CAPÍTULO 1
Nul tisserand ne sait ce qu’il tisse.
«Ningún tejedor sabe lo que teje».
(Dicho francés)
Domingo 1 de junio de 1941, Moscú, Hotel Nacional, 10:00 p.m. Tres semanas antes de la invasión de la Unión Soviética por parte de Hitler
Si Martin Bora hubiese sabido que dentro de mil días iba a perder todo lo que tenía —y era—, sus actos, hoy, no habrían cambiado considerablemente.
Hoy, las cosas eran como eran.
Sobre su mesa de noche descansaba una nota en la que podía leerse «Dafni, Mandilaria» y nada más. No obstante, la pesada caligrafía inclinada impedía que fuese trivial. Viniendo de un hombre cuya firma podía suponer la ejecución inmediata, como ya lo había sido para unas cuarenta y tantas mil personas, hasta los nombres de unos vinos del sur resultaban inquietantes.
Bora puso boca abajo la nota. Después, abrió su diario por una página en blanco y empezó, por inercia, censurando sus verdaderos pensamientos.
«Maggie Bourke-White —escribió— siempre tiene lilas frescas en su habitación. Su perfume inunda el pasillo de este amplio último piso; lo percibo cada vez que entro o salgo. A su marido —ver más abajo— no le caigo bien, y el desprecio es mutuo; ella es más tolerante, o será que tiene el interés propio de una fotorreportera por los animales extraños, como somos los alemanes en Moscú en estos tiempos. Pero es que todo es extraño; de lo contrario, no tendría en mi mesa de noche una nota en cirílico que pone “Dafni” y “Mandilaria”. Anoche estaba en nuestra embajada, aparentemente tranquilo pero recorrido por sudores fríos, cuando la recibí de manos de Lavrenti Pavlovich Beria, vicepresidente del Consejo de Comisarios del Pueblo y jefe del NKVD. ¡Ni el propio Stalin impone tanto como su poderoso jefe de la policía secreta! Yo, un simple capitán que en ocasiones hace las veces de intérprete, tenía razones adicionales para estar inquieto. Este viernes hará una semana que, al volver de una de las fiestas del círculo diplomático —en realidad una de esas borracheras al estilo ruso de las que empiezo a hartarme—, pasó algo que ilustra el extraño mundo en que nos movemos. Se me metió en la cabeza —estaba algo achispado después de todo el vodka Starka y Hunters, pero no realmente borracho— girar a la izquierda en Gorki y dirigirme al bulevar del Triunfo y a Nikitskaya, donde el vicepresidente tiene su residencia urbana. Pasaban dos minutos de la medianoche y supuse que no habría mucho movimiento a esas horas, aunque los agentes soviéticos se han ganado cariñosos apodos del tipo “culo de piedra” por las muchas horas que, según dicen, pasan sentados frente al escritorio. Bueno, pues o bien esas historias son ciertas, o bien los del NKVD estaban enfadados por la razón que fuese: me detuvieron en la esquina a pesar de todos los papeles oficiales y el poprusk que llevo pegado al parabrisas y me echaron —o intentaron echarme, debería decir— un buen vistazo. Me hicieron salir del coche y me interrogaron durante varios minutos. “¿Su nombre es Martin Bora —lo pronunciaron ‘Marty’n Bwora’—?”. “Sí”. “¿Reside en el Hotel Nacional?”. “Sí”. “Entonces, ¿qué está haciendo aquí?”. “No lo sé. ¿Dónde es ‘aquí’?”. “¿Ha bebido?”. “Sí”, etcétera. Los ánimos se calmaron cuando fingí estar como una cuba. Si hubiesen sido agentes de policía, les habría ofrecido unos cigarrillos. Como el tabaco extranjero es muy escaso en la Unión Soviética, suele abrir puertas y cerrar bocas. Pero con miembros de la policía secreta, es mejor no ser tan burdo. Al final, murmuraron una advertencia y me dejaron ir. ¿Se creerían que me había perdido en el barrio de los extranjeros? Lo dudo. ¿Darán parte de mí a la persona correspondiente? Por supuesto. Pero hoy día todos jugamos estos jueguecitos en Moscú: los diplomáticos, los soldados, los occidentales privilegiados.
»Y hablando de estos últimos, justamente ayer, mientras esperaba al ascensor del hotel, me topé por cuarta o quinta vez con el célebre escritor estadounidense Erskine Caldwell. Se aloja aquí con su mujer Margaret, o Maggie, la amante de las lilas, y disfruta de un trato exquisito por parte del Narkomindel de Molotov. Mientras que al personal de nuestra embajada se les han restringido los viajes fuera de Moscú, la pareja conduce y vuela libremente —o eso piensan— a donde quieren para sus artículos. Tengo órdenes de ser encantador con los extranjeros no beligerantes, así que siempre saludo a Caldwell primero.
»Como de costumbre, ese trotamundos de izquierda que envía idealistas informes sobre Moscú a Estados Unidos me ignoró. Pero no pudo fingir no haber visto a un tipo que supera su altura de jugador de fútbol americano, habla perfecto inglés y además, viste como un ayudante de agregado militar. Sea como fuere, como un cowboy que otea la pradera lejana, Caldwell miró hacia otro lado. No insistí. La señora Bourke-White no iba con él, pero me la había encontrado antes en el restaurante del hotel. Más resultona que guapa, me dio la impresión de que era una mujer inteligente y abierta, una reportera fotográfica de profesión que ha recorrido la mitad del mundo conocido. Un bávaro que se dedica a la compraventa de instrumentos ópticos ha estado intentando seducirla, aprovechando su estatus de civil que puede presumir de la suite de la tercera planta, con un piano de cola y baratijas napoleónicas. Parece que el señor y la señora Caldwell se llevan bien; aunque se rumorea que él tiene mucho genio, y ya veremos cuánto tiempo aguanta sus malas pulgas una mujer yanqui con carácter. Todo esto no serían más que chismorreos si no fuese consciente del papel que desempeñan estos intelectuales en las comunicaciones rápidas de hoy en día. Los mantengo discretamente vigilados a través de E., un socio cercano a ellos, en el que confían y del que esperan, como máximo, que informe exclusivamente al camarada Stalin.
