CAPÍTULO 12
—¿Hay algún sitio para comer en Heraclión donde no haya alemanes?
Estaban cerca del desvío de la calle Ítaca cuando Bora formuló la pregunta. Kostaridis lo miró como si le hubiera hecho una pregunta retórica.
—Ninguno en el que quiera comer un alemán.
—Epitropos, estoy cansado. ¿Hay algún lugar como el que busco o no?
—No son ni las seis y media, los griegos cenan mucho más tarde. —La insistencia de Bora debía de parecerle extraña, pero lo suficientemente agresiva como para exigir una solución—. Podríamos ir a mi casa. —Sugirió Kostaridis. E inmediatamente, para evitar posibles objeciones a su oferta, se apresuró a añadir—: Ya sabe cómo somos los solteros. Nunca he estado casado. La ausencia de una mujer en la casa…
Bora estaba demasiado desesperado como para ser melindroso. Se dejaría caer en cualquier silla con cualquier cosa de comer en el plato.
—Acepto. ¿Podemos ir en seguida? Tengo que hablar con usted.
De camino a la casa de Kostaridis, pararon en el almacén el tiempo necesario para que Bora recogiese algunos alimentos más para la cena y para el viaje en avión.
La fachada de la casa era modesta, empotrada entre dos enormes edificios de estilo veneciano de un siglo de antigüedad. Una vez dentro, fue como si hubiesen extinguido el calor del día. En el interior en penumbra hacía varios grados menos que en la calle, y cuando el griego abrió las contraventanas, Bora vio que el apartamento era la viva imagen del orden y la limpieza.
Ya fuese porque Bora aparentase sorpresa o por otro motivo, Kostaridis explicó:
—En realidad, es la casa de mi hermano. Es funcionario, y ahora mismo está en el continente. Yo me alojo arriba.
Su aspecto desaliñado y la forma en que el pelo se le pegaba a la cabeza por el sudor y la brillantina parecían fuera de lugar en la digna planta baja. Y si esa era su manera de pedir disculpas indirectamente, Bora se sintió dividido entre lamentarse por sus botas sucias y pensar: «No me imagino qué aspecto tendrán sus habitaciones, en el piso de arriba».
Señalando un tramo de escaleras, Kostaridis dijo:
—Voy a subir a mi estudio a llamar a la oficina para decirles que volveré más tarde. Siéntase como en casa, refrésquese y póngase cómodo, capitano.
Bora se tomó la invitación literalmente. Su antigua costumbre de inspeccionar el sitio en el que se encontraba lo llevó a echar un vistazo discreto a los cuartos de clase media en los que las fotografías familiares compartían las paredes con las acuarelas y los muebles heredados y las vitrinas de cristal contenían montones de platos con pañitos bordados debajo. En un marco oval, había un retrato fotográfico de una pareja, sin duda los padres de Kostaridis. Una pareja malhumorada y algo desvaída sentada uno junto a la otra, un anciano con bigotes —el camarero de Esmirna— y una mujer de aspecto triste y testarudo. Y todo, impecablemente limpio y fresco, gracias a las gruesas paredes y las contraventanas de listones. Cuando echó una mirada al dormitorio, la puerta entornada del armario le permitió entrever varios trajes de chaqueta y corbatas pulcramente colgados y varios pares de zapatos de invierno y de verano.
Un hermano quisquilloso con un puesto en el gobierno justificaba la limpieza absoluta; la única concesión a Vairon eran la pistola olímpica en un estuche encima de una mesa y su medalla de bronce bajo un cristal. En el inmaculado baño, al que Bora fue a lavarse y pasarse rápidamente la cuchilla por la cara, el espejo que colgaba sobre el lavabo le devolvió una imagen despiadada de un rostro quemado por el sol y marcado por el polvo y la tensión. La cena le llevó cuestión de minutos. Kostaridis quiso poner la mesa, pero Bora estaba ansioso por resumir sus hallazgos, así que comieron como lo han hecho siempre los hombres solteros, de pie en la cocina.
—Epitropos, ¿recuerda cuando hablamos de las armas que se utilizaron en Ampelokastro y llegamos a la conclusión de que habían disparado dos hombres? Sugirió que uno de los dos tiradores vaciló a la hora de abrir fuego sobre unos civiles indefensos.
—A juzgar por los indicios que hallamos en la pared del fondo, sí. Daba la impresión de que uno de los dos subfusiles alcanzó sobre todo la pared.
—Yo digo que solo había un tirador, que utilizó dos subfusiles para que planteásemos la hipótesis de que había sido obra de un comando. La munición utilizada, 9 mm, se corresponde con los MAB38 de fabricación italiana —que llevan nuestros paracaidistas, junto con el Schmeisser—, como muestran claramente las fotografías que tomó el testigo. Bien, pensé, ¿cuáles son las alternativas? Debemos excluir a las tropas italianas, que no estaban cerca de Heraclión. Tras la primera semana de combate, habría sido fácil hacerse con esos eficientes subfusiles Breda: a los alemanes muertos se les robaba todo, no solo las armas. Hasta un exaltado como Sidheraki se las apañó para birlar unas cuantas.
—Sí, pero…
Bora lo interrumpió.
