CAPÍTULO 4
Miércoles 4 de junio, 4:45 a.m., Heraclión
Por lo general, Bora no tenía muy buen concepto de la puntualidad mediterránea. Así que se quedó de piedra cuando, a las cinco menos diez, vio a Kostaridis —que llevaba exactamente la misma ropa, calcetines y sandalias que el día anterior— esperándolo frente al hotel. La etiqueta exigía que preguntase al inspector si ya había tomado café. Si Bora decidió no hacerlo fue porque, siguiendo el prejuicio típico de la gente del norte, creía que, si mostraba familiaridad con un sureño, este se tomaría demasiadas confianzas.
—¿Ha tomado café? —La pregunta de Kostaridis lo pilló desprevenido—. Un hombre no puede empezar un día de trabajo sin una buena taza de café.
Bora no contestó. Inhaló el desconocido aire del mar y no se esforzó por aparentar mejor humor del que sentía. El primer revés del día se había producido cuando Busch, que se había levantado temprano para partir al oeste, le dijo: «me marcho a Chaniá, lo veré esta tarde a las diecisiete horas. Estoy a la espera de que el director de la Ahnenerbe, el doctor Walther Wuest, Oberfuehrer de las SS, me proporcione más datos sobre el profesor Villiger. Para su información, ayer unos paracaidistas del Tercer Batallón del Primer Regimiento Aerotransportado tomaron represalias en una pequeña localidad llamada Kandanos. Ciento ochenta personas fueron ejecutadas. El día antes, la misma unidad efectuó una acción similar en Kodomari…, que su corresponsal militar se encargó de inmortalizar en fotografías. Yo, en su lugar, procuraría no buscarles las cosquillas a las tropas aerotransportadas».
Un consejo inútil para un investigador, cuya presencia, ya de por sí, era molesta. Bora miró el mar, que a esta hora se teñía de un color perlado. Tenía que admitir que la extensa superficie de agua, lisa como un espejo, ejercía un efecto calmante: no le extrañaba que Kostaridis la hubiese elegido como lo último que deseaba ver estando con vida. En cuanto a Bora, siempre con prisas, el tiempo era la pregunta existencial: ¿de cuánto tiempo dispondría para hacer lo que quería hacer en la vida? Había momentos —y este era uno de ellos— en que creía tener cien años por delante; otras veces, solo un puñado de horas. Ninguna de las dos posibilidades le preocupaba especialmente, aunque la idea de tener décadas de vida, no sabía por qué, le daba que pensar: desde niño, llevaba arraigada la idea de la guerra como su carrera profesional, pero las guerras ya no duraban un siglo, como antiguamente. En cualquier caso, la posibilidad de buscarles las cosquillas a los hombres de Preger parecía algo irrelevante, una parte infinitesimal de un juego mucho mayor.
Minutos después, llegó a recogerlos un pelotón motorizado de las tropas de montaña, los que se dirigían a Mesará. Armados hasta los dientes y con equipo de combate, les facilitarían un trayecto seguro hasta Ampelokastro.
—Ahí está nuestra patrulla de Agios Andreas. —El jefe del pelotón informó a Bora, mostrándole el lugar en el mapa—. Está previsto que bajen por allá a eso de las catorce horas. Los traerán de vuelta a Heraclión cuando terminen.
En circunstancias normales, y con carreteras pavimentadas y en buen estado, los dieciocho kilómetros que separaban la ciudad de Ampelokastro podrían recorrerse en media hora como mucho. Teniendo en cuenta los caminos de tierra y el peligro, el viaje podía prolongarse el doble, o aún más. El camino hacia el interior no tenía un aspecto demasiado prometedor una vez salieron de las murallas y giraron hacia el sur desde la ruta que transcurría en dirección oeste. Los jaeger se mantenían en silencio y alerta: en total, había cuatro vehículos de transporte de personal, y Bora y Kostaridis iban en el tercero. En la ruta hacia el oeste, cerca de la puerta de Chaniá, era donde se decía que había luchado y resultado gravemente herido Pendlebury, el arqueólogo. Si había muerto de sus heridas, según el comandante Busch, su tumba debía de estar en alguna parte, en uno de los muchos cruces de caminos. Bora seguía sintiendo el deseo de resultar herido, aunque este había evolucionado hasta convertirse en un sentimiento de culpa. Lo desplegó en su mente y lo analizó desde todos los lados, como un objeto que hay que abrir para entender cómo funciona. Puede que fuese inofensivo, un explosivo defectuoso, o algo potencialmente peligroso y que era mejor no manipular. Cuántas veces había recogido metralla de pequeño, excavado para sacar casquillos gastados, explorado en busca de reliquias de la guerra en torno a Trakehnen… Los muchachos del campo y los granjeros incautos perdían los miembros y la vista al toparse con bombas sin explotar, un recordatorio de que es mejor dejar en paz ciertos objetos, con su potencial de satisfacer nuestra curiosidad todavía dentro.
Creta le hacía volver la vista atrás. Como una máquina de los recuerdos, su antigüedad y lo inhóspito del paisaje sacaban a la superficie imágenes y sentimientos del pasado, piezas que le pertenecían y que había descartado, o eso creía. Cada paso que daba Bora estaba cargado de la tensión de saber que este tenía una analogía, algo que había experimentado años antes. El calor, el polvo y la exigua vegetación del verano le recordaban la sierra cercana a Teruel. España, donde había luchado durante un año sin recibir ni un rasguño…, la expresión exacta que había utilizado Preger para sacarlo de sus casillas. Allá en aquellas montañas, Remedios lo inició en prácticas sexuales con las que nunca había soñado, diciéndole que era digno de ello. ¿Por qué? Le preguntó él. «Porque sufrirás mucho».
«“Porque sufrirás mucho”, me dijo. Hasta ahora, no he conocido el sufrimiento, da igual como uno quiera definirlo. Ni tampoco sé hasta qué punto era digno, en realidad. Desde luego, aprender a sobreponerme al orgasmo y seguir fue un hito para un chaval de veintitrés años al que habían educado para no decir tacos, contestar ni masturbarse… Aunque, con los años, aprendí a practicar dos de tres». Después, durante unos meses, se había creído especial por estar destinado a sufrir…, como si esa no fuese su suerte y la de todos. «Y, sin embargo, hay personas que nunca resultan heridas, y uno se pregunta si se encuentran a gusto o incómodas con su situación».
Pronto, tomaron una carretera en dirección al sur. Todo alrededor, un aire reseco, quebradizo como el papel viejo, les secaba la garganta y los pulmones al respirarlo. Bora se dijo que había tomado las palabras de Remedios como una profecía, pero ¿de verdad lo serían? Villiger y los que estaban con él en Ampelokastro habían resuelto la cuestión del sufrimiento de una vez por todas. Y ahora, un hombre que no la había solucionado —que deseaba resultar herido—, había venido, desde la otra punta de Europa, a resolver su asesinato.
Tardaron casi una hora en recorrer quince kilómetros. El sol, que ya estaba alto en el horizonte, cocía como un horno las costras de tierra en los arcenes de la carretera. Unos terrones mayores que el puño de un hombre y duros como piedras obligaron a los transportes blindados ligeros a llevar un paso dolorosamente lento y discordante. Con las armas automáticas dispuestas, los jaeger observaban a derecha e izquierda el terreno árido, punteado de solitarias cabañas desvencijadas y cercados de piedra levantados sin mortero. Cuando los surcos hacían infranqueable la superficie, uno tras otro, los vehículos desafiaban las laderas a ambos lados de la carretera, aun a riesgo de volcar. Se encontraron con estrechamientos donde el paso quedaba reducido a un convulso lecho de guijarros, sobre el que los vehículos se escoraban como torpes barcas de remo. Les rondaba el polvo poblado de grillos de color arena y el canto áspero de las cigarras envolvía los escasos arbustos y los pocos árboles, elementos que habían pertenecido a este lugar y esta estación desde hacía cientos de años. Las variables eran el olor a combustible y motores recalentados y el sonido, a veces metálico y a veces seco, de los guijarros al hacer carambolas bajo los neumáticos desgastados. La propia agresividad del pelotón lo delataba.
De improviso, allá donde el sendero se ensanchaba más adelante, un enjambre de guerreras tropicales reveló un control de carreteras alemán o un obstáculo similar. El primer vehículo frenó y esperó en punto muerto. Bora cotejó el lugar en el que se encontraban con el mapa: no era exactamente un cruce, sino más bien una bifurcación de la carretera, ocupada por paracaidistas. Waldo Preger los encabezaba, con una guerrera caqui y un casco de paracaidista en la cabeza.
Bora se levantó del asiento, pero no se alejó del lado del vehículo en el que había viajado. Aunque no sabía qué pasaba, si era la clase de operación que culmina en represalias, estar presente en calidad de testigo en compañía de un oficial griego no haría más que complicar su papel en Creta. Se conocía lo suficiente como para imaginarse, casi como si los viese desde fuera, la aparente calma y el ceño fruncido con los que intentaba disimular su inquietud. Pero no se apreciaban signos de violencia inminente por parte de los paracaidistas. Esperaban con sus uniformes de combate, con los holgados chaquetones de salto —«sacos de huesos», como las llamaban ellos— abotonadas en torno a los muslos, de forma que daba la impresión de que llevaban unas bermudas sobre los pantalones. El propio Preger —con las piernas separadas y las manos sobre las caderas— estaba de pie sobre una roca más alta que la carretera, como un capitán que inspeccionase a su tripulación desde el puente.
«Maldita sea, me apuesto lo que quiera a que no ocurre nada en absoluto. Preger lo ha hecho a propósito. Ya que no puede evitar que investigue el asunto, piensa retrasarme todo lo que pueda». Mientras esperaba a que el jefe del pelotón aclarase las cosas con los paracaidistas, Bora, frustrado, dio una patada al neumático más cercano. Según el mapa, aún estaban a tres o cuatro kilómetros de Ampelokastro, en mitad de ninguna parte. «Ahora tendremos que malgastar una hora o más mientras Preger finge... ¿Qué? ¿Despejar la carretera más adelante?».
Pecó de optimista. Pasados unos minutos, el polvoriento suboficial de jaeger se le acercó.
—Lo siento, Rittmeister —dijo. Negó con la cabeza en señal de disculpa—. Vamos a tener que dejarlos aquí: hay peligro de minas antipersona más adelante. La carretera va a estar bloqueada durante las próximas horas. Tendrán que seguir a pie.
