17
La lluvia empapó el suelo arenoso, formó regueros y charcos, igualó todas las irregularidades del terreno, se embalsó en el patio e inundó el sótano. A las plantas les vino bien. Hasta ese momento el verano había sido seco y se estaban agostando las hortensias que había junto al portón del patio y en la entrada de la casa, las frambuesas y los tomates que estaban junto a la casita del jardín, y hasta los robles, cuyas hojas habían perdido la frescura y el color. Cuando Margarete se despertó a mitad de la noche y oyó que la lluvia arreciaba, le pareció que, cuando se estaba durmiendo, se había alegrado porque las hortensias estarían a la mañana siguiente más esplendorosas, porque las frambuesas y los tomates habrían madurado y porque el roble estaría más firme y hermoso. Volvió a dormirse y volvió a despertarse varias veces y siempre seguía oyéndose el rumor de la lluvia ante las ventanas y sobre el tejado.
También eso formaba parte de aquella tierra: que una lluvia procedente de oscuras nubes grises la cubriera, que las gotas cayeran cual una cortina de hilos finitos, como en los dibujos japoneses, que la tierra se mojara y se compactara y se pegara en los zapatos, que no quisiera dejar de llover y que sólo el entendimiento le librara a uno del temor a que un diluvio cayera sobre la tierra. Porque eso parecía la lluvia: un diluvio que no ha de cesar hasta que el agua lo cubra todo.
Margarete sabía que el agua entraría en el sótano, que se colaría en la buhardilla a través de la chapa metálica oxidada y que, si el reguero entre las dos casas se volvía a desbordar, también entraría en la cocina. Después de que aquellas pequeñas catástrofes se hubieran producido la primera vez, Margarete había intentado protegerse del siguiente aguacero con sacos de arena y plásticos sin que le hubiera servido de mucho, ya que, a pesar de todo, tuvo que achicar el agua del sótano y recoger con un cubo la de la buhardilla. Quizás algún día Christiane y ella tuvieran suficiente dinero para drenar el terreno alrededor de la casa y renovar el tejado, y si nunca llegaba ese momento, tampoco importaba. El diluvio era algo propio de aquella tierra que amaba. Y el amor a la tierra también conllevaba para Margarete la disposición a aceptar lo que trajera: frío, calor, melancolía, sequía o diluvio.
Se dio la vuelta y se quedó con la espalda y el trasero pegados a los de Henner. No podía explicarse por qué era tan tranquilizador el hecho de descansar uno al lado del otro, pero lo era. ¿Cómo continuaría aquella historia? ¿Algunas veces él con ella en el campo, y otras ella con él en la ciudad y, de vez en cuando, un viajecito juntos? Ni siquiera ella misma sabía lo que quería. Amaba su libertad y su soledad, pero al mismo tiempo aquella pequeña cercanía con Henner había despertado en su interior una nostalgia de convivencia que no sospechaba que aún pudiera albergar. Pero a la ciudad no se iría a vivir. No dejaría el campo.
Escuchó la lluvia. Los recuerdos afloraron: aquella noche en la cabaña, en el campo, cuando con siete años se escapó de casa y se vio sorprendida por la lluvia y no sabía muy bien si el agua lo inundaría y arrastraría todo; aquel verano, en la época de la cosecha, cuando día tras día tenían que sacar de la tierra las patatas y limpiarlas con las manos ateridas; el sábado en que se casó su mejor amiga y tuvieron que poner tablones sobre el enorme charco que se formó a la entrada del ayuntamiento para que pudieran pasar el alcalde, los novios y los invitados; las depresiones en las que caía cuando la lluvia no cesaba.
Luego contó mentalmente cuántos cubos había en la casa. ¿Cinco, seis? Cuando la lluvia cesase formarían una cadena y achicarían el agua del sótano. Marko le pasaría el cubo a Andreas, éste a Ilse, e Ilse a Jörg. Volvió a quedarse dormida con una sonrisa en los labios.