—Tenga paciencia conmigo, epitropos. El único vuelo con destino al continente que he podido encontrar entre esta tarde y pasado mañana sale a medianoche, y todavía me queda mucho por hacer antes de partir. Seré breve. Las fotografías de los paracaidistas me hacían pensar «MAB38», pero sabía muy bien que hay otros subfusiles que utilizan el mismo calibre, incluidos los Sten, los favoritos de nuestros enemigos. Pero, ¿por qué iban las tropas británicas a asesinar a unos cretenses inofensivos?
Kostaridis lo escuchó con atención, con una copa de vino mezclado con agua en la mano, que seguiría estando medio llena a lo largo de toda la explicación, y una expresión de concentración en la cara.
—Bueno, uno de ellos no era cretense, capitano. Y dado que, por así decirlo, trabajaba para Alemania —no sé: el dinero, la caja de seguridad contratada bajo otro nombre…—, puede que tampoco fuese inofensivo.
—Cierto. Y por eso es posible que un británico abriese fuego sobre él.
El inspector se apoyó en la pared, rodeando la copa con sus manos pálidas y mirando fijamente a Bora con sus ojos saltones. Ninguno de los dos mencionó el espionaje, aunque era evidente que podría tener algo que ver. Escuchó el resumen de los últimos tres días sin interrumpir. Después, se limitó a decir:
—Pero, si no puede proponer un móvil claro, tendrá que demostrar que la relación entre el asesino y la supuesta víctima fue el móvil.
—Exacto. —Innegablemente, ahí estaba el obstáculo.
—Puede que el teniente se equivocase en el nombre del sargento de buena fe, y un perro muerto se parece a otro. Las fotografías cuentan una historia creíble. ¿De dónde salió el asesino y cómo es que no se topó ni con los paracaidistas ni con su compatriota, que ya estaba escondido cerca de la villa? —Detrás de Kostaridis, sobre la mitad inferior alicatada de la pared, colgaba un colorido calendario en el que se veía una fotografía del Partenón. Bora lo observó mientras hablaba.
—Recuerdo que me contó, mientras nos acercábamos a Ampelokastro desde la cima de aquella colina, que por otro sendero se podía llegar a la carretera de Skala y entrar en el jardín de Villiger por la puerta trasera. Es lo que hizo el asesino, por precaución, y por eso mismo, por pura casualidad, él y el sargento Cowell, que llegó solo hasta la finca desde el norte, no se encontraron. Ambos tuvieron que esconderse cuando los paracaidistas alemanes se acercaron inesperadamente, cruzando el arroyo. Los paracaidistas tenían que presentarse en otra parte y no les interesaba perder el tiempo con civiles. Visto el mal estado de la carretera a lo largo del arroyo, decidieron atajar atravesando el jardín, caminando en silencio como suelen hacerlo los soldados de patrulla. Seguramente, Villiger y sus criados ni siquiera notaron que habían pasado por allí. En Polonia aprendí que en tiempos de guerra muchos civiles dejan abiertas las puertas y ventanas: los soldados no vacilarán en destrozarlas, así que de nada sirve molestarse en echar el cerrojo.
—La isla era un hervidero de tropas durante aquellos primeros días.
—Precisamente. Desde su atalaya con vistas a la villa, Sinclair vio llegar y marcharse a los alemanes. En cuanto estuvieron fuera del alcance del oído, entró en el jardín. Como el excelente soldado que es, en pocos minutos se encargó de todo lo que tenía que hacer. Puede que su perro se pusiese nervioso en los escalones de la entrada, así que le disparó a bocajarro, descerrajó la puerta de una patada y abrió fuego. —El calendario de la pared estaba ligeramente torcido, así que uno podía imaginarse el Partenón deslizándose de su podio como una tarta al caer de una fuente—. Yo mismo he presenciado situaciones parecidas, epitropos. En realidad, es muy fácil: los civiles se quedan petrificados. Sorprendió a sus víctimas desde el umbral y no perdonó a ninguna. Aun así, atravesó la habitación y disparó desde el otro lado de la sala para que creyésemos en la presencia de un cómplice. Habiendo agotado los cargadores, tuvo que utilizar la pistola con el fotógrafo.
—¿Y donde terminaron los subfusiles Sten?
—Es una pregunta abierta. Sin duda se deshizo de ellos: pero si es posible —con sus propias palabras— soltar a diez mil hombres en esta isla y perderles el rastro, lo mismo puede hacerse con dos armas. Puede que los encontrase el turco, o puede que estén hechos pedazos en algún sitio. —Bora miró el reloj, como si consultarlo fuese a retrasar el paso del tiempo—. Pero primero, tal vez porque buscase a otra persona o algo en la casa, creo que Sinclair subió al piso de arriba y que seguía allí diez o quince minutos después, cuando el incauto sargento Cowell entró en la villa y fotografió la escena. Recuerde: usted y yo no oímos a Savelli en el piso de arriba hasta que se le cayó un libro al suelo. Naturalmente, Sinclair tenía intención de volver al norte y proporcionarse una coartada creíble «cayendo en manos enemigas». Desde el principio, su finalidad era hacer que los asesinatos pareciesen una acción militar, posiblemente obra nuestra; ciertamente, los alemanes no hemos estado por encima de toda sospecha, ni siquiera aquí, en Creta. Pero si observó sin ser visto cómo su compatriota tomaba las fotografías, debió de comprender que, si se daban ciertas circunstancias, las pruebas fotográficas podrían resultarle de utilidad. Sin darse cuenta, ¡Cowell le hizo un favor al fotografiar a las tropas alemanas entrando en el jardín!