Tal vez fuese lo que Preger le había contado y él de verdad creía o la versión que había acordado contarle, ya que en Creta los paracaidistas y las tropas de montaña parecían ser uña y carne.
Bora se negó a darle a su antiguo compañero de juegos, que miraba hacia donde estaba él por encima del hombro, la satisfacción de ver que estaba furioso.
—Muy bien. —Cogió la mochila del interior del vehículo y Kostaridis lo imitó, sin prisas. Aunque la conversación había sido en alemán, era evidente que Kostaridis entendía la situación y, seguramente, los motivos que habían ocasionado el retraso. Indicó una imponente pendiente a la izquierda de la carretera, apenas mitigada por una vereda de cabras que ascendía en zigzag como una cicatriz.
—Por aquí, capitano. Aunque el camino es largo.
Bora se adelantó a Kostaridis para comenzar el ascenso.
—¿Va armado, al menos? —preguntó, entre dientes.
—¿Para qué? —Kostaridis se encogió de hombros. Si mis compatriotas o los ingleses quieren liquidarnos, lo harán a distancia y con fusiles a los que no se puede contestar con una simple pistola.
Ya estaban trepando a través de unos arbustos espinosos con flores amarillas cuando los vehículos de los jaeger, más abajo, dieron marcha atrás para dirigirse a un punto más ancho donde poder dar la vuelta y volver al norte.
Evitar la carretera quería decir tomar la ruta de las agrestes colinas, confiando en el sentido de la orientación de Kostaridis —¡la mera idea de confiar en él ya era ridícula!— y malgastando un tiempo precioso. Si todo se iba al garete, sería culpa de Bora por haberle seguido el juego. Estaba ansioso por llegar rápidamente a la escena del crimen. Más enérgico que su compañero, se agotó en los primeros diez minutos y después tuvo que detenerse en pleno calor abrasador para que Kostaridis pudiese alcanzarlo.
España en 1937 era agreste, pero este terreno era aún más duro, más solitario que las colinas de Aragón; como los huesos de un animal muerto limpiados por los carroñeros. Bora hizo una pausa porque no conocía el camino y porque la prudencia más elemental exigía que observase a Kostaridis por si este mostraba signos de alarma.
—No piense que no hay nadie cerca simplemente porque siga adelante —lo desengañó Kostaridis—. Pero debemos continuar como si no nos importase. —Se había quitado la chaqueta y se la había echado sobre el hombro, como un granjero dispuesto a salir al campo—. Si ve destellar un espejo en las cumbres u oye voces a lo lejos, no se preocupe. Solo son señales. Cuando están a punto de dispararte, lo hacen sin previo aviso. —Justo entonces, un grito amortiguado por la distancia, como el de alguien que se precipitase al vacío, les llegó a través del aire sediento—. ¿Ha oído eso? No iba dirigido a nosotros, sino a alguien en dirección a Bisala.
Bora no estaba tan seguro, pero no podía hacer nada al respecto. Durante los próximos minutos, oyeron otras llamadas aisladas a lo lejos: gritos agudos de niños o de mujeres que parecían proceder de criaturas sin cuerpo. En un lugar como este, era fácil creer en la existencia de espíritus que habitan en la naturaleza.
Avanzaban por las laderas escarpadas de las colinas para evitar ser blancos fáciles sobre las cumbres. Era un difícil número de funambulismo, sobre todo para las sandalias de Kostaridis. Había giros en que, mucho más abajo, podían ver la carretera que estarían siguiendo si no se lo hubiesen impedido. El calor hacía temblar el paisaje en la lejanía, donde arrancaban las montañas, que se desdibujaban sobre el cielo azul intenso al fondo. Solo la protección que le proporcionaban las gafas de sol permitía a Bora observar el desgarrado horizonte rocoso y el cielo.
—¿El profesor Villiger tenía coche? —se giró para preguntar a Kostaridis—. ¿Cómo se desplazaba hasta Heraclión?
—Pocas veces iba a la ciudad. A diferencia de la mayoría de los dueños de las villas, que pasan parte de la semana en Heraclión y de vez en cuando alquilan una habitación o se alojan en casa de algún amigo, solía estar siempre en Ampelokastro. Iba en autobús a Heraclión una vez al mes para hacer recados, ir al banco y cenar en el Megaron o el Hotel Cnosos. —Bora se fijó en que Kostaridis pronunciaba el nombre «Cnosós», con el acento en la última sílaba, no en la primera, como en el griego clásico—. Para los viajes más largos dentro de la isla, uno suele tomar el autobús o montar en mula, dependiendo del itinerario. Para coger el autobús cerca de Keramoutsi, supongo que iba a pie. ¿Le he dicho que dos semanas antes de su muerte se informó acerca de los barcos de pasajeros que salían de Creta?
Bora se giró y a duras penas consiguió evitar tropezarse.
—No me lo ha dicho. ¿Con destino adónde?
—A ningún sitio en concreto. Los que partían de Creta. Si descartamos África por la guerra, yo diría que o bien planeaba un viaje a Turquía, o a otro país no europeo.
—Era cliente del Banco Nacional, ¿verdad? ¿Alguien ha investigado su cuenta o su caja de seguridad?
—Oh, sí. —Kostaridis aprovechó las preguntas para recuperar el aliento. Caminando entre la maleza de la pendiente, donde las rocas resbaladizas hacían necesario agarrarse con ambas manos, se había visto obligado a volver a ponerse la chaqueta. Estaba empapado en sudor—. Se hizo el uno de junio.
—¡Si el uno de junio fue domingo!
—No se hizo, por así decirlo, durante el horario de apertura habitual. Creo que lo llaman el «privilegio del vencedor». Cuando quise comprobar el papeleo relacionado con su caja de seguridad, me dijeron que había desaparecido. El empleado del banco me contó que, según recordaba, la última suma había superado los diez mil marcos alemanes y que el profesor no había cambiado ni un céntimo por dinero en efectivo. Pero todos los primeros viernes de mes recibía considerables sumas de marcos alemanes en efectivo de una cuenta secreta en Rodas, por mensajero especial. Seguramente, por eso vaciaron su caja de seguridad, y actualmente no queda ninguna caja a nombre del signor Filligi en el Banco Nacional.
«¿Seguramente? Diez mil marcos son el salario anual de un general alemán». Bora se puso en cuclillas y guardó el equilibrio para quitarse los erizos de los calcetines.
—Cuando nos conocimos, ¡solo me habló de «transferencias regulares de dinero desde Suiza»!
—Parecía un tanto impaciente por poner punto final a la conversación, capitano. Además, no quise darle todas las malas noticias de sopetón.
«Joder». Bora blasfemó para sus adentros sin llegar a decir la palabra, mientras miraba al policía. «Otro detalle importante que investigar. Si, oficialmente, el jefe de Villiger era el Reichskommissar Himmler, las sumas en cuestión —desviadas a través de Suiza y Rodas para evitar incidentes— debían de ser considerables. Pero, ¿hasta este punto...? Y si, por la razón que fuese, había grandes cantidades de dinero guardadas en su caja de seguridad de Heraclión, no es ninguna sorpresa que la hayan abierto. Se incorporó ágilmente, perdiendo y volviendo a recuperar rápidamente el equilibrio.
—El dinero en efectivo y los objetos de valor podrían atraer a muchos, sin descartar a los empleados del banco. Cuando dice «vaciaron», ¿quiere decir «abrieron con llave» o «forzaron»?
—Quiero decir que los paracaidistas alemanes, que estaban en posesión de la llave, abrieron legítimamente la caja de seguridad del signor Filligi la mañana del 1 de junio. El director del banco tuvo que abrirles las puertas. —Kostaridis se secó el sudor del cuello con un pañuelo arrugado—. Quince minutos más. —Resopló—. Y podrá ver la villa, allá abajo.
Y así fue. Todavía lejana, poco a poco empezó a divisarse Ampelokastro sobre una cornisa menos elevada que la atalaya de los viajeros, pero más alta que la carretera que conducía hasta la puerta de la finca. Desde donde estaban Bora y Kostaridis, se divisaba una telaraña de otros caminos y senderos de montaña, que se entrelazaban en todas las direcciones por el espectacular paisaje. A pesar del significado de su nombre, no crecían viñas en torno a Ampelokastro; solo unos cuantos olivos solemnes que el tiempo había retorcido hasta crear formas fantásticas. A través de las lentes verdes de Bora, incluso a la luz reseca del día, sus copas claras de hojas diminutas parecían bancos de peces plateados. Unas palmeras altas de largas crines daban al jardín vallado el aspecto de un oasis, pero de los que se ven en las películas, hecho para gustar. La casa estucada de dos plantas, de un rojo oscuro desvaído, se intuía a través del exuberante follaje. Alguien que se acercase desde el mismo nivel no vería más que el tejado por encima de la tapia del jardín. Todavía estaba por ver dónde se encontraba, supuestamente, el sargento primero Powell con su cámara cuando vio llegar y atravesar la puerta a los hombres de Preger.
En el fondo del barranco que separaba la casa de Villiger de la colina de enfrente, un pequeño río o arroyo estacional —el potamos de la discordia— había labrado un profundo lecho, en el que los sauces enanos y los juncos se alineaban en busca de agua. Sphingokephalo, la finca de Rifat Bey, debía de ser la casa grande color ocre claro construida sobre esa otra cumbre, más escarpada y casi pelada, detrás de un parapeto alargado que daba al valle. Hileras de viñas cubrían el terreno ondulado más allá del árido perfil de la colina hasta donde alcanzaba la vista. Al sur, al oeste y más allá, en las laderas de las montañas, más salientes de roca, arbustos amarillentos y cabañas o ermitas dispersas se encaramaban sobre los espolones de piedra, blancas y mates como conchas traídas por las olas.
De las profundidades de este panorama solitario, gritó una primitiva voz de hombre. Imposible de localizar, ya que los ecos la hacían rebotar y multiplicarse, rasgó el aire ondulado por el calor y fue contestada por otra voz más, a lo lejos, y por más ecos. Eran las voces de los cazadores, de los pescadores, gritándose unos a otros que la presa se acercaba a la red.
—Puede que ese vaya dirigido a nosotros —comentó Kostaridis, con una contorsión fatalista de los labios—. Será mejor que bajemos. Más seguro.