»Además, todos nosotros —los soviéticos, los alemanes y los demás— utilizamos a conveniencia la variada humanidad que abarrota ese almacén de emigrados, el desvencijado Hotel Lux, antes Zentralnaya, también conocido como la “jaula dorada de la Comintern”. A Vicky Baum le apasionaría la intriga que se desarrolla en sus seis plantas. Los residentes necesitan desesperadamente artículos de aseo... pero qué digo, las necesidades básicas tal y como uno las entiende en el mundo civilizado: jabón, papel higiénico, bombillas, etcétera. El soborno no es imposible, aunque saben que podría costarles el cuello. Se han visto diezmados en los últimos cuatro años, a pesar de que todos ellos son comunistas: yo lo sé bien, ya que tengo que escudriñar los ejemplares antiguos del ahora difunto Deutsche Zentral Zeitung, que vomitó su propaganda roja durante años.
»Pero volviendo a Lavrenti Pavlovich Beria. En su Packard blindado, anoche se presentó sin haber sido invitado a la reunión informal que el conde embajador Von Schulenburg había organizado para unos pocos invitados selectos, y así es como anotó mis tareas en la página en un cuaderno. ¿Para quién —o para qué— ha pedido el tercer hombre más poderoso de Rusia 60 —sesenta— botellas de un selecto vino cretense? Después de una reunión que rezumaba buena voluntad pero en la que se percibía tensión, nos devanamos los sesos tratando de entenderlo: ¿para uso propio? ¿Una juerga por todo lo alto? ¿Un regalo para Steinhardt, el embajador estadounidense? Que sepamos, el vino incluso podría ser un regalo inesperado para nuestro ministro de Asuntos Exteriores. Por supuesto, mi superior, el coronel Krebs, accedió de inmediato a enviarme a Creta para hacerme con el codiciado vino. Sin importar que acabemos de concluir una victoriosa campaña, aunque ganada a duras penas, para conquistar la isla.
»Oficialmente, la operación aerotransportada terminó ayer. Según mis órdenes, mañana —ahora que ha pasado la fuerte tormenta de granizo de las últimas horas— partiré rumbo a Lublin en un avión ruso. Desde allí, esta vez en alas alemanas, seguiré hasta Bucarest y después hacia el sur, hasta Atenas. Una vez en Atenas, tendré que apañármelas para llegar a la isla de alguna manera, posiblemente en uno de los hidroaviones que cubren la ruta hasta Creta, o en uno de los Junkers ambulancia que aún deben de estar yendo y viniendo desde los combates.
»¿Acaso ser soldado incluye tareas tan poco glamurosas como suministrar vino a nuestros aliados rusos? Eso parece. Suficiente para una entrada del diario. Me levantaré dentro de cinco horas, a la 1 a.m. hora de Berlín, 3 a.m. hora de Moscú».
Lunes 2 de junio
Sin el horario de ahorro de luz, a las tres y media ya estaba amaneciendo en Moscú. Bora se metió en el bolsillo la nota de Lavrenti Pavlovich, sin releerla.
«La verdad es que lo que me picó la curiosidad sobre su casa en el bulevar del Triunfo no fueron las historias que corren acerca de sus hábitos de trabajo, sino los insistentes rumores sobre su costumbre de atraer con artimañas a chicas menores de edad de las que no se vuelve a tener noticias. ¿Improbable? No dudó en arrestar a la esposa del secretario personal de Stalin, ¡y dicen que va a enviarla al pelotón de fusilamiento! No me extraña que me detuviesen en la esquina de la calle».
Se palpó la mandíbula para comprobar que estaba bien lisa después de afeitarse, recogió la guerrera del respaldo de la silla y se la puso. Pronto despachó la tarea de llenar la pequeña bolsa que pensaba llevar consigo para el viaje. Cuando el camarero llamó discretamente a la puerta, contestó Da, kharasho sin abrir, para que dejase la bandeja frente al umbral. Había pedido el desayuno al servicio de habitaciones para ahorrar tiempo. Dado que todo el personal del hotel trabajaba para la policía secreta de una forma u otra, y como era indudable que vigilarían con sumo cuidado a un huésped asignado a la embajada alemana, Bora esperó hasta que las pisadas cada vez más débiles en el exterior le indicaron que el hombre se había ido y abrió la puerta.
Con la taza en la mano frente a la ventana abierta, aspiró el aire fresco, en el que las gotitas de humedad se fundían sin llegar a formar una neblina. Desde la calle que tenía debajo, era posible que los pisos superiores de este y otros edificios pronto quedaran envueltos en bruma. Las agujas de la ciudadela, no lejos de allí, ya lo estaban. Era una de las primaveras más frías que se recordaban, y los árboles de los parques y las aceras seguían sin florecer... excepto las ligas de Maggie Bourke-White. «Me pregunto de dónde las saca». Bora acercó los labios a la taza, sin beber: el borde de porcelana estaba lo suficientemente caliente como para escaldarle. Ni siquiera asomándose al exterior podía estar seguro, pero su coche y el conductor debían de estar estacionados abajo. O tal vez no; aún era temprano. Era para las cuatro en punto cuando había pedido un taxi compartido hasta la calle Leontyevsky, donde se reuniría con Manoschek, el subsecretario de la embajada, con quien iba a volar a Polonia, ocupada por los alemanes. A diferencia de él, Manoschek continuaría hacia el oeste, hasta Berlín.
