CAPÍTULO 10
Tenía de cara un feroz viento del mar. Debido a la corriente, o al haberse quedado atrás sus perseguidores, los disparos empezaron a resonar cada vez con menor frecuencia a sus espaldas, hasta que el trueno ahogó todos los ruidos. Seguramente, ahora estarían luchando unos contra otros —Bora esperaba que se impusiesen los anarquistas catalanes—. Bajo un cielo surcado por los relámpagos, siguió escalando entre los árboles enanos y los arbustos, en dirección a la tempestad. La esperada lluvia no siguió a las primeras gotas rabiosas, y durante casi una hora vagó colina arriba, buscando las ráfagas de agua que se ondulaban en dirección a él. Mientras otros la evitaban, Bora tenía que esconderse en la tormenta. En un abrir y cerrar de ojos, penetró en la tempestad igual que uno entra en una esclusa abierta. Instantáneamente, el paisaje se desvaneció a su alrededor. En medio del cegador aguacero, Bora luchó por mantenerse en pie, buscando a tientas el tronco de un árbol, una roca, cualquier cosa. Resbaló, perdió pie y cayó literalmente de rodillas. El agua se precipitó con fuerza sobre él, como las olas barren la cubierta de un barco. No podía hacer otra cosa que agacharse y esperar a que amainase.
Según su reloj, la tormenta no duró mucho. En cuestión de minutos se disolvió dando paso a un fuerte chaparrón mientras la tempestad cabalgaba hacia el oeste, en dirección al macizo de Psiloritis, para morir allí o desaguar a su alrededor, buscando la llanura de Mesará. La tormenta eléctrica seguía tronando en los puntos más altos de la isla; caían los rayos —¿alcanzarían alguna cabaña? ¿O los árboles solitarios?— contra un cielo negro como la noche. El trueno rugía de un valle a otro. La lluvia levantaba un espeso mar de vapores al caer sobre las laderas de las montañas, y por encima de este océano se encontraba Bora.
Al mirar a su alrededor, descubrió que había llegado a una cumbre poblada de árboles enanos. Un único ojo de sol conseguía abrirse paso entre las nubes y atravesar la lluvia. Y un glorioso arcoíris describía una curva en el cielo, justo donde Agias Irinis volvía a ser un acantilado irreconocible entre otros acantilados, como una ola entre otras olas. Demasiada adrenalina le recorría el cuerpo como para sentirse cansado, pero estaba empapado y seguía lloviendo. Menos mal que guardaba los documentos en fundas impermeables dentro de su mochila, como hacía con su diario en Moscú. Al saltar para escapar de los disparos, su brújula de muñeca se había golpeado contra una roca y quedado inutilizable. Ese sería el menor de sus problemas si no fuese porque todavía tenía que evitar tanto a los hombres de Sidheraki como a los bienintencionados anarquistas catalanes, por no mencionar a otros a los que un tiroteo podría haber sacado de su territorio, como los hombres de Satanas: si lo encontraban, sería el final. Cabía la posibilidad de que el ruido hubiese alertado también a alguna patrulla alemana, pero Bora no podía contar con ello mientras el tiempo siguiese estando tan desapacible.
Tenía que consultar el mapa, pero sería imposible hacerlo sin mojarlo. Huir sin dirección no necesariamente garantizaba que fuese a poner una distancia útil entre él y sus perseguidores. No tenía planeado seguir subiendo indefinidamente; tarde o temprano tendría que bajar al valle si quería tomar un camino seguro que condujese hasta la costa norte. «Frances Allen sabe por dónde vinimos y seguramente le habrá dicho a su marido qué dirección cree que tomaré. Dará por hecho que querré desandar el camino que cubrimos durante los últimos dos días, ya que no estoy familiarizado con la isla y debería pensármelo dos veces antes de probar nuevas rutas».
Que era, por supuesto, lo que iba a tener que hacer. Pero los rebeldes cretenses conocían todas las rutas, y cualquier campesino o pastor de cabras que lo viese les informaría.
Bora era consciente de que de nada le serviría atravesar las grietas llenas de vapor. «El arroyo que hay al pie de Agias Irinis fluye de norte a sur, así que al principio me dirigí hacia el sur y a continuación escalé la orilla hacia el este; después de eso, perdí la cuenta». Intentó calcular la distancia recorrida fijándose en el sombrío macizo que se distinguía en la lejanía. Las que se veían eran las accidentadas laderas del monte Psiloritis, al oeste. Pero, ¿qué cara del macizo tenía delante? Más abajo, el suelo rezumaba bruma como un caldero. Hasta que no mejorase la visibilidad de lo que tenía a los pies, sería prácticamente imposible orientarse. La lluvia tenía algo de tropical. A medida que amainaba, fue levantándose vapor de las rocas y la tierra recalentadas; si el sol no las convertía en una pared cegadora al salir, al menos podría hacerse una idea de hacia dónde debía encaminarse.
Su reloj indicaba —y le sorprendió verlo— que faltaban unos minutos para las once.