Tardaron otro cuarto de hora más, durante el cual Ampelokastro desapareció de su vista y Kostaridis indicó el camino de vuelta a través de un desfiladero tan empinado y estrecho que ambos hombres se vieron obligados a mantener el equilibrio apoyándose con las manos en las paredes de roca y pasar, apretados, de lado a medida que iba estrechándose hasta culminar en una grieta. Bora se quitó la mochila y la llevó en la mano para poder pasar; a petición suya, y no solo porque conociese el camino, Kostaridis lo precedió.
Mientras observaba cómo el policía se abría camino lentamente como un corcho atrapado en el cuello de una botella, Bora no sintió compasión: también a él le rozaban las rodillas y el pecho contra la áspera pared de roca. Ya que no habría podido llevarse la mano a la pistolera que llevaba sobre la cadera izquierda en caso de necesidad, se había metido la pistola en el bolsillo derecho de los pantalones cortos, donde sobresalía, raspándole el muslo. «Por Dios, si esto es una especie de trampa a la que me está atrayendo el griego, ni siquiera podré disparar en línea recta».
Al menos por el momento, resultó no serla. Desde el terreno elevado, alcanzaron un otero donde Kostaridis dijo:
—¿Ve? Si baja por allí, acabará en la carretera, pero al sur de Ampelokastro. Tendría que dar marcha atrás y entrar en el jardín por la puerta trasera.
—No. Quiero entrar como lo hizo el sargento primero Powell, por la cara delantera.
—Por aquí, entonces.
Volvieron a incorporarse a la carretera proveniente de Heraclión; según el mapa de Bora, todavía a más de un kilómetro de Ampelokastro. El polvoriento arcén de la carretera bullía de insectos, mientras que una solitaria cigarra inauguraba la temporada de canto a lo lejos, en el campo. Unos cuantos pasos más allá, al pasar por un lugar aparentemente sin importancia, Kostaridis dijo:
—¿Ve ese arbusto? Sus colegas de crímenes de guerra nos notificaron que la primera vez que vinieron a Ampelokastro encontraron los cadáveres de dos ingleses en este lugar. Les habían disparado a bocajarro. No llevaban papeles ni ninguna otra identificación, aparte de los uniformes.
—Dos ingleses muertos: ¿eso es todo? —Bora miró con indiferencia hacia el sitio que le indicaba—. He visto fotos de paracaidistas alemanes a los que les habían robado hasta las botas.
Kostaridis ignoró la provocación.
—Sí, bueno. En aquellos primeros días, salían soldados muertos de debajo de las piedras.
—Dios los reconocerá aunque no haya un nombre escrito en sus tumbas, epitropos. Cualquiera de nosotros podría acabar así.
Según el reloj de Bora, pasaban treinta y cinco minutos de las ocho cuando llegaron a la puerta del jardín, un tanto maltrechos. Kostaridis tenía un agujero de aspecto lamentable en el calcetín izquierdo. Tiró de la punta y se lo remetió bajo el dedo gordo mientras Bora fingía mirar hacia otra parte. Las pocas nubes de algodón que coronaban las montañas hacía mucho que se habían evaporado y el cielo, de un azul intenso, lo dominaba todo. En cuanto Bora se quitó las gafas de sol, incluso los apagados colores del verano explotaron, radiantes, a su alrededor y los blancos se volvieron incandescentes: igual que cuando llegó a la isla, se esforzó por no dejarse cegar por el exceso de luz.
La carretera de Heraclión describía una curva abierta frente a la puerta de la finca, donde se ensanchaba hasta formar una explanada de arena antes de rodear el terreno a lo largo del arroyo y en dirección al sur. El tramo que discurría junto a la tapia del jardín estaba en ruinas, así que tenía lógica que los paracaidistas decidiesen entrar en el jardín para evitar el trecho desmoronado. Bora siguió con los ojos un segundo sendero que bajaba desde el pie de la colina de Sphingokephalo, pasaba sobre una alcantarilla llena de juncos y atravesaba el arroyo. Si el informe que le había enseñado Preger era correcto, dicho sendero venía del oeste, y los paracaidistas habían llegado desde esa dirección. Un hombre oculto en el fangoso lecho del arroyo podía evitar que lo descubriesen reptando hasta la alcantarilla, para después salir durante el tiempo necesario para captar con su cámara los movimientos de los soldados: el ángulo desde el que se tomaron las fotografías confirmaba esta posibilidad.
Un acalorado Kostaridis se abanicaba junto a la puerta del jardín, abierta de par en par. Cuando la dejaron atrás, señaló la gravilla, peinada y amontonada en montículos por los neumáticos de las ambulancias o de otros vehículos que habían maniobrado para entrar y salir. Junto a los escalones de la entrada, había un cubo que debía de haber servido para lavar la sangre del perro a baldazos.
—No estaba aquí la primera vez que vinimos —le dijo a Bora—. Pero quién sabe cuántos habrán pasado por aquí desde entonces. ¿Ve? También apilaron las alfombras empapadas de sangre aquí afuera e intentaron quemarlas. Menos mal que desistieron a medio camino. Mire las hojas bajas de los árboles: a punto estuvieron de prenderles fuego.
Bora había vuelto a guardarse la pistola en la funda, pero la había dejado abierta.
—¿Qué hay de la tierra suelta en el arriate? ¿Enterraron aquí a los dos británicos muertos?
—No, los llevamos a la ciudad. Diría que es donde enterraron al perro.
—¿El perro murió de uno o más disparos? En las fotos no se ve bien.
Kostaridis se señaló la frente con el pulgar.
—De un solo tiro de pistola.
La puerta delantera solo estaba entornada. Desde fuera, no parecía que hubiesen forzado la cerradura, pero al mirar más de cerca, se apreciaban señales de que había sido abierta de una patada. Bora la empujó con la punta de la bota y entró primero. No había vestíbulo ni recibidor, sino que se encontró directamente en la amplia habitación donde habían matado a Villiger y a los demás. Un olor indefinido, que era mejor no analizar, impregnaba el aire. La sangre se había secado sobre el suelo y las paredes. Que allí habían acampado soldados para pasar la noche quedaba demostrado por el desorden de latas de comida y botellas vacías, pero también habían saqueado la villa antes, durante o después de que vivaqueasen los alemanes. La casa que Bora había visto en las fotografías apenas resultaba reconocible: daba la impresión de llevar años abandonada. Los muebles, exceptuando los que estaban empotrados o eran demasiado grandes como para sacarlos a rastras por la puerta, habían desaparecido, los libros —¿los habrían sacado de las estanterías para buscar objetos de valor detrás?— yacían amontonados aquí y allá. Abriéndose paso entre los trastos rotos que habían dejado atrás los ladrones, Bora recorrió la escena de la matanza, donde la sangre se había filtrado hasta el suelo a través de las alfombras. Le volvió a la cabeza la imagen de los huesos de un animal muerto limpiados por los carroñeros. Solo se abstuvo de hacer comentarios porque los soldados alemanes habían participado en el asalto, de un modo u otro. Una mirada rápida reveló que la cocina y la despensa también habían sido saqueadas. Faltaban los alimentos, las ollas, los platos y los cubiertos, habían robado las cortinas de las ventanas: solo la distribución de la planta baja se parecía a las fotografías.
—¿Qué hay arriba? —preguntó.
Kostaridis se enjugó el sudor de las cejas con el dorso de la mano.
—Los dormitorios y la biblioteca. —Habló en voz baja para evitar los molestos ecos de una habitación vacía—. Capitano, nuestros campesinos tienen la costumbre de llevarse lo que los muertos ya no necesitan. Son tiempos de escasez. Si había algo de utilidad, habrá desaparecido.
—Eso depende de cómo defina «de utilidad». Parece que la mayoría de los libros siguen aquí. Y son buenas ediciones.
—Me refería al dinero y las pistas.
—¿Pistas? ¿Quiere decir que ya no cree que fueron los soldados alemanes los que cometieron los asesinatos?
—No recuerdo haber dicho que lo creyera. Pero a veces los soldados matan por razones que no tienen nada que ver con la guerra. ¿No está de acuerdo?
«Yo nunca lo haría». Bora no llegó a pronunciar esas palabras, pero las llevaba marcadas en la expresión de desdén de su cara.
—Sí que lo haría, sí que lo haría. —El sudoroso Kostaridis abrió mucho los ojos, como Peter Lorre, y, por un momento, resultó repulsivo a la vista. Y después, plácidamente, como si se hubiese referido a la opinión de Bora sobre el asunto—: Estaría de acuerdo con que los soldados a veces matan por motivos personales, quiero decir.
A continuación, silenciosamente para tratarse de dos hombres, recorrieron la casa, examinando las pruebas que seguían allí; sobre todo los fragmentos de plomo incrustados en las paredes. Con cierta reticencia, y solo porque no tenía ninguna razón aceptable para no hacerlo, Bora compartió con Kostaridis las fotos tomadas por el inglés y por la Oficina de Crímenes de Guerra.
—¿Ve? Villiger debía de estar delante de la mujer cuando cayó. Aunque eso no necesariamente quiere decir nada.
—O quizá sí, capitano. Los jornaleros se amontonaron en vez de intentar escapar, y por eso están tan enredados unos con otros. Puede que eso también signifique algo o puede que no.
Bora desanduvo sus pasos hasta la puerta principal.
—Diría que el primer disparo se efectuó desde aquí, no precisamente a quemarropa. Suponiendo que todas las víctimas estuviesen en esta habitación, llevaría unos segundos.
—Exacto. Y sepa o no que le van a disparar, uno no puede escapar de un subfusil. —Kostaridis se pellizcó los viejos pantalones a la altura de las rodillas antes de ponerse en cuclillas para examinar la pared—. El mismo tipo de arma, utilizada desde puntos diferentes. —Metió los dedos en los agujeros creados por las balas—. En un principio, pensé que solo uno de los atacantes había abierto fuego. Pero tras examinar de cerca la pared, concluí que debieron de hacerlo al menos dos. Y aunque puede que el número dos vacilase y no disparase hasta que las víctimas ya estaban cayendo, ambos agotaron la munición.
Bora había llegado a una conclusión parecida la noche anterior.