Estaba bien haber conseguido por fin una habitación con vistas, después de semanas viendo el patio interior del hotel. Bora examinó el horizonte erizado de cúpulas, agujas, torres y los tejados planos de los inmensos bloques de apartamentos; en el aire persistía un olor a combustible para calefacción y estufas de madera, el humo y los olores de las fábricas, principalmente el penetrante aroma proveniente de la destilería de brandy estatal que había al otro extremo de la manzana. Sin duda, más o menos ahora, desde las oficinas de la GPU situadas en la calle Dzerzhinsky un choche sombrío, discreto hasta el punto de resultar sospechoso, se acercaba al Nacional. A Bora le hizo gracia, aunque no sonrió. «¿Irán Max y Moritz en él? Seguro que he sacado de la cama a esos personajes de cómic. No hay ni una vez que vaya del hotel a la embajada sin que me sigan uno u otro, o ambos: lo único que puedo hacer es esforzarme por salir temprano y tomar la ruta más larga posible, hasta la plaza Spasopeskovskaya y la residencia de estilo federal de Steinhard, o rodear el Kremlin, cruzando y volviendo a cruzar los puentes antes de volver a dirigirme al Anillo de los Jardines. Apenas me paro en ninguna parte ni hago fotos, así que no pueden ponerme reparos. Como mucho, aflojo el paso delante de las librerías o el teatro Bolshoi —que está en obras—, o de las caras tiendas de delicatessen del bulevar Gorki. Al final, los pocos cientos de metros que separan el Nacional de nuestra embajada se multiplican hasta convertirse en unos cinco kilómetros. Hago que mis sombras se ganen el pan de cada día».
Una vez más, se llevó la taza a la boca y bebió un sorbo. Inmediatamente, la idea «el café tiene un gusto raro» lo atravesó. Bora, que lo tomaba negro y nunca lo removía, volvió al centro de la habitación, cogió la cuchara que había en la bandeja plateada y sacó parte del poso que había en el fondo de la taza. Era un residuo arenoso, translúcido y de color ambarino. Se puso en guardia tan bruscamente como se desenrosca un muelle al soltarlo. Con la punta de la lengua, probó las partículas de la cuchara, un gesto insignificante que lo hizo relajarse de inmediato. Solo era azúcar. Azúcar de caña, caro en Moscú: un toque inesperado y adicional para el huésped extranjero que pagaba noventa y seis rublos la noche. «Vaya, con mi sueldo mensual no podría permitirme alojarme aquí más de diez días: es natural que le hayan puesto azúcar al café que pedí al servicio de habitaciones. Y no serían tan burdos como para envenenarme con el desayuno».
Bora se terminó la taza sintiéndose algo estúpido, pero no del todo. «No es aquí donde aprendí a mantenerme constantemente en estado de alerta: aquí perfeccioné la lección. ¿Será excesiva prudencia no separarme nunca de mi diario, llegando incluso a meterlo en una bolsa impermeable cuando me ducho? Vivir en Moscú te vuelve paranoico». Una vez más de frente a la ventana, sin necesidad de mirarse en el espejo, se pasó hábilmente el aiguillette de cordón plateado por el hombro derecho, lo fijó al pequeño cierre de carey que llevaba bajo la correa del hombro y enganchó los bucles finales al segundo y tercer botones de la guerrera. Abajo, el bulevar Gorki estaba suspendido entre el sueño y el despertar a la vida. Su difunto padre lo había conocido como calle Tverskaya, antes de que echasen hacia atrás las fachadas de las casas para doblarle la anchura, cuando las tiendas presumían de ricos frontones y carteles de madera y largas hileras de cabriolés la flanqueaban. Hoy canalizaba los camiones de reparto, los autobuses de primera hora, los «taxis compartidos» y a los que iban al trabajo para el turno de mañana. Bora se abrochó el cinturón. Moscú se las apañaría sin él hoy y viceversa.
Encima de la cama, su bolsa contenía no más de lo necesario para un viaje de tres días. Al mirarla, era imposible no pensar en su otro equipaje, que estaba listo y esperándolo en Prusia Oriental. Pero Bora había aprendido durante esta misión a refrenar estos y otros pensamientos, así que inmediatamente cambió el foco de su atención. Ya no se sorprendía ante su habilidad para esconder de sí mismo sus propios pensamientos, como si la gente que lo rodeaba pudiera leerle la mente. Así que evitó pensar en «Prusia Oriental», diciéndose «Rusia» en vez de «Prusia Oriental» y «servicio diplomático» en vez de «Primera División de Caballería, lista para ser desplegada».
Sentía la nota de Lavrenti Pavlovich que tenía en el bolsillo como algo que podía espiarle simplemente por estar en contacto con su cuerpo. Bora la sacó y la estudió. Dafni, Mandilaria. «¿Topónimos cretenses? ¿Sugerirá el primero un vino con sabor a hojas de laurel? Dafni quiere decir “laurel” en griego. Beben todos como esponjas, estos rusos, desde el primero hasta el último. Los generales que quedan después de la purga nadan en alcohol; mientras que otros treinta y cinco mil oficiales están criando malvas».