La cola de la tormenta pasó perezosamente sobre su cabeza cuando Bora llegó a un lugar que se parecía a lo que Frances había llamado el Palacio Superior: otro yacimiento similar, sin duda marcado en el mapa por los omnipresentes arqueólogos británicos pero que había quedado abandonado hasta que tiempos más favorables permitiesen realizar nuevas excavaciones. Lo atravesó en busca de una estructura que pudiese proporcionarle un refugio temporal. Ninguna de las paredes levantaba más de cuatro palmos del suelo. Un hueco de escalera cuadrado, cuyos peldaños conducían hasta un rellano o planta subterránea, le pareció algo más prometedor. Los escalones estaban ladeados y agrietados en el centro, como si un poderoso puño gigante los hubiese golpeado, intentando romperlos en dos. ¿Por qué no? Los terremotos seguían sacudiendo la isla de vez en cuando, y varios cataclismos la habían destruido y remodelado a lo largo de miles de años. El hueco de escalera parcialmente excavado conducía hacia abajo, hacia un revoltijo de dinteles desplomados, más allá del cual se abría un vacío. Le serviría para refugiarse de la lluvia, pero, si lo descubrían, sería la mejor trampa que uno podría imaginar. Tumba, bodega o cámara del tesoro; en este momento, a Bora le daba igual. No era la primera y no sería la última madriguera en la que se colaba sin haber sido invitado. «Necesito un sitio seco en el que echar un vistazo al mapa y punto».
Al mirar hacia el interior, vio un espacio oscuro del tamaño aproximado de un conducto de basuras. Le recordó al mohoso pozo de ventilación en la parte trasera de la cantina de Heraclión, que se había derrumbado, arrojando a los clientes a la calle. ¡Qué novedosa le parecía Creta en ese momento, igual que Villiger y todo lo que había pasado desde entonces! Dentro del recinto, uno podía acuclillarse, sentarse y casi levantarse; pero no vería acercarse a alguien hasta que estuviese en la boca del hueco de escalera, y entonces sería demasiado tarde para ponerse a salvo.
Bora observó las nubes cargadas de lluvia, que se retiraban rápidamente, y decidió no entrar. Subió los escalones hasta alcanzar la cornisa, donde el ruido de varias voces a través de la llovizna y el viento le hizo detenerse en seco. Varios hombres fuera del alcance de su vista, justo por debajo de la cornisa pavimentada, hablaban acaloradamente en griego. Rápidamente, dio un paso atrás, tiró la mochila por delante, se refugió en el agujero y esperó que nadie decidiese entrar para refugiarse de la lluvia.
Planeó seguir escondido hasta que los griegos, fueran quienes fuesen, decidieran seguir adelante. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, un destello proveniente de una fisura entre dos de las losas irregulares de arriba le llamó la atención. Si se encorvaba incómodamente y se mantenía medio incorporado, le proporcionarían una mirilla a la altura de los ojos. Con el índice, Bora retiró suficiente tierra de la grieta como para ver cómo un puñado de hombres llegaba a la cornisa. Su animada conversación le hizo suponer que discutían sobre si detenerse allí o no, pero los sureños tenían la costumbre de hablar en voz muy alta, así que quién sabía. Se detuvieron. Agazapados bajo las últimas gotas de lluvia, desamparados y pacientes, en un momento dado debieron de encender unos cigarros bajo las capas de lona, porque Bora distinguió la chispa de las cerillas. No. Tenían mecheros, no cerillas, y llevaban material británico y vraghas negras. Encogido como estaba, Bora estaba inquieto. Podían ser los guerrilleros de Satanas o algunos de los hombres de Sidheraki, que se habrían desplegado para rastrearlo, como una jauría de perros. A no ser que hubiese avanzado junto a sus perseguidores sin saberlo y, sin sospecharlo, todos se hubiesen encontrado allí arriba. La posibilidad de haberse tendido una trampa a sí mismo lo hizo enfurecer.
En la cornisa, la luz cegadora sugería que el cielo se iba despejando sobre las cabezas de los hombres. La lluvia amainó, pero ellos se limitaron a sacudir sus impermeables y esperar. Cuando la luz del sol se escapó de entre las nubes y los charcos que había en el antiguo pavimento parecieron arder, extendieron las camisas sobre las losas, que empezaban a secarse, y se tumbaron a descansar. Uno de ellos, armado con un subfusil, se quedó de pie, montando guardia.
Bora dejó de observar lo que hacían los hombres. Solo si se delataba, los griegos adoptarían —o volverían a adoptar— de inmediato el rol de cazadores. Se agazapó en la oscuridad y miró fijamente el punto entre rojo y verde que se le había quedado en la retina al espiar por la mirilla. Todavía empapado y hambriento, rebuscó en su mochila hasta dar con la bolsa en la que había guardado el pan tostado, la abrió y mordisqueó una de las galletas.