—Me pregunto si mataron primero al perro. Es posible que un perro perdido que hubiese entrado en el jardín no ladrase al ver llegar a unos extraños, pero, una vez oyeran el tiro que lo mató junto a la puerta, sería de esperar que al menos los muchachos buscasen refugio en el piso de arriba.
—Quizá. —Kostaridis se alejó marcha atrás de la pared, pero mantuvo los ojos fijos en los agujeros de bala. Sus sandalias, que dejaban los dedos de los pies al descubierto, tropezaron con un pesado pisapapeles en forma de Coliseo, sin duda un souvenir de Roma. Las siguientes palabras las dijo con la voz entrecortada por el dolor—. Puede que mataran al perro el último.
—No. Powell oyó un solo disparo antes del tiroteo. Un perro guardián saldría corriendo al ver entrar a los extraños, así que lo habrían matado mucho más cerca de la puerta del jardín, o incluso fuera de esta. Puede que un perro sin dueño se escondiese, pero no iba a esperar en mitad del estruendo de un tiroteo a que le disparasen también.
—Sea como fuere, capitano. Por mi experiencia pasada como tirador, sé que con una mano firme se puede apuntar a un blanco en movimiento sobre los escalones de la entrada antes incluso de cruzar la puerta. Creo que lo confundieron con un perro guardián y lo mataron mientras se aproximaban al jardín.
—Podría ser. —Bora atravesó un arco para llegar al estudio, que en las fotografías aparecía como un telón de fondo desdibujado. Saqueado igual que el resto, los árboles del exterior lo mantenían en penumbra. Más botellas vacías —de cerveza, vino, refrescos, un único frasco de Rodinal— estaban tiradas en el suelo. Lo que en las fotografías había tomado por varios platos decorativos colgados de las paredes resultó ser, en realidad, moldes en tiza de rostros humanos, sin duda una miscelánea de los cretenses arios de Villiger. Bora levantó una de las máscaras del clavo del que colgaba. Los agujeros de la nariz sugerían que se había tomado el molde a una persona viva, que respiraba a través de unas cañas insertadas en la nariz. Por dentro, tenía pegada una etiqueta manuscrita en la que podían leerse un número, una ubicación y una descripción genérica: «Jornalera de veinte años, zona de Agia Paraskeve. Color de ojos, número 5. Pelo, rubio pajizo». En otra máscara se leía: «Niño de la calle de quince años, Heraclión. Color de ojos, número 3. Pelo, rubio oscuro», etcétera. Un tercer rostro, el de una mujer joven, le recordó tanto al de Remedios que se apresuró a buscar indicaciones escritas. Pero la etiqueta estaba incompleta y solo podía leerse, a lápiz: «Joven pastora, inmediaciones de Gonies?» y un signo interrogación, sin más detalles. A la derecha de las máscaras, una fotografía enmarcada en la que se veían varias hileras de ojos de cristal ilustraba el sistema de clasificación: 5, azul medio; 3, azul claro… En la lista, elaborada por un investigador suizo que había defendido su tesis doctoral en la Universidad de Leipzig y había muerto hacía mucho, los ojos verdes de Bora recibirían un 6. ¿O sería un 10?
«Dios —se recriminó—, como si importase dónde encajo en la escala. Esta taxonomía tiene tanta lógica como juzgar a un caballo de carreras por el color de sus crines». Pero no pudo evitar fijarse para averiguar en qué lugar quedarían los ojos de su mujer y su madre en el diagrama. ¿Y acaso no era cierto que su padrastro, un magnífico jinete como todos los de la familia, empleaba terminología equina para presentar a los niños a los huéspedes que visitaban la finca? «Ahí están: el castaño oscuro es Martin, el hijo de mi mujer, y el alazán es mi Peter». «Para él, el color no significaba necesariamente calidad, sino pertenencia: no soy su hijo, después de todo». El silencioso Vairon Kostaridis, que ocuparía un lugar tan bajo en la tabla como para no contar en absoluto, se reunió con Bora en el estudio en penumbra. Mientras se acercaba, su figura regordeta quedó interceptada por un rayo de sol proveniente de la ventana sin cortinas, una única vara de luz que se había abierto camino a través de la espesura de los árboles del jardín. Una vez pasó el griego, el rayo volvió a brillar, libre. A Bora, el escalpelo blanco de luz se le antojó capaz de abrir un agujero en la pared, quemándola como un soplete. «Es así como el ojo de Dios —pensó con un estremecimiento— quemará y destruirá nuestras categorías creadas por el hombre. ¿Cómo podemos ser tan insensatos como para ignorarlo?».
—Si mira hacia afuera, capitano, verá el monumento de Sphingokephalo, allá arriba.
Bora se acercó a la ventana, con cuidado de no quedar bajo el rayo de sol. En lo alto, por encima de las palmeras, el monumento blanco como el azúcar parecía suspendido en el aire, un pequeño templo redondo custodiado por sus guardianes, los animales míticos. El duelo y la idea de honrar el pasado también son categorías creadas por el hombre. Justo debajo, en el jardín, la atención de Bora se fijó en la puerta trasera, abierta de par en par. Los hombres de Preger decían de haberla atravesado sin haber hecho parada en la villa. Bora había marcado en rojo en el mapa la localidad a la que se dirigían: Skala. Tenía pensado recorrer a pie la distancia que la separaba de la villa antes de volver a Heraclión.
Era el primer momento, desde que habían llegado a Ampelokastro, en que Bora y Kostaridis hacían una pausa en su búsqueda. Sin otra razón que no tener nada que decirse, se quedaron parados junto a la ventana en completo silencio, hombro con hombro.
Pero ninguno de los dos había bajado la guardia. Cuando, en el silencio, un golpe seco, tan amortiguado que de otro modo habría pasado desapercibido, les llegó desde arriba, los sobresaltó por completo.
Un paso, un libro al caer al suelo… Bora miró al techo. Podría haberse dado un tirón de orejas por no haber inspeccionado de inmediato la segunda planta, pero ahora era demasiado tarde. Rápidos como una bala, se le vinieron a la cabeza multitud de factores —«Sí. Podrían habernos atacado si hubiesen querido, pero no lo han intentado. O bien se esconden de nosotros o no nos han oído, o nos han oído y se han delatado en un descuido»— durante el instante que tardó en asentir con la cabeza en dirección a Kostaridis. Kostaridis, que observaba inmóvil el mismo techo, se parecía más que nunca a Peter Lorre caracterizado como asesino de niñas, acorralado sin esperanza por sus adversarios al final de la película.
—La biblioteca —dijo, en un susurro.
Una resuelta media vuelta, la habitación delantera, las escaleras. Bora le quitó el seguro a la pistola mientras subía los escalones de dos en dos, con el policía en los talones. En cuanto llegó al piso de arriba, Kostaridis le indicó la única de las tres puertas que no estaba abierta de par en par y Bora la abrió de una patada.
De pie junto a una alta estantería con las repisas casi desvencijadas por el peso, un hombre en mangas de camisa y pantalones de lino se quedó paralizado al ver la pistola. Solo por eso no dejó caer una caja con un juego de ejemplares. Un montón de libros descansaba sobre la mesa de la biblioteca, al alcance de su mano. A sus pies estaba el diccionario encuadernado en tela que lo había delatado al caer.
—Estaba ordenando… —tartamudeó, dirigiéndose a Kostaridis en italiano—. Recuperando unos libros de texto que le presté al profesor… No los oí entrar.
Era posible. La puerta estaba insonorizada por un interior acolchado, una verdadera puerta de biblioteca. Si hubiese estado cerrada con llave desde dentro, no habrían podido abrirla de una patada. Bora se guardó la pistola en la funda antes de acercarse al extraño. Abrió de golpe el libro que remataba el montón, dejando al descubierto el ex libris de Villiger, pegado en el frontispicio.
Con las mangas remangadas y unas alpargatas, el hombre que tenía delante mostraba el aspecto bronceado de un veraneante. De cuello ancho y con el pelo pulcramente echado hacia atrás, pareció sorprendido al ver el frontispicio.
—No puedo creer que haya pegado su ex libris sobre el mío. —Parecía una mala excusa. Suponiendo que el alemán no entendía sus palabras, miró a Bora pero se dirigió a Kostaridis—. Soy el profesor Pericles Savelli, antiguo empleado del Museo Arqueológico de Rodas. ¿A quién me dirijo?
Kostaridis no contestó. Respondiendo a una mirada inquisitiva de Bora, confirmó la identidad del hombre con un parpadeo.
—Ma insomma, ¿quién es? ¿Qué hace aquí? —insistió Savelli.
Bora volvió a colocar tranquilamente el libro en el estante.
—Capitano Bora, esercito tedesco.
—¡Si habla italiano! —Savelli lo dijo como si un animal de gran tamaño acabase de demostrar que era capaz de articular una frase.
—En efecto —dijo Kostaridis, alargando las vocales. Mientras inspeccionaba la habitación con sus ojos somnolientos y astutos, añadió, en la misma línea—. Y usted, profesor, me conoce a mí.
—Va bene, e allora? ¿Ahora qué? —Savelli, resentido, dio un paso a un lado para poner más distancia entre su cuerpo y la imponente presencia de Bora—. Estoy en mi derecho, caballeros. La puerta delantera estaba abierta, la casa estaba desierta, así que… es natural, ¿no? Después de todo, ya había tenido noticias de la disgrazia.
Calificar la masacre de «desgracia» parecía quedarse corto, pero no le extrañó viniendo de un italiano.
—¿Quién se lo dijo? —interrumpió Bora.
—La comunidad de académicos expatriados en Creta es pequeña.
Villiger, Pendlebury, Allen, Savelli… Bora cerró la pistolera.
—Parece que va aumentando cuanto mejor la voy conociendo. Y eso no responde a mi pregunta. ¿Quién le contó lo que ocurrió aquí?
El hueco abierto al retirar varios tomos provocó que un fino libro en cuarto cayese en su estante y otros ejemplares quedasen inclinados de lado contra el primero. Los lomos con los nombres de sus autores en griego, alemán e inglés, casi siempre seguidos por las iniciales rematadas por puntos de sus títulos académicos, se desplazaron a un lado tras la cabeza de Savelli. La muerte de un hombre, se dijo Bora, también queda anunciada por el desorden de sus libros, cuidadosamente organizados. En la biblioteca desvalijada, solo el macizo escritorio empotrado mantenía una apariencia de normalidad.