De todas las ocupaciones rutinarias típicas de servir a una embajada, un viaje de ida y vuelta de casi tres mil quinientas millas para ir a buscar algo de vino, en este momento, le resultaba humillante. Manoschek iba a Alemania para una visita de rutina, pero quién sabía. Puede que llevase documentos que convenía quitar de en medio en vista del inminente ataque a Rusia. Hasta entonces, los alemanes residentes en Moscú irían al trabajo, comprarían queso y champán en el Gorki y asistirían a fiestas en las que era imposible rechazar un brindis detrás de otro. Bora cerró la ventana. Era consciente de que, ahora que Krebs estaba sustituyendo al enfermo general Köstring, la presencia de Von Schulenburg, Krebs y la suya propia justificaba la burlona definición del ministro de Exteriores sobre la embajada como «ese nido de sajones». No era una crítica, pero tampoco un cumplido. Bora haría todo lo posible por no mostrar su decepción ante este encargo.
Minutos antes de las cuatro, ya había hecho el equipaje y estaba listo. Colocó la taza y la bandeja vacías delante de la puerta y, al lado, la bolsa de viaje, que no se molestó en cerrar con candado. Simplificaría las cosas cuando los rusos la registrasen, a pesar de todos los pases y permisos. En los aeropuertos y estaciones de tren, uno sabía que ya habían registrado sus cosas cuando los agentes de aduana lo dejaban pasar magnánimamente sin comprobarlas. Los privilegios diplomáticos pocas veces se aplicaban a los representantes menores del Reich, y mucho menos a su equipaje. Una vez, habían retenido incluso las maletas del embajador. Habían hecho falta varias llamadas telefónicas indignadas para aclarar las cosas y provocar una parálisis de todos los trenes hasta que un convoy especial entregó los bienes confiscados. Así que Bora viajaba ligero y decía de buena gana lo que sabía que los agentes de aduanas esperaban que dijese.
Estaba acostumbrado a estar bajo vigilancia. Cuando él y su hermano eran niños, sus habitaciones no tenían llave porque su padrastro, con rango de general, no permitía que los chicos se encerrasen. A decir verdad, Bora conspiró en secreto hasta dar con una llave maestra. Nunca llegó a utilizarla: le bastaba con saber que podía encerrarse si quería. Había noches en que dormía en el suelo para que en una primera inspección su padrastro pensase que se había escapado; otras, simplemente se quedaba despierto en la cama, pensando. A las doce, gracias a la llave maestra, ya había echado mano a la mayoría de los libros prohibidos, que se guardaban en una pequeña habitación revestida de paneles de madera junto a la biblioteca. No necesariamente los leía: se contentaba con haber burlado las prohibiciones. Aun así, raras veces mentía: si le preguntaban directamente, contestaba con la verdad. A su hermano menor le confiaba todo, excepto las cosas que le obligarían a mentir a él también. «Soy responsable de mis silencios y mis transgresiones —se decía—, «y no puedo involucrar en ellos a Peter».
La historia de la llave maestra seguía siendo un secreto para todo el mundo. Bora la llevaba con él incluso en España, solo para perderla durante el sangriento asedio de Belchite. Aquello fue en el 38, y desde entonces tenía la sensación de haber perdido parte de su mundo privado, como si —¿quién, en la inmensidad de un país desgarrado por la guerra civil?— pudiera, al encontrarla, acceder a su yo más secreto. Mientras salía de la habitación del hotel, Bora tuvo que admitir que había sido ese mismo deseo de protegerse a sí mismo y mantenerse en última instancia inaccesible lo que le había llevado a ofrecerse voluntario para contrainteligencia. La disciplina, el autocontrol, la firmeza —las cualidades que sus superiores alababan en él— se correspondían con la puerta imposible de cerrar de su infancia. Pero Bora tenía guardada una llave imaginaria: «Me considero libre de hacer lo que debo». La única diferencia era que ahora lo haría incluso a costa de mentir descaradamente.
En el pasillo, le llegó el aroma a flores proveniente de la habitación de los Caldwell. Bora vio una pequeña espiga de lilas abandonada en el suelo del ascensor, un brote en flor de un rosa tierno. La recogió antes de que alguien tuviese oportunidad de pisarla y se aseguró de esconderla de miradas indiscretas en el puño de la manga antes de llegar a la planta baja.
«Se la devolveré cuando vuelva a verla».
Dejó la llave en recepción y recogió los periódicos del día. Las estatuas desnudas de color crema que apuntalaban el arco —mitad semidioses, mitad San Sebastián— miraron hacia abajo mientras cruzaba el recibidor desierto. Fuera, las partículas suspendidas que casi formaban una llovizna fría lo envolvieron al salir del Leviatán de varias plantas de finales de siglo. El taxi, una limusina marshrutka que normalmente compartían varios pasajeros pero que esta mañana tenía reservada para él en exclusiva, lo esperaba junto a la acera. Por supuesto, también lo esperaban Max y Moritz al otro lado de la calzada en su Zis negro, aparcado en dirección a la avenida de los Cazadores.
Recorrieron unos seiscientos metros en dos minutos. El conductor —en realidad un agente de bajo rango del NKVD que se hacía llamar Tribuk— giró a la izquierda en el ayuntamiento y siguió las callejuelas hasta la embajada alemana para no tener que dar la vuelta cuando quisiesen continuar hasta el aeropuerto. Que te siguiesen tenía sus reglas.
Empezó a llover. Plantado bajo la escasa protección que le ofrecía el balcón que había sobre la entrada, vestido con una trenca oscura, esperaba el subsecretario, con dos maletas con las esquinas de latón a sus pies. Bora salió del coche para saludarlo y este balbuceó una letárgica respuesta al saludo militar.
—Días, Rittmeister.
—Buenos días, subsecretario.
—¿Qué? ¿No lleva abrigo?
—No.
—Hace frío para no llevarlo. —Manoschek tenía el don de decir lo evidente. Bora, de hecho, estaba incómodo, pero sería un estorbo cargar con prendas innecesarias para el Mediterráneo. Vio que el oficial se llevaba la mano al interior del abrigo, en busca del bolsillo del pecho: todavía tenía las marcas de la almohada en la mejilla derecha y daba la impresión de que le habría venido bien dormir un poco más—. Correo aéreo para usted, Bora.
