CAPÍTULO 9

 

Sábado 7 de junio, al pie de Agias Irinis

 

«Querido Martin:

»Gracias otra vez por haber venido a mi boda, hermano. Duckie insistió en que te escribiese una nota para decirte que estamos disfrutando mucho del regalo que nos hicisteis Dikta y tú: Titus y Tily van camino de convertirse en nuestras monturas favoritas.

»¿No me habías dicho que el matrimonio es un placer? ¡Estoy enamorado hasta la médula!

»Aquí en el escuadrón, todo va bien. Tengo unos superiores y unos colegas fantásticos, y los ánimos están por las nubes. Estoy loco por nuestras máquinas y cada día que pasa me convenzo más de que nací para hacer este trabajo.

»Pero, adivina: como soy el único hombre joven en la familia de Duckie, su padre ha empezado a insinuarme que quiere que me haga cargo de la papelera después de la guerra. “Con tu mente científica —me dice—, estás hecho para el puesto. Un excelente aviador tiene todo lo necesario para dirigir una gran empresa”. Bueno, los aviadores lo llamamos “pilotar un escritorio” y, excepto recibir un tiro, ¡es el peor destino al que puede enfrentarse un hombre! Me ve como ingeniero jefe y socio suyo y, con el tiempo, propietario, y espera nietos que le compensen por no haber podido tener un heredero varón. Es toda una responsabilidad: quiere un semental y un caballo de carreras al mismo tiempo. Duckie se hace la tímida, pero se siente halagada y está ansiosa por tener niños. Creo que tarde o temprano tendré que explicarle que será mejor que nos tomemos con calma la idea de tener familia numerosa hasta que no sepa cuál va a ser mi próxima misión, igual que habéis hecho Dikta y tú. Estoy muy contento de que haya accedido a ir a Leipzig para vivir con nuestros padres, porque Dikta está allí y será una buena influencia para ella. Duckie debe aprender estilo de tu guapa esposa. Sus padres la tenían amarrada en corto, como sabes —tuve que hacer malabares para meterle una mano en el sujetador durante nuestro compromiso, una vez… Me estaba volviendo loco—. A sus hermanas, exceptuando a la que es novicia, todavía les faltan años para casarse. Así que no es de extrañar que mi suegro ya me vea en polainas, con un puro en la boca, dueño y señor de una inmensa oficina en Hannover y produciendo tanto papel como hizo él en 1923, “cuando el gobierno imprimió setecientas veces más billetes de lo que había hecho nunca”.

»En cualquier caso, como observarás, me siento el tipo más afortunado sobre la faz de la tierra. Incluso aprovecho para asistir a algún concierto o conferencia de vez en cuando: ¡no quiero que seas el único hermano intelectual —ja—! He visto una película muy buena que te recomiendo. Se titula Cabalga por Alemania y cuenta la historia de un capitán llamado Von Brenken, un experto jinete que consigue reunirse con su caballo Harro después de luchar gloriosamente en el frente ruso durante la Gran Guerra…».

En esta segunda lectura, después de una ojeada rápida mientras despegaban de Moscú, la carta de Peter le pareció a Bora el alegre producto de un mundo al que empezaba a pertenecer cada vez menos. Superlativos, expectativas de una vida civil, cosas que hacer después de la guerra… Allí, sentado en el fondo del barranco que olía a limpio, al pie de Agias Irinis, con la hoja cubierta de apretada caligrafía en la mano, se preguntó si ellos dos, el castaño oscuro y el alazán, tendrían algo en común con los chavales que fueron una vez. Peter había pasado de ser un niño excesivamente sensible a ser la simpatía personificada. Martin, testarudo pero obediente, estaba evolucionando y prometía convertirse en un estoico, tan decidido como exteriormente contenido. Frances Allen le había preguntado cuál sería el próximo disfraz que adoptaría, y era cierto que había viajado por Creta como un Ulises moderno. Ninguna de las personas con las que se había encontrado (excepto, tal vez, Waldo Preger) sabía quién era, en el fondo. El propio Waldo recordaba a otro Martin Bora; su opinión se había quedado anticuada. Lo que importaba ahora era la impresión que causaría al sargento Powell, tan escurridizo. «Tiene que llevarme un paso más cerca de resolver la muerte de Villiger. Tiene que confiar en mí lo suficiente como para contármelo todo». Bora no miraba más allá de ese encuentro, seguro de que tendría lugar ese mismo día, como si fuese parte de su destino reunirse con un suboficial británico en un lugar llamado Agias Irinis.

Cuando su compañera de viaje se despertó, ya se había lavado a fondo, afeitado y hecho café sobre un pequeño fuego de ramitas, que ya había apagado. Allen tomó la lata caliente que le ofrecía Bora y dijo:

—¿Qué pasará si no encontramos a Powell?

—¿Qué le pasará a usted, quiere decir?

—Exactamente.

Bora bebía el café de pie, obviamente deseoso de partir.

—Encontraré a Powell.

La ruta hacia Agias Irinis, un acantilado donde según la americana no había nada, excepto un topónimo y el cobertizo donde Pendlebury guardaba sus herramientas, consistía en un sendero labrado en el flanco rocoso. Había puntos en los que, a la luz del sol que lo inundaba a raudales, el camino parecía una escalera de mano casi perpendicular. La americana se cubrió la cabeza con la visera.

—Si tiene buen agarre, llegará en media hora. ¿Le dan miedo las alturas?

—No. ¿Y a usted?

—No, pero llevo sandalias.

—Cierto. ¿Hay otra ruta hacia la cima?

—Rodeando la cara norte. Por eso dije «una hora u hora y media» anoche.

«Si estuviese solo, ya estaría escalando». Bora entendió lo que Frances tenía en mente.

—No estoy dispuesto a dejarla ir todavía, señora. Haremos lo que usted diga.

Cuando empezaron a caminar, Frances Allen, que ya andaba corta de cigarrillos, echó mano de la locuacidad que le quedaba de la noche anterior.

—¿Sabe? —dijo, en un momento dado—, uno de los yacimientos que aparecen en las fotografías que me mostró está en la cima de la montaña detrás de este acantilado. Una tumba que data del minoico medio. Enterradas bajo una capa de cenizas y tierra negra, descubrimos figurillas de arcilla de muchachas con faldas en forma de campana y hombres en taparrabos.

Consiguió despertar un interés moderado en Bora.

—¿Por eso construyó Pendlebury el cobertizo aquí?

—Sí…

Su repentina vacilación, que no duró más que un parpadeo, le hizo sospechar que Agias Irinis también había podido servir al vicecónsul como punto de reunión para los aspirantes a partisanos, incluso antes de la invasión de Creta. Hacía tiempo que los británicos intentaban ganarse el favor de los habitantes de la isla a través de los agentes del SOE. Si el cobertizo seguía utilizándose como reducto, habría guardias apostados sobre el acantilado, y ya habrían dado la alarma. Parecía más probable que, como habían dicho los catalanes, ahora solo unos cuantos fugitivos heridos se refugiasen allí.

Bora iba primero cuando salieron del barranco. A estas alturas de su misión, sabía que era preferible evitar pensar en lo que pasaría después, como había hecho en combate. Un paso y después otro: solo importaba la certeza de que iba a tener éxito, aunque fuese en gran parte infundada. Lo que le diría a Powell una vez se reuniese con él seguía siendo un esbozo confuso. «Ya encontraré las palabras, me aseguraré de resultar creíble. No tengo alternativa». Ulises entró en la sala en la que se divertían los pretendientes y los mató a todos: la masacre de Ampelokastro no era nada comparada con el mar de sangre en el que el vengador quedó sumergido hasta los tobillos una vez terminó de matar. «No me mueve la venganza, así que mis futuros actos no quedarán definidos hasta que los lleve a cabo. Lejos de ser una debilidad, quiere decir que estoy preparado para cualquier cosa».

Ahora a su lado, Frances Allen proyectaba una sombra larga y sinuosa al andar. De vez en cuando, se fundía con la sombra más alta de Bora y ambos parecían dos agujas que se apresurasen a marcar la hora en un reloj de sol salpicado de rocas.

Tardaron casi cuarenta minutos en salvar el terreno surcado de zanjas y hendiduras que rodeaba el fondo del acantilado. Una vez fuera del barranco, quedaron frente a una pendiente que descansaba a pleno sol, donde las hierbas secas parecían cerdas sobre el lomo de un gran bisonte o de una ballena albina. Desde aquí, por la cara norte, podía llegarse a Agias Irinis, por una rampa natural que se inclinaba gradualmente hasta quedar completamente pelada, mientras que el pie estaba poblado de arbustos, lleno de cigarras, prístino. El aroma del tomillo silvestre les llegó a lomos de la brisa. El lugar no era más solitario que otros sitios que Bora había cruzado desde su llegada a Creta. Pero su forma, que describía un arco de una sola línea contra el cielo resplandeciente, lo diferenciaba de todos los demás, asignándolo al reino de los objetos y lugares que eran desconocidos y familiares al mismo tiempo.