Una mueca de desdén y alarma afloró y se extinguió en el rostro de Savelli. Si se preguntaba qué papel desempeñaría un oficial alemán en todo esto, fue lo suficientemente inteligente como para no plantearlo abiertamente.
—Vivo en Kamari, detrás de la colina. Mi casero me informó después de ver el revuelo, cuando llegaron la policía y la ambulancia. Un amigo, un jubilado de la Escuela de Arqueología italiana, me confirmó la noticia. Es brutto, brutto. Como ciudadanos extranjeros, entenderá que nos concierne a todos. Primero, los rumores sobre la desaparición del investigador inglés, el doctor Pendeebury… —Bora se fijó en que mutilaba los apellidos extranjeros igual que Kostaridis, al estilo griego— y ahora esta disgrazia.
El énfasis que dio a las palabras «feo» y «desgracia» y el tono en que las pronunció resultaba afectado, artificial. Pero, ¿acaso hay una respuesta natural a la muerte violenta? Inclinando la cabeza, Bora leyó el título ladeado del ensayo fundamental de Winckelmann sobre el arte antiguo, en la reciente edición de Phaidon.
—¿Conocía bien al profesor Villiger?
—Ah, bien no; no muy bien… buongiorno y buonasera.
—¿Apenas se daban los buenos días y él le prestaba libros?
—¡No, no, no! He dicho que yo le prestaba libros, como cortesía profesional entre colegas.
Kostaridis le dio un codazo a Bora. Un golpe discreto que molestó a Bora pero que entendió que quería decir que se apartase de Savelli para escuchar algo que le comunicaría en un susurro.
—Le daré más detalles después, capitano, pero los carabineros italianos informaron a la policía de Heraclión sobre este caballero. Cuestiones de dinero.
Bora volvió a girarse hacia el investigador, que otra vez había empezado a recoger los libros.
—Su difunto colega… ¿Cuándo y dónde lo vio por última vez?
—¿Cuándo? —Savelli respiró hondo e intentó ganar tiempo. Enseñó los dientes, concediendo un momento de gloria a lo que debía de ser una cara dentadura postiza, de alguna manera adecuada a la boca de un hombre culto.
—Hace unas seis semanas, durante la Pascua ortodoxa, en Heraclión. No pudo escabullirse, estaban presentes otras personas. Verá, le pregunté por…, mis libros. —«Lo más probable es que fuese al contrario», juzgó Bora—. Imagínese, me negó que los tuviese. Le dije que pensaba pasarme por Ampelokastro a recogerlos de todas formas. Me dijo que estaba muy ocupado y que, además, estaba planeando un viaje.
Así que Villiger tenía intención de salir de Creta al menos desde abril. Era información nueva. Kostaridis no reaccionó —estaba de pie junto al escritorio empotrado, abriendo y cerrando los cajones como si su buen funcionamiento lo fascinase y su contenido no tuviese la menor importancia—, pero Bora quiso saber más.
—¿Un viaje adónde?
—No lo dijo. Por supuesto, me lo tomé como un intento de mandarme a paseo, pero estaba inquieto.
—¿Simplemente inquieto —Kostaridis levantó la voz— o mejor dicho asustado?
—Dio Santo, ¿cómo iba a saberlo yo? Una semana después se armó el follón y tuvimos que escondernos debido a los enfrentamientos. Mi casero puede confirmar que hoy es el primer día que pongo un pie fuera de casa. —Animado al ver que la pistola estaba guardada en su funda o por la actitud negligente de Kostaridis, Savelli se mantuvo firme—. Miren, caballeros, soy la parte perjudicada en todo esto. Solo quiero recuperar lo que es mío. —Añadió la caja con el juego de ejemplares al montón que estaba sobre la mesa—. La civilización tal y como la conocemos está llegando a su fin si se nos puede matar, maltratar y, encima, robar a los investigadores inocentes en nuestras propias casas.
«Oh, no me venga con esas», pensó Bora. La irritación propia de la generación más joven hacia sus mayores y su idea de lo que eran las reglas le hicieron sonreír para sus adentros. «La civilización como usted la conoce sí está llegando a su fin, y me alegro». No consiguió deducir el campo de investigación concreto de Savelli de los títulos que había escogido hasta ahora.
—¿Puedo preguntarle cuál es su especialidad?
—¿Mi especialidad? Jovencito, trabajé con el gran Halbherr, con Maiuri, con Jacopi: el Egeo entero es mi especialidad. Excavé en Tavernais esta misma primavera. Y no pienso salir de aquí sin mis libros.
—No. —Bora puso la mano sobre el montón—. Me temo que ya se han llevado demasiadas cosas de esta casa. Haga una lista de los títulos que le pertenecen y me aseguraré de que se los devuelvan.
—¿Qué? ¡No recuerdo todos los títulos!
—Entonces, haga una lista de los que recuerde.
Savelli resopló.
—¡Esto es inaudito! ¡Es un escándalo! ¡Se lo haré saber a Su Excelencia el gobernador italiano, el general Ettore Bastico! ¡Pediré ayuda al comandante italiano en Creta!
—Estoy temblando de miedo. Adelante.
Durante la conversación, Kostaridis se mantuvo ecuánime. Apoyado en el escritorio, sostuvo entre el pulgar y el índice un cigarrillo solitario que se había sacado del bolsillo para volver a darle forma escrupulosamente. Se lo metió, aún ligeramente torcido, en la boca, lo prendió y miró a su alrededor en busca de un cenicero en el que dejar la cerilla apagada.
Fue un gesto extraño y microscópico de consideración en mitad del caos. Bora lo vio por el rabillo del ojo y se quedó intrigado. Kostaridis pudo haber tirado la cerilla sobre el escritorio o haberla dejado caer al suelo. Inconscientemente, había estado esperando una señal de que podía confiar en el policía, y su negativa a ensuciar una habitación desolada, de alguna manera, se acercaba bastante. Cuando el cigarro de Kostaridis se apagó tras la primera calada, Bora le ofreció de improviso el mechero.
—Hágame el favor de no fumar —se quejó Savelli—. Me trasladé al sur por recomendación médica, así que preferiría no tener que aspirar alquitrán y nicotina mientras me insultan.
Kostaridis fue hasta la ventana arrastrando los pies, la abrió y siguió fumando.
Uno a uno, Bora revisó los ex libris y volvió a colocar los libros en una pila bajo la mirada furiosa de Savelli.
—Cuando elabore la lista, incluya el autor y la editorial.
—¡Protesto! ¿Acaso me toma por un bibliotecario? Esto es… ¡Es inaudito!
—No dude en acusarme. Recuerde, mi nombre es Bora. —Bora enderezó puntillosamente el marcapáginas que sobresalía de un ejemplar del siglo XIX, cuyo ex libris indicaba un propietario, Marcel Amédée Duvoin, que, por el nombre, parecía francés—. Comisario —dijo, sin mirar a Savelli ni a Kostaridis—, ¿le importaría escoltar al profesor hasta la puerta?
Las rabiosas recriminaciones de Savelli sobre «libros robados» e «ideas robadas» llegaron a oídos de Bora mientras Kostaridis llevaba a rastras al investigador a la planta baja. ¿Ideas robadas? ¿Se referiría Savelli a un plagio? Seguramente, otra afirmación vacía. Pero era cierto que el resentimiento entre los investigadores podía ser profundo. Hacía décadas, la Bora Verlag se había visto envuelta en una polémica al publicar las notas de campo de Dörpfeld sobre Troya tras la muerte de su gran mentor, Heinrich Schliemann. En aquella época, el debate en torno a la ubicación de la antigua ciudad todavía estaba en plena ebullición, y que una importante editorial de Leipzig decidiese respaldar la teoría de Schliemann-Dörpfeld frente a la escuela francesa y estadounidense era cuestión de peso. Se labraron, arriesgaron y perdieron vertiginosamente carreras y famas durante el asunto. Era imposible predecir los excesos a los que podían llevar las luchas internas entre académicos.
En las escaleras, las quejas de Savelli fueron subiendo de tono a medida que el italiano se envalentonaba con un ciudadano griego. Cuando llegaron a la planta baja, estaba gritando.
Así que le sorprendió aún más el silencio que se produjo a continuación. O bien el profesor se había quedado sin aliento, o Kostaridis se había encargado de hacerlo callar. Bora se acercó al alféizar de la ventana para observar el jardín que tenía debajo.
Ambos estaban en el camino de gravilla. Kostaridis, con la colilla del cigarro todavía en la boca, le registraba bruscamente los bolsillos al italiano. Lo cacheó de forma rápida y profesional; incluso desde allá arriba podía apreciarse su destreza de carterista. Cuando un objeto pequeño pasó rápidamente del bolsillo de Savelli al de Kostaridis y ambos se despidieron, Bora se apresuró a alejarse de la ventana. Cuando volvió Kostaridis, estaba revisando sistemáticamente los libros. Uno a uno, iba dándoles la vuelta y desplegando las páginas para que cayese cualquier marcapáginas o papel que pudieran contener. Villiger, pensó, debía de usar casi cualquier pedazo de papel para marcar las páginas, un rasgo poco común en un investigador pedante. De las hojas agitadas llovían recibos, postales, fotografías, tarjetas de visita; incluso algún que otro marcapáginas. Bora los iba recogiendo a medida que tocaban el suelo y se los guardaba en los amplios bolsillos de sus pantalones cortos del ejército británico.
—¿Ya se ha ido el italiano?
—Sí. —Kostaridis no mencionó el objeto que le había quitado al profesor ni tampoco lo hizo Bora, por el momento.
—Savelli es un apellido italiano, pero Pericles, con «s», parece griego.
—No, no. Es uno de esos italianos cultos con nombres griegos clásicos.
Sin seguir un orden en particular, Bora volvió a colocar los libros en los estantes una vez terminó de revisarlos.
—Dijo que la policía italiana de Rodas le había informado de Savelli. ¿Por qué no me habló antes de él?
El griego se encogió de hombros.