En España había aprendido que el fatalismo y el aburrimiento, al menos en su caso eran hermanos gemelos. «¿No quería leer el mapa? Pues ahora tengo tiempo». Sacó su linterna, la clavó en el entramado de bloques caídos que enmarcaba su refugio y la encendió. La luz del día impedía que los que esperaban fuera distinguiesen el discreto resplandor, a no ser que se les ocurriese mirar escaleras abajo. Encorvado sobre el mapa, Bora resaltó a lápiz la ruta aproximada que había seguido tras salir de Agias Irinis, a lo largo del lecho rocoso del arroyo. Era imposible averiguar por dónde había ido después, pero sabía que estaba a cierta altura sobre el valle. «Estoy igual de atrapado en este agujero que Ulises en la guarida del Cíclope, solo que no hay ovejas lanudas bajo las que esconderme para escapar».
Bora guardó la linterna y esperó sentado. Empezó a tener pensamientos propios de un prisionero. En un lugar como este —una de las pocas veces que podía decir que, ahora que nadie podía verlo, era como si no existiese—, el mundo le parecía una inmensidad indistinta marcada por un puñado de espacios significativos. Ampelokastro, Sphingokephalo, Heraclión. Moscú. Y todo lo que se encontraba entre ellos, incluido Trakehnen, donde Dikta estaba pasando el verano con sus padres, pertenecía a esa inmensidad indistinta. «Cumplo con mis misiones y averiguo cosas, precisamente porque veo el mundo como una serie de puntos discretos que pueden dominarse por separado. Por eso, hoy, conozco la habitación salpicada de sangre en la que murieron Villiger y sus criados en esencia, no tal y como está, saqueada y pisoteada, sino por lo que significa».
Bora cerró los ojos. Empezaba a pesarle haber pasado las últimas dos noches en vela, y no podía permitirse sentir cansancio en este momento. Se obligó a pensar, a mantener la mente vigilante, para aprovechar de alguna manera esta pausa forzada. «No dejo de volver al tema. Si consigo recordar la razón por la que Waldo y yo nos peleamos de pequeños, estaré un paso más cerca de entender… no solo de entenderlo a él, o a mí mismo, porque nos hicimos hombres independientemente de aquella pelea». De entenderlo todo en general, como si ese episodio fuese un fragmento revelador de una imagen mayor, como el pedazo de escayola con el ojo de un toro bravo pintado.
Los lugares eran indicadores. Se había criado entre los signos y los indicadores privilegiados de las casas de su familia. Saltaba de una a otra como de isla en isla, manteniéndolas completamente separadas, reconocibles, memorizadas; como si el espacio que las alejaba no estuviese más definido que la superficie del océano. Así, la casa de sus padres en Leipzig-Lindenau era un puerto en el archipiélago y la sede de la familia Borna era otro. «Igual que nuestra casa de Prusia Oriental. Conocía cada una de ellas todo lo minuciosamente que un niño puede conocer un lugar, y no había nada en medio». En cierto modo, seguía saltando de isla en isla, recogiendo una pista en cada puerto, que lo impulsaba a navegar hasta el siguiente. «Igual que las máscaras de tiza —“Joven pastora, inmediaciones de Gonies?”— me llevaron, sin sospecharlo, hasta mesa pharangi y a la chica de piel de marfil asomada a la ventana, y de allí al pastor tuerto, pasando por los catalanes y Agias Irinis, hasta llegar hasta aquí. También este lugar debe conducirme a alguna parte, aunque puede que no sea lo que espero; todavía no. Pero esta pausa forzada en el agujero tiene su significado, es un lugar marcado en la inmensidad indistinta que es la tierra, y puede que me ayude a recordar por qué discutimos Waldo y yo, un motivo que, sin duda, tiene un significado más profundo de lo que pensaba, o tal vez de lo que ambos somos capaces de advertir. Ningún lugar está exento de significado, ningún momento está exento de significado. Solo hay que encontrarlo». El tedio —o el cansancio— empezó a sobreponerse al fatalismo en su interior. ¿Y si los hombres de arriba estaban simplemente secando la ropa o fumando un cigarro? Puede que estuviesen esperando a que otros se reuniesen con ellos; hombres que quizá tardasen horas en llegar. Pero estirarse y ponerse algo menos incómodo contribuiría a que lo invadiera el cansancio. Al principio, Bora se resistió; pero era una batalla perdida. Pasado un tiempo, se rodeó las rodillas con los brazos y apoyó la espalda contra la pared de su insólito refugio.
«De niño, mi mundo era ese archipiélago de lugares conocidos a través del cual me desplazaba protegido y a salvo. Pero era consciente de que existían otras personas en densos mundos paralelos. Waldo habitaba en uno de ellos, Herr Hitler, en otro, el pastor Wuesteritz había vivido y muerto en un tercero. Si considero nuestra pelea de adolescentes un punto en concreto, tal vez descubra qué la provocó, porque claramente es un indicador que nos dirigió a ambos hasta aquí, donde los hombres de Preger han sido acusados de cometer un asesinato a sangre fría y se me ha ordenado demostrar que no fueron ellos. O que sí lo fueron».