—Gracias.
Inmóvil mientras el conductor se ocupaba de cargar las maletas en el coche, Manoschek comentó:
—Por lo visto, es amigo del rector de la Universidad de Friburgo.
—¿El profesor Heidegger? —Bora aceptó los sobres con indiferencia—. No soy amigo suyo, asistí a su curso de verano sobre los presocráticos en el 32.
—Sabe que está bajo vigilancia, ¿no?
—Lo ha estado durante los últimos cinco años. —Bora volvió la vista hacia los dos hombres en el interior del Zis que esperaba al ralentí, decidido a no mostrar prisa por revisar el correo—. ¿Por qué cree que me carteo con él?
No era cierto. O no era cierto en el sentido de que los mensajes de Bora al filósofo formasen parte de la vigilancia exhaustiva; de eso se ocupaba la Gestapo. Su último cambio de impresiones había tratado de la nada sediciosa cuestión de la «apariencia como una modificación privada del fenómeno».
Al ver que habían abierto la respuesta de Heidegger, Bora guardó directamente el sobre e hizo lo mismo con el resto de la correspondencia de su familia, incluido su hermano Peter.
Manoschek no solía ser agresivo. Pero había bebido demasiado en la recepción de la noche anterior y la severidad de hoy servía de contraste a su bochorno. Tenía un rostro aniñado y la nariz chata; solo una incipiente papada confería algo de madurez a su perfil mientras miraba hacia el extremo este de la calle, en dirección al coche que se aproximaba.
—De acuerdo —dijo—. Ya han llegado mis ángeles, podemos irnos.
Subieron al asiento trasero del taxi cada uno por un lado, con el maletín de Manoschek entre ambos.
—¿Le apetece hojear los periódicos, subsecretario?
Los diarios pasaron de Bora a Manoschek, que los desplegó de inmediato para dejar claro al conductor que no había ningún objeto escondido dentro del fardo. En cuanto el taxi echó a rodar, Max y Moritz lo siguieron, y lo mismo hicieron los recién llegados que vigilaban al subsecretario. El trío de automóviles volvió a Gorki y se dirigió hacia el norte, hacia la plaza Pushkin.
Manoschek paseó los ojos por el periódico que tenía desplegado sobre las rodillas. ¿Estaría leyendo o simplemente evitando el parloteo vacío al que uno recurría siempre en presencia de los rusos? El hecho de que lo hubiese esperado en la embajada, a pesar de alojarse en el Hotel Moskva, solo podía significar que se había pasado a recoger unos documentos que quería llevar consigo, y seguro que no se trataba del correo de Bora. Cuando un pequeño libro encuadernado en papel se materializó en su mano —debía de haberle molestado en el bolsillo del abrigo al sentarse—, Bora consiguió leer el título antes de que desapareciese en el interior del maletín.
¡Los muertos viven!. Ah, sí, a Manoschek le apasionaba la literatura ocultista. ¿Qué otras cosas leería que no quería que la gente supiese? Bora contempló la hilera de edificios del gobierno que se deslizaban junto al coche, bajo la lluvia. «En uno de los puestos de libros usados de la calle Kuznetsky, compré por treinta cópecs —menos de veinticinco pfennigs— un libro que jamás esperaba encontrar Moscú: el Ulises de Joyce. Y en la traducción alemana nada menos, publicada cuando ya había sido prohibido en su patria. ¿Se habrá deshecho alguien de nuestra embajada —podría ser Manoschek— de una novela supuestamente obscena e incómoda con un protagonista judío? Lo único que sé es que hace dos años Wegner, en Hamburgo, se adelantó a la Bora Verlag —o eso, o el abuelo decidió no adquirirlo—. Sea como fuere, no podía dejarlo pasar. Lleva tiempo esperando dentro de mi bolsa de viaje, con una sencilla sobrecubierta marrón, ya que no me apetece anunciar a bombo y platillo que lo poseo, y no tengo tiempo de empezarlo. Pero, ahora que me dirijo al Egeo, poseer un libro sobre el mayor viajero de la mitología griega de alguna manera tiene su lógica».
Manoschek guardó el periódico y preguntó:
—¿Sabe de memoria cómo se hace un cóctel Beacon?
—No. Sé que lleva yema de huevo y Chartreuse.
—¿Y brandy?
—Puede. La pregunta es, en qué proporciones. —Y para devolverle la pulla de Heidegger—: Intento mantenerme alejado de los cócteles —observó Bora—, sobre todo de estas dudosas imitaciones de bebidas americanas.
—Creía que era un experto, dada su familiaridad con los vinos extranjeros —dijo Manoschek con desprecio; pero no andaba buscando pelea. Bora lo ignoró. Se encontró con los ojos claros de Tribuk en el espejo retrovisor y decidió ponerlo en un aprieto devolviéndole la mirada.
Llegaron a la plaza Mayakovski y la cruzaron. Los árboles fustigados por la reciente tormenta de granizo se levantaban sobre alfombras de hojas verdes y ramas despedazadas. Bora recordó la espiga de lilas que llevaba en el puño de la camisa para no pensar que era allí donde había girado para pasar por delante de la prohibida residencia urbana de Lavrenti Pavlovich. La costumbre de ocultar sus pensamientos se había vuelto automática. Tuvo cuidado de no mirar hacia la izquierda, donde la Academia Político-Militar Lenin ocupaba media manzana, pero en esta capital de ministerios y cuarteles habría que cerrar los ojos para hacer oídos sordos. De aquí en adelante, sobre todo una vez dejaran atrás la estación del Báltico y Bielorrusia, las oficinas relacionadas con la aviación comercial y las fábricas de aviones se sucederían una a otra. Para entonces, se habría convertido en el bulevar de Leningrado, que llevaba a las afueras de Moscú.