Kostaridis dejó la copa sobre la mesa, sin beber. Al fruncir el ceño, su frente se cubrió de un zigzag de pliegues. Miró a Bora con la boca abierta por la concentración y dijo:
—Está bastante claro. El calibre de la munición se correspondía con las armas alemanas. Así que, según usted, el asesino siguió al fotógrafo al salir de la casa y ambos se dirigieron al norte. Pero, ¿por qué le disparó pocos minutos después…, y no lo mató?
Bora apartó la vista del calendario.
—En realidad, acabó matándolo: el hombre murió de la herida recibida. Sinclair tuvo que intervenir cuando Cowell se paró a fotografiar a los dos británicos que yacían muertos a un lado de la carretera. Si el carrete acababa en manos británicas, los soldados muertos podrían ser identificados y conectados con su operación de retaguardia, y no quería que los relacionásemos de ninguna manera con lo ocurrido en la villa. Dudo, epitropos, que supiese que Cowell había fotografiado a la mascota muerta, porque, incluso sin collar, alguien podía reconocerla, como de hecho ocurrió. Si Sinclair lo hubiese sabido, se habría asegurado de que Cowell no escapase con vida. Con más razón, fue llamativo que ni pestañease cuando le enseñé la imagen de Raj, y a esas alturas solo pudo fingir que no conocía al perro. También tuvo que asumir el riesgo de dar por hecho que no lo habían fotografiado a él. Si no mató a Cowell, fue porque pensó que le resultaría útil. Recuerde, las fotografías «demostraban» un crimen de guerra alemán y tenían que llegar a su destinatario.
Kostaridis parecía inquieto. Pero solo estaba buscando unos cigarrillos, que encontró junto a la estufa de gas.
—Fue un gran riesgo.
—Pero mereció la pena. Lo único que Sinclair no había planeado fue encontrarse codo con codo en la misma fila con el soldado herido en Kato Kalesia. Pero de buena gana siguió la corriente al sargento cuando Cowell le confió que había fotografiado a unos paracaidistas alemanes entrando en el jardín antes del tiroteo. Una excelente adición a su escenario. ¡Y no mencionó ni a un oficial británico ni a un perro muerto! Aun así, con Cowell vivo las cosas se pondrían difíciles tarde o temprano, de modo que, una vez se hizo con la cámara, Sinclair animó al sargento y a unos cuantos más a escapar corriendo. Algunos murieron en el acto. En cuanto a Cowell, que esta vez esquivó las balas, huir solo y con una herida sin tratar en el brazo podía costarle la vida, y así fue.
Kostaridis sacó una cafetera italiana y la llenó de suficiente café molido para seis personas.
—Parte de su versión la reconstruyó a raíz de lo que le dijo Rifat Bey. ¿Estará dispuesto a confirmarlo ante las autoridades? No es de fiar.
—Creo que sí. —Bora decidió no mencionar la provocación sobre sus difuntas esposas con la que se había despedido el turco—. Mi tarea consistía en eximir a los soldados alemanes de la acusación, y creo que lo he conseguido. He ubicado a Sinclair en Ampelokastro en el momento de la muerte de Villiger. La Oficina de Crímenes de Guerra o la CRI podrán demostrar que los hombres de su destacamento y la mascota de su unidad fueron asesinados con su pistola si se realiza una investigación en profundidad.
Kostaridis utilizó el cigarrillo para encender el gas bajo la cafetera.
—¿Y cree que lo harán?
Se fijó en el calendario torcido sobre la estufa de gas y levantó el brazo para enderezarlo.
—Como policía, veo una completa falta de móvil, por así decirlo, y solo pruebas circunstanciales. Una vez sus paracaidistas queden exonerados, con todo lo que está ocurriendo…
—Eso es lo que más me frustra. No voy a poder demostrar que Sinclair es culpable antes de que lo trasladen al continente. Saldré del aeródromo en plena noche y él partirá del puerto de Heraclión en un barco hospital a las siete y media de la mañana. No puedo hacer nada. La Cruz Roja se ha interesado por él y puede que hasta se encargue de entregarlo a los italianos, más benévolos.
Bora hizo un gesto de disgusto con la mano. Le dolía todo el cuerpo y no se sentaba porque sabía que le resultaría doloroso volver a levantarse. Cuando Kostaridis indicó la cafetera con una inclinación de cabeza, Bora sacó un termo de su mochila y se lo entregó.
—Por cierto, Andonis Sidheraki está vivo y coleando en el interior de la isla. No lo sacarán a él —ni a su esposa— tan fácilmente. Y si Signora Cordoval no es la única de su especie en Creta, epitropos, hágame el favor de no decirme nada. No quiero saberlo. Es evidente que es perro viejo en esto de guardar secretos.
La cara de alelada inocencia del inspector le hizo reír inesperadamente.