Bora nunca había estado aquí, por supuesto, y dudaba que fuese a volver jamás, en futuros viajes. No había visto fotografías de la pendiente. Al llegar al pie de esta, se sorprendió al sentir algo parecido a una oleada de energía que lo recorría empezando por los pies y que lo dejó plantado allí donde estaba, como si una sustancia que estuviese enterrada en el suelo enviase unas raíces delicadas pero penetrantes hacia su cuerpo.

En el arranque de la pendiente había tres campesinas jóvenes. Recortadas contra el brillo del cielo, demasiado lejos como para poder distinguir con claridad sus rasgos, caminaban lentamente, cubiertas hasta la cintura por unas hierbas plateadas que el viento hacía subir y bajar a su alrededor en oleadas. Estaban cantando y parecían no haberse percatado de que se acercaban los extraños.

Entonaban al unísono una canción desconocida para Bora. La letra le pareció armoniosa, y las palabras, largas e incomprensibles. Su canto, Dios sabe por qué, le recordó a lugares tan remotos y distintos de este que solo una predisposición de la mente justificaba la nostalgia que le despertaron aquellas voces jóvenes y melancólicas.

Al verlo, las muchachas interrumpieron su canto. A diferencia de las mujeres que, durante los días pasados, habían huido como gorriones al ver a los desconocidos, se quedaron donde estaban. Lo miraron y lo saludaron desde lejos, como si lo reconociesen. Con las cabezas cubiertas por pañuelos blancos, se parecían unas a otras como hermanas y flotaban sobre las lustrosas olas de un azul grisáceo. La mitad inferior de sus cuerpos quedaba oculta a la vista. Sin duda, se trataba de faldas oscuras, pero, para Bora, igual habrían podido ser escamosas colas de pescado o plumas.

—Quieren que se acerque a hablar con ellas —dijo Frances Allen—. Quieren que suba por la pendiente y se una a ellas.

Ah, aquí está tu hogar, decían, ondulando suavemente los brazos. Lo que andas buscando, lo que estás intentando recordar, lo que te preguntas y quieres y, al mismo tiempo, temes saber desde España, desde que Remedios predijo tu sufrimiento y tu muerte. Únete a nosotras y te será revelado, aunque solo seamos unas muchachas que cantan y esperan entre las hierbas altas. Tu hogar está aquí, aunque no lo veas: tu infancia y el amor buscado y perdido, el ruido de los puños al golpear, las verdes praderas húmedas y el río, las ciudades en llamas, esa flecha que llamamos Destino. Ya no estamos cantando, pero nos oyes: ¿no estás cansado, después de cuatro años de guerra? ¿Piensas seguir adelante y enfrentarte a cuatro años más? Quédate aquí y todo terminará.

¿Por qué será que muchas veces resistirse a hacer algo es más doloroso que hacerlo, aunque haciéndose se sufra un daño?

«Solo son chicas —razonó Bora—, solo chicas —aunque el encanto de sus voces le decía algo distinto—. ¿No nos habló el viejo profesor Lohse de las sirenas: “tres pájaros marinos, tres semidiosas, tres semidoncellas…”?». Diez veces, en el breve periodo de tiempo desde que las había visto, tuvo que resistirse a escuchar su llamada, a la fuerza de su canto. Solo la racionalidad lo retuvo por medio de un resorte que lo dejó firmemente plantado en el suelo y le impidió moverse.

—Quieren que suba por la pendiente y se una a ellas —dijo Frances Allen.

—Prefiero no hacerlo.

A la cara norte de Agias Irinis se llegaba por un último terraplén moderado. No se veía ninguna tumba antigua donde había indicado Allen, tan solo una espesura de arbustos bajos que recordaban un rebaño verde. Pero en la cara opuesta del acantilado, el cobertizo estaba a plena vista. Bora se detuvo el tiempo suficiente para ponerse las hombreras y la gorra de cuartel de oficial alemán y pasarse el cordón de la chapa de identificación en torno al cuello. Hacerlo antes de asegurarse de que solo había heridos en Agias Irinis era arriesgado, pero a estas alturas estaba más allá de plantearse los riesgos. Frances Allen observaba todos sus movimientos; cuando hizo amago de rezagarse, Bora la llamó bruscamente para que volviese a su lado.

—Todavía no hemos terminado.

El cobertizo, construido con piedras amontonadas sin pulir y tiras de chapa ondulada, se encontraba al extremo este de la cima con forma de lengua de la colina, en un campo de rocas y hierbajos. Entre el cobertizo y el terreno accidentado donde una vez debió de estar la tumba que había mencionado Allen, solo un ojo bien entrenado podría detectar huellas de pasos.

Pero que no hubiese indicios de actividad en el exterior quería decir muy poco: el día no había hecho más que empezar, y no había por qué suponer que los fugitivos fuesen a estar esperando la llegada de intrusos en este lugar tan remoto. Puede que aún estuviesen dormidos. Como no había ventanas en la cara norte, uno podía aproximarse sin ser visto. Que fue lo que hizo Bora, Browning en mano, con su compañera de viaje medio paso por delante y ligeramente a la derecha, donde podía disparar sin fallar en caso necesario. La americana caminaba, malhumorada bajo la visera, con las manos en los bolsillos. Apoyado contra la pared, a la izquierda de la entrada, había un rollo de ropa de cama. También había palos para hacer fuego y una olla vacía. Pero no se oía ni un susurro en el interior.

La puerta cedió ante la presión del pie de Bora. Inmediatamente, el sol de primera hora de la mañana inundó el interior, iluminando un espacio vacío de unos seis metros cuadrados. A lo largo de tres de las paredes había jergones, suficientes como para acomodar a cinco o seis personas en su momento de máxima ocupación. Un montón de palas, picos, paletas, cubos y una vara de medir descansaba en el suelo bajo el ventanuco del fondo. Encima de una sólida mesita había restos de material médico, sobre todo vendas.

La frustración de Bora llegó a su punto más alto durante un breve momento de furia. El cobertizo había estado ocupado hasta hacía poco, muy poco. Tanto que el té que había en una abollada taza de metal estaba frío pero no mohoso, y las hojas de té que había dentro de la tetera todavía estaban húmedas. Debajo de la mesa, lo que en un primer momento le pareció un fardo de cutí resultó ser una bolsa de viaje improvisada. Bora estaba a punto de abrirla para echar un vistazo a su interior cuando la reacción de Allen —no dijo nada, pero se sobresaltó— le indicó que la americana debía de haber visto algo por la ventana trasera.

Al otro lado del endeble cristal, mirando hacia el oeste en dirección a las ruinas de la tumba, la maleza de retama y otros arbustos en flor mostró signos de vida. De entre el follaje, una única figura humana se levantó como si hubiese estado agachado encargándose de alguna necesidad fisiológica y echó a andar lentamente hacia el cobertizo. Bora se alejó de la ventana e hizo señas a la mujer de que hiciese lo mismo. «No parece un Minotauro, desde allí abajo, pero puede que se comporte como tal. Con cada paso que doy, más personas y objetos van tomando la forma de un mito: sin darme cuenta, yo mismo soy el viajero, sin un lugar en el que descansar la cabeza, que ha venido a vengar a los muertos…».

Un hombre desgarbado con pantalones caqui y una camisa blanca sin cuello avanzó sin prisa, obviamente sin sospechar que el cobertizo estaba ocupado. Bajo unas entradas de un rubio salpicado de gris, sus rasgos juveniles lo ubicaban en una edad imprecisa entre los treinta y los cincuenta, probablemente a medio camino entre ambos. Miraba hacia abajo y se secaba las manos con un pañuelo mientras andaba. Al lado de Bora, Frances Allen alzó la voz.

—Es Geoffrey, ¡la mano derecha de John en Cnosos! ¿Qué estará haciendo aquí?

Bora la mandó callar. Rápidamente, encajó la puerta hasta dejarla tal y como la había encontrado y se colocó, preparado, justo al lado de esta para que no le cegase el sol cuando el desconocido abriese la hoja de un empujón.

El colega de Allen no alzó la vista hasta poner un pie dentro del cobertizo. Se quedó completamente inmóvil, aparentemente igual de sorprendido de ver a Frances Allen allí que de encontrarse con un oficial alemán armado al lado de ella. La típica flema británica le permitió recuperarse lo suficiente como para intercambiar un asentimiento de cabeza cortés aunque tenso con Bora y girarse inmediatamente hacia su colega.

—¿Cómo estás, Frances?

—Todo lo bien que cabe esperar, Geoff. No estoy aquí por voluntad propia.

En esta breve conversación, Bora intuyó algo que por ahora no podía definir y que tuvo que ignorar a pesar de los posibles riesgos.