Poco antes de las cinco en punto llegaron a Tuschino. El aeropuerto, al otro lado de un estrecho canal, llenaba el espacio rectangular enmarcado por un recodo del río Skhodnia. Las aves acuáticas, la bruma que se elevaba desde el agua, el aislamiento… no era difícil imaginárselo como el campamento militar que había sido cuatrocientos años atrás, en el «Periodo Tumultuoso» que había manchado de sangre la Rusia del siglo XVI. Por entonces, el zar Boris Godunov acababa de morir y el segundo Dimitri «el impostor» conspiraba con los polacos y los jesuitas. Manoschek no era amante de la música rusa, así que de nada serviría que Bora mencionase la ópera de Mussorgski sobre el tema.
Con Max y Moritz y los dos ángeles estacionando afuera, los alemanes entraron en la terminal. Ninguno de los dos preveía toparse con ningún obstáculo, ya que todos los detalles de sus respectivos destinos se habían aclarado por anticipado. Pero de alguna manera, hasta salir de Rusia con el beneplácito de las autoridades podía presentar dificultades. Un agente de uniforme —con unas insignias de cuello de color rojo ladrillo, lo que quería decir NKVD— abrió y controló sus bolsas, y aunque no llegó a cachearlos, puso reparos a una firma ilegible en uno de los permisos, lo cual supuso una ronda de llamadas telefónicas comprensiblemente complicada por lo temprano de la hora. Incluso en lunes, la mayoría de las oficinas de Moscú todavía estaban cerradas. Pasados unos minutos, resultaba evidente que Manoschek, que dependía de los conocimientos de ruso de Bora para expresar sus recriminaciones, intentaba controlar el genio para evitar incidentes. Solo su rostro colorado hacía intuir su estado de ánimo. Como consecuencia, la marca de la almohada que tenía en la mejilla destacaba como una cicatriz, mientras que al otro lado del mostrador el ruso mantenía un gesto pétreo, con el auricular pegado a la oreja. Bora se negó a implicarse emocionalmente en una fase tan temprana de su misión. Estaba pensando en la escena de Boris Godunov —su padre, el maestro, había dirigido a Chaliapin en el papel principal— en la que el encolerizado zar recibe la noticia de que Dimitri amenaza Rusia desde el oeste: «¡Que ni un alma cruce esa frontera, que ni una liebre pueda entrar desde Polonia, ni un cuervo sobrevuele la linde con Cracovia!». Qué apropiado, pensándolo bien. Un pensamiento silencioso escapó a su censura mental: «olvidaos de las liebres y los cuervos, pronto vendrán águilas alemanas a invadiros desde Polonia».
Lo más difícil fue conseguir que el camarada «Tichomirov, Yegory Yosifomich», se pusiese al teléfono, ya que no estaba en Moscú… Seguramente, todavía estaría en su dacha en el campo. Manoschek estaba inquieto. Bora decidió acercarse a la ventana que daba a la pista de aterrizaje. Cuando apareció un bonito bimotor Lisinov, rodando sin prisas por la pista mientras esperaba permiso para despegar, se iluminó por dentro. Algo que se alegraba de ver, para variar: si llegaban a concederle la autorización de partir, la versión socialista del DC-3 prometía ofrecerles el tramo más cómodo del viaje.
Para cuando consiguieron solventar el problema, ya habían dado las seis y media. En el mismo momento, el taxi compartido y los dos Zis se marcharon juntos y el agente del NKVD se acercó para abrir la puerta que daba a la pista. La situación exigía un dabrogo puty de cortesía, pero prefirió no desearles buen viaje a los pasajeros ni añadir nada parecido. Aunque cabía la posibilidad de que los alemanes no accediesen a separarse de su equipaje, nadie se ofreció a llevarlo. Manoschek salió del edificio hecho una furia, por delante de Bora.
—Demonios —dijo entre dientes, mientras balanceaba con brío las maletas de esquinas de latón—, que uno tenga que sudar sangre a cambio del privilegio de viajar mil millas con alas rusas.
Bora lo alcanzó.
—Alas americanas, en realidad; desgraciadamente, con un alcance mayor que nuestro mejor bombardero hasta la fecha. —A punto de romper a sonreír, añadió—: Pero lo prefiero con mucho a un viaje en tren de dieciocho horas hasta Varsovia.
Sobre el brillo plateado del fuselaje humedecido por la lluvia, unas elegantes letras en cursiva proclamaban en rojo: «Ciudad de Moscú». Aunque ya era exagerar, el ayudante que los esperaba al pie de la escalerilla comprobó una vez más los papeles de los pasajeros antes de dejar que subieran a bordo.
Una vez en el aire, a través de la neblina, las agujas de una iglesia de color rojizo se deslizaron lentamente bajo el avión, seguidas por los ricos prados verdes y las casas de Krasnogorsk, a orillas del Moscova. En un atrevido ascenso lleno de sacudidas y zarandeos, atravesaron una capa de nubes bajas que dejó al descubierto un cegador rayo de sol, solo para alcanzar los jirones de vapor a la deriva que había más arriba. Evidentemente diseñado como transporte para altos oficiales, el interior del avión disponía de todas las comodidades, y los dos alemanes lo tenían para ellos solos. Les ofrecieron bebidas: té, agua mineral, ginebra Gollansky en botellas cerradas. Manoschek se negó a tocar nada; Bora, que desde anoche, al comenzar su misión, estaba bajo órdenes de seguir la profilaxis contra la malaria, tomó Atebrina con un vaso de agua.
