CAPÍTULO 13
«Viel taeuschet Anfang
Und Ende».
«Mucho engañan el principio y el final».
F. HÖLDERLIN
«Una vez pregunté a la musa»
1:49 a.m., aeropuerto de Dekeleia, Atenas
En la sofocante y diminuta oficina del aeropuerto en la que se reunieron, Lattmann no perdió el tiempo. Sacó su cuaderno y pasó las páginas. Su ilegible caligrafía en miniatura recordaba a la escritura carolingia, con minúsculas redondas y trazos exageradamente largos.
—Recuerda que no te prometí nada. El comandante Busch, que sigue supervisando las cosas desde Lublin, me dio la murga todavía más que tú, porque quiere que le entregues el informe completo allí. Esto es lo que tengo.
—Bueno, Bruno, salgo dentro de cuarenta y cinco minutos, así que mejor que sea breve. Y espero que útil.
—Compruébalo tú mismo. Al buscar por su nombre, a pesar de su historia de amor con Heini Himmler, tu suizo sale más limpio que unos calzoncillos nuevecitos. No sé por qué robarían su expediente de nuestra oficina central.
—Excepto que Alois Villiger no fuera sólo Alois Villiger.
Lattmann bostezó, el único detalle que recordó a Bora que acababa de sacarlo de una cómoda cama.
—Y, de hecho, Duvoin es más interesante. Primero, la dirección de Lucerna que aparecía en su pasaporte pertenece a una tienda, no a una residencia. Fue a Italia atravesando lo que por entonces era Austria en la primavera de 1938, oficialmente en uno de sus viajes como librero de antiguo, pero parece que hizo bien poco y que salió bien poco del Hotel Miramare en Ostia, a las afueras de Roma. Comprobamos a los extranjeros que se encontraban en territorio italiano con ocasión de la visita del Führer, así que esta información es bastante fiable.
—¿El Miramare? ¡Fue allí donde almorcé, y desde donde se decía que trabajaba «Paolo», el colega de la Comintern de Bondarenko!
—Exactamente. ¿Llegaste a reunirte con él, o al menos a verlo?
—No era parte de mi misión. Tenía que averiguar si Bondarenko u otros empleados de la embajada soviética visitaban el hotel… Y resultó que no.
—Así que no basta para afirmar que Villiger-Duvoin podría haber sido «Paolo» para el servicio secreto italiano y «Emma» para nosotros. Lo único que sabemos es que se alojó en el hotel aquella vez.
El propio Bora tomó notas, encorvado sobre el papel porque la luz de neón le molestaba y tenía que protegerse los ojos cansados del resplandor.
—Y viajó con un nombre falso… ¿Qué puedes decirme de Federico Steiger?
—Has dado en el clavo: uno de nuestros informantes en Moscú, aunque no un residente del Hotel Lux. Por el momento, no tenemos fotos de él. Parece que trabajaba exclusivamente para nosotros. Su estancia en China como mercader de seda cruda se remonta a trece años atrás. Da la impresión de que por aquel entonces era un agente durmiente. Lo que sí es inusual para un agente kaltgestellt, y el único detalle que he conseguido encontrar es que no se relacionaba mucho. No frecuentaba bares y restaurantes a los que fuesen otros extranjeros. Es lo único que tengo.
—Si no era todo lo agente durmiente que creíamos, puede que tuviese sus lugares de reunión favoritos en otra parte. —Bora se sentía como alguien que sacase los posos del fondo de un recipiente, y esos posos eran su energía mental—. Déjame que resuma: Villiger trabajaba oficialmente como el profesor Alois Villiger de la Anhenerbe. Es posible que Duvoin trabajase para los soviéticos en Italia, mientras que Federico Steiger espiaba para nosotros en Moscú y, posiblemente, en Shanghái. Al Reichskommissar no le hará ninguna gracia cuando se entere. No me extraña que Villiger estuviese «inquieto», como me dijeron. Si de verdad era o había sido un agente doble y planeaba salir de Creta para escapar de sus problemas, iba a tener que volar a la luna. Dependiendo de la identidad de Emma, es posible que Alemania tuviese tan buenas razones para eliminarlo como la Unión Soviética. Era un traidor por partida doble: no me extraña que la Abwehr quisiese investigar su muerte. No quiero parecer desagradecido, Bruno, pero lo que de verdad esperaba que me dijeras…
—Ahora voy a eso. En Shanghái, en 1928, se rumoreaba que una de las principales personas de contacto para los rojos era un súbdito británico, supuestamente un militar del llamado Cuerpo Voluntario. Nunca llegamos a averiguar su verdadero nombre y —puedes apostarte las botas— los británicos, tampoco. Había otros al servicio de los soviéticos que nunca llegamos a descubrir, como el que llamaban «Hombre de estaño». En este caso, el nombre en clave era «Valencia». Uno casi pensaría que era español.