—Cuando se presentó en casa del zapatero sin que se lo pidiese, le acusé de conspirar para obstaculizarme, y lo decía en serio. Pero tiene que perdonarme, soy víctima de los prejuicios típicos de los alemanes sobre los europeos del sur. Lo cierto es que no hacía falta que me guiase de la mano: me las apañé muy bien yo solo. —Bora observó la cuidada cocina—. Su aspecto desharrapado era puro teatro… Debería haberme dado cuenta cuando se negó a tirar una cerilla usada al suelo de la biblioteca de Villiger. Un hombre que endereza un calendario torcido mientras se está hablando de un asesinato… No tiene ningún hermano funcionario, ¿verdad? Y me apuesto lo que quiera a que, en tiempos de paz, cuando no hay alemanes cerca, su elegancia es legendaria en Heraclión.
Kostaridis bajó la vista, muy complacido, pero no dijo ni sí ni no.
—Esto confirma lo que pensaba, epitropos: que usted y Rifat Bey se habían puesto de acuerdo en el asunto de Signora. De lo contrario, cuando subimos a su terraza, el turco habría hecho algún comentario sobre su desacostumbrado aspecto desaliñado. —Bora reprimió un bostezo—. Tengo que irme, quedan poco más de cuatro horas para mi vuelo. Gracias por el café, le sacaré partido. ¿Usted no bebe?
—Nunca bebo café por la noche. Entonces, volverá a la calle Ítaca. Sus cosas ya están allí y hemos arreglado la puerta del apartamento.
—Sí. Tengo que cambiarme antes de reunirme con mi colega de las unidades aerotransportadas. Iré a pie hasta el Megaron desde mi alojamiento. Tengo que mantenerme despierto.
Cuando salieron de la casa, el tono pastel del cielo difuminaba todos los colores, que pronto se convertirían en sombras. Había salido la luna, casi llena. La naturaleza fugaz de la hora, suspendida entre el día y la noche, de alguna manera hacía memorable el panorama indiferente de la calle, del modo en que la mente, en ocasiones, atribuye valor a imágenes sencillas y decide guardarlas para más tarde. El descontento de Bora debía de ser palpable, porque Kostaridis hizo una pausa tras sacarse las llaves del coche del bolsillo.
—Aparte de recogerlo algo más tarde, ¿alguna última cosa que pueda hacer por usted en Creta?
Bora pensaría con curiosidad en este momento en las semanas y los meses posteriores. Lo que había en la mirada que intercambiaron no tenía ningún nombre especial: Bora observó a Kostaridis, y el policía le devolvió la mirada. Después, Bora apartó los ojos y habló como si no esperase respuesta; es más, como si no hubiese respuesta, o como si el tema fuese accesorio y no la razón por la que estaba allí.
—No, a menos que pueda conseguirme treinta botellas de un buen Mandilaria y otras tantas de Dafni.
—¡Ah! Capitano, la viuda de Spinthakis…
—Está muerta, lo sé.
—Los demás venden vino del montón, no de la calidad que a uno le gusta regalar.
—Estaba esperando poder comprarlo en Atenas, pero no a la una y media de la mañana.
—¿Buenos Dafni y Mandilaria en Atenas? —Por mucho que se hiciese el escandalizado, Kostaridis seguía teniendo la misma expresión que cuando habían intercambiado aquella mirada—. Lo mismo le daría comprárselos a Panagiotis, aunque es verdad lo que dice el turco: vende agua sucia. Lo siento, no puedo ayudarle.
Subieron al coche.
—Bueno, al diablo entonces. Pasaré por la tienda de Panagiotis antes de ir al Megaron.
Bora intentó hablar como si no tuviese importancia. Pero en realidad, ahora que la investigación se iba acercando a su fin y el tiempo empezaba a apremiar, la cuestión de satisfacer a Lavrenti Pavlovich, vicepresidente del Consejo de Comisarios del Pueblo y jefe del NKVD, volvía a adoptar dimensiones aplastantes. Ni siquiera en Moscú se había sentido tan incómodo. Era como si Bora acabara de despertar de una pesadilla para descubrir que se encontraba en otra. «No puedo volver a Moscú sin un vino de excelente calidad. ¿Qué voy a hacer?». Le dio vueltas al tema durante el corto trayecto en coche por calles patrulladas por los alemanes y calles en las que la vida volvía poco a poco a la normalidad. Los gorriones y los ruidosos vencejos remontaban el vuelo y se dejaban caer en picado en el cielo blanquecino. Había ancianos sentados fumando, mientras que las mujeres se encerraban en sus casas o se asomaban a los poyetes de las ventanas con los brazos cruzados. La clase media, los profesionales, o bien habían abandonado la ciudad, o estaban colaborando o guardaban las distancias. El miedo, tras suavizarse hasta convertirse en resignación, empezaba a transformarse inevitablemente en indiferencia.
Pero ahí fuera esperaba una selva inquietante. El monte Pirgos, el monte Voskero, pastores tuertos, muchachas pelirrojas, sirenas disfrazadas de jóvenes campesinas, el solitario lugar de nacimiento de Zeus: un majestuoso teatro de templos muertos y yacimientos fantasmales en torno a este pequeño puerto, con sus muchos nombres.
Fue como si Kostaridis le hubiese leído la mente, porque dijo:
—Cuando se haya marchado, recuerde: el monte Ida es un nombre antiguo que quiere decir «monte boscoso». Ahora se llama «Psiloritis», «montaña pelada». Es el resumen de la historia de Creta, capitano, tan larga y turbulenta… Nos lo han arrebatado todo.