—¿Está solo aquí? —preguntó.

El hombre asintió con la cabeza, pero no se giró hacia Bora.

—Media hora más y tampoco me habrían encontrado a mí.

—Bien. —Bora se guardó la Browning en la pistolera—. Capitán Martin Bora, de la Wehrmacht. Vengo de parte de la Oficina de Crímenes de Guerra alemana y, por así decirlo, de la Cruz Roja Internacional.

—Geoffrey Caxton, licenciado en Filosofía y Letras y ayudante del director de antigüedades de Cnosos. ¿Puedo preguntarle si usted también está solo?

Bora cerró la pistolera y decidió pasar por alto la pregunta.

—Estoy buscando a un suboficial del ejército británico, prisionero de los alemanes, que, según mis informes, escapó con otro soldado en la zona de Heraclión el 31 de mayo. ¿Ha estado aquí? Su nombre es sargento primero Powell.

—¿Powell...? No.

—Un metro setenta y ocho de estatura, de complexión delgada y pelo color arena. Posiblemente, de Yorkshire. Puede que esté herido de bala en un brazo.

Que se dirigiesen a él en impecable inglés no pareció aplacar de forma apreciable el tenso desagrado de Caxton. ¿Se estaría preguntando si su colega se había jugado la vida o, todo lo contrario, si habría sido fácil convencerla de que condujese a un alemán hasta la cima de la montaña?

Frances Allen esperó, inquieta.

—Dile algo, Geoff.

La ansiedad de su tono de voz lo convenció.

—Bueno, hubo alguien aquí que respondía a esa descripción. Pero se llamaba Albert «Bertie» Cowell.

—¿No Powell?

—No. Compruébelo usted mismo. —Del bolsillo trasero del pantalón, Caxton se sacó una chapa identificativa del ejército británico—. Si trae noticias para el sargento Cowell, señor, me temo que llega ocho horas tarde. Vengo de enterrarlo. La otra chapa la dejé con su cadáver.

Bora miró la chapa que le tendía. En el disco de fibra roja, suspendido de un cordel improvisado —en realidad el cordón de una bota—, aparecían claramente impresas unas cuantas letras mayúsculas y algunos números.

—¿Cabe la posibilidad de que oyese «Powell» en vez de «Cowell»?

«Yo no. Pero es posible que Sinclair entendiese mal el nombre del sargento en la confusión del momento». Bora apretó el puño en torno a la chapa antes de devolvérsela. Disimular la enorme decepción que sentía le costó un gran esfuerzo, y solo lo consiguió en parte.

—Tenía que ver al sargento por una cuestión importante de justicia militar. ¿Qué le pasó, exactamente?

Exactamente, no lo sé. Al principio, la herida de Cowell no parecía más grave que las de los demás. Pero se infectó, no había nada que hacer. —Caxton hizo un gesto de desolación—. Habría sido imposible trasladarlo. Hacia el final, me suplicó que no lo dejase solo, ni siquiera para pedir ayuda. Además, no sé dónde podría haber encontrado auxilio.

—Exceptuándonos a los alemanes, querrá decir. —Bora examinó críticamente el cobertizo con la mirada—. Por lo que dice, esto era una especie de enfermería.

—Es un cobertizo de campaña originalmente equipado para alojar a seis hombres. Teníamos algunos suministros médicos en el botiquín. Yo ayudé a construirlo, ¿verdad, Frances?, así que me pareció lo más lógico refugiarme aquí tras la invasión de Creta. No soy médico. Mientras excavaba en Siria y en otros países, adquirí algunos de los conocimientos básicos de un médico: ya sabe cómo es la vida en campaña; a veces, uno está a semanas de distancia de la civilización. Después de la invasión, empezaron a escasear los suministros y fue pura suerte, no mérito mío, que el puñado de hombres que pasaron por aquí sobreviviese a sus heridas. Gracias a Dios, ahora están a salvo en otra parte. Lo que sí teníamos en abundancia eran las herramientas que utilizábamos para cavar en nuestro trabajo. Por desgracia, al menos la pala sirvió de algo esta mañana.

La atención de Caxton pasó de Frances, que bebía nerviosamente de la cantimplora, al alemán.

—¿Qué quiere decir con «justicia militar»? —Y como Bora no parecía dispuesto a responderle, añadió—: Tengo motivos para preguntárselo. El sargento Cowell estaba… ¿Cómo decirlo? Profundamente preocupado por un incidente del que fue testigo al sur de Heraclión, antes de ser capturado. No dejaba de hablar de lo ocurrido.

Instantáneamente, Bora recuperó la esperanza.

—¿Un incidente?

Esta vez Caxton le miró directamente a los ojos.

—Una atrocidad.

—Ajá. —Bora le mantuvo fríamente la mirada—. ¿Qué clase de atrocidad?

—Varios civiles asesinados a tiros en su propia casa. Cuanto más empeoraba Cowell, más le obsesionaba lo ocurrido. Rumió con lucidez sobre el asunto hasta anoche, cuando cayó en el delirio final.

—¿«Asesinados a tiros» por quién? ¿Lo dijo?

—Sí, lo dijo. —Pero no añadió nada a modo de explicación.

Bora desvió la mirada de Caxton. Frances Allen estaba inmóvil junto a la puerta abierta, de espaldas al exterior, a la libertad. «Sabe que estar cerca de la salvación no es ninguna garantía». Cuando se acercó a ella, sus ojos se fijaron en él, esperanzados pero hostiles; justo lo mismo que sentía Bora, aunque por razones distintas. Se sacó del bolsillo el último paquete de diez cigarros y se lo ofreció.

—Ahora, váyase.

Frances cogió los cigarrillos, se los guardó y vaciló, bien por miedo a una trampa de última hora, bien porque se preguntaba si debía decir algo. Ninguno de los dos hizo siquiera el intento de estrecharse la mano. Bora indicó la puerta con un movimiento impaciente de la cabeza.

—Será mejor que se vaya, señora Sidheraki. No me haga cambiar de opinión.

Frances se dio la vuelta y el sol de la mañana pareció prenderle fuego. «El pájaro de fuego —pensó Bora—, huyendo del cazador». La observó alejarse, al principio con cautela y después ganando confianza, mirando a su alrededor, olisqueando el viento, verdaderamente como un animal liberado. «Pronto estará corriendo y, una vez más, Creta yacerá abierta como una flor bajo sus pies. Correrá, ilesa, junto a las muchachas que cantaban, que no la esperaban a ella».

Ahora que la mujer ya no estaba frente al umbral, en el interior del cobertizo el sol desplegó un intenso abanico de luz.

—Señor Caxton, dejemos algo bien claro: no he venido hasta este lugar tan remoto para hacer prisioneros. Le prometo que no tengo intención de impedir que continúe su retirada hacia el interior si es lo que decide hacer. Pero le exijo un informe completo de lo que le dijo el sargento Cowell por la autoridad que me confieren aquellos a los que represento.

Una vez más, no hubo respuesta. A través del ventanuco, la mirada con la que Caxton siguió a la mujer expresaba una intensidad y un sentimiento que Bora consiguió interpretar esta vez. «Vaya. Aquí hay una historia. ¿La pretendería sin ser correspondido? ¿Serían compañeros de cama antes de que Sidheraki se llevase el gato al agua a base de músculos? Frances ni siquiera se despidió de él».

—Estoy esperando, señor Caxton.

El equilibrio entre la juventud y la mediana edad que se apreciaba en la cara de Caxton quedó imperceptible y melancólicamente alterado cuando este retorció los labios.

—De acuerdo. A estas alturas, no hará daño a nadie. El sargento Cowell dijo que vio a unos paracaidistas alemanes entrar en la casa y disparar a todos los que se encontraban en ella. Ayer por la mañana, cuando todavía estaba en sus cabales, me pidió que pusiese la historia por escrito.

—¿Y lo hizo?

—Naturalmente, hice lo que me pedía.

Bora reprimió un suspiro. Se encontraba en uno de esos momentos en los que uno no sabe si lo que siente es dolor o placer, o una mezcla de ambos. El cuerpo entero le hormigueó como si le clavaran alfileres.

—¿Llegó a ver a los soldados franquear el umbral y abrir fuego? Muéstreme sus notas.

De una carpeta de cartón sacó un folio grande de papel cuadriculado del tipo que usan los arqueólogos para dibujar a escala. Había anotado a lápiz varias frases sin interrupciones al dorso de la hoja. Caxton le echó una última ojeada y se la entregó a Bora.

—La cuarta línea.

Bora leyó en voz alta.

—«Me agazapé en el lecho del arroyo que había fuera, pero vi con claridad cómo los Jerries entraban por la puerta del jardín». Que no es lo mismo que entrar en la casa. Necesito saber si Cowell llegó a decir que los había visto entrar.