Si pudiese, por medio del pensamiento, conectar como los puntos de un mapa, o las teselas de un mosaico, los recuerdos fragmentarios de aquel verano tan lejano en el tiempo y de su pelea con Waldo Preger… Las teselas se dispersaron, los puntos bailaron a su alrededor como chispas o luciérnagas. Quedarse dormido era más fácil que pensar.
«Tengo doce años. Tengo doce años y soy puro de cuerpo y de mente. Tengo doce años y por alguna razón me peleo con Waldo Preger detrás de la fábrica abandonada. Fue allí donde ocurrió, en la fábrica de las palomas, donde se ahorcó el pastor Wuesteritz. Y allí estamos, Waldo y yo. Pasamos de discutir a darnos empujones, vamos perdiendo el control de nuestro genio de adolescentes.
»¿Por qué estoy tan furioso?
»No recuerdo las palabras que gritamos. Durante años, no sospecharemos lo que este momento significará para nosotros, aunque él lo descubrirá antes que yo.
»La necesidad de hacerle sangre a alguien no forma parte de mi infancia. O hasta ahora no era así. Apenas me reconozco a mí mismo; la furia convierte el lugar conocido que me rodea en bruma. Nos peleamos sin apenas vernos; cada uno se convierte en su propia furia, mayor que el niño que es.
»¿Por qué estoy tan furioso? ¿Será porque…?
»Tengo doce años y estoy ahorrando dinero para comprar el primer tomo de Mi lucha, el libro de Herr Hitler, que acaba de salir de imprenta. Poco después, admito la historia del libro prohibido al confesarme.
»Monseñor Hohmann me obliga a dárselo a mi padrastro. Me quitan la cámara Leica como castigo por haber leído el libro de Herr Hitler: no me permitirán volver a utilizarla hasta el año que viene.
»Tengo doce años y odio a mi padrastro, y a monseñor Hohmann. Hago la confirmación en la iglesia de Santa María, en Plagwitz-Lindenau, pero miento cuando digo que siento haber leído el libro de Herr Hitler, así que, si me muero, iré al infierno. Peter me ofrece utilizar su cámara a escondidas, pero me niego: sufriré la humillación hasta el final».
«Tengo doce años y me peleo con Waldo Preger detrás de la fábrica abandonada…».
Fue una voz de mujer la que lo sobresaltó hasta el punto de despertarlo. Las imágenes del sueño se derrumbaron, se desinflaron, y tuvo que guardarlas con cuidado para más tarde. Bora reconoció a Frances Allen aunque hablaba en griego, e instantáneamente se sintió lúcido y consciente. Solo había dormido unos minutos por su reloj, lo suficiente para que la americana se uniese a los hombres que hasta entonces habían ocupado la cornisa. Espió por la mirilla. «Así que es la partida de Sidheraki. Maldita sea, estaba tan cerca de entender por qué Preger y yo nos peleamos. Todavía conseguirá que me maten».
Andonis también estaba allí. Frances hablaba, y, por lo que Bora podía ver, los hombres empezaron a desperezarse, pero no dieron señales de estar dispuestos a continuar la marcha. Pudo ver brevemente a la pareja a través de la rejilla. La forma en que su marido la mantenía cerca, con una mano extendida sobre la nalga… Bora reconoció el toque posesivo de Sidheraki. El grupo, pensó, no se había separado simplemente durante la tormenta: los dos habían decidido pasar algo de tiempo a solas. ¿Qué pasaba? ¿Habrían encontrado un refugio en alguna parte para hacer el amor? ¿Por qué no? Con prisas, furiosamente, estuviese sangrando ella o no. «En Creta uno come, hace el amor y muere».
«Y usted encabeza la jauría que me persigue, señora Sidheraki, o eso cree. Seguro que los hombres no le agradecen que los haya hecho esperar en plena lluvia y que ahora pretenda guiarlos». Bora intentó ignorar la posibilidad de que ella o su marido (la arqueóloga y el guerrillero) pudieran sentir curiosidad, mirar escaleras abajo y descubrir su escondite. Contuvo la respiración y esperó contra todo pronóstico que los griegos tuviesen un desacuerdo. Aquella mañana había contado a trece miembros de la banda de Sidheraki; incluyéndola a ella, ahora eran seis o siete en total. Bora había disparado a dos; el resto debía de haber caído ante los catalanes durante el tiroteo: en España, había visto lo letal que podía ser un tirador republicano. Junto con el secuestro de su esposa, haber perdido a la mitad de sus hombres enfurecería a Sidheraki hasta el punto de querer buscar sangre alemana. «Buscar sangre»… Bora no había vuelto a pensar en esa expresión desde España. Y ella también, la adolescente tejana escandalizada (que no aprensiva) al presenciar un linchamiento. «¿Me querrá muerto? En cualquier caso, no hará nada por evitar que él me mate». Furtivamente, Bora cerró la hebilla de su mochila. «Pero puede que los hombres no quieran exponerse a más riesgos por dar con un solo alemán».