—Lo recordaré.
Ya estaban girando para entrar en la calle estrecha en la que se alojaba Bora. Kostaridis frenó y dijo:
—Lo acompañaré hasta su apartamento.
—No es necesario.
—He perdido a dos hombres en esta calle, fuese por cuenta suya o no.
—Puede que Minos intentase acabar de día lo que no consiguió hacer de noche.
—Razón de más para dejar que lo acompañe.
—Como desee.
Aunque la precaución le pareció molesta, cuando tocó la cerradura con la llave y la puerta de la calle cedió, tanto él como Kostaridis sacaron las pistolas. Empujó poco a poco la hoja de madera hasta descubrir que el interior estaba a oscuras y en silencio.
—Capitano, deje que entre yo primero.
—No.
—Entonces deje que ilumine la habitación con la linterna.
Bora apartó a Kostaridis de un codazo para entrar. El cono de luz que se encendió a sus espaldas no evitó que se tropezase y se despellejase la espinilla contra algo duro e inmóvil que estaba justo delante de la entrada.
Una vez encendieron la luz de la escalera, se encontraron frente un montón de cajones de madera llenos de botellas de vino protegidas con paja y listas para embarcar.
—Calidad de exportación —dijo Kostaridis, con admiración—. ¡Mandilaria del viñedo de Spinthakis y Dafni con la etiqueta del Minotauro! El orgullo de Creta. No existe un vino mejor, capitano. —Y como Bora no le contestó, ocupado como estaba contando las botellas para asegurarse de que sumaban sesenta, razonó—: Ese hijo de puta del turco ha debido de rebuscar en su bodega personal. Y forzó la cerradura para entrar.
—Lo mismo me da que atravesase las paredes, epitropos. ¡Me ha salvado el cuello!
—No, a menos que encuentre un camión para llevarlas hasta el aeródromo.
Hasta ahora, Bora había contado escrupulosamente cada dracma que gastaba del alijo que había encontrado en la caja de seguridad de Villiger.
—Tome. —Se sacó del bolsillo los billetes restantes, sin contarlos, y se los metió en la mano a Kostaridis—. Compre uno si tiene que hacerlo, ¿quiere?
Lavarse a fondo y ponerse el uniforme de la embajada eran los próximos pasos. Bora los realizó mecánicamente. Seguía adelante como si una muesca tallada en una regla indicase el momento en que se permitiría caer agotado. Se puso los pantalones y las botas de montar y la guerrera. Inmediatamente, la noche le pareció mucho más cálida.
En el Megaron, al que llegó poco después de las ocho, habló con un suboficial de la compañía de Preger, un tipo que llevaba el dedo corazón de la mano izquierda entablillado, que le dijo que iría a preguntar si el capitán estaba en el hotel. Bora esperó en el recibidor, ignorando las miradas que atraían sus impecables botas de montar. El hotel empezaba a tener un aspecto de ocupación permanente, con tablones de anuncios cubiertos de documentos en las paredes y el traqueteo de las máquinas de escribir tras las puertas cerradas. Parecía que habían pasado siglos desde que el comandante Busch bebiese Afri-Cola en la habitación del fondo, donde los cristales rotos de las ventanas se amontonaban sobre este mismo suelo pulido. Quién sabe adónde habían ido a parar los retratos de la familia real griega. Sin duda, ahora se lavaban regularmente las tazas de café y las camas de las habitaciones se hacían para los oficiales.
El suboficial volvió en cuestión de minutos.
—Lo siento, Rittmeister, el comandante no está. ¿Quiere dejar un mensaje?
—No, no importa.
—Notificaré el mensaje al capitán si el Rittmeister tiene uno.
El insistente interés del suboficial quería decir que Preger estaba en el edificio y tenía curiosidad por saber lo que su colega tenía que decir, pero se negaba a reunirse con él. A través del espesor del agotamiento que sentía Bora, la furia fue ascendiendo lentamente. Consiguió posponerla evitando mirar a la cara al hombre y fijando los ojos en el ridículo dedo entablillado.
—No hay mensaje.
Había hecho bien en venir caminando hasta aquí, necesitaba aspirar el aire agrio del mar y el vigorizante olor a sal en el camino de vuelta a la calle Ítaca. En menos de tres horas, Kostaridis enviaría un camión y un conductor. Tenía tiempo de empezar a esbozar un informe a mano y, con una escala de cuatro horas en Bucarest, también tendría tiempo de pasarlo a máquina. En Lublin, Bora solo tenía media hora. Dios mediante, sería allí donde lo entregase, para que se remitiese a quien fuese necesario.