—Tiene razón, debí haberlo mencionado. Pero no parecía estar directamente relacionado con el asesinato. Hace cinco años, Savelli se trasladó a Creta desde Rodas, donde había trabajado durante un tiempo como subdirector del Museo Arqueológico. Se había metido en un lío, por así decirlo, y lo despidieron por la desaparición de unas monedas de oro. Aunque nunca se demostró que tuviese algo que ver con el asunto, las autoridades coloniales italianas dijeron que las monedas habían aparecido en una colección privada británica, cuyo propietario era un conocido de Savelli. Oh, y también se metió en aprietos con unos oficiales de la guarnición italiana de la ciudad —creo que, en aquel entonces, era el 9º Regimiento de Infantería de la División Regina— por una cabaretera que actuaba en el Circolo della Caccia en el Borgo Sant’Anastasia. Y…
—Haga el favor de decírmelo todo de una vez sin que tenga que apuntarle.
—Como quiera. —Kostaridis lo dijo como si ir al grano equivaliese a desperdiciar una buena historia—. La artista, una tal Signora Cordoval, era muy popular entre los oficiales, que la invitaban con frecuencia a Villa Fiorita, que por ciento no pertenecía a un ciudadano griego, sino a un personaje turbio, un egipcio que se hacía llamar Jalloud. ¿Ha estado alguna vez en Rodas? Pues por algo la llaman la «isla de las Rosas». Los extranjeros llevan casi treinta años disfrutando de la vida en sus hoteles, pensiones y clubes. Sobre todo italianos, pero también egipcios y turcos. Si le gusta el dolce far niente, es el lugar indicado.
—No me gusta el dolce far niente.
—Cierto. Ya me lo parecía. Bueno, pues la estrella del archipiélago ocupado por los italianos acusó formalmente al profesor de maltratarla en un ataque de celos. Hay que decir que ella lo engañaba a bombo y platillo. El jefe de los carabineros de la ciudad fanfarroneaba de poder garantizarlo personalmente. Pero, por otra parte, Savelli tuvo el descaro de violar la supersticiosa regla de… ¿Sabe lo que es la seradura?
—No tengo ni la más remota idea. Suena como «cerrar» o «cerradura» en italiano.
—Así llaman los judíos sefardíes a la superstición de cerrar una casa durante la enfermedad «inexplicable» de alguien. Durante un tiempo determinado, se supone que el enfermo debe estar recluido a solas, excepto por un sanador que realiza todo tipo de rituales, desde ungirlo con azúcar y especias hasta administrarle resina machacada y café molido. —Kostaridis abrió los brazos, como queriendo admitir una crítica—. Sonríe, pero a Signora Cordoval no le hizo ninguna gracia que Savelli empezase a aporrear la puerta de la casa donde su anciano padre yacía enfermo y rompiese una ventana para entrar cuando se negaron a abrirle.
Así que la cantante era judía. Bora tomó nota mental. En otro estante, unos libros sobre la teoría racial le recordaron el otro ámbito de interés de Villiger.
—No deja de decir Signora Cordoval, pero ¿cuál era su nombre de pila?
—Signora era su nombre de pila. Es común entre su gente.
—Ah. El padre, el anciano, ¿murió como resultado de la infracción?
—No, pero Savelli tuvo que escapar corriendo del barrio judío para salvar el pellejo, perseguido por los vecinos por la calle de los Ricos. Con todo esto quería decirle, capitano, que Savelli no tiene respeto por las reglas. Exigió que Signora le devolviese el dinero que se había gastado en regalos, sobre todo un alfiler que pertenecía a su familia. Ella lo rechazó y poco después —a raíz de la historia de los artefactos desaparecidos—, se trasladó a Creta caído en desgracia, como investigador independiente. En la policía no volvimos a tener noticias de él hasta hace cuatro años, cuando la artista vino de gira a Heraclión. Nos llamaron del teatro porque Savelli había entrado por la fuerza en su camerino para recuperar el famoso alfiler, gritando que pertenecía a su difunta madre.
—Ah, sí. mamma. Muy italiano.
—Al final, ella accedió a devolverle la joya y él tuvo que pagar una suma considerable por daños y perjuicios ocasionados al teatro y a su vestuario. Y además…
Bora interrumpió lo que reconoció como otra inútil sarta de chismorreos por parte de Kostaridis.
—De acuerdo, de acuerdo. Así que Savelli es un agarrado, un bestia, y —porque cree el ladrón que todos son de su condición— dice que le han robado cuando está bajo sospecha de haber sustraído unas monedas antiguas. Lo persigue la policía de dos naciones distintas. Pero dejando a un lado las posibles diatribas académicas, dudo que se las apañase para mandar matar a cinco personas por un puñado de libros y papeles.
—Bueno, esto no es ningún pisapapeles.
Kostaridis se sacó del bolsillo la funda cilíndrica de un carrete fotográfico y la sostuvo entre el pulgar y el índice.
—El profesor jura que es suyo, por supuesto. Compruébelo usted mismo: hay fundas vacías parecidas en el primer cajón del escritorio. Esta está llena y puede que contenga otra serie de fotografías de campesinos cretenses, o algo completamente distinto. —Se giró para ver cómo Bora registraba furiosamente el escritorio. Signor Filligi debía tener bien escondido el carrete, porque cuando registramos la habitación, lo único que había eran fundas vacías.
El cajón estaba lleno de cajas de cartón y fundas de aluminio de carretes Agfa Isopan. Bora levantó la cabeza, frustrado.
—Maldición, nadie mencionó este escritorio en los informes. Me pregunto qué más cosas faltan. ¿No me dijo que Villiger llevaba los carretes a Heraclión para revelarlos?
—En efecto. Desde que Grecia entró en guerra, el dueño de la tienda de cámaras ha estado informando regularmente a la policía sobre los clientes extranjeros. Así es como nos enteramos de la afición del signor Filligi por tomar fotografías de la gente de la isla.
—Pero seguramente algunas las imprimía él mismo. En el estudio de la planta baja, vi un frasco vacío de Rodinal, un revelador concentrado. Y además, debía de tener una cámara, o más de una.
—Poios xerei: significa «quién sabe» en griego. Se dará cuenta de que es una expresión útil en Creta. Hemos llegado tarde, capitano. —Si las ranas sonriesen, lo harían de oreja a oreja como Kostaridis, sin enseñar las encías y sin ganas de reír—. Puedo decirle que la reputación de Rodas como la cuna del dolce far niente no excluye su uso como lugar de intriga por parte de toda clase de personas. Cuando alguien dispone de tanto tiempo libre... Ya sabe, cuando el diablo no tiene qué hacer, etcétera. Los italianos reclutaban a sus espías entre los intelectuales, que naturalmente conocían bien el entorno de los expatriados. Y a los militares.
«Igual que Villiger, que trabajaba para Himmler… —Bora tuvo que admitir que no quedaba nada de interés en el escritorio—. Aparte de los culpables y de Powell, entre la Oficina de Crímenes de Guerra y la policía griega, los soldados que acamparon en la casa, los campesinos que la saquearon y el profesor italiano, es imposible saber cuántas personas pasaron por Ampelokastro antes de esta mañana».
—¿Por qué no detuvo al profesor Savelli para interrogarlo?
—Por tres motivos. Primero, no es sospechoso; segundo, no es el tipo de hombre que huye a las montañas. Tercero, su casero es informante de la policía y nos hubiese dado el soplo si Savelli se hubiese comportado de forma sospechosa en el momento de los asesinatos. Además, el espionaje —utilizó una palabra que Bora no había pronunciado nunca— es algo que nuestro distrito no está equipado para solventar. En cualquier caso, desde la casa alquilada del profesor a las afueras de Kamari, se tarda quince o veinte minutos a pie en llegar hasta aquí. Ya ha visto que las distancias no importan en Creta: lo que cuenta es cuánto se tarda en llegar de un lugar a otro.
«Ojalá pudiese decirse lo mismo de las investigaciones, en las que el tiempo importa, y cómo —Bora echaba de menos su despreocupada tarea de comprar vino para los rusos—. Ahora mismo, ya estaría de camino Moscú y mi mayor preocupación sería no pasarme con las copas en las fiestas de la embajada. Mientras que aquí, va corriendo la única semana que tengo a mi disposición, cuando ni siquiera un mes bastaría para entender lo que le pasó a Villiger, y mucho menos para seguir todas las posibles pistas».
—Por cierto, ¿es un caso de espionaje? —preguntó Kostaridis, astuto. Bora no tenía respuesta y, de haberla tenido, no se la habría dado. «Es un caso perdido», no dejaba de pensar, taciturno, mientras recorría los dormitorios, una inspección innecesaria ya que los carroñeros los habían vaciado. No quedaba ni un solo mueble, ni rastro de la ropa de cama y las prendas de ropa.
—Ya los habían saqueado cuando los vi —comentó Kostaridis—. El ama de llaves dormía en la casa, pero es imposible saber si los jornaleros también: hay una cabaña con varios jergones en el olivar. Me aventuraría a decir que solo venían a la casa a recibir el jornal a final de mes; seguramente por eso, la puerta estaba abierta y los sorprendieron a todos juntos. Y, por si se ha estado preguntando si había algo más entre el señor y sus jóvenes criados, mi respuesta es que no lo sabemos.
Volvieron a la planta baja; Bora, visiblemente preocupado, y Kostaridis, haciendo caso omiso del dedo gordo del pie que sobresalía testarudamente por el agujero del calcetín negro.
Con una escena del crimen fuertemente manipulada y sin posibilidad de conocer los detalles íntimos del hogar de Villiger, sería mucho más fácil confirmar la versión oficial y culpar a los paracaidistas. «Todavía está esa aguja en un pajar, pero el comandante Busch se engaña si cree que voy a poder localizar a un fugitivo como Powell, con o sin ayuda de la americana. Es el único que podría proporcionarme más detalles sobre el momento del tiroteo, describir la escena del crimen minutos después de lo ocurrido y corroborar en líneas generales lo que el teniente Sinclair escuchó de sus labios. Resulta tentador decir: “lo hicieron los hombres de Preger: en la guerra, a veces uno pierde los papeles y comete errores. Es lo que he podido conseguir en una semana, nos vemos después de la conquista de Rusia”».
De los libros apilados en la planta baja, entre las salpicaduras de sangre y las paredes surcadas por cicatrices de balas, salieron más recortes de papel y tarjetas. Bora los recogió mecánicamente. Después se reunió con Kostaridis para cruzar el suelo sembrado de trastos y salir a la sombra veteada del jardín. El olor a hierba marchita y a tierra reseca por el sol proveniente del olivar lo impregnaba todo, un perfume soñoliento que invitaba a la pereza.