—No lo sé. —Caxton negó con la cabeza—. No recuerdo que dijese esas palabras exactas.

El relato, escrito en una cuidada caligrafía inclinada, no difería perceptiblemente de la versión que Sinclair había dado a la Oficina de Crímenes de Guerra. Recogía el miedo, la repulsión y la decisión de sobreponerse a ambos para dejar constancia fotográfica de la masacre. Se intuía la angustia de Cowell como una huella sangrienta.

Pero al tomar notas, uno suele resumir o condensar. Puede que omita detalles que considere irrelevantes. Bora andaba a la caza de minucias.

—¿Mencionó Cowell si se había topado con alguna patrulla enemiga o algún civil al acercarse a la villa?

—No.

—¿Dijo si se había encontrado con un perro de gran tamaño?

—¿Un perro guardián, quiere decir? No, no lo dijo. Bueno…, sí que mencionó haber visto a un perro muerto sobre los escalones de la entrada después del tiroteo. Francamente, el detalle me pareció irrelevante en vista de la tragedia humana, así que lo suprimí.

Mientras Caxton hablaba, Bora se había adelantado en la lectura de una historia que, a estas alturas, conocía bien. El hormigueo se acentuó. Un detalle hacia el final del relato hizo que levantase la vista del papel.

—Aquí pone que Cowell «recibió un disparo y resultó herido» en la carretera, mientras se alejaba de la villa.

—Sí. Es cierto. Fue así como recibió la herida que terminó matándolo.

Bora hizo una pausa. El detalle no se correspondía con la información que había recibido: que los guardias dispararon a Cowell mientras intentaba escapar de la fila de prisioneros.

—No pone nada sobre la proveniencia del disparo.

—Dudo que viese a nadie, capitán. Obviamente, supuso que sería un alemán oculto entre la maleza, con intención de eliminar a un testigo.

Bora no pudo evitar fruncir el ceño, como si de repente el relato estuviese escrito en una lengua que le resultaba difícil de entender.

—¿Qué es esto de que se había parado «a hacer más fotografías» cuando lo alcanzó el disparo?

Caxton estiró el cuello para poder leerlo.

—Debe entender que Cowell divagaba y se iba por las ramas. Solo anoté los detalles directamente relacionados con la atrocidad. Entendí que se había topado con los cadáveres de dos soldados británicos mientras vagaba por la zona. No le llamó demasiado la atención, dada la violencia con la que se luchaba en aquellos días.

—Entonces, ¿por qué se paró a fotografiarlos al salir de la villa?

—Creo que lo definió como un «escrúpulo».

—Un escrúpulo. Un escrúpulo implica una duda o una decisión moral. ¿Es que había algo insólito en aquellos soldados muertos, tal vez?

Cansado, Caxton se sirvió lo que quedaba del té frío en la taza abollada.

—Pide demasiado a una fuente secundaria, capitán. Lo único que dijo es que les habían disparado a bocajarro, algo que apenas puede considerarse «insólito». Me dio la impresión de que Cowell daba por hecho que los mataron las mismas personas que habían disparado a los civiles. Eso explicaría su decisión de dejar constancia fotográfica de los dos cadáveres, también.

Bora tragó saliva, y ese gesto fue su única reacción externa. Un rincón del cobertizo, al que no llegaba la luz y donde la sombra parecía, por contraste, negra como la noche, lo fascinaba; como si su confusión interior se proyectase hacia el exterior y se ocultase allí. Extrañamente, se vio y oyó a sí mismo de niño, huyendo de la «casa con ojos», asustado y fascinado al mismo tiempo.

—Pero no llegó a sacar las fotografías.

—No. Una bala disparada desde la maleza le alcanzó el brazo derecho por encima del codo. Le impidió manejar la cámara y, sin duda, le quitó la idea de quedarse en las inmediaciones. Viendo como acabó todo, no puedo decir que fuera una suerte que la herida no le impidiese fugarse de sus captores alemanes, unas horas después. Si hubiese sido hecho prisionero de guerra, quién sabe, puede que lo hubiesen curado.

—¿Fue usted el que extrajo la bala?

—Sí, para bien o para mal. Cowell pensó que podría ser una especie de prueba y me pidió que la guardase.

—¿Puedo verla?

Caxton soltó la taza y rebuscó en el bolsillo trasero del pantalón hasta dar con el fragmento de plomo.

—No soy ningún experto, pero diría que salió de un revólver.

Bora asintió con la cabeza y se la devolvió. «Un paracaidista que quisiese abatir a alguien no utilizaría un revólver ni dejaría que la víctima herida escapase». Leyó la última línea.

—«Deambulé aturdido hasta la tarde, cuando unos Jerries me vieron junto a un barranco cerca de Kato Kalesia y me hicieron prisionero». Las notas terminan en este punto. ¿Cowell añadió algo más?

Entre las manos de Caxton se distinguían algunos pedazos oxidados en la taza a través del esmalte. Caxton le dio vueltas y más vueltas, sin dejar de mirarla.

—Nada más de interés. Cowell dijo que mientras hacía cola con el resto de prisioneros informó de lo que había visto al único hombre con rango de oficial, al que preguntó si debía entregar su cámara a las autoridades alemanas o no.

—¿Y…?

—El oficial, un teniente, según creo, le aseguró que se encargaría de todo. Cowell se sintió considerablemente aliviado al oír que podía confiar el relato y las pruebas documentales que lo refrendaban a otra persona. Evidentemente, el oficial debió de informar a las autoridades alemanas como prometió, dado que usted está aquí y conoce la historia.

Bora descubrió que podía dividirse a partes iguales entre su investigación y su observación privada del hombre que tenía delante. «¿La traería aquí alguna vez? Esperó… Por un momento, esperó que ella hubiese venido por él. Incluso con una pistola en la mano, mi presencia no lo asombró tanto como la de Frances Allen, ahora esposa de Sidheraki. Ella fue cruel con él, lo intuyo».

—Todavía está el detalle de la fuga de Cowell, señor Caxton.

—¡La fuga! —Las palabras de Bora provocaron al arqueólogo de forma desproporcionada—. Bueno, ¡de eso sí que debería informar a la Cruz Roja Internacional! Se lo oí contar al soldado que vino con el sargento Cowell. No, él no se hizo más que un par de rasguños durante la fuga y pudo seguir adelante tras recibir tratamiento. Ambos habían salvado el pellejo por los pelos y estaban indignados. Yo mismo estoy indignado. En cuanto el sargento se ofreció a ocuparse del asunto por Cowell, oyó murmurar a los guardias alemanes que planeaban no transferir a los prisioneros, sino fusilarlos de camino al campamento. Se lo tradujo a los hombres, así que Cowell, a pesar de estar herido, y otros del grupo no perdieron el tiempo y decidieron salir corriendo. Eso hicieron, y los guardias abrieron fuego.

—¿Sobre los fugitivos o sobre todo el grupo de prisioneros?

—Sobre los fugitivos, desde luego. Pero puede que también ejecutasen al resto, no lo sabemos.

—Bueno, el teniente en cuestión está vivo y coleando. —Bora plegó cuidadosamente el papel, se lo guardó en el bolsillo del pecho y se abotonó la solapa. Cowell, Sinclair o ambos debían de estar confundidos sobre las circunstancias que rodearon a la fuga. A no ser que uno de ellos mintiese. O ambos—. Haga el favor de llevarme hasta la tumba.

Cuando echaron a andar hacia el terreno accidentado, el suelo compacto y rocoso que los separaba del enterramiento volvió a levantar las sospechas de Bora.

—No debió de ser fácil cavar una tumba en la cima de esta montaña sin ayuda.

—Me ahorré el esfuerzo, capitán. Allí abajo hay una tumba del minoico medio, que excavamos en dos campañas. Aproveché un depósito subterráneo para objetos de culto, una favissa sería el término técnico. Una vez el pobre Bertie Cowell estuvo dentro, solo fue cuestión de amontonar algo de tierra de una de las pilas sobre el agujero. Arrastrarlo todo este trecho envuelto en una manta fue la parte más agotadora.

Atravesando la maleza, llegaron a un claro que resultaba invisible desde el cobertizo. Lo atravesaba una red de muros bajos, poco más que cimientos. Se entreveían restos de peldaños y bases de pilares; aquí y allá, se abrían las bocas redondas de las jarras enterradas. El montón que cubría la tumba, salpicado de fragmentos de cerámica, estaba marcado por una cruz de guijarros blancos. Al pie de este, la pala seguía clavada en la tierra. En un acceso de prudencia, Bora la recogió y la tiró donde el británico no se sintiera tentado de blandirla, aunque Caxton mantenía los brazos tensamente cruzados y se limitó a escudriñar la lejanía.