A las once en punto, una furgoneta de reparto Fiat esperaba al ralentí en la calle. Kostaridis se reunió con Bora en el umbral y, con ayuda del conductor, cargaron las cajas. Bora había hecho un fardo con la ropa que se había puesto en Creta. Lo dejó en el apartamento junto con las botas de montar y todas las cosas que ya no necesitaba. Se llevó la mochila, con los mapas y algo de comida para el largo viaje, junto con su cartera. El conductor subió al asiento trasero y el propio Kostaridis condujo hasta el aeródromo. Durante el camino, como suele ocurrir cuando se acerca la despedida, los dos hombres no tenían nada que decirse. Bora ya tenía la mente puesta en Atenas —donde Lattmann lo estaría esperando en la pista de aterrizaje—, en Bucarest y más allá. Ya se imaginaba a Max y Moritz recibiéndolo y siguiéndolo hasta su hotel de Moscú y, una vez allí, pasando junto a la puerta de Maggie Bourke-White y oliendo las lilas. A pesar de que su misión no estaba completa, ya estaba dejando atrás Creta. Mantuvo los ojos cerrados para no ver el parpadeo de las escasas luces ni los ribetes fosforescentes del oleaje. Kostaridis pensaría que estaba dormido, y era lo mejor. Pero en cierto momento, envuelto en esa oscuridad, Bora pensó en las velas que había visto entre las ruinas de Tílisos, cuya presencia Frances Allen se había negado a explicar. Podría aclarar ese detalle, al menos, si le preguntaba.
—Creí que estaba dormido —comentó Kostaridis—. En lugares como Tílisos, en Pascua la gente va de peregrinación al cementerio. Encienden velas y les llevan comida a los muertos, como en los tiempos antiguos. Lo que vio en el yacimiento arqueológico debían de ser cabos de vela abandonados por los que pasaron la noche entre las ruinas. —Cambio hábilmente de marcha—. La relación que tenemos con los difuntos es muy extraña. Como le dije, hubo que enterrar a la pobre Siphronia, que falleció de una muerte violenta como mujer casada residente en casa de un frangos, antes de que empezase a aparecerse. A veces, ni siquiera una tumba cavada a toda prisa se considera suficiente. En pleno siglo XX, capitano, será mejor que no nos entrometamos en las prácticas que en ocasiones se llevan a cabo para asegurarse de que los muertos no «caminen».
«Pero para los que investigan, los muertos caminan, y cómo». En el aeródromo, los guardias dejaron pasar la furgoneta por el cargamento que llevaba y la identificación de Bora. Un Ju-52 estaba posado en la pista de aterrizaje. No se veía a los pilotos, pero un aviador confirmó que era el vuelo con destino a Atenas.
—Llámeme cuando estén listos para despegar.
El viento proveniente del mar era casi frío. Traía el rugido de la resaca, como una profunda respiración; los funestos flecos de espuma indicaban las olas y los naufragios que iban saliendo a la superficie. Una vez comprobó que las botellas estaban a salvo en el avión, Bora se esforzó por no pensar que Patrick Sinclair estaba dentro de este mismo perímetro y que no podía hacer nada por evitar que lo transfiriesen al continente. Bora saldría de Creta primero, y era poco probable que fuese a volver nunca.
Le devolvió las llaves del pequeño apartamento a Kostaridis y Kostaridis le devolvió el fajo de dracmas.
—No me hizo falta dinero. Perdóneme, capitano, pero mis compatriotas ofrecen transporte gratis a un alemán que se marcha.
Bora asintió con la cabeza, tolerante.
—A enemigo que huye, puente de plata. —Observó cómo Kostaridis se guardaba las llaves en el bolsillo—. Qué curioso, ahora que lo pienso, haberme alojado en un lugar que lleva el nombre de la isla de Ítaca en la isla de Creta.
Kostaridis sonrió con su mueca de rana.
—No es tan curioso. Todos los lugares son Ítaca para el nativo que anhela regresar a la patria. Y todos los caminos son el camino a Ítaca. ¿No tengo razón? Igual que todos los viajeros son Ulises si son conscientes de su deambular.
«Pero uno nunca regresa del todo a Ítaca. O, si lo consigue, no es para siempre». Bora no lo dijo en voz alta. Lo que dijo fue:
—Hum. Das Gewissen haben wollen wird Bereitschaft zur Angst: el querer tener conciencia significa hallarse dispuesto para la angustia. Así de bien lo expresó el profesor Heidegger, uno de mis maestros.
—No soy un hombre culto, capitano. Pero los griegos llamamos al héroe «el sufrido Ulises», así que debía de tener conciencia.
—No cuando partió. Es en la adolescencia cuando la mayoría dejamos de ser virtuosos y surge la necesidad de crear una conciencia. Será mejor que se vaya, epitropos. Lo he tenido despierto demasiado tiempo y le pido disculpas. —Bora lo saludó y se estrecharon la mano—. Adiós. ¿Cómo se dice en griego?
—Adio. Pero es mejor decir kalí andámosi: hasta la próxima.
—Hasta la próxima, entonces.
Pero seguían, indecisos, uno frente a otro.
—¿Está seguro de que el inglés es culpable, capitano?
—Estoy más que seguro.
—¿Y de que, por así decirlo, podrá demostrarlo?
—De eso no estoy tan seguro.
Kostaridis hizo un gesto vago y se dio la vuelta.
—Kalí andámosi, entonces.
—Kalí andámosi.
Quedaba media hora para el despegue. Bora penetró en la terminal con intención de escribir una entrada de su diario. La última persona a la que esperaba ver entrar tras él era a Preger… Debía de haber estado esperando en la oscuridad para sorprenderlo a solas.
La cruda luz de neón de la habitación hacía que su rostro bronceado pareciese ceniciento. Y su propia cara, pensó Bora, debía de tener el mismo aspecto. Dijo:
—Fui al Megaron a informarle de que estoy convencido de que sus hombres no tuvieron nada que ver con las muertes de Ampelokastro y, si Dios quiere, podré demostrarlo pronto.