«¿Qué había dicho Caxton de los estudiantes del Pembroke College de Cambridge? Que los apodaban “Valencians”. Y Sinclair era uno de ellos».
—Espera. ¿No tienes más información sobre el inglés que trabajaba para Moscú?
—No. —Lattmann tuvo que descifrar su propia caligrafía, formando las palabras con los labios—. A no ser que consideres útil que anteriormente había pertenecido a la Defense Force de Shanghái, cuyas tropas, dirigidas por los británicos, protegieron la Colonia Internacional durante el conflicto local. Cuando la Defense Force se retiró a finales de 1927, debió de permanecer en el Cuerpo Voluntario. Por cierto, tanto él como Steiger residían en la calle Nanking, pero sabemos que era un enclave extranjero. No basta ni de lejos para establecer una conexión entre ambos, y además «Valencia» fue transferido poco después.
—¿Adónde? ¿Lo sabemos?
—No lo sabemos. Seguramente dejó el servicio.
«Eso confirma por qué Sinclair, un angloíndio con formación académica pero sin adiestramiento militar, un recluta a todos los efectos, seguía siendo teniente a sus treinta y tantos años».
—Tienes que conseguirme algo más sobre él, Bruno.
—¿Por qué?
—Porque si Patrick Sinclair estaba en Shanghái al servicio de los rojos y utilizaba el nombre en clave «Valencia», tendría el móvil perfecto para querer silenciar a un traidor por partida doble y a todos los testigos.
Lattmann se abanicó con el cuaderno y frunció el ceño.
—No es algo que pueda hacerse así como así.
—Llegaré a Bucarest a eso de las seis. Allí tengo una escala de cuatro horas. ¿Y si me pongo en contacto contigo desde allí?
—Depende de lo que quieras. Hazme preguntas concretas y te llamaré por radio al aeropuerto de Baneasa cuando averigüe algo, si es que lo consigo. En cualquier caso, después de las ocho. Y recuerda que te prometo incluso menos que antes.
Bora tomó el cuaderno de manos de su colega y escribió: «¿La 14.ª Brigada de Infantería era una de las unidades de la Defense Force de Shanghái? ¿Se puede establecer una conexión entre la India y otros supuestos espías soviéticos residentes en la ciudad?».
—No entiendo adónde quieres llegar con la última pregunta —observó Lattmann.
—Sabemos que Chatto, el comunista indio ejecutado por Stalin durante la Gran Purga, estaba en Shanghái en aquel momento. A ver si puedes encontrar un vínculo entre los revolucionarios indios y «Valencia». Y cualquier otro detalle. Cualquier cosa. Incluido el idioma que utilizaba en sus mensajes cifrados.
Lattmann resopló.
—¿Por qué siempre acabas saliéndote con la tuya?
—Te recompensaré, Bruno.
—¡Y un cuerno! Me vuelvo a la cama.
6:00 a.m., aeropuerto de Baneasa, Bucarest
En cuanto tuvieron a la vista el Danubio, empezó a diluviar. Bora pasó la primera hora de su escala en Bucarest haciendo averiguaciones sobre su próximo vuelo, que probablemente no despegaría hasta las diez y media o más debido al mal tiempo. Después fue a sentarse a la cantina de la Fuerza Aérea rumana, donde había esperado a su vuelo con destino a Grecia hacía unos días.
Un puñado de pilotos con uniformes muy parecidos a los alemanes, con brújulas en la cintura, bebían café sentados a una larga mesa junto a una ventana lluviosa. Bora no pudo evitar oír su parloteo mientras escribía a mano el borrador de su informe definitivo. Solicitó y obtuvo una máquina de escribir, aunque todavía le faltaban los detalles que esperaba recibir de Lattmann cuando lo llamase por radio desde Atenas, dentro de dos horas.
Escribió y escribió. Justo antes de las siete, los pilotos rumanos se levantaron de las sillas, intercambiaron un saludo con él y se marcharon. A las ocho y media, a Bora todavía no le preocupaba el retraso de la llamada de Lattmann, aunque cuando dieron las nueve, empezó a sentirse incómodo, y a las nueve y media iba camino de perder la calma. En el exterior, los truenos hacían repiquetear los cristales de las ventanas. Un Junkers 52 de la Luftwaffe aterrizó entre una corona de salpicaduras y atravesó la ventana para volver a reaparecer desde la dirección opuesta, sin acercarse al edificio.