«Frances ya está lejos, Caxton debe de saber cómo es capaz de trepar cuando quiere». Una especie de afinidad masculina, algo que no llegaba a ser simpatía pero casi, hizo que la severidad de Bora se suavizase.

—Me ha sido de mucha utilidad, señor Caxton. Pronto será libre de irse.

—¿Sí?

—Pero antes contésteme unas cuantas preguntas más mientras volvemos al cobertizo.

—Ya le he contado todo lo que me dijo Cowell. Tiene el relato escrito. No veo qué más…

—Venga conmigo. Puede que le parezca que no tiene nada que ver con el asunto, pero tenga paciencia. Debe de estar familiarizado con los intelectuales de Creta: ¿alguna vez ha oído hablar de un investigador suizo llamado Alois Villiger?

Caxton enarcó las cejas, dejando claro lo trivial que debía de parecerle la pregunta.

—¿Pilón Villiger? ¿Quién no ha oído hablar de él? Creí que era alemán. Le gusta fotografiar a los campesinos rubios. Tiene una residencia a las afueras de Heraclión.

Al sur. Al sur de Heraclión, para ser exactos.

Bora lo dijo de una forma tan sugerente que Caxton se paró en seco.

—¿No será él el que…?

—Es «el que», junto con su ama de llaves y sus jornaleros.

—Dios santo. Bueno, tenía sus rarezas y sus secretos, pero… Dios santo; no es que mereciese… Ni nadie, en realidad. John Pendlebury se quedará de piedra cuando se entere, por muy mal que le cayese Villiger.

«¿Pendlebury? Puede que esté igual de muerto y enterrado que Bertie Cowell. Pero dejaremos ese tema por ahora».

Bora se mantuvo en silencio hasta que llegaron al cobertizo. Dejó que Caxton entrase primero y se quitó la mochila.

—Como ha estado atendiendo a los heridos —dijo—, supongo que no será aprensivo. Quiero enseñarle algunas de las fotografías que tomó el sargento Cowell. —Pronto, tuvo la carpeta encima de la mesa—. Por eso he venido hasta aquí y por eso quería reunirme con él.

Caxton ojeó las imágenes.

—Ah, pobre hombre. Pobre hombre. Y sus criados, también. Hacía meses que no veía a Pilón Villiger: ¡cómo había envejecido! ¿Estaba enfermo?

—No tengo ni idea, no lo conocía. —Pero Bora tomó otra de sus notas mentales mientras pasaba a la siguiente fotografía y después a la siguiente.

—¡Vaya! —lo interrumpió la exclamación de Caxton—. ¡Ese es Raj!

Bora miró.

—¿Qué? ¿El perro?

—Sí, el perro. ¿Cómo demonios fue a parar a la puerta de Villiger? Nunca se separaba de su amo.

Inclinado sobre la mesa, Bora contuvo la respiración. «Rifat Bey también dijo que uno de sus perros se había escapado. Que un inglés perdiese a su mascota pudo ser casualidad». Expulsó lentamente el aire de los pulmones para poder controlar la voz.

—Pues aquella vez debió de separarse de él. ¿Por qué? ¿Quién es su amo?

—Un oficial angloíndio, un tipo excepcional. Raj era su perro y se convirtió en la mascota de la unidad. Sí, debió de escaparse, y mire lo que pasó.

Bora no perdió los nervios, pero solo en apariencia. En su lucha por mantener la calma, se dejó llevar por sus pensamientos. Hasta ahora, nada, nada en absoluto situaba a Sinclair ni a sus hombres ni siquiera remotamente cerca de la escena del crimen. Formuló la siguiente pregunta como si no supiese que podía haber una respuesta lógica a la cuestión.

—Creí que se había retirado a Agias Irinis cuando llegamos a la isla. ¿Cómo es que conoció a un oficial británico y a su mascota antes del desembarco alemán?

Por favor, capitán. No es ningún secreto, ni para su ejército ni para nadie, que había tropas británicas ocupando la isla. Pat era uno de ellos, y, Dios mediante, a estas alturas ya habrá conseguido salir de Creta. Un tipo culto, un hombre de mundo. De vez en cuando venía a beber con nosotros. Eso es todo. Quedará destrozado cuando se entere de la muerte de Raj.

Bora se sentía como alguien que sube a tomar aire después de estar a punto de ahogarse. Las ideas se superponían más rápidamente de lo que podía formularlas. Serenarse supuso tal esfuerzo que casi le produjo dolor.

—El mundo académico debe de ser un entorno de lo más extraño. He oído decir que el profesor Villiger era persona non grata en las reuniones sociales que celebraban ustedes los investigadores en su establecimiento favorito, el bar del sótano del Cnosos. Pero, por lo visto, no solo invitaban a investigadores, sino también a oficiales del ejército británico.

—Ya que se interesa por el tema, le diré que Pat es un Valencian. Se graduó del Pembroke College de Cambridge con un expediente impecable gracias a varias becas que se ganó por sus propios méritos. Estaba perfectamente cualificado para sentarse con nosotros, capitán. Lo sé porque yo mismo me gradué en Filosofía y Letras en Pembroke. —Caxton observó cómo Bora volvía a guardar con cuidado las fotografías en su mochila—. Los caballeros tienen derecho a elegir en qué compañía quieren beber, y esto no tiene la más mínima relevancia en cuanto a la atrocidad ocurrida, ¿verdad? Nada de lo que dijo Cowell exonera a los paracaidistas alemanes de los asesinatos.

—Ni nada de lo que dijo Cowell los condena más allá de toda duda.

De repente, a Bora le entró prisa por marcharse, por volver a Heraclión. «¿Cómo dijo Frances Allen? “Cuando los oficiales británicos llegaron de Suda el invierno pasado y nos invitaron a una ronda..., salió arrastrándose de la habitación”. ¿Por qué les tendría miedo Villiger, y tendría miedo de uno de ellos en concreto? ¿Sería por eso por lo que quería abandonar Creta? No tiene sentido, pero no lo averiguaré en estas montañas». Indicó con una inclinación de cabeza el fardo que había debajo de la mesa.

—Es libre de coger sus bártulos y marcharse o de quedarse, señor Caxton: la decisión es suya. Me aseguraré de que la Cruz Roja Internacional comunique la ubicación de la tumba del sargento Cowell a las autoridades británicas correspondientes. ¿Me confiará su chapa identificativa y la bala que le extrajo del brazo?

Caxton le entregó ambas cosas sin decir que confiaba en Bora. Recogió el fardo y se lo echó al hombro.

—Bien —dijo, asintiendo a nada en particular—. Pero no creo que tenga que darle las gracias.

Bora lo entendió y no se sintió ofendido. Miró directamente al colega de Frances, con una especie de empatía rencorosa.

—No creo que ella valga la pena, señor Caxton.

«8:45 a.m., cobertizo de trabajo de campo británico, Agias Irinis. Caxton se ha marchado en dirección al sur con su tetera y su corazón roto. Me he tomado unos minutos para poner al día el diario y apuntar las últimas novedades de esta intrincada historia. Desde aquí, un acantilado con el nombre de una santa que quiere decir Paz, entre cuarenta y cincuenta kilómetros me separan de la costa norte. En el mapa, todos los caminos parecen llevar a Heraclión, aunque lo difícil será llegar a ellos sano y salvo. Dentro de un momento esbozaré unos cuantos itinerarios de retorno posibles, pero primero debo poner por escrito lo que de verdad importa, por si me detienen permanentemente y el diario se convierte en el único ovillo de Ariadna para resolver el caso.

»Dejando a un lado la posibilidad de que los hombres de Preger de verdad matasen a Villiger y a sus criados, todas las demás reconstrucciones de lo ocurrido en Ampelokastro tienen sus pros y sus contras. Las enumeraré sin inclinarme por ninguna en particular, con los posibles móviles y los argumentos en contra:

»a. Primera hipótesis: los parientes políticos del ama de llaves, decididos a vengar el honor de su hermano, de alguna manera consiguen hacerse con unos subfusiles MAB38 y —sin ser vistos ni oídos por el sargento Cowell— entran en la villa y cometen los asesinatos. Nadie los conoce en las inmediaciones, y al ser cretenses, entran y salen sin levantar sospechas. Más aún, si también son guerrilleros, tendrían fácil acceso a las armas, que les proporcionarían los británicos, o robarían a los alemanes muertos. Para ellos, son Siphronia y Villiger los que merecen morir, pero no pueden dejar vivos a los jornaleros y correr el riesgo de que testifiquen en su contra. Además, un subfusil no es un rifle de caza: una vez empiezas a disparar, puede que hagas más daño de lo que planeabas.

»Objeciones: los hermanos ya tenían que estar apostados en el jardín cuando pasaron los paracaidistas. Otra alternativa es que entrasen por la puerta trasera —invisible para Cowell— justo después de que se marchasen los paracaidistas y saliesen de la misma manera tras los asesinatos. Pero, ¿por qué iba a uno de ellos a disparar a Cowell —¿y con la pistola de quién?— mientras el sargento intentaba fotografiar a dos ingleses muertos al norte de Ampelokastro?