Muy pronto, el subsecretario estaba absorto en su libro de ocultismo. Demasiado absorto, quizás, porque, pasado un rato, se quedó dormido en el cómodo asiento con el índice entre las hojas a modo de marcapáginas. Al otro lado del pasillo, Bora leyó su correspondencia y los periódicos; su coto de caza de posibles detalles útiles que hubiesen escapado a la censura. Heidegger adjuntaba a su respuesta un reciente ensayo sobre la poesía griega de Hölderlin, en el que decía que «esta esencia de los marinos, solitarios y pendencieros» no debe confundirse «con cualquier viaje por mar». Der Nordost weht, decía el poema, «sopla el nordeste». De alguna manera relevante, de alguna manera puntual, como el Ulises de Joyce que llevaba en la bolsa. Durante las cuatro horas y media de vuelo, los dos hombres no intercambiaron más que unas pocas frases, y era mejor así, ya que —según les constaba— en los aviones oficiales había instalados micrófonos ocultos, igual que en sus habitaciones de hotel.
Por fin, las inmensas marismas del Prípiat dibujaron una extensa colcha de retales compuesta de follaje verde oscuro y grandes estanques bajo el avión, indicando el este de Polonia, ocupado por los soviéticos. El agua ahora los deslumbraba, reflejando el sol, o se volvía sombría bajo las nubes, como una enorme criatura almizcleña que abriese y cerrase sus muchos ojos. Bora guardó los periódicos. Al ver la marisma, se le aceleró el pulso. «Puede que pronto las atraviese a caballo con mis hombres», pensó. «Las sonrisas, la diplomacia, tirar disimuladamente el alcohol en las macetas para no beber demasiado, siempre con cuidado de no ofender a nuestros anfitriones… Todo eso no es más que la preparación para nuestros verdaderos planes».
El de Lublin era el primer aeródromo al otro lado de la frontera de la zona de ocupación alemana, en una llanura punteada de lagos redondos. Cuando el Lisinov se acercó, dos aviones de combate de la Luftwaffe que estaban asignados al aeropuerto despegaron para escoltarlo. Bora había cruzado la zona en el 39 y reconoció el curso serpenteante del Bristitza y el matadero municipal, a un lado de la carretera. En aquella época, el aeródromo había resultado dañado en un bombardeo y estaban efectuando las reparaciones a un ritmo frenético.
Ya bajo escolta, el Ciudad de Moscú dio un amplio rodeo hacia el sur para aproximarse a la pista de aterrizaje con viento de cola. Manoschek guardó el libro, bostezó cubriéndose la boca con el puño y miró hacia un lado. Por el costado de estribor, se distinguían los tejados de los cobertizos de Majdan Tatarski por debajo de las nubes desgarradas.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Bora se mordió la lengua.
—Una fábrica textil.
¿Qué le había escrito Heidegger? «Todo consiste en liberarse de un concepto de la verdad entendida como concordancia». Lo cual quería decir que podía contestar «una fábrica textil» —ya que el subsecretario no era uno de sus confidentes y cabía la posibilidad de que los rusos estuviesen escuchando— cuando al Pequeño Majdan, Majdanek, poco le faltaba para convertirse en un campo de concentración.
En el suelo repostaba un espartano Ju-52. Era para Bora, no para Manoschek. El diplomático auxiliar, con más tiempo de escala, se alegró ante esta oportunidad de almorzar. Un ordenanza se ocupó de sus maletas, lo que le permitió dirigirse a la cantina sin ningún estorbo.
—Nos vemos en Moscú, Rittmeister —dijo.
«No nos veremos —se dijo Bora—. Ha salido de Rusia para siempre, ahora que hemos reducido el personal de nuestra embajada a lo esencial». Aun así, contestó afablemente «nos vemos en Moscú». Pasaban unos minutos de las once, hora de Moscú; diez, hora local. Podría haber tomado un bocado en la media hora que tardaría el avión de carga en estar preparado, pero a Bora no le apetecía prolongar su relación con Manoschek. Atrasó una hora el reloj y esperó, andando en círculos en el frío de la mañana.
El viento del sur que había obligado al piloto ruso a modificar el aterrizaje se convirtió en un fuerte viento de cara cuando Bora continuó hacia Bucarest. Las tres horas y media que esperaban pasar en el aire se convirtieron en cuatro, acercándolos preocupantemente a su máxima autonomía. Bora, el único pasajero entre cajones de suministros variados, se dedicó a leer para no ver cómo el copiloto golpeaba con nerviosismo el indicador del combustible. A las 14:48 horas, azotados por la lluvia, se alegraron al sentir la resbaladiza pista de aterrizaje del aeropuerto de Baneasa bajo las ruedas del tren de aterrizaje. Resultó que no era al indicador del combustible al que el copiloto daba toquecitos para hacerlo reaccionar, sino otro medidor.
—No podremos continuar hasta dentro de una hora, Rittmeister; tal vez dos. Si no se marea en los aviones, será mejor que coma algo; no llegaremos a Atenas hasta por la tarde.
Bora hizo lo que le sugería. Lo invadía una especie de apatía cuando no podía cambiar de manera apreciable su destino. Suspendido entre el norte y el sur, el invierno y el verano, la paz y la guerra, hacía lo estrictamente necesario, ahorrando energía. Un mediocre plato de comida y una botella de agua le darían fuerzas para llegar a Grecia, a una cama mediocre. Mañana, Creta. Pasado mañana, de vuelta a Rusia. En momentos como este, casi se veía a sí mismo desde fuera, andando o parado. Entonces, sus pensamientos, sus pensamientos censurados, se volvían transparentes; no podía ocultarlos, ocultarse de ellos ni de sí mismo. Envolvía estos pensamientos en capas y capas de ideas irrelevantes para sentirse seguro.