Su reducido campo de visión limitaba su entendimiento. ¿Se desprendía algo más que la típica vehemencia sureña de la conversación? Los interlocutores se devolvían la palabra ochi, que quería decir «no». Los hombres seguían sentados. Ahora solo oía a Frances, pero no la veía. En un momento dado, cambió al inglés, sin duda para excluir a los demás de lo que le decía a su marido. Y aunque solo unas cuantas palabras llegaron con claridad a oídos de Bora, entendió que estaba enfadada y decepcionada y que insistía en que continuasen con la persecución. Los hombres, y era lógico, no veían de qué iba a servir prolongarla. Sidheraki, que también estaba fuera de su campo de visión y hablaba un inglés macarrónico, parecía equidistante y descontento. Su contrariedad se reflejaba en su tono de voz alterado. Bora oyó a Frances decir en voz alta:
—Tienes que elegir.
—No tengo que elegir, yo decido —contestó Sidheraki, casi en un grito.
Después de todo, había esperanza. «No puede dejar que sus hombres lo vean ceder ante su esposa, pero no quiere frustrarla». En España, en una situación similar, los voluntarios se habrían retirado, irritados, porque no merece la pena pelearse por un solo enemigo ni por una mujer. «El dilema de Sidheraki no es nada comparado con el mío, pero Frances Allen tiene algo que ver con ambos».
La discusión continuó en el dialecto cretense. Transcurrido un tiempo, los hombres recogieron las armas y se pusieron en pie frente a la pendiente, con los impermeables echados sobre los hombros. Frances, con los labios apretados, atravesó su campo de visión y salió de este, y Bora entendió que había ganado la discusión, aunque a cierto precio, o que su marido estaba enfadado con ella, o ambas cosas.
Curiosamente, como antagonista suyo, por primera vez desde que se conocieron, se sintió cercano a ella. Algo los vinculaba, un elástico, una cuerda o un cordel que los obligaba a pensar el uno en el otro, igual que habían hecho cuando, a todos los efectos, ella era su prisionera. Bora descubrió que su obstinación casi le hacía sentir simpatía por ella, y aunque no tenía intención de dejar que se saliese con la suya, reconocía el vínculo que existía entre ambos.
Pronto, con Sidheraki a la cabeza, Frances y los demás abandonaron la cornisa. Los siguió el silencio.
Cuando Bora salió a la intensa luz de un día claro y solitario, muy lejos, a su izquierda, los griegos se alejaban trabajosamente de la cornisa por la cara de la montaña, sin sospechar su presencia. «Frances sabe que bajaré al valle y él les ordenará que formen una cadena para poder capturarme cuando descienda por la ladera. Por ahora, creen que estoy demasiado lejos de la costa como para arriesgarme a bajar. ¿Cuánto se acercarán al litoral antes de volver atrás?». El corazón le dio un vuelco en el pecho al ver el esperado resplandor trémulo que recordaba al papel de aluminio, una larga línea destellante en el horizonte, hacia el norte. «Allí está, el mar. Qué hermoso, aunque uno no sea griego. Es allí a donde me dirijo». Al sol, la ropa mojada de Bora empezó a despedir vapor. Sacó las gafas oscuras y el mundo se tiñó de un verde tierno. «Ahora que sé dónde está el norte, tengo que averiguar dónde está Krousonas, nada más. Frances y su hombre esperan cualquier cosa, excepto que yo los siga a ellos».
Inmediaciones de Krousonas, 12:30 p.m.
Krousonas estaba abajo, al norte, en medio de un convulso borboteo de colinas. De aspecto apacible pero demonizado porque se decía que el diablo se escondía allí, o porque de verdad representaba un gran peligro, era uno más de un puñado de burgos sin identificar. Desde donde estaba Bora, todas las colinas, peladas o cubiertas de escasos árboles, parecían estar coronadas por una granja solitaria o una aldea venida a menos, lo que su abuela escocesa —citando a Thomas Hardy; también lo decía de Trakehnen— llamaba «un sitio pequeño, como tuerto y cerrando el ojo». Entre los montes, las encinas de un verde oscuro crecían pegadas al suelo como el pelaje de un animal, las pálidas chumberas alzaban sus púas y los senderos discurrían, finos como líneas dibujadas a lápiz. El hilo blanco que a duras penas se distinguía mucho más abajo, y que Bora llamó, a falta de una descripción mejor, «el camino del valle», no atravesaba una llanura, sino que reptaba entre lomas más bajas y montes solitarios. Recordaba haber oído a Kostaridis llamarlo basilikos dromos, ¡la ruta o camino imperial! Sarchos debía de ser la aldea de casitas encaladas más allá de Krousonas, y detrás se encontraba Agios Mironas, o Kato Asites. Varias iglesias diminutas, blanqueadas como mezquitas —tal vez fuesen antiguas mezquitas—, reposaban bajo sus sofocantes techumbres de tejas. Por encima de todo, el calor del mediodía era asfixiante después de la lluvia, y las cigarras lo poblaban con su continuo chirrido. A lo lejos, la humedad que se elevaba de los charcos al secarse y de todo lo que la tormenta había calado hasta los huesos hacía ondular el aire.