»(Una variación sobre el mismo tema: varios rebeldes cretenses, equipados con armas de combate como las que Sidheraki ocultaba en su casa, son los responsables del asesinato. ¿El móvil? Un germanoparlante es un alemán para un griego y/o cualquier otro motivo que los llevase a odiar al investigador suizo, un extranjero de extrañas costumbres. Es posible que el propio Sidheraki liderase el comando.

»Objeciones: ninguna en concreto. Este sería el peor escenario posible para un investigador con prisas).

»b. Segunda hipótesis: aunque resulta difícil imaginar cómo iba a encontrar a alguien que hiciese el trabajo sucio por él, no puedo eliminar al profesor Savelli de la lista, ya que nos lo encontramos registrando la casa de Villiger tras su muerte. Sabemos que detestaba al suizo por sus sospechas de plagio, seguramente con razón. ¿Estaría buscando libros, como dijo, o el carrete con las fotografías? ¿O tal vez la tarjeta de Signora Cordoval (y, de ser así, ¿por qué?)? Sería peligroso que se descubriese que frecuentaba a una judía, sobre todo una vez que los alemanes ocuparon la isla. Puede que la delatase ante Villiger por rencor o codicia y después se arrepintiese… O que se arrepintiese de haber actuado como informador, ya que podrían desenmascararle en cualquier momento. La tarjeta estaba en la caja de seguridad del banco, pero si Savelli se la dio a Villiger, no tenía forma de saber que ya no estaba en Ampelokastro, a donde seguramente la llevó. Puede que se dejase la tarjeta dentro de un libro que prestó a Villiger y que quisiese recuperarla.

»Otra alternativa es que fuese Villiger el que descubriese la presencia de Signora en la isla. Si Savelli se había reconciliado con ella entretanto, justificaría la necesidad del italiano de impedir que el suizo le hiciese daño a Cordoval, aunque no veo exactamente cómo. En cualquier caso, el retrato de la mujer —que se encontraba entre las fotografías “robadas” de las excavaciones arqueológicas— desempeña un papel importante, independientemente de cuándo se tomase y de cuál de los dos hombres lo tomase.

»Objeciones: Savelli parece peor preparado que otros posibles culpables para cometer los asesinatos. No obstante, si está —o estuvo— involucrado, al nivel que fuese, en el espionaje italiano en Rodas, puede que sea un lobo con piel de cordero. Si ese es el caso, los móviles y los motivos se multiplican, y puede que nunca llegue a descubrirlos. Nota: cuando pregunté directamente a Kostaridis, se negó a revelarme el paradero de Cordoval, y cuando me dio las fotografías antes de mi partida al interior, fingió no saber dónde se había tomado el retrato. Sabe más de lo que dice. No parece la clase de oficial que encubriría un asesinato a sangre fría y se declara anticomunista: pero, ¿y si una banda de “patriotas” cretenses anticomunistas resultase estar detrás de las muertes? En ese caso, ¿no mantendría la boca cerrada, o incluso intentaría despistarme?

»c. Tercera hipótesis: Rifat Bey, el vecino hostil de Villiger, encargó el asesinato a sus matones. Que no estuviese en la zona, sino en su residencia urbana, quiere decir poco: sabemos que guardaba armas de fuego en Sphingokephalo, cuenta con hombres sin escrúpulos que lo obedecerían y mantendrían la boca cerrada y seguramente puede comprar a las autoridades locales. ¿Su móvil? Si decido creer a Kostaridis, no es que el turco necesitase muchas excusas para deshacerse de los propietarios de las tiendas y otros habitantes de la isla que se interpusieron en su camino. Pero si la mujer que fotografiaron en el mirador es la judía y el mirador es Zimbouli, la Casa de los Jacintos de Rifat Bey… Es posible que Villiger, durante una de sus estancias en Heraclión, tomase una fotografía de la guapa rubia. Siendo, como era, un clasificador por naturaleza, ¿no sentiría curiosidad por ella? ¿No empezaría a hacer preguntas? Puede que el turco amante de las esfinges tuviese una razón mucho más poderosa para matar que la hostilidad, los derechos de aguas o el robo de fragmentos antiguos de su viñedo.

»Puede que se enterase de que Villiger —del que se sabía que trabajaba para Alemania— estaba investigando a su amante judía y que tuviese que actuar con rapidez. La invasión le proporcionó la oportunidad de deshacerse del suizo y todos los que vivían en su casa y podrían hablar. Sus matones entraron en el jardín sin ser vistos mientras los jornaleros estaban dentro de la casa, ocupados recibiendo la paga, hecho que seguramente conocían. Se vieron obligados a esconderse cuando, inesperadamente, varios paracaidistas alemanes entraron por la puerta delantera, pero empezaron a disparar en cuanto estuvieron fuera del alcance del oído. El uso de armas y tácticas militares haría que el asesinato pareciese un acto de guerra. Y mientras el aterrorizado Cowell esperaba en el lecho del arroyo a poder salir con seguridad, los matones de Rifat Bey se retiraron por la puerta trasera a los viñedos de su señor.

»d. Cuarta hipótesis: el sargento Bertie Cowell mintió a Sinclair acerca de su verdadero apellido y de la escena del crimen en Ampelokastro; después, también mintió a Caxton sobre los dos soldados muertos que había encontrado en la carretera y sobre el hecho de que hubiese recibido el disparo mientras intentaba fotografiarlos. En realidad, cometió los asesinatos, solo o en compañía de otros.

»Objeciones: ¿por qué iba Cowell a contar una mentira tan enrevesada a un oficial británico y a Caxton, que lo cuidó cuando ya estaba cercano a la muerte? Y, sobre todo, ¿por qué iba un británico —cualquier británico— a matar a varios habitantes de la isla y a su patrón, ciudadano de un país neutral? Solo lo haría —o debería hacerlo, incluso— si hubiese sabido que Villiger era más que un experto en teoría racial; más concretamente, si hubiese sabido que Villiger, que oficialmente trabajaba para la Ahnenerbe, en realidad espiaba para el Reichskommissar Himmler, y puede que también para otros. Esto querría decir que el propio británico era un agente, que disponía de información sobre Villiger y tenía órdenes de deshacerse de él. Pero uno no envía a un solo hombre a realizar esta clase de trabajo a no ser que esté seguro de que se encontrará a la víctima sola y desprotegida. ¿Puede que el comando estuviese compuesto por tres hombres y que Cowell estuviese decidido a borrar su rastro a toda costa, hasta el punto de disparar a sus propios compañeros? Eso explicaría por qué no se los mencionó a Sinclair —la Oficina de Crímenes de Guerra informó de los cadáveres a Kostaridis— y por qué mintió a Caxton al decirle que le habían disparado mientras los fotografiaba.

»Otra objeción: de ser culpable, ¿por qué fotografiar la escena del crimen y entregarnos la cámara a los alemanes? Respuesta: para desviar las sospechas que recaerían sobre él, ya que las fotografías muestran claramente a unos paracaidistas alemanes entrando en el jardín. ¡Los MAB38 utilizan la misma munición que los subfusiles Sten ingleses!

»Nota: el teniente Sinclair no reconoció a Raj en la foto. Pero no tenía motivos para mentir, y la imagen estaba ligeramente borrosa. A veces los perros se pierden en época de combate, y reconocer que era su mascota no sería más arriesgado que entregarnos la cámara, ya que su unidad no se encontraba en la zona de Ampelokastro.

»Aparte de eso, ¿puedo confiar en la memoria de Geoffrey Caxton? ¿O es posible que se equivocase en cuanto a la apariencia del perro? Caxton era la “mano derecha” de Pendlebury, y puede que sea uno de esos investigadores reclutados por el servicio secreto de Su Majestad como espías o agentes del SOE. La historia que me contó —incluido el detalle del perro— podría ser igual de falaz que la confesión de Cowell en su lecho de muerte.

»Así que, a no ser que el turco esté detrás de la masacre, es posible que, al perseguir a Cowell, anduviese, sin saberlo, tras los pasos de un verdugo, no un testigo, y Cowell está muerto; a no ser que Caxton me mintiese también en eso: ¡Vi una tumba, no el cadáver de Cowell!