Atenas seguía sin establecer contacto por radio. Consciente de que saldría de Rumanía dentro de poco más de una hora, Bora decidió intentar establecer contacto él mismo con su colega y empezó a recoger sus papeles, aún por terminar. Se interrumpió al ver lo que parecía ser un Lattmann muy mojado entrar en la habitación: cuando reconoció al propio Lattmann, por un irracional instante se zambulló en una espiral de suposiciones, la más egoísta de las cuales fue que la guerra con Rusia había empezado sin él.
Lattmann tiró el gorro, que la lluvia había reblandecido, sobre la mesa.
—Hola, Martin. No preguntes. El comandante Busch me ordenó seguirlo, y no he tenido un vuelo peor en toda mi vida. Consígueme algo de café, ¿quieres?
Llegó el café. Aunque estaban completamente a solas en la cantina, Lattmann habló en voz baja, con los labios pegados al borde de la humeante taza.
—Adivina. Resulta que la 14.ª Brigada de Infantería formaba parte de la Defense Force de Shanghái y, curiosamente, el único mensaje cifrado en nuestro poder que con toda certeza procede de «Valencia» en Shanghái está en latín. ¿Te sirve de ayuda? Eso pensaba. En cuanto a la conexión con la India, como tú la llamas, el tipo en cuestión tiene nombre y apellido, y no se trata de un hombre: Agnes Smedley, una socialista estadounidense con inclinaciones independentistas indias. —(«Sí —pensó Bora—, una librepensadora entrometida del tipo de Frances Allen»—. Por entonces, era la amante de Chatto, pero también frecuentaba a otros hombres del entorno comunista, incluido «Valencia». Supuestamente, se vio involucrada en una pelea cuando el exclusivo Club de Shanghái, solo para blancos, se negó a que «Valencia» se hiciese miembro; un detalle que no consigo entender del todo, ya que se supone que era británico.
Bora había estado tomando notas y ahora empezó a escribir más rápidamente.
—Tal vez no lo suficiente en la diáspora británica, con su conciencia de clase y de color. ¡Excelente! Si resulta ser la misma persona que «Valencia», es posible que el club no considerase a Sinclair completamente blanco: es angloíndio.
—Mierda. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Porque no habrías investigado tan a fondo ni tan rápidamente como lo has hecho.
Así que los privilegios tenían algo —o todo— que ver con el asunto, Sinclair tenía razón. Y también la tenía Waldo Preger. Pero la cuestión iba más allá de que a alguien le negasen el acceso a un exclusivo club, o de ser hijo de un asalariado. La injusticia, real o percibida, pesa exactamente lo mismo. Seguramente, un híbrido como Sinclair llegaría a sentir tanta furia contra el sistema por lo que era, como por razones políticas. Era cierto que de las universidades británicas salían agentes excepcionales. ¿Por qué no iba la Comintern a parecer incluso más atractiva a un joven brillante y descontento que el servicio de Su Majestad, lleno de prejuicios de clase y de raza?
Bora observó cómo Lattmann se terminaba el café. Pasara lo que pasase después de Shanghái, las cosas habían cambiado. Puede que Sinclair volviese a la vida civil y se mantuviese inactivo hasta el comienzo de la guerra, o incluso hasta su llegada a Creta, donde sin duda le habían comunicado que Federico Steiger vivía bajo su verdadero nombre, Alois Villiger. Ahora Villiger había vuelto a servir exclusivamente al Reich, y era imposible decir cuánto daño les había hecho a los soviéticos: desenmascarando a sus colegas, provocando el arresto de camaradas en el continente griego… ¿Quién mejor que Sinclair, un intachable súbdito británico casualmente destinado en Creta, para librarse de él? La invasión alemana solo le había dado la excusa perfecta para la masacre.
—Es el último eslabón, Bruno. Sinclair encaja perfectamente en el perfil, hasta por el detalle de que usase el latín. Ahora depende de nuestra oficina central hacer lo que crean conveniente en lo que respecta al Reichskommissar, la Oficina de Crímenes de Guerra y la Cruz Roja Internacional.
—Solo que puede que fuese nuestra oficina central la que hiciese desaparecer el expediente de Villiger en primer lugar. Yo no estaría tan seguro de que vayan a tratar el asunto con el debido celo.
—Bueno, independientemente de eso, terminemos el borrador del informe. Lo mecanografiaré rápidamente y se lo entregaré al comandante Busch en Lublin.
—Estará allí, esperando. —Lattmann enterró la cuchara en el azucarero y sacó un pequeño montón blanquecino, que se metió en la boca—. Necesito energía —farfulló—. Pero espera, todavía no saques conclusiones: no he terminado. ¿Conoces a alguien llamado Kostaridis en Creta?