Ansioso por llegar a un sitio en el que pudiera arriesgarse a bajar de la montaña, Bora siguió de cerca a los griegos, con cuidado de que no lo viesen, pero sin perder nunca al último hombre. Parecía que iban reduciendo la marcha en busca de un lugar donde hacer rancho, lo cual quería decir que él también tendría que parar, le gustase o no.
Delante de Bora, un único árbol muerto se levantaba en la ladera azotada por el viento, junto a los restos de un muro reseco. Bora lo vio desde lejos y lo interpretó como una señal de mal agüero. Una de sus pocas ramas desnudas se extendía como una horca. Minada por numerosos corrimientos de tierras, la pendiente no era segura, y claramente iba a tener que atravesar el estrecho paso junto al árbol: los griegos lo franquearon y continuaron en fila india. Bora dejó pasar un minuto mientras examinaba el estado ruinoso del sendero. Sí, solo se podía continuar hacia el norte haciendo equilibrios sobre un angosto margen, de la anchura de la barra de un gimnasta, que se estrechaba aún más hasta quedar reducido a una cinta de suelo pedregoso entre el árbol y el muro reseco. «Si consigo pasar —se dijo Bora—, si consigo pasar ileso, llegaré a un lugar distinto del que he recorrido hasta ahora. Puede que más seguro, o puede que no…, pero distinto».
Bueno, no le ocurrió nada en el pasaje. Una vez dejó atrás el árbol, cuya rama le obligó a inclinar la cabeza, se encontró en una escarpada pendiente idéntica a la anterior. Pero la sensación de haber franqueado un umbral no lo abandonó. El lugar al que se dirigían los hombres de Sidheraki era una desvencijada casa de piedra con el tejado plano, custodiada por una frondosa higuera, que dominaba el valle. Bora los vio entrar furtivamente con las armas preparadas y volver a salir, más tranquilos. De todos modos, decidieron acampar a cielo abierto, sesenta metros más abajo, en una cornisa cubierta de hierba. Mientras sus hombres comían, Sidheraki esperó de pie, inspeccionando el valle. Frances Allen estaba a su lado y le insistía en algo con seriedad o, si Bora podía juzgarlo desde allí, incluso con nerviosismo. Señalaba implacablemente el camino a seguir, adoptando el papel de Ariadna como nunca lo había hecho con su captor alemán. «En cuanto dejen atrás Krousonas, ahora que el terreno no es tan escabroso, trepará a izquierda y derecha para preguntar a este o ese granjero o pastor y cambiar el rumbo en consecuencia. Si me quedo en las alturas, tarde o temprano se encontrará con alguien que le dirá que ha visto a un tipo que responde a mi descripción, aunque yo ni me haya dado cuenta. Soy el Minotauro de su laberinto, pero, a diferencia del Minotauro, puedo moverme y luchar libremente fuera de este».
En una maniobra atrevida, Bora fue ganándole terreno al grupo hasta alcanzarlo, solo que manteniéndose a más altura. Mirando con cuidado por dónde pisaba y procurando no llamar la atención, reptó hasta la casa que los griegos habían descartado y se coló por un grieta en la pared. El paso del tiempo, no la mano del hombre, la había destrozado hasta dejarla inservible. Lo que sí había hecho la mano del hombre era robar los marcos de las puertas y las ventanas y arrancar los ladrillos que alguien había colocado a modo de baldosas. Los tiernos brotes de la higuera se extendían hacia arriba como dedos, buscando las grietas iluminadas del techo. Se habían llevado todos los muebles, excepto una mesa rota. En un rincón, una cuerda con un extremo largo y deshilachado estaba enrollada como una serpiente. Una jarra de arcilla, que una vez tuvo dos asas, yacía abandonada en una maraña de ortigas. Atravesando una tormenta de grillos y moscas pequeñas, Bora se aventuró a cruzar la planta baja en busca de unos peldaños o una escalera de mano que lo llevase hasta el tejado. Lo que encontró fue una rampa de mampostería sin escalones. Una vez arriba, se llevó una decepción al ver las tablas desvencijadas del tejado plano: lo que le había parecido un posible punto de observación jamás aguantaría el peso de un hombre.
Pero, al alcance de su mano, la frondosa higuera le ofrecía una alternativa. Solo ligeramente desequilibrado por la mochila, Bora saltó desde el borde del tejado y se columpió con facilidad hasta la bifurcación del tronco, sobre la que se sentó a horcajadas. El árbol crujió y gimió bajo su peso. Desde niño, sabía lo fácil que era subirse a una higuera, pero no podías fiarte de sus miembros grisáceos, ásperos como la piel de un elefante, porque podían quebrarse bajo tu cuerpo. No es que fuese a hacerse daño si caía desde este retorcido espécimen, que levantaba, como mucho, tres metros del suelo. Lo que importaba es que le proporcionaba un punto de observación desde el que espiar sin ser visto.