»Es un laberinto, y acabo de volver al punto de partida. En cuanto a encontrar la salida, ahora que ya no tengo a la chica con el ovillo para que me guíe…

»Tengo que hablar de nuevo con Sinclair y con Rifat Bey, y también con Kostaridis. Mi objetivo es llegar al fondo del valle, un sitio más seguro para mí y que posiblemente esté patrullado por tropas alemanas. Si vuelvo por donde vine, tendría que deambular entre el monte Voskero y otros picos cuyos nombres ignoro hasta llegar a la pendiente pelada donde Allen y yo vimos a los cretenses armados, aquel lugar por encima de Krousonas, que debo evitar a toda costa. Desde allí, debería de estar a una hora más o menos del escondite de los catalanes en Meltemi, que también debo sortear. No hay necesidad de desandar mis pasos hasta el yacimiento del Palacio Superior, con sus fragmentos de cerámica pintada, hasta mesa pharangi ni hasta la madra de Kyriakos. Ni siquiera hasta la capilla de Agios Minas, en la cara sur del monte Pirgos, ni hasta Chorafi y el olivar donde el anciano con la camisa de un blanco cegador tejía cestos en el umbral de su casa.

»He marcado en el mapa tres posibles rutas hacia el norte, hasta Heraclión. Una de ellas tiene la ventaja de pasar por Kamari —donde podría hacerle una visita a Savelli— y Ampelokastro y, a partir de allí, atravesaría Kavrochori y Gazi para recorrer los últimos quince kilómetros hasta la ruta costera cercana a Agias Marinas y llegaría a Heraclión desde el oeste, por la puerta de Chaniá.

»Una vez más, me he quitado todo signo distintivo, excepto la chapa identificativa. A estas alturas —si me capturasen o hiriesen y no me matasen de inmediato—, llevarlas puestas sería lo único que evitaría que me disparasen al tomarme por un espía —el comandante Busch cree que es lo que le pasó a Pendlebury—. Eso, si me capturan los alemanes o los británicos: si son los cretenses o los anarquistas catalanes, la chapa equivaldría a una bala en la nuca».

La tinta con la que Bora había escrito su última y alarmante reflexión todavía estaba húmeda cuando oyó un ruido a través de la puerta abierta del cobertizo. Escuchó, tenso, cómo empezaba siendo un golpe seco, como los bolos al entrechocar unos con otros, aumentaba hasta convertirse en un inconfundible estruendo ampliado por el eco y acababa rugiendo como una catarata. En el completo silencio que reinaba en Agias Irinis, por encima del nivel frecuentado por los pastores, las cigarras y la mayoría de los insectos, el impacto de las piedras al rodar y golpear unas con otras parecía indicar un importante corrimiento de tierras; pero algo o alguien debía de haberlo provocado.

Bora sabía cuándo era preferible actuar que pensar. Rápidamente, presionó el papel secante sobre la página, arrojó el diario y la pluma dentro de la mochila y salió del cobertizo. En el exterior se había levantado viento. Traía el rugido del desprendimiento desde el pie del acantilado, donde la brisa portaba el destello fantasmal de la piedra pulverizada. No había nadie a la vista sobre la meseta en forma de lengua. A lo lejos y al norte, en el horizonte, una masa gris en el cielo que parecía un gusano con cabeza en forma de cuña indicaba las remotas nubes de tormenta arremolinándose para descargar, una tempestad en alta mar.

Bora se echó la mochila sobre los hombros. El corrimiento podían haberlo causado los pastores de cabras que llevaban a pacer a sus animales a las cumbres circundantes. La propia Frances Allen se había tropezado dos veces con las piedras sueltas. Decidió acercarse al borde del acantilado y reptar hasta el canto para mirar hacia abajo. No se veía a personas ni animales, tan solo el velo de partículas brillantes que el aire mantenía en movimiento. En ese momento, las últimas rocas tocaron fondo, no lejos del lugar en el que Bora y Allen habían acampado la noche anterior. Pensó en lo fácil que había sido reunir unas cuantas ramitas para encender el fuego, ya que durante la estación seca, las ramas se vuelven frágiles y se quiebran sin dificultad. Un arbusto de montaña mal anclado, arrancado por el viento que atravesaba el barranco, podía haberse soltado e iniciado el desprendimiento. Si no…

Bora estaba inquieto. «Como si alguien dispuesto a atacar no fuera a esconderse en cuanto se delatase accidentalmente». En ese caso, el riesgo de que le disparasen mientras bajaba el acantilado era alto, con ambas manos ocupadas y sin oportunidad de utilizar la pistola si fuese necesario. Tampoco sería mucho más seguro descender por el terraplén cubierto de hierba donde habían visto a las sirenas. Y la peor opción sería probar alguna otra ruta, porque no tenía ni idea de lo que había al oeste y al sur, aparte de las laderas infranqueables de las montañas.

El viento, un nordeste que iba ganando intensidad, le disuadió de atreverse con el abrupto descenso. Bora se alejó del acantilado y se dirigió a la pendiente en forma de lomo de ballena, cuya hierba plateada, que relucía como metal bruñido a esa hora, se rizaba como un mar ondulado. No echó a correr, sino que mantuvo un paso rápido y firme, buscando la relativa protección del frondoso fondo del barranco. Las tres muchachas, las hermanas, habían desaparecido. «¿Dónde se habrán metido las chicas que cantaban? —se preguntó—. No fueron producto de mi imaginación, Frances Allen las vio y las oyó. ¿Se habrán aventurado a subir a la montaña y habrán perdido pie? No, las diosas no dan un paso en falso, ni tampoco las pastoras cretenses».

Al pie de la ladera había un lugar en el que los arbustos daban paso a un caos de rocas, la salida del desfiladero que Bora había seguido esa mañana. Al llegar hasta allí sano y salvo, Bora se convenció de que, después de todo, en la balanza insondable de su destino personal, la indulgencia que había mostrado a Caxton —y antes a Frances Allen— caería del lado adecuado. Un velo de polvo en suspensión era lo único que quedaba del corrimiento de tierras. Al penetrar en el barranco, las siluetas oscuras que se adivinaban sobre los peñascos y entre los arbustos sugerían un rebaño como el que se había imaginado pastando y desplazando las rocas. Las contó: una, tres. Seis. Ocho, no, diez. Trece. Más una.

En la balanza del destino personal de Bora, algo volcó los platillos. Meltemi y los temibles anarquistas catalanes no eran nada comparados con los hombres morenos armados con rifles y subfusiles que lo apuntaban por tres lados. Las rocas del lecho del arroyo le impedían la huida por el cuarto flanco. Sí, eran los hombres que había visto marchando en fila india desde la ladera que dominaba Krousonas, y junto a uno de ellos —¿sería el líder de aquella sombría hilera?—, con la cabeza descubierta, estaba Frances Allen. «Cristo, ha debido de caer en sus manos nada más salir de Agias Irinis». La preocupación de Bora se extendió a la americana. «No puedo ayudarla, igual que no puedo ayudarme a mí mismo». Llevarse la mano a la pistolera equivaldría a una ráfaga de fuego por parte de uno o más de los hombres.

Tras el pausado velo de polvo, que relucía como un tabique de agua allá donde lo alcanzaba el sol, Frances miró hacia abajo, en dirección a Bora. No lloraba ni gritaba. Su figura menuda parecía muy lejana. Más allá del alcance de Bora, parecía tan perdida como la esposa de Orfeo cuando tuvo que volver a descender al Hades. Solo cuando, con un gesto premeditado y desafiante, le pasó el brazo por la cintura al hombre, Bora entendió que había sido él el que había volcado el platillo de su destino.

«¿Cómo he podido equivocarme tanto? ¡Así que Orfeo de verdad ha rescatado a su mujer del reino de los muertos!». Así que este era Andonis Sidheraki. El sonriente Andonis, que, como Frances Allen había sabido durante las últimas veinticuatro horas, estaba vivo y en libertad. «Lo ha sabido desde Krousonas, cuando fingió no reconocerlo y dejó caer una piedra. Aunque conseguí interceptarla, puede que fuese demasiado tarde. Después “se perdió” y me hizo perder el tiempo. Por eso, en el cobertizo, no tuvo nada que decir cuando la dejé ir. Estaba segura de que su marido se hallaba en las inmediaciones, o de que se encontrarían pronto. En cuanto se reunieron, lo condujo hasta aquí, donde podría pillarme desprevenido».

En pocos segundos, Bora lo comprendió todo. La atención que había prestado Frances al ver a los hombres desde arriba de Krousonas y —tras reconocer a su marido— su control sobre la tormenta de emociones que sin duda debió de sentir al darse cuenta de que le habían mentido al decirle que lo tenían cautivo; su frialdad al continuar como si no pasase nada mientras Sidheraki, alertado de su presencia por el último hombre de la fila, también fingía ignorancia. Por supuesto, había simulado hacer una parada para beber, tras la cual habían seguido adelante hasta quedar fuera del alcance de su vista para evitar tanto la aldea de Satanas como al alemán con su rehén. Mientras los seguía a una distancia segura, debió de quedarse rezagado en algún momento, ya que, de lo contrario, habría atacado antes. Y lo habría tenido fácil, siendo trece contra uno. Había sido pura casualidad que Bora hubiese tenido tiempo de interrogar a Caxton.