—Sí. ¿Por qué?
—Estaba embarcando en el avión para venir hasta aquí cuando llegó un comunicado a nuestra oficina de Atenas a través de la policía cretense, de un tal Kostaridis, comisario de policía en Heraclión. Nos informaba de que un francotirador desconocido acababa de abrir fuego sobre los prisioneros británicos que subían a un barco hospital alemán a las siete de la mañana. Uno de ellos resultó muerto. No, no dio ningún nombre, pero era el único oficial del grupo, y me apostaría cualquier cosa a que se trata de tu angloíndio. Dispararon desde al menos ochocientos metros de distancia, según informó Kostaridis. Dijo que desde esa distancia solo un tirador olímpico habría conseguido no fallar el tiro. —Lattmann se sirvió algo más de café—. Si no me hubiese reunido contigo en la pista de aterrizaje de Atenas, muy lejos de Heraclión, a las siete de la mañana, Martin…
«¿Alguna última cosa que pueda hacer por usted en Creta?».
Bora no dijo nada. Aquel momento al atardecer del día anterior, la naturaleza fugaz de la hora, suspendida entre el día y la noche… La mirada llena de significado que habían intercambiado Kostaridis y el alemán. Se sintió tan aliviado que el cansancio lo invadió inevitablemente. Fue como si acabase de recibir un golpe y se esforzó por guardar el equilibrio. Mojado como estaba, Lattmann se había puesto de mejor humor. Cuando sonreía, parecía un conejo.
—Me encanta esta intriga, ¿y a ti?
—Más que nada, me pregunto qué vamos a contarle al Reichskommissar.
—Ah, eso es cosa de Busch. Si Heini Himmler nos encargó el caso a nosotros y no a su propio servicio secreto, es porque no quiere oír lo que no quiere oír. Busch cortará y pegará tus averiguaciones para que Villiger salga limpio, una mera víctima de la crueldad británica. En cuanto a la Oficina de Crímenes de Guerra, se apresurarán a volver a guardar la investigación del asesinato en el cajón, ahora que nuestros paracaidistas han quedado exonerados. La CRI tendrá que tomar nota. Y en cuanto al ejército de Su Majestad, ¿qué hay que decir? No es que los alemanes matásemos a Sinclair.
En Lublin, donde Bora aterrizó a la 1:45 p.m., el comandante Busch esperaba en la pista de aterrizaje, en un vehículo de transporte de personal, para que no lo viesen los pilotos del reluciente Lisinov ruso que estaba listo para recoger a Bora para el último tramo del viaje.
A través de la ventanilla del coche, pidió a Bora que subiese al vehículo y, en menos de diez minutos, el borrador definitivo escrito a máquina pasó a manos del comandante. Como es típico en su profesión, se limitó a preguntar:
—¿Está todo en el informe? —Y cuando Bora asintió, lo guardó en una carpeta de cuero. No hizo ningún otro comentario, ni hubo felicitaciones—. Bien. Ahora, váyase.
Aeropuerto de Tuschino, Moscú, 7:30 p.m., hora de Moscú
En torno a la capital, los hermosos bosques de abedules de suelo arenoso de Podmoskovie se deslizaron bajo el avión. Al alinearse con la pista para aterrizar, el Lisinov atravesó como un hilo el sereno aire de la tarde. Comparados con Creta, Bora recibió el verdor de Rusia y los jardines de Moscú como agua de mayo. Solo tuvo que relegar al fondo de su mente —y el agotamiento lo hacía posible— que Lavrenti Pavlovich enterraba a sus miles de víctimas en esos alegres bosques de abedules.
Lo estaba esperando un colega de la embajada, un tipo proveniente de las colinas de Seelow, con un acento que hacía que cada frase pareciese una pregunta. Aunque por la entonación parecía que le estaba preguntando, en realidad ordenó a Bora que se diese prisa con el vino.
—Vamos, Bora, ¡tiene que cambiarse y supervisar personalmente la entrega en el Palacio Spiridonovka!
Bora acababa de bajar por la escalerilla e intentaba recuperar el control de las piernas tras unas veinte horas subiendo y bajando de aviones.
—¿Por qué? La recepción no es hasta el sábado que viene.
—Era. Se va a celebrar esta noche. Va a ser por todo lo alto. Muévase, lo llevaré en coche hasta su hotel.
—Llevo conmigo el vino, ¿lo recuerda?