Pero no a Bora, para el que la decepción no hacía más que espolear su entusiasmo. Mientras se sacaba con aire despreocupado la funda de las Ray-Ban del bolsillo del pecho, dijo:
—La cabaretera judía, ¿dónde está ahora?
—No lo sé.
Le sorprendió la rapidez de la respuesta de Kostaridis.
—¿Me está diciendo que no lo sabe porque soy alemán o porque de verdad no lo sabe?
—¿Esa información es relevante para la investigación?
—No lo creo.
—Entonces, no sé dónde está, y punto.
—Es consciente de que puedo averiguarlo, ¿verdad?
—¿Se refiere a averiguar dónde está o a averiguar si le miento?
—Ambas cosas.
—En ese caso, lo que diga ahora no cambia las cosas.
—Como quiera. —Bora echó a andar hacia la puerta delantera de la finca—. Solo estoy buscando ideas. —Se puso las gafas de sol, consciente de que Kostaridis podría interpretarlo como un intento de ocultarle los ojos. Que, después de todo, era justamente de lo que se trataba.
El problema de la confianza quedó en evidencia cuando el policía se echó a un lado para dejar pasar a Bora por la puerta y este declinó con una sonrisa.
—¿Por eso me apuntó con la pistola allí atrás, en el desfiladero, capitano?
—No me gustan las trampas. ¿Acaso usted confía en mí?
—Eso es irrelevante. Soy fatalista.
—Yo no. España y Polonia me enseñaron que debo estar bien atento a mi destino.
Años después, cuando le pidieron que hablase de ello, Kostaridis comentaría que su primera impresión al ver a Bora había sido la de alguien que todavía estaba intacto. Como si nada le hubiese dado un empellón, como si su vida se hubiese desarrollado dentro de un círculo de seguridad física y psicológica. Le sorprendió oír que el alemán ya llevaba dos campañas militares a sus espaldas. Bien hecho, recordó haber pensado, sin sentir envidia: hay algunos que pasan por la vida y salen ilesos. Pero su cultura, profundamente terrenal y desencantada, le sugería que —en una guerra que duraría hasta que los adversarios se desgastasen unos a otros—, antes o después, a Martin Bora le llegaría la factura.
Al salir de la sombra del jardín, la reseca luz del día, que reverberaba sobre la gravilla de la carretera, arremetió contra ellos. Unos altos beleños en flor, adornados con flores amarillas de corazón negro y hojas dentadas, crecían en el arcén. Multitud de insectos bullían sobre los polvorientos sauces y las cañas a lo largo del arroyo. No se oían pájaros. Un silencio perfecto, la ausencia de viento. Momentos en que el tiempo se convierte en su propio sello y parece incapaz de reflejar el pasado ni el futuro.
La cuestión de la confianza concedida o negada, recibida o retirada, era una cuerda floja que Bora había aprendido a tantear antes de aventurarse más allá: con Kostaridis, notaba que había vuelto a la casilla de salida. Se alejó del policía para evaluar la pared de roca pelada que había tras el arroyo, rematada por un parapeto de un color ocre amarillento. Cerca de casa, las montañas de arenisca le habían ofrecido una de las muchas oportunidades de ir de caminata, antes incluso de haber ascendido y descendido con esfuerzo las cumbres aragonesas en España. Y en los montes Grampianos había aprendido a correr por las montañas de sus primos de Edimburgo. De un solo vistazo, sabía estimar la dificultad relativa de la escalada. «¿De verdad estoy atento a mi destino, o quiero estarlo?».
Desde otro punto, era posible que la colina de Sphingokephalo recordase el perfil de un león con cabeza de mujer, pero desde aquí, apenas merecía el nombre. Pero independientemente de su aspecto, cualquiera que mirase hacia abajo desde la cumbre se encontraría en una posición ideal para ver y oír lo que ocurría en Ampelokastro. La terraza de la villa ceñía la roca como una muralla, anclada al edificio y a la cornisa, a unos dos metros y medio o tres metros por encima del suelo sobre el que se apoyaba.
Bora se adelantó a Kostaridis para cruzar el puentecillo de tierra comprimida y mampostería decrépita que atravesaba la alcantarilla de cemento.
—Es hora de ir a ver al turco —dijo, colocándose las correas de la mochila sobre los hombros—. Voy a escalar directamente por este lado.
—¿Por qué? Siguiendo la carretera, llegaríamos en quince minutos.
—Yo tardaré seis o siete.
Kostaridis se protegió los ojos del sol para observar la pendiente. Su actitud era la de un hombre que admite que no se puede dar lecciones sobre la futilidad del esfuerzo innecesario si el esfuerzo en sí se considera un mérito.
—Será mejor que vaya con cuidado: no le gustan las sorpresas.
—Lo veré en la cima.
La cabeza de la esfinge —o el cuello, al menos— no presentó dificultades al ascenso. A mitad de la subida, Bora encontró un asidero lo suficientemente seguro como para hacer una pausa y contemplar las viñas que formaban un cinturón verde en torno a la colina. Las bodegas destruidas de las que había hablado Kostaridis debían de estar en la ciudad, porque aquí, todo parecía estar intacto. En cuanto a Ampelokastro, allá abajo, poco a poco iba quedando a plena vista: las palmeras, no obstante, protegían el jardín. Se vería a alguien entrar por la puerta principal, pero eso era todo. Tal vez pudiesen distinguirse la alcantarilla y a alguien que se escondiese en el fangoso lecho del arroyo desde lo alto de la colina, o tal vez no.
Bora escalaba sin esfuerzo y sin dejar de hacerse preguntas que tendría que plantear a otras personas; el primero, el comandante Busch. «¿Qué hacía exactamente Villiger para el Reichskommissar? ¿Implicaba más que unas simples mediciones de cráneos y del color de los ojos? Si sus jornaleros estaban recibiendo la paga cuando los mataron, ¿habría que deducir que los atacantes lo sabían, o que sorprendieron a toda la familia junta por casualidad? No me consta que se encontrase dinero en efectivo en la escena del crimen, o puede que lo robaran antes de que se tomasen las fotos. Si es cierto que los hombres de Preger no tuvieron nada que ver con todo esto, tengo una oportunidad entre un millón de dar con la solución».
Tan solo el último tramo, que habían alisado con un pico para desalentar a los intrusos, hizo que Bora sintiese la emoción del riesgo, pero para entonces la terraza ya estaba al alcance de la mano. Se alzó vigorosamente y subió al amplio parapeto. Al mismo tiempo, de una puerta de cristal que se abrió con estrépito tres enormes perros color canela, con los hocicos negros y las colas rizadas, se abalanzaron furiosamente hacia él. Bora, que apenas había tenido tiempo de incorporarse, estuvo a punto de perder pie; obligado a retroceder hasta el borde, fue un milagro que no cayese hacia atrás. Abalanzándose en un frenesí de ladridos y gruñidos, los perros recordaban al sabueso de tres cabezas que custodiaba el infierno. «Dios, echan espuma por la boca. Si salta uno, los demás lo seguirán, y entonces estoy jodido». Bora buscó a tientas la funda de la pistola hasta dar con el bulto tranquilizador de la empuñadura.
—¡Ouzo, Mumia, Almansour!
Un gigante de voz grave que también blandía una pistola salió de la puerta de la terraza.
—¡Ouzo, Mumia, Almansour!
Rifat Agrali tenía el aspecto que uno esperaría de un otomano en una ópera de Mozart, hasta en la corpulencia y el mostacho; solo que era rubio. Al salir al sol, sus bigotes relucieron como haces de paja clara.
—¡Ouzo, Mumia, Almansour! —llamó a los perros. Rápidamente, los animales se alejaron del parapeto y trotaron para ir a sentarse a los pies de su dueño.
—E tu, inglese, che vuoi?
Quedaron uno frente al otro, con el brazo derecho extendido y la pistola en la mano. Bora se limitó a soltar el gatillo. Independientemente de las circunstancias, que le preguntasen en italiano qué quería era más agradable que que lo apuntasen con una pistola. Contestó, en italiano:
—Les habría disparado, ¿sabe?
—Y yo le habría disparado inmediatamente después.
—Lo dudo.
—Si me conociese, no lo dudaría.
Ninguno de los dos quería ser el primero en enfundar el arma. Bora reconoció la pistola. «Una M1922 modelo Subay», se dijo. Una buena pieza, parecida a la Browning que se había utilizado en Sarajevo para asesinar a Francisco Fernando y desencadenar la Gran Guerra.
Todavía en posición de tiro, a escasos metros, los ojos de Rifat Bey eran de un verde igual de intenso que los de Bora, un 6 o un 10 en la escala de Villiger.
—Alemán, ¿verdad? Al principio lo tomé por un inglés. —Y añadió—: Pero está claro que no es un paracaidista. ¿Por qué no ha entrado por la puerta principal, como las personas civilizadas?
—Se tardaba menos en escalar la colina. —Bora se deslizó desde el parapeto hasta la terraza, con cuidado de no provocar una vez más a los perros. Desde donde les habían ordenado que se sentasen, podrían saltar del suelo a su garganta en cuestión de segundos—. Hace un momento, estaba en casa de su difunto vecino.
—Ajá. —La Subay seguía apuntando a Bora, aunque el brazo velludo que la sostenía se relajó. Rifat Bey caminó en torno a él y miró hacia abajo—. ¿Quién mas está con usted?
—Epitropos Kostaridis, de Heraclión.
—¿Con tan malas compañías se relaciona?
—Y peores.
Por fin, Rifat Bey se guardó la pistola en el cinturón.
—Esa babosa. ¿Qué tiene que ver un frangos como usted con la policía cretense?
—Estoy investigando lo que ocurrió en Ampelokastro.
—No estaba aquí cuando ocurrió.
Bora guardó la pistola en la funda, pero no la cerró.
—Tengo entendido que su vecino y usted no se llevaban bien. —En su visión periférica, distinguió varios cuencos con agua y comida en un rincón de la terraza, detrás del turco; y si no se equivocaba, tras la puerta de cristal había un fusil —un G 98 de la época de la Gran Guerra— en el suelo, apoyado contra la pared.
Rifat Bey pareció entender lo que había llamado la atención de Bora.