Los hombres de Sidheraki eran tipos rudos, que uno podría confundir con ladrones o bandoleros armados hasta los dientes, pero sofisticados asesores como Pendlebury llevaban meses adiestrándolos. Solo un paso en falso y un deslizamiento de piedras habían delatado su acercamiento. Que todavía lo estuviesen apuntando solo podía significar que lo querían vivo. Bora no se engañó pensando que Frances Allen era capaz de sentir gratitud. Ni compasión. Su indiferencia hacia Caxton, que claramente seguía sintiendo algo por ella, no era nada comparada con la venganza que debía de estar saboreando ahora.

«¿Cómo dijo? “Yo tampoco perdono una injusticia”. Bueno, soy su tirano alemán». Diez segundos después de haber caído en la trampa, mientras un pensamiento frenético seguía a otro, Bora puso cuidado en no mover ni un músculo. «Y su historia del linchamiento, ¿sería una confesión de última hora de la tarde o un relato aleccionador? “Yo tampoco perdono una injusticia”. Los cretenses mutilan al enemigo, y para Sidheraki soy más que un invasor: soy el hombre que obligó a su esposa a seguirlo a solas, día y noche».

Buscar refugio parecía imposible, pero era su única oportunidad de intentar defenderse, o de alejarse. «Aunque ella no me haya acusado de nada más que obligarle a seguirme, Sidheraki sospechará que intenté atacarla. Y, además, está sangrando». Deseaba con todas sus fuerzas hacer algo, pero un desorden de rocas que taponaba el lecho del arroyo era todo lo que veía a su derecha, el único lado no custodiado. Lo grotesco de la situación —¡y todo por sesenta botellas de vino griego!— lo puso furioso. «Debería estar en Moscú, escuchando los chismorreos de la embajada y procurando no beber demasiado, a punto de tomar un permiso que, en realidad, me llevaría a Prusia Oriental para la invasión. Debería estar en Atenas informando a Busch o, como mínimo, en Heraclión contándole a Kostaridis, con su cara de rana, que prácticamente he resuelto el caso. Debería estar haciendo un millón de cosas en mil sitios distintos: besando a mi esposa, oliendo las lilas de Maggie Bourke-White, leyendo Ulises, preguntándole al maldito Waldo Preger por qué, por qué nos peleamos aquel día de verano en Trakehnen. Pero demonios, tengo catorce balas y algún cargador extra; si la situación llega a parecer completamente perdida, les obligaré a que abran fuego sobre mí».

El viento seguía soplando del noreste. «Meltemi», pensó Bora. Der Nordost weht, decía el poema recogido en el ensayo de Heidegger. El nordeste sopla sobre el marino solitario y pendenciero, que no debe confundirse con los marineros comunes. Atravesaba el barranco, haciendo temblar los pocos árboles que se aferraban a las rocas; las motas de polvo seguían girando en la corriente, a lomos de la cual puñados de tierra árida avanzaban en polvorientas olas. Inmóviles, los hombres de Sidheraki esperaban de pie o en cuclillas. Desde su atalaya por encima del lugar en el que Bora y Frances habían acampado la noche anterior, Sidheraki gritó una orden que Bora no entendió. Inmediatamente, su esposa dio un paso atrás. «¿Se estará apartando antes de que disparen?». Se le había acabado el tiempo. A su derecha —lo había visto antes pero lo había descartado, ya que apenas amortiguaría una caída—, un arbusto achaparrado que recordaba a un cedro surgió en su visión periférica, extendiendo sus ramas de un verde azulado a unos tres metros por debajo de él. Bora literalmente se zambulló en el arbusto, mientras los disparos barrían la roca, haciendo saltar esquirlas por todas partes. Chocó contra una maraña de ramas aromáticas de olor penetrante, ramas espinadas y raíces expuestas que se doblaron y quebraron antes de que Bora golpease la roca, con el tiempo justo de rodar y dejarse caer a la siguiente cornisa de piedra, algo más abajo. «No opongas resistencia, sé un peso muerto, así duele menos». Era la lección que había aprendido de sus caídas de adolescente, a las que nunca se resistía y que, por tanto, raras veces habían sido peligrosas. Las furiosas ráfagas pulverizaron la piedra y segaron los tallos mecidos por el viento de los juncos y las cañas a su alrededor.

La caída de Bora al lecho del arroyo lo magulló, pero nada más. Solo una cinta de agua atravesaba el fondo del barranco, donde, entorpecido y, al mismo tiempo, protegido por la mochila, gateó a cuatro patas, trepó y se deslizó mientras las balas pasaban silbando a su alrededor. Corrió inclinado hacia adelante, sin mirar, a riesgo de que en cualquier momento se le quedase encajado el pie en el resbaladizo revuelo de agua y rocas. El agua lo llevaba montaña abajo, y eso era lo único que necesitaba saber por ahora, aunque se advirtió a sí mismo: «me están siguiendo; solo estoy retrasando lo inevitable y enfureciéndolos aún más». El musgo resbaladizo hizo que perdiese pie mientras avanzaba precipitadamente y a tropezones por el atormentado curso del arroyo. Varios gritos y voces roncas lo seguían por la orilla izquierda, y a la derecha tenía una maraña de arbustos y una pared de piedra imposible de escalar. «¿Estoy corriendo hacia un refugio desde el que devolverles los disparos, o qué? Conocen las montañas mucho mejor que yo, y vaya donde vaya, me mantendrán el ritmo o incluso se me adelantarán, anteponiéndose a mi próxima jugada».

No había recorrido esta zona con Frances Allen, así que cualquier noción que tuviese del interior resultaría inútil en su fuga. Bora era consciente de que el tormentoso nordeste empezaba a cobrar fuerza, porque la luz que penetraba en el barranco se hizo más tenue. Cuando miró hacia el cielo, una nube alcanzó el sol y lo engulló como un pez de gran tamaño que se traga una moneda. Justo por delante, el barranco se abrió hasta convertirse en una cuenca con forma de concha, un tumulto inmóvil de rocas peladas y orillas desprovistas de árboles, donde Bora no tendría esperanzas de escapar al cautiverio o a la muerte. «Si los pretendientes hubiesen sorprendido a Ulises solo en su palacio, no los habría vencido, siendo uno contra muchos. Y yo no tengo precisamente a Atenea de mi parte».

El arroyo se convirtió en poco más que un rastro de humedad sobre una playa de guijarros, las orillas se separaron y se allanaron a ambos lados. «¿Soy el mismo hombre, el mismo muchacho, el mismo niño...? ¿Todo conducía hasta aquí, Serpenten y la casa con ojos, el hermano muerto de Waldo, la viga de la que colgaba el pastor Wusteritz?». Una de las balas no le acertó por un pelo, aunque ese pelo era tan ancho como un abismo, al representar la diferencia entre la vida y la muerte. «¿Habré ignorado a la chica pelirroja y los cantos de las sirenas para nada? ¿Era mi destino morir aquí?». El viento tormentoso traía voces que recordaban los graznidos estridentes de las aves marinas atrapadas en la tempestad. Las sirenas a menudo se representan como pájaros marinos con cabezas de mujer, igual que las esfinges, cuyos gritos no son necesariamente voces melodiosas.

Algunas de las voces más cercanas, provenientes de delante, no de donde se encontraban los griegos que lo perseguían, le indicaron que se habían unido más enemigos a la persecución. De verdad no había salvación. «Me han adelantado, o bien Sidheraki ha llamado a los ingleses; o tal vez fuese Caxton». Bora no distinguía las palabras, solo que estaban cargadas de furia y que le ordenaban que hiciese algo. «¿Qué dicen? No hablo su idioma, ¿por qué me gritan, y qué?».

Las poderosas voces de los hombres que punteaban las orillas cubiertas de guijarros como marineros que gritan a un hermano encallado en los bajíos bramaban en catalán.

Fuites, angles, fuites!

Eran los gritos de ánimo más inesperados con los que hubiera podido soñar Bora. ¿Habrían estado velando por él sus supuestos camaradas de sus días en España? Eso parecía, desde que, en Meltemi, habían compartido pan y recuerdos. Según veían, el inglés que había luchado por su bando estaba siendo atacado, y con eso les bastaba. Ambos bandos abrieron un intenso fuego, y en medio de este, Bora no se detuvo a esperar ni a unos ni a otros. Se tropezó y estuvo a punto de caer, pero no cesó en su tambaleante huida hasta que una pendiente boscosa le proporcionó una escalera segura por la que salir de la cuenca. Escaló una pendiente de guijarros que cayeron en cascada con dos de los hombres de Sidheraki en los talones. Unas pesadas gotas de lluvia lo hirieron como metralla mientras conseguía llegar a la cima justo con la ventaja suficiente como para estabilizarse, disparar y no fallar antes de desaparecer entre la maleza que había más arriba.