Más allá de la espesura de hojas que rezumaron un líquido lechoso al quebrarse sus tallos, logró reconocer pocos puntos de referencia, aparte de Heraclión y el puerto. Tílisos, Ampelokastro y Sphingokephalo estaban al noroeste, tras la cima de la montaña, y era imposible planteárselos como destino desde donde estaba. Si decidía atajar montaña abajo, atravesando laderas desmoronadas y cornisas boscosas, en media hora estaría en Krousonas, y tras una hora de marcha por terreno desconocido habría llegado al «camino del valle», por insignificante que fuese.
«No es que tenga muchas opciones. Si quiero llegar hasta el valle, tendré que adelantarme a una mujer que conoce cada centímetro de esta isla. Con Krousonas delante, sería una estupidez por mi parte bajar aquí, pero tengo que volver a Heraclión hoy mismo. Por peligroso que sea. Frances piensa de la misma manera: quiere atraparme hoy, por peligroso que sea. Pero su marido… Sidheraki es más lógico, o más responsable. Su guerra no se reduce a Martin Bora. Hay una cosa que sabe que no haré a no ser que pierda el juicio… No, dos: acercarme a Krousonas y volver al interior».
De pronto lo vio tan claro que los riesgos que presentaba su plan le parecieron accesorios. Bora bajó del árbol, con cuidado de no agitar las ramas para no llamar la atención sobre la higuera desde abajo. Volvió sigilosamente a la casa para coger el rollo de cuerda del rincón y la jarra de una sola asa. Se las guardó en la mochila y salió. Primero reptando y luego colocando un pie detrás del otro sobre el estrecho margen, se desplazó hacia la derecha, procurando no ser visto pero sin vacilación. Desanduvo sus pasos y se dirigió hacia el sur, alejándose de su objetivo por el momento. «Ahora mismo hay tres puertos en mi mapa interior: Heraclión, Moscú y Prusia Oriental. Tengo que alejarme de los tres si quiero alcanzarlos… Que es lo que hizo Ulises una y otra vez: llegar a divisar Ítaca tan solo para que el destino lo separase de ella».
A unos cientos de metros de la casa, Bora se acercó al pasaje entre el árbol muerto y el muro reseco. Sacó la cuerda de la mochila, la desenrolló y la pasó dos veces por la rama en forma de horca para formar un bucle. Ató los extremos que quedaban colgando en torno a la jarra para que hoy o mañana, cuando los hombres de Sidheraki pasasen por allí, se la encontraran colgando frente a sus ojos. A continuación plegó y dividió limpiamente en dos el papel secante que utilizaba para su diario. En la mitad que estaba más limpia, garabateó los versos griegos de la Ilíada que había recordado mientras volaba en el avión ambulancia:
«Y llegará la aurora, el crepúsculo o el mediodía / en que alguien me arrebate la vida en la marcial pelea, / acertando con una lanza o una flecha, que surge de la cuerda».
Debajo, añadió en inglés: «pero ahora no, señora Sidheraki», y su firma.
Envolvió con el papel el fragmento de escayola con el ojo mágico y metió ambos dentro de la jarra.
De aquí hasta el valle, había largos tramos de empinado suelo rocoso, senderos serpenteantes y cabañas reducidas a montones de piedras. Se levantaban los lentiscos, de un aspecto increíblemente verde y fresco, y las amapolas y los arbustos de hoja perenne rellenaban los huecos como hogueras rojas y verdes. Aldeas sin nombre, ermitas solitarias e interminables muros reducidos a escombros que le recordaron a Aragón cubrían el tortuoso pie de la montaña. Aunque Bora no la veía a través de la maleza, Krousonas descansaba justo al norte de allí, estaba seguro. Lo que estaba a punto de hacer no tenía ninguna lógica; era temerario pensar que correr de cabeza hacia el valle podía traerle otra cosa que una estrepitosa caída o el disparo casual de un subfusil. Pero no conseguía quitarse de la mente la idea de que los distintos lugares eran islas y se podía saltar de una a otra si era el destino y uno se atrevía. Observó el paisaje sinuoso como si una línea imaginaria que describiese picos y valles conectase el lugar en el que se encontraba con un único punto deseado, mucho más abajo.
Montañas, sí, pero no montañas altas. «Perfectas para una carrera a campo través, como Peter y yo aprendimos más o menos, en los Grampianos de nuestros primos Cargill». Bora guardó con cuidado sus gafas de sol, cerró la pistolera y se ajustó las correas de la mochila. Aspiró rápidamente un par de veces, como un atleta antes de una carrera. «Esto no es precisamente el Ben Nevis, pero lo único que tengo que hacer es bajar».