Bajo la fea luz cegadora, Preger lo escuchó con una expresión ilegible en el rostro rudo. Bora pronunció unas pocas frases, sin dar detalles, y cuando terminó, ambos permanecieron de pie, impasibles, con los hombros tensos. Sin acercarse lo suficiente como para tocarse, como si fuese prudente mantenerse fuera del alcance de los puños del otro. Bora estaba agotado, pero era perfectamente capaz de disimular el cansancio y la decepción. Preger… Sería difícil decir qué ocultaba Preger. ¿Sorpresa, gratitud inesperada? Escogió con cuidado sus palabras como uno recoge el cambio después de comprar algo.
—No voy a darle las gracias porque mis hombres no hicieron nada que hubiese que desmentir, ni por parte de usted ni de nadie.
—Me parece bien. No vine hasta aquí para hacer lo que terminé haciendo, así que estamos en paz.
—Nunca podremos estarlo.
Ni sorpresa ni gratitud, era hostilidad lo que se ocultaba bajo la falta de expresión de Preger. Bora se obligó a no parpadear siquiera.
—«En paz» es una expresión que no funciona entre nosotros, Rittmeister. No por la riña que tuvimos de pequeños, por los puñetazos y todo eso. No soy tan estrecho de miras. La razón, Martin-Heinz Douglas Freiherr Von Bora, es que usted representa todo lo que estamos luchando por dejar atrás, la Alemania de los señores, las señoras, los hijos de generales y las fincas. Usted no estuvo en las calles de Koenigsberg en 1932, como yo. No construyó la Alemania que tenemos ahora. Ni siquiera estoy seguro de que luche por la misma Alemania por la que lucho yo.
A través de la puerta abierta, las puntas de las alas del aeroplano parpadearon, verdes y rojas, mientras este avanzaba lentamente hacia la pista.
Era como si Preger se hubiese hecho con una herramienta y ahora excavase en su interior para sacar paladas de furia de donde la llevaba guardada. Bora se tragó la provocación, aunque a duras penas.
—Alemania es una. Nos precede a ambos. Y a menos que fracasemos estrepitosamente, seguirá existiendo después de nosotros. ¿De verdad está seguro de que estaríamos teniendo esta conversación si no nos hubiésemos peleado aquel día?
—Que le jodan, Rittmeister. Usted siguió pasando las vacaciones con la familia en Trakehnen. A mí me enviaron a Koenigsberg.
Ahí estaba la herida, el detalle que no había llegado a perdonar. Después de todo, no era tan abstracto. No es que fuese estrecho de miras, pero tampoco era altruista. Bora parpadeó. De verdad, en todos estos años, nunca había llegado a conectar la pelea con el cambio de escuela de Waldo.
—¿Lo enviaron mis padres?
—Peor. Me enviaron mis padres.
—Vamos. ¡Si solo nos peleamos una vez!
—Ja. Hegemeister Preger, cuyo padre y abuelo cuidaron de la finca de Herr Baron, no pudo soportar la vergüenza de ver al hijo de su difunto señor pidiéndole disculpas. Esa era la Alemania de entonces. Estoy seguro de que sus padres ni siquiera notaron mi ausencia.
Decir que sus padres sin duda la habían notado equivaldría a arruinar la imagen de resentimiento a la que se aferraba Waldo, así que Bora no sugirió esa posibilidad. «Si conozco a mi madre, no se limitaría a preguntar por Waldo. Una vez se enterase de lo ocurrido, sería propio de Nina pedir a los Preger que lo dejasen volver, pero también sería propio del viejo Preger insistir en que un hombre es el guardián de su buen nombre y tiene derecho a dirigir su familia como crea conveniente». Pensó que ojalá pudiera decir que, si le servía de consuelo, él también se había sentido humillado por el castigo, pero no era el caso. «Y admito que después de preguntar por Waldo el verano siguiente, acepté el hecho de que ahora, vivía en otro sitio. Pronto Peter fue lo suficientemente mayor como para convertirse en mi compañero de juegos privilegiado, y pasábamos la mayor parte del día fuera de la finca, montados en nuestras bicicletas».
¿Debía sentirlo? En este momento, Bora no estaba dispuesto en absoluto a verse a sí mismo y a su antiguo compañero de juegos como nada excepto dos hombres prescindibles: eran dos entre millones de soldados, y vivirían o morirían luchando, a pesar de las infancias tan distintas que habían tenido.
—Hauptmann Preger, quiero que sepa que no voy a justificarme por mi familia, por mi educación ni por cualquier otra cosa que no esté directamente relacionada con lo que usted y yo somos, hoy día, en las fuerzas armadas alemanas. Ni mucho menos pienso pedir disculpas por ser quien soy.
—Como si fuese capaz.
Bora no estaba por encima del rencor, y a veces podía ser poco generoso. Para sus adentros, admitió lo que jamás diría en voz alta: que, en cierto sentido, Preger tenía razón. La Alemania en la que vivían se había construido a base de peleas callejeras y puñetazos en los que él no había participado. Igual que no había participado en las intimidaciones, ni prendido fuego a libros y sinagogas, ni encarcelado adversarios políticos, ni silenciado su conciencia. Preger tenía razón en eso. Recordó la hostilidad del inspector de policía Weidlich en Leipzig, hacía poco más de dos años. Allí también, bajo la pátina de la ideología, se ocultaba un resentimiento de clase esperando a explotar. Puede que llegasen a ajustar cuentas también en ese sentido, tarde o temprano. Como venganza, decidió ocultarle a Preger que recordaba el motivo de la pelea.