—Hay una furgoneta esperando. Nos seguirá hasta el Nacional, donde tendrá que cambiarse en un santiamén y, después, hasta el Spiridonovka. ¿Ese es todo su equipaje? —El colega señaló con una indicación de cabeza la pequeña bolsa de Bora y le quitó la mochila—. Bien. Vamos.
El hecho de que nadie comprobase las bolsas demostraba que había prisas, y salieron de la terminal sin que nadie los molestase. La furgoneta, un coche de la embajada y un coche con agentes de paisano del NKVD esperaban aparcados fuera.
—¿Se ha enterado de lo de Manoschek?
Le hizo la pregunta como si fuese posible que, a pesar de varios días de ausencia, Bora tuviese una respuesta. Estaba demasiado cansado como para seguirle el juego.
—Me consta que está en Berlín —dijo—. ¿Por qué?
—Falleció en un accidente de tráfico esta mañana. No, fue un camión de reparto de leche en la calle de su oficina. Murió en el acto. Ah, ahí viene el vino: lo cargarán en un periquete. Bonito bronceado, por cierto.
La calle y el palacio que llevaba su nombre se encontraban en el distrito de Moscú donde en el pasado arquitectos extranjeros habían diseñado las casas de los mercaderes ricos. El padre biológico de Bora había vivido en Spiridonovka, donde fue vecino de los Morozov y otros mecenas de las artes. Era un lugar de celebración de recepciones oficiales en el que los cristales y la plata de la época zarista no habían cambiado desde aquellos tiempos, y la ceremonia de esa noche estuvo a la altura de la tradición. Asistieron los representantes de los países amistosos o neutrales y todo el que era alguien en Moscú. Por la recepción desfilaron los últimos vestidos traídos de la París ocupada, la fragancia del perfume Chanel —el favorito de las esposas de los oficiales soviéticos— y la música interpretada por los artistas galardonados de la Unión Soviética. Era de esperar que Erskine Caldwell y Maggie Bourke-White estuviesen invitados, pero, por lo visto, habían partido rumbo al sur de Rusia en una de sus giras triunfales por el paraíso de los trabajadores.
La misión diplomática alemana en Moscú estaba presente al completo, incluido el general Köstring, demasiado enfermo como para realizar sus labores de adjunto pero lo suficientemente sano como para acudir a la recepción y superar en rango a su sustituto, el coronel Krebs, por no mencionar al asistente de Krebs, Martin Bora, al que rápidamente se le proporcionaron instrucciones y una lista de damas con las que se esperaba que bailase. Poco a poco fueron llegando Molotov, ministro de Asuntos Exteriores, Poskrebyshev, secretario de Stalin, cuya mujer estaba en prisión, y un enjambre de oficiales menores. No se esperaba al vicepresidente Lavrenti Beria hasta las once, más de cuatro horas antes del probable final de la ceremonia. Irse a la cama a las cuatro de la mañana no era inusual después de esta clase de juergas. En casos así, dependiendo del día de la semana, Bora solía darse una ducha y engullir el contenido sin azúcar de una cafetera antes de prepararse para ir directamente al trabajo.
Esta noche, después de todo lo que le había exigido la semana en Creta, solo daba la impresión de mantener el control de su cuerpo. En realidad, le daba vueltas la cabeza, y bastaría con ingerir una ínfima cantidad de alcohol para acabar bajo una de las mesas del zar. Se aferró a una copa medio llena de Dafni como si le fuese la vida en ello.
—¿Qué pasa, kapitän, no le gusta el vino? Veo que no bebe.
Que al vicepresidente Beria le importase lo suficiente el bienestar de Bora como para preguntarle resultaba igual de creíble que el hecho de que Manoschek hubiese fallecido en un accidente.
—Señor vicepresidente, el vino es excelente.
—Entonces, bébaselo. —De pie sobre una tarima enmoquetada que le permitía mirar al espigado alemán a la altura de los ojos, Lavrenti Pavlovich tenía una sonrisa cruel—. Ha viajado más de seis mil kilómetros para conseguirlo, ¿no es cierto? Haga justicia a esta excelente cosecha.
Bora bebió. En una reacción sin precedentes, notó cómo la pequeña cantidad de alcohol erosionaba su lucidez nada más bajarle por la garganta. El vicepresidente ya estaba chasqueando los dedos para que el camarero se acercase con una copa llena.
—Merece la pena: lleva dentro la isla de Creta.
A la segunda copa le siguieron una tercera y una cuarta. Su única esperanza era que lo rescatase alguien de la embajada alemana, ya que era impensable admitir cansancio ante el vicepresidente, y mucho menos que no le apetecía beber. Incluso el ministro de Exteriores, Molotov, que se declaraba abstemio, le estaba «haciendo justicia» al Dafni, al Mandilaria, o a ambos.