Comió solo en la cantina de las Fuerzas Aéreas Rumanas. Sin nada que leer salvo los diarios que ya había ojeado y la políticamente dudosa novela de Joyce, Bora se devanó los sesos en busca de palabras griegas que usar en Heraclión; como si el griego antiguo fuese a servirle de algo. La única cita que se le vino a la cabeza de sus días de escuela comenzaba Essetai he heos he deile y no sé qué y no sé cuántos. De la Odisea, tal vez. Ulises pasó diez años enteros viajando, y con muchas menos comodidades que el hombre moderno. «Aún más: se enfrentó a diez años de guerra y diez años de viaje antes de poder volver a su hogar, o lo que quedaba de él. Essetai he heos... “Y llegará la aurora”, ¿quién demonios diría algo así?».
Cuatrocientas cincuenta y tantas millas hasta Atenas. El Junkers salió de Bucarest poco después de las cuatro, bajo una abundante lluvia. Cuando llegaron al Danubio, el tiempo se despejó de improviso, como si el mundo pasase página. Montañas, mesetas y, por fin, el lejano azul del mar: se abrió otra dimensión, donde la tarde se volvía cada vez más luminosa. Bora llegó a Atenas sobre las ocho de la tarde, con algo de sueño pero nada cansado a pesar del largo viaje. Essetai he heos he deile, estos versos griegos daban vueltas en sus recuerdos mientras se quedaba dormido.
Martes 3 de junio, 6:36 a.m., Atenas, Grecia
Era demasiado temprano como para predecir si sería un día de sol. Desde el mar se acercaba la bruma cuando Bora llegó a la bahía y subió al bote de remos que lo llevaría hasta el avión. El medio de transporte que cubriría el último tramo del viaje era un Junkers ambulancia, una «tía Ju», marcada con una cruz roja y equipada con flotadores. La tripulación, que volvía a Creta tras transportar a los hospitales de la ciudad a los paracaidistas alemanes heridos durante los días de intenso combate, accedió a llevar a Bora solo porque tenía órdenes de arriba.
Bora sabía que la conquista de la isla había sido un baño de sangre por los informes extraoficiales de la embajada. La esporádica resistencia enemiga en el interior todavía representaba, y seguiría representando, un peligro importante. No obstante, o precisamente por eso, los reporteros y fotógrafos militares llegaban a oleadas para presentarla como un éxito rotundo: después de todo, los británicos y las fuerzas coloniales habían sufrido una derrota aplastante, perdiendo vidas, equipamiento y buques en su huida.
Por delante de Bora, el personal médico ya había ocupado sus puestos a bordo. Saludó y se convirtió de inmediato en el foco de atención; mientras que el suyo, perfectamente consciente de los olores más inquietantes que enmascaraba el tufo a desinfectante, lo devolvió por un momento a la Cracovia de hacía casi dos años, cuando había visto a sus colegas despedazados por un ataque con granadas. Las enfermeras, los médicos y un cirujano, todos los que se apretaban en las hileras de camillas colocadas frente a frente que habían reemplazado los asientos, se preguntaban visiblemente quién sería.
No se podían cambiar las cosas. Tan fuera de lugar como pocas veces se había sentido en su vida, Bora tenía la elección de ocupar el último rincón disponible de la camilla de más atrás o intentar mantenerse de pie, en equilibrio, durante las próximas dos horas. La dignidad pudo más que la incomodidad y se sentó, con la esperanza de que lo ignorasen. Pero el cirujano le frunció el ceño por encima de las gafas con montura de metal, mientras que las enfermeras lo miraron boquiabiertas —una de ellas era guapa, con la nariz respingona de un perrito pequeño; las otras eran poco agraciadas y tenían la piel quemada por el sol—. Cuando el copiloto hizo una última ronda antes de cerrar la puerta para el despegue, el cirujano le preguntó directamente:
—¿Quién es ese galán de adorno?
Había sido imposible conseguir un uniforme para climas tropicales en Atenas. Bora todavía llevaba puesto el uniforme de la embajada, así que el comentario estaba justificado. El copiloto se inclinó para contestar algo y:
—¿Que va a Creta para hacer qué? —comentó el cirujano, en voz lo suficientemente alta como para que lo oyesen todos. Bueno, era normal que lo dijera. Cuatro mil víctimas alemanas, cuya sangre y vómitos todavía manchaban las rocas de Creta y contaminaban el aire en el interior de este avión, y este intruso tan pulcro viajaba hasta allí para conseguir unas cajas de vino. Bora se sonrojó por dentro al oír sus palabras. Lo invadió un impulso repentino, una especie de deseo de sufrir para hacerse digno; una idea más estúpida que macabra, como él mismo advirtió, rencorosa, infantil o ambas cosas; pero que no por eso escocía menos.
Nadie se dirigió a él durante el vuelo, que fue demasiado movido como para buscar refugio en la lectura, ni mucho menos en la escritura. Antes de que los flotadores tocasen el agua de la bahía de Heraclión, Bora se desenganchó el aiguillette de cordón plateado de los botones de la guerrera y bajo la correa del hombro, se la deslizó por el brazo derecho y la guardó.
Essetai he heos he deile he meson hemar... Le volvieron a la memoria el resto de los versos mientras el Junkers daba saltos y levantaba grandes olas de espuma hasta detenerse bruscamente.
«Y llegará la aurora, el crepúsculo o el mediodía
en que alguien me arrebate la vida en la marcial pelea,
acertando con una lanza o una flecha, que surge de la cuerda».
El divino y hermoso Aquiles había pronunciado estas palabras, profetizando su propia muerte mientras se preparaba para hundir el arma en la garganta de Héctor.