El aviador asomó la cabeza desde la oscuridad.
—Cuando esté listo, Rittmeister.
Bora asintió con la cabeza.
—Bueno, colega —se giró hacia Preger—. Si ha terminado, tengo un vuelo que coger.
—¿Para poder volver a su chollo de puesto en la embajada? —Preger sonrió—. He terminado, he terminado. La sangre que derramamos en esta isla no tiene nada que ver con los de su clase.
«Los tres Von Bluecher fallecidos eran de mi clase». Bora solo lo pensó. Al salir a la pista de aterrizaje a oscuras, sintió el mismo resentimiento que había experimentado el día en que había pedido disculpas en el salón de los Preger, con la imponente presencia de su padrastro a sus espaldas. Entonces se había imaginado que el general representaba todos los vínculos, las reglas y tradiciones de las que deseaba liberarse. Pero Sickingen también representaba los contactos, las creencias y la sólida red de los que —era cierto— se negaban a dejar el poder y la influencia tan fácilmente; aunque, al mismo tiempo, no se resignaban a los métodos criminales y oponían resistencia. Desde entonces, ¿cuántas veces había tenido sus diferencias con el general, lo había desobedecido y, a pesar de todos sus logros y sus primeros éxitos como militar, lo había decepcionado? Era inevitable, era generacional, y durante muchos años, en el fondo, se había dicho a sí mismo con desprecio que, después de todo, Sickingen no era su padre y no tenía derecho a decirle qué hacer.
Aparte de las cajas de vino, el avión transportaría hasta el continente documentos de la Creforce hallados aquí y allá en la isla. Bora sería el único pasajero.
—Suba, Rittmeister —lo invitó el copiloto—. Diez minutos y despegaremos.
Bora respondió a la llamada del copiloto, subió por la escalerilla y eligió un sitio en el que sentarse. La verdad del asunto era que varias generaciones de ancestros alemanes y escoceses lo habían criado, y lo lastraban más de lo que lo impulsaban. Preger necesitaba sentirse superior en este momento. Y, quién sabía, puede que de verdad le llevase la delantera a Bora en la Alemania de hoy.
Y así, adiós a Creta y a su máquina del tiempo, a la metáfora del viajero, a la cuestión de la verdad y la mentira y de las muchas máscaras que adoptamos, seamos héroes o no, para hacer frente a la vida.
En el aire, a pesar de alguna turbulencia ocasional, ancló la linterna para poder escribir en su diario, como hacía por las noches siendo niño, debajo de la cama.
«Domingo 8 de junio, 0:14 a.m., sobrevolando el mar Egeo. Creo que nunca he sido tan insensato como lo fui en España. ¿Es posible que Waldo Preger fuese mucho más consciente de lo que lo era yo? Fuimos por el baño de sangre, porque, después de todo, no era nuestro país, no era nuestra guerra civil. Podíamos luchar a brazo partido sin perder el entusiasmo. Yo luchaba por la decencia, la religión y la Santa Madre Iglesia, por evitar que el bolchevismo se apoderase del mundo occidental…. Estoy seguro de que Waldo llevó a España la misma agresividad pendenciera que había puesto en práctica en las calles de Alemania y perfeccionado siendo policía.
»¿Será cierto? ¿Por eso fuimos? Me pregunto qué demonios aprendimos en España. Sin duda, no aprendimos humildad, una virtud con la que un hombre, por no decir un soldado, debería estar familiarizado. Si acaso, volvimos creyéndonos invencibles. Ya veremos. Es algo que todavía quiero creer, aunque, después de entrar y salir de Rusia, soy perfectamente consciente del tamaño del bocado que estamos a punto de morder. ¿Harán nuestras mandíbulas justicia a nuestro apetito? Inglaterra ha gobernado gran parte del mundo, incluida la India. ¿Acaso no puede Alemania gobernar la inmensidad de la Eurasia rusa? De España salimos ilesos, aparte de las narices ensangrentadas y las rodillas y los codos despellejados. Éramos un país frustrado y mutilado que resurgía de entre los muertos después de Versalles. Preger, con su hermano caído y sus expectativas sociales, era parte sustancial de ese país. Yo era una parte del Reich que perdió la Gran Guerra y se vio insoportablemente humillado por los aliados. Juntos, él y yo formábamos un todo. Ahora nos estamos distanciando, no compartimos el mismo punto de vista, empezamos a discernir en un espejo oscuro una Alemania distinta de la del otro. Si ganamos la guerra, no importará cuál de los dos llevaba razón. Si —ni siquiera sé por qué voy, si lo pienso—, por una posibilidad remota no salimos victoriosos, el Reich del capitán Preger se expone a un castigo mucho más severo del que recibió la Alemania de mi padrastro.
»Ya basta. En cualquier caso, puede que ni él ni yo estemos ahí para ver el resultado, así que, a estas alturas, todo está en manos de Dios. La pregunta es: ¿sigo siendo igual de insensato?».