Bora mantuvo la calma porque no tenía alternativa. De no haber estado tan exhausto y falto de sueño, habría podido ingerir cualquier cantidad de vino y licor sin pestañear. Pero tal y como estaba, el vestido blanco de la esposa de un oficial occidental lo deslumbró, haciéndole daño en los ojos como lo había hecho el sol griego al aterrizar en Atenas. Lavrenti Pavlovich lo miró con malicia a través de sus lentes redondas y le obligó a beber.
Fueron unos minutos, pero parecieron horas. Por fin, el coronel Krebs, motu proprio o a sugerencia de Köstring, se acercó discretamente a reclamar a su ayudante.
Pero no antes de que el vicepresidente consiguiese preocupar a Bora. Su cara redonda y morena pareció retorcerse, como si su sonrisa amistosa pero letal se produjese cuando alguien le giraba la nariz como un botón.
—Kapitän, Kapitän… No debería espiar a su propio jefe.
Bora no estaba seguro de haber oído bien. Más que pronunciarlas en voz alta, Lavrenti Pavlovich había formado las palabras con los labios; el ruido de las conversaciones a su alrededor era intenso, y los artistas galardonados de la Unión Soviética habían empezado a tocar el primero de muchos temas de baile compuestos por Alexander Tsfasman (On the Sea Shore, cantada en voz baja por Pavel Mijailov). Siguió a Krebs como en un sueño, sin abandonar su máscara de completo autocontrol. Cumplió con su deber de pareja de baile con todas las damas de la lista, fue de acá para allá, se dirigió a los que tenía que dirigirse y evitó dirigirse a los que se suponía que debía ignorar. Pero era como si otro Martin Bora, sobrio y correcto, estuviese haciendo todo eso. El verdadero observaba al primero y sentía ganas de vomitar.
Por suerte, varios de los invitados rusos tenían que asistir a una ceremonia a la mañana siguiente, así que la fiesta fue decayendo temprano, a la una y media de la madrugada. Bora tuvo tiempo de volver dando tumbos a la habitación del hotel, donde vomitó del agotamiento y se quedó dormido con el uniforme de gala puesto.
Lunes 9 de junio, embajada alemana, Moscú
La recepción fue todo un éxito. Es lo que estaba en boca de todos cuando Bora llegó al trabajo a la mañana siguiente. El vino cretense se había impuesto a los tintos de Georgia y Crimea y al vodka de Kuban.
—De la oficina del vicepresidente. —Un colega civil señaló la botella de Starka adornada con un lazo que había sobre el escritorio de Bora.
Era un gran cumplido, aunque la idea de una mezcla de vodka, oporto, brandy y gusto afrutado le produjo náuseas justo cuando empezaba a asentársele el estómago.
Como todos los lunes, Bora estuvo ocupado hasta las nueve en punto, cuando el coronel Krebs lo llamó a su despacho.
Esperaba un informe rutinario por parte del adjunto militar en funciones después de la fiesta. ¿De qué otra cosa podía tratarse? Aunque se hubiesen filtrado hasta Moscú, era imposible que las absurdas opiniones del comandante Busch sobre el embajador Von der Schulenburg pudiesen considerarse oficiales, y él, Bora, no había recibido ninguna advertencia específica de sus referentes de la Abwehr en Moscú. Los rumores no cesaban. Si le preguntaban expresamente por algún comentario concreto del vicepresidente, contestaría sin faltar a la verdad que se había tomado la observación de Lavrenti Pavlovich «no debería espiar a su propio jefe» como una mera provocación, o una forma de buscar quién sabe qué vacilación por su parte.
Pero Krebs no sacó el tema de la recepción. Muy serio, examinó a Bora desde detrás de su escritorio y después lo rodeó hasta llegar a la puerta del balcón, que estaba abierta a pesar del fresco de primera hora de la mañana. Sin decir nada, le hizo señas de que lo siguiese hasta el exterior, donde era menos probable que interceptasen sus palabras. La calle Leontyevski estaba a la sombra, y el aliento de los dos hombres se condensó en pequeñas nubes frente a sus caras.
—Van a expulsarlo de la Unión Soviética.
Las palabras de Krebs, pronunciadas lacónicamente, recorrieron el breve tramo de balcón que los separaba como si procediesen de una distancia insondable.
—No es que cambie mucho las cosas para usted a estas alturas, pensándolo bien, pero el embajador conde Von der Schulenburg cree que será mejor que lo reasignemos antes de que hagan oficial su exigencia.
Bora supo que estaba conteniendo el aliento porque no se materializó ninguna nube frente a su boca. Tuvo que obligarse a respirar.