—Debería echarles los perros a usted y a ese tipejo, el sbirro. ¿No le dijo su amigo que no estaba aquí cuando murió el suizo? No estaba aquí cuando empezó la batalla. Estaba en Zimbouli.
—¿Dónde está Zimbouli?
—La «Casa de los Jacintos», mi residencia urbana, cerca de Heraclión. —Al ver que Bora daba un paso a un lado, volvió a desenfundar la pistola—. No. No se mueva. Quédese donde está, no pienso dejar que se acerque a mi casa.
Bora no discutió. A juzgar por la forma en que los perros levantaron las orejas y mostraron los dientes, Kostaridis debía de estar acercándose a Sphingokephalo. Como había calculado desde abajo, la terraza se levantaba sobre una base unos tres metros por encima del terreno llano de la cima de la colina. Desde donde estaba, se divisaba una pendiente de tierra sembrada de agaves, con un sendero que llevaba hasta la parte delantera de la villa. El inspector avanzaba trabajosamente bajo el sol con el paso cansado pero decidido de un cartero o un vendedor puerta a puerta. Se había cubierto la cabeza con un pañuelo anudado en las esquinas y llevaba la chaqueta echada sobre el hombro izquierdo.
Una vez se hubo acercado lo suficiente como para estar debajo del parapeto, gritó:
—Agrali, sujeta a los perros. Voy a subir. Y gracias por dejar unos cuantos barriles sobre los que apoyarme.
Rifat Bey se inclinó hacia afuera para mirar a Kostaridis.
—¿Qué quiere, sbirro?
—Espere un momento, Agrali. —La chaqueta de Kostaridis apareció sobre el parapeto, seguida por un brazo y una pierna. Poco después, subió el policía completo—. He venido por trabajo, con el capitán. Sea amable y fingiré no haber visto lo que se ha guardado en el cinturón.
—¿Esto? —El turco sonrió de oreja a oreja mientras indicaba la Subay con unos golpecitos—. Es mi Kombolói.
—Su Kombolói. —Kostaridis se había quitado los calcetines. Descalzo y con las sandalias cubiertas de polvo, se puso la chaqueta sobre la camisa empapada de sudor para contrarrestar la impresión un tanto ridícula que causaba—. Por un casual, ¿no sabrá lo que le ocurrió al signor Filligi y a sus criados, incluidos esos tres guapos muchachos?
Rifat Bey señaló a Bora con la barbilla.
—Ya me lo ha preguntado él. ¿Qué iba a saber yo? ¿Por qué iba a saber quién lo hizo y con qué motivo?
—Nos han dicho que últimamente Villiger estaba inquieto —mencionó Bora— y que estaba planeando un viaje.
—¡Pues me alegro! Me alegro de que estuviese inquieto y me alegro de que estuviese planeando un viaje. Ojalá ese hijo de perra frangos decidiese hacer un largo viaje.
Kostaridis dio unos cuantos pasos para sacudirse el polvo de las sandalias.
—En cierto modo está de viaje… Indefinidamente.
—Me lavo las manos de este asunto, sbirro. Unos soldados alemanes arruinaron mis bodegas, este otro escala mi terraza como un criminal, ¿por qué no iban los alemanes a haber matado a ese ladrón de agua? Les doy un minuto para dar media vuelta y salir de mi propiedad antes de que suelte a los perros.
Esta vez, Bora no se dejó engañar. Solo trataba de intimidarlos. El turco estaba siendo abiertamente agresivo, hasta tal punto que podía ser una manera de exagerar y apaciguar su hostilidad al mismo tiempo para disimular otras amenazas más peligrosas y menos evidentes. En cuanto a Kostaridis, incluso ahora seguía manteniendo ese aire clandestino y al mismo tiempo sumiso, propio de un hombre que tiene la costumbre de aplastar su animosidad hasta convertirla en algo tan pequeño como para poder llevarlo oculto en un bolsillo, por así decirlo, y sacarlo en el momento justo, completamente por sorpresa. Preger llevaba su..., bueno, su resentimiento con el mundo —al menos el mundo de los civiles, al que pertenecía su infancia—, con orgullo, como si fuese una insignia. Bora se preguntó qué impresión les causaría él a los demás.
—Hablando de perros —dijo—, me he fijado en que hay cuatro cuencos, pero solo tres perros. ¿Ha perdido uno?
—Sí, he perdido uno. Y también perdí mis bodegas, gracias a ustedes.
Bora se decidió por la ruta conciliadora.
—Siento lo de sus bodegas. Da la casualidad de que en este momento también estoy en el negocio del vino.
—Lo cual solo puede significar que está aquí para robarlo.
—En absoluto. Se lo compro, con toda normalidad, a Panagiotis, en Heraclión.
—Agua sucia.
Bora estuvo a punto de contestarle, pero pensó que tal vez fuese cierto: puede que el comandante Busch no fuese ningún experto, después de todo.
—El Mandilaria de Panagiotis es agua sucia, créame.
—¿Por qué? ¿Cultiva usted Mandilaria?
—No, pero el suyo es bazofia.
—También ando buscando Dafni.
—Panagiotis no lo cultiva. Y no se fíe si le dice que se lo va a comprar a un amigo. —Con una breve inclinación de cabeza y un discreto silbido, envió a los perros, en fila, al interior de la casa. Rifat Bey cerró la puerta de cristal tras ellos—. ¿Cuánto sabe de vino?
—Lo suficiente como para no quedar en evidencia cuando lo pido en un restaurante, pero no más.
—No tiene ni idea, lo noto. Pregúntele al sbirro si no es verdad lo que le digo: los mejores Dafni y Mandilaria de Heraclión son los que vende la viuda de Spinthakis, cerca de Agia Ekaterini djamé.
—Es cierto —asintió Kostaridis, aunque no le hizo gracia que Rifat Bey siguiese refiriéndose a la iglesia de Santa Catalina por su antiguo nombre de djamé, mezquita—. Le enseñaré dónde está cuando volvamos.
Así que allí estaban, hablando de vino cuando la cuestión era un asesinato. Los preliminares, comprendió Bora, servían para disminuir la hostilidad mutua y facilitar que se produjese una conversación seria en otro momento.
—Había un perro muerto en casa de su vecino —le dijo a Agrali.
—Ya lo sé. Lo enterré. No era mío.
—¿Y entró en la casa, ya que estaba?
Rifat Bey se giró hacia Kostaridis, que era que el que había pronunciado esas palabras.
—Ya ha pasado el minuto. Voy a llamar a los perros.
—Y a sus matones. Los vi mirando por las ventanas mientras subía por el camino.
—Que le jodan, y a mis matones también.
Bora los vio discutir, consciente de que no le sacarían nada más al turco en este momento. «No me parezco en nada a ellos —razonó—, mi agresividad no está tan a flor de piel. En mi caso, es una reacción. Contra las injusticias cometidas contra nuestra patria después de la Gran Guerra, contra las naciones que ahogan nuestro espacio vital y nos exigen que sigamos justificándonos ante el mundo por ser alemanes. Mi yo privado pasa a un segundo plano ante las necesidades que presenta mi papel como soldado. ¿Qué quiero yo, para mí? No tengo tiempo de pensarlo, mi espacio psicológico está completamente ocupado. Tengo a la esposa joven y guapa que deseaba, y con eso basta».
—Vamos, capitano —refunfuñó Kostaridis—. Agrali, ya hablaremos cuando venga a la ciudad.
Rifat Bey lo miró con desprecio.
—Y bajen por el camino normal, donde pueda verlos.
Desde detrás, oyeron la descarga de un fusil, seguramente del arma de fabricación alemana que Bora había visto a través de la puerta de cristal, mientras se alejaban de la residencia por el desprotegido sendero. La primera respuesta de Bora fue darse la vuelta, pero Kostaridis lo evitó agarrándolo por la muñeca antes de que tuviese oportunidad de hacerlo. Los dedos del griego se cerraron en torno a su brazo con la fuerza de unas esposas.
—No mire hacia atrás, siga andando.
—Nos ha disparado, ¿está sordo?
—Claro que nos ha disparado. Pero en Creta uno no deja ver que tiene miedo.
—No tengo miedo, estoy furioso.
—Vamos.
El gemido agudo de un segundo tiro desgarró el aire, aún más cerca. Esta vez, Bora se encogió, evitando por muy poco un tropezón.
—¡Por Dios! ¡Me ha rozado la cabeza!
—¿Está herido?
—No… Creo que no.
—Entonces, siga andando. Así lo respetará más que si le devolviese el tiro. —En el mismo tono mesurado, Kostaridis añadió algo que, en griego, sonó como una blasfemia—. Bueno, es verdad que la bala le ha rozado la piel. Menuda cicatriz tiene ahí.
Molesto, Bora se frotó el lateral de la cabeza. Era la herida que le habían cerrado con puntos durante la época que pasó en Polonia, cuando la gente del lugar dio la bienvenida con una lluvia de piedras a un grupo de oficiales alemanes que recorrían a caballo una calle de Cracovia. La herida sangró y le dolió, pero no fue nada comparada con las represalias posteriores. No le gustaba que se lo recordasen. Se limpió la mancha de sangre rojo vivo en la camisa… No podía decirse que fuese la clase de herida heroica que anhelaba en secreto. «Y llegará la aurora, el crepúsculo o el mediodía / en que alguien me arrebate la vida en la marcial pelea...».
Haciendo caso omiso de sus propios consejos, Kostaridis miró hacia Sphingokephalo por encima del hombro. Desde la terraza, Rifat Bey seguía apuntándolos a través de la mirilla de la Gewehr 98 de alta precisión. Bora se sintió tentado de responderle con un disparo certero, pero ni siquiera una Browning High Power podía medirse con un fusil de tirador, así que abandonó la idea de mala gana.
«Es la misma historia desde hace cientos de años —pensó—, provocación y respuesta, o falta de ella: Kostaridis tiene razón en eso. Durante la clase de literatura griega, mientras todos mis compañeros tomaban parte por los defensores de Troya, yo me decantaba sin dudarlo por el bando de los atacantes. Los aqueos frente al pueblo asiático, Aquiles contra Héctor. Aquellos guerreros, lejos de su hogar, movidos por el deseo de vengar el rapto de Helena, tenían toda mi simpatía. Y aunque el profesor Lohse recitaba con voz profundamente conmovedora la despedida de Héctor de su mujer y su hijo, me quedo sin duda con la colérica soledad de Aquiles».