En cuanto echó a correr, fue como si tuviese alas en los talones. Saltó, franqueó obstáculos, voló a campo traviesa. Los vallados y muretes de piedra pasaban rápidamente bajo sus piernas. Se deslizó y se dejó caer en picado siempre que así consiguiese avanzar más rápidamente. Iba allá donde lo llevaba el descenso; subió a toda velocidad cuestas y acantilados solo para alcanzar el próximo salto. Se precipitó a través de parches de sol y sombra que pasaron junto a su cabeza con un palpitar rojizo, igual que el zigzag descrito por los caminos polvorientos, alguna que otra casa abandonada o un granero vacío. Bajo sus botas de montaña, las piedras, la hierba, los guijarros o el barro seco eran todo uno. Oyó los disparos de un subfusil como los percibe una liebre a la fuga, como un ruido de fondo que había dejado atrás. Las púas, las ortigas, los erizos y las espinosas flores de los cardos se le quedaban pegados o quedaban destrozados a su paso. No es que importase: ni siquiera de niño había corrido con tanto abandono, excepto tal vez cuando huyó aterrorizado de la casa con ojos. «Solo que no hay ningún jardín familiar esperando a recibirme al final de la carrera. O tal vez sí, en un puerto lejano más allá de Heraclión. Más allá de la habitación salpicada de sangre de Villiger, del bulevar Gorki, de Prusia Oriental, de la guerra…; más allá de todos los lugares por los que debo pasar para poder volver a casa. Si es que vuelvo».
Camino del valle, 2:35 p.m.
Llegó al valle sano y salvo, aunque no habría podido decir cómo. De repente, no había más cuestas que bajar. Bora se detuvo al borde de un camino de tierra de un blanco cegador. Apenas sentía el cuerpo. El rugido de la sangre en los oídos tardó unos momentos que le parecieron una eternidad en aplacarse. Hasta que se calmó, fue como tener la cabeza debajo del agua. El cielo, de un rojo intenso, parecía palpitar; la montaña por la que había bajado, roja y lejana, firme, parpadeó ante sus ojos con los fuertes latidos de su corazón. Se arrodilló para recuperar el aliento y notó que recobrara poco a poco el control de su cuerpo, un sentido y después otro, sin dolor. «Demonios, si junto con el uniforme que me proporcionaron en el almacén me hubiesen dado la gorra de invisibilidad, no habría podido hacerlo mejor. El fragmento con el ojo del Minotauro pintado me ha traído suerte, o tal vez fuese la chica blanca como el marfil que vi en mesa pharangi: hice bien en evitar a las muchachas que cantaban entre las hierbas altas….
»Lo que veo allí arriba es Kato Asites, no Krousonas». Se encontraba al sur de Krousonas, estaba seguro, más hacia el interior, y la carretera, algo más adelante, se bifurcaba como una horquilla. Más allá de la ramificación, un puñado de casas destartaladas de una sola planta se cocía al sol. Todavía un tanto mareado, Bora echó a andar en esa dirección. No se veían soldados ni material militar en las cercanías; solo unos letreros en alemán que apuntaban en distintas direcciones. La carretera que arrancaba hacia la izquierda en la bifurcación se desviaba hacia el pie de la montaña, en dirección a Skala y Kavrochori —y a Ampelokastro, que se encontraba entre ambas—, aunque la señal no indicaba a qué distancia. En cuanto al camino principal, conducía hacia el sur, hacia Agias Varvaras, a ocho kilómetros. Al norte estaba Agios Mironas, a siete kilómetros. Y también Heraclión, a treinta kilómetros de distancia.
Malas noticias. Incluso en una zona oficialmente bajo control alemán, esos treinta kilómetros presentaban un problema grave al no disponer de un medio de transporte. «Sigo estando en las profundidades del laberinto. Tengo veinticuatro horas, como mucho, para encontrar la salida resolviendo este caso. El nombre de “Agios Mironas” me resulta familiar, pero no consigo recordar por qué». Bora echó un vistazo a una fuente de la que brotaba un hilillo de agua a un lado de la carretera y se acercó a enjuagarse lo mejor que pudo el sudor y la tierra y limpiarse la capa de polvo que recubría las magulladuras y los cortes que tenía en los miembros. Pieza a pieza, recuperó su identidad: las hombreras, la chapa identificativa y la gorra. Curiosamente, no sentía doloridos los músculos; como si su cuerpo estuviese aplazando la incomodidad y el agotamiento para cuando pudiese permitírselos. También la prisa furiosa que lo había impulsado hasta ahora quedó en suspenso. Villiger, Kostaridis, Preger, Sinclair parecían tan inalcanzables desde aquí que solo un oportuno entumecimiento evitó que cayese en la desesperación. En cuanto el viajero divisa Ítaca flotando como un corcho en el océano, el destino se la arrebata.
El puñado de casas sin nombre que se extendía a ambos lados de la carretera lo recibió con la mezcla habitual de ancianas sentadas sobre los muros bajos y muchachas que se escabulleron, escondiendo las caras tras pañuelos blancos o negros. Anunciar que tenía dinero —echo parades— no iba a sacar un vehículo ni un caballo de la nada. La única esperanza de Bora era que una patrulla alemana pasase por allí, pero esperar en la aldea no aumentaría sus posibilidades de toparse con una. Seguido por las miradas indiferentes de las aldeanas, echó a andar hacia el norte, y había recorrido poco más de un kilómetro cuando el zumbido del motor de un camión a sus espaldas le hizo volver la vista atrás.
El camión era un Diamond T de la marca Petropoulos, rojo y negro como un Lucifer de carnaval, y Bora se encontró cara a cara con Rifat Bey Agrali.