—Herr Oberst, ¿han dado algún motivo para mi expulsión?
—No. —A diferencia de Busch, Krebs sí llevaba un monóculo, que le daba un aire distinguido a su rostro ceñudo, por lo demás ordinario—. Podemos imaginárnoslo —dijo—, pero es todo. No se lo tome como algo personal. El conde Von der Schulenburg y el general Köstring —y yo también, la verdad— tenemos muy buena opinión de usted y nos interesamos por su carrera. El vicepresidente accedió a darse por satisfecho si abandona Moscú de inmediato, preferiblemente hoy. No hay ningún avión que salga de la ciudad en las próximas horas, así que le hemos conseguido una plaza en el próximo tren con destino a Brest-Litovsk. Tiene treinta y cinco minutos para hacer las maletas y llegar a la estación del Báltico y Bielorrusia. No se preocupe por despedirse de sus colegas, me aseguraré de informar a todo el personal de la embajada de que les desea lo mejor.
Bora no tenía verdaderos motivos para sentirse tan dolido como lo estaba. Este tipo de traslados instantáneos eran frecuentes en el mundo diplomático, y a veces a los oficiales subalternos se los enviaba sin previo aviso de una punta del mundo a la otra. Simplemente, lo mandaban a Polonia, donde estaría más cerca de su regimiento. Incluso era posible que el cambio de planes le proporcionase una noche extra con Dikta. Y en menos de dos semanas volvería a cruzar la frontera soviética como invasor.
Entonces ¿por qué se quedó completamente inmóvil ante su superior, sin dejar entrever ninguna emoción en un sentido ni en otro, aunque intuía que una palabra más de Krebs haría que rompiese a llorar? Por un momento, se convirtió en un sensible e introvertido niño de doce años al que le estaban diciendo «no».
Media hora después, iba de camino a la estación de Smolensk, su nombre ruso. Las vías que partían de la estación con dirección al oeste se bifurcaban a las afueras de la ciudad: las del norte continuaban hacia el Báltico, y las otras hacia la Polonia ocupada por los rusos. En los tres kilómetros que separaban el hotel de la estación, su automóvil siguió el bulevar Gorki, dejando atrás el doble anillo de avenidas y jardines. Tribuk miraba fijamente hacia delante, concentrado en la carretera, y ni una sola vez sus ojillos de hurón lo buscaron por el espejo retrovisor.
«Así que en esto consiste ser persona non grata. Es como perder el cuerpo, convertirse en un fantasma». Lo silencioso y anómalo que se había vuelto su estado en Moscú en el transcurso de una hora quedaba demostrado por el hecho de que no lo siguiesen sus sombras del NKVD, Max y Moritz. Deseó que, al menos, fueran a despedirle.
Pero no lo hicieron.
En la estación, un largo tren esperaba junto al andén. Excepto por un único coche de pasajeros tras la locomotora, era una secuencia ininterrumpida de vagones de carga, que llevaban suministros de la Unión Soviética al país que estaba a punto de atacarla. Una vez en el tren, no podría volver a bajar hasta no haber abandonado territorio ruso, por supuesto; lo cual no ocurriría hasta el amanecer, teniendo en cuenta el cambio de vía en la frontera con Polonia, ocupada por los soviéticos.
Bora subió al tren, dejó la bolsa y tomó asiento. El coche estaba vacío y parecía muy poco probable que nadie fuese a unirse a él entre Moscú y la frontera. Le consoló descubrir que la ventanilla, al menos, se abría.
Conocía la rutina. La última estación en territorio ruso, Niegoreloje, cambio de tren en Stolpce, donde subiría un guardia que correría las cortinillas y se sentaría con él hasta llegar al río Bug, que formaba la frontera con la Polonia ocupada por los alemanes. Desde Brest-Litovsk, seguiría hasta Varsovia, por órdenes de Krebs, y después tomaría otro tren hasta la línea de Legionowo-Rakowice-Jamielnik, la frontera con Prusia Oriental. Allí se apearía en la primera estación, Deutsch Eylau, y continuaría hacia el este hasta Insterburg, el cuartel general de la división, a solo un breve trayecto en tren de Trakehnen.
Con absoluta puntualidad, el tren salió de la estación. Bora pensó en cómo, en el cruce de la calle Gorki con el Anillo de los Jardines, había visto una explosión de lilas en flor que se derramaban a través de una valla de hierro labrado. Sintió ganas de sacar la espiga seca de Maggie del monedero y tirarla por la ventana, pero las ventanas traseras del vehículo estaban atrancadas. La posibilidad de soltar algo en una calle de Moscú no estaba contemplada. Cualquier movimiento de ese tipo resultaría altamente sospechoso. Así que la espiga que no había podido devolver a su dueña permaneció en su monedero, detrás de la fotografía de su esposa.
