás los rostros jóvenes que acababan de ver en su recuerdo, porque siempre conservamos en nuestro interior la juventud, podemos retornar a ella y reencontrarnos en ella, aunque ya haya pasado. La melancolía atravesó sus corazones… y también la compasión; un sentimiento de compasión por los demás y por sí mismos. Ulrich no sólo había llevado una caja de champán sino también una caja de vino de Burdeos. Brindaron por los viejos amigos y por los viejos tiempos mientras contemplaban el resplandor de las velas reflejado en el vino como se contempla el romper de las olas en el agua o el movimiento de las llamas en la chimenea.
Otras historias acudieron a sus mentes. ¿Os acordáis de cuando soltamos unas ratas durante la conferencia del profesor Ratenberg? ¿Y de cuando nos cargamos el equipo de sonido en la conferencia del presidente federal? ¿Y de cuando bloqueamos con barras de acero el sistema de cambio de vías por la subida de precio del billete de tranvía? ¿Y de cuando colgamos el cartel contra la tortura del aislamiento en el puente de la autopista y, al descolgarlo la policía, se encontró con que habíamos pintado el texto con spray sobre el hormigón del puente? ¿Y de cuando nos llevamos las señales de tráfico del depósito municipal y cerramos la calle principal para poder manifestarnos? Esto lo había recordado Karin y al contarlo le entró una risa vergonzosa. No consideraba que aquello hubiera estado bien, pero al mismo tiempo no podía evitar experimentar de nuevo el cosquilleo de lo prohibido mientras escalaba el muro del depósito en medio de la noche y la lluvia, a la luz de las linternas, con aquella fantástica sensación de estar todos unidos.
—Sí —dijo Jörg—, lo de las señales de tráfico estuvo bien. Deberíamos haberlo hecho también en el secuestro de Sommer.