Pronto los cobertizos alargados de los talleres «Año de la revolución 1905» pasaron junto al vehículo, en este distrito de fábricas de motores y maquinaria y plantas de ensamblaje de aviones. «Los bombardearemos dentro de dos semanas», pensó. La idea lo excitaba y, al mismo tiempo, lo inquietaba. Lo inquietaba más de lo que lo excitaba. Le gustaba Moscú. Había sido la ciudad de su padre durante años. Como había dicho Krebs, le pesaba abandonarla sin haber podido despedirse. Pero ¿de verdad era peor que tener tiempo de saborear su partida?
Eslabón tras eslabón, el tren fue ganando velocidad. Al volver la vista atrás por la ventanilla abierta, Bora vio la larga cadena de vagones de carga que transportaban grano, madera y minerales describir una amplia curva mientras lo seguían hacia la patria. Ahora que iba entendiendo la realidad del momento, no pudo evitar preguntarse si, por debajo del patriotismo o al margen de él, se sentía preparado para lo que se avecinaba.
Mentalmente, hizo lo que tantas veces había hecho de niño. Lanzó un guijarro para ver hasta dónde llegaba y cuántas piedras desplazaba antes de quedar anclado por las raíces de un árbol o aterrizar sobre una cornisa. Mientras el tren lo alejaba de Moscú, el guijarro imaginario se deslizó por el polvo, golpeó una piedra, rebotó y cayó mucho más abajo, donde no podía asomarse para verlo sin arriesgar el cuello. «El guijarro soy yo —pensó—. Ni siquiera hizo falta una mano que me lanzase: me ofrecí voluntario. Habrá raíces y cornisas que amortigüen mi descenso, o ni siquiera eso; puede que me lleve a muchos conmigo o me deslice en solitario hasta el olvido. Menos de dos semanas y comenzará la caída. Lo estoy deseando, pero ¿tengo lo que hay que tener?».
La inmensidad que recorrería de día y de noche —fábricas, campos, carbón, barrancos, granjas, minerales, ciudades densamente pobladas— y los rumores que circulaban en la embajada —dos millones de soldados soviéticos concentrados en la frontera occidental, aunque sin duda eran más de lo que se decía— lo dejaron sin respiración.
«¿Estoy seguro de mi propia decisión? ¿Aceptaré lo que me depare el futuro?
»¿Seré capaz?». Todavía tenía el Ulises de Joyce en su equipaje y ahora lo sacó. Tendría tiempo de leerlo durante el largo viaje. Delante, a izquierda y a derecha, se extendían los antiguos distritos del Hipódromo y de Presnenskoe, separados por el ferrocarril. Delante, las vías atravesaban el Moscova y surcaban los campos verdes, donde los árboles y los setos estaban en flor.
Si Martin Bora hubiese sabido que dentro de mil días iba a perder todo lo que tenía —y era—, sus actos, hoy, no habrían cambiado considerablemente. Hoy las cosas eran como eran.
Así que decidió soltar la espiga de lilas donde los árboles y los setos estaban en flor. La sacó del monedero y se levantó para dejarla caer en el exterior. En el marco metálico de la ventana había una pequeña imperfección o muesca y la velocidad, al acelerar el tren, empujó hacia atrás el brazo de Bora, que se golpeó la mano izquierda con la mella. Justo cuando soltaba la flor, el metal afilado le cortó el dorso de la mano.
No fue más que una pequeña herida. Pero después de Creta, después de haberse visto zarandeado por la despiadada máquina del tiempo de la isla, era difícil no interpretar el incidente, por insignificante que pareciese, como una especie de señal premonitoria. «Empiezo el viaje que me alejará de Rusia con sangre en la mano, aunque solo sea un rasguño». Bora se llevó el corte a los labios para hacer que dejase de sangrar y se recostó, dispuesto a comenzar el viaje.
«¿Aceptaré lo que me depare esta guerra? ¿Seré capaz?».
El Ulises, en el asiento sobre el que lo había tirado, se había abierto al azar por la última página. Bora era —y no era— de los que leen primero el final de una novela. Sus ojos se posaron sobre las últimas palabras, eso fue todo. Ni siquiera sabía a qué personaje correspondía el monólogo interior, ni si importaba. Las palabras eran pocas y, aparentemente, no tenían nada que ver con su estado actual, pero Bora inmediatamente las hizo suyas.
Decían:
«Y sí yo dije sí quiero sí».