CAPÍTULO 3

 

3 de junio, 3:00 p.m.

 

El único indicio que quedaba del derrumbe de la pared trasera de la cantina era el velo de polvo de ladrillo y escayola que lo impregnaba todo. En su tienda por debajo del nivel de la calle, Panagiotis, de ojos oscuros, e inmutable como si se hundiesen paredes todos los días, resultó que hablaba solo griego, un detalle que Busch había olvidado mencionar. Bora le escribió los nombres de los vinos que andaba buscando. Confiando en el conocimiento del alfabeto griego que le habían proporcionado sus años de colegio, especificó Oinos después de los nombres. Para su sorpresa, Panagiotis tachó la palabra y, en lugar de esta, escribió Krasí: Oinos era como los antiguos llamaban al vino; ahora se decía Krasí. Por gestos, hizo entender al alemán que el Mandilaria embotellado lo guardaba en otro sitio y que tendría que comprarle el Dafni a otro comerciante. Con un tamborileo de los dedos sobre el pecho, le indicó que se ofrecía a encargarse él mismo de la compra.

Por ahora, todo iba bien. Al ver un calendario salpicado de moscas sobre la pared encalada, Bora señaló el día de hoy como la fecha de entrega deseada. Panagiotis negó con la cabeza. Cuando le mostró el día después, una vez más le hizo señas de no poder garantizarlo. Solo cuando Bora le indicó el viernes, dos días más tarde, y se encontró con otra negación de cabeza, recordó haber oído que los griegos mueven la cabeza de un lado a otro para asentir y la inclinan para negar. Avrio, mañana, acordaron por fin en griego, ambos tipos de vinos se entregarían en el Megaron ya embalados en cuatro cajones de doce botellas cada uno y dos cajas de cartón de seis botellas.

Mientras uno quiera comprar y vender, el idioma raras veces es un obstáculo. Panagiotis insistió en que probase su Mandilaria al despedirse. Bora aceptó media copa, pero declinó bajarla con un licor transparente que, sospechó, debía de ser ouzo o la versión cretense de este. De vuelta en su habitación, marcó en el mapa con un lápiz rojo los senderos que llevaban hacia el interior de la isla desde Heraclión.

Ampelokastro no estaba marcado, así que tuvo que conjeturar su ubicación aproximada confiando en las indicaciones que le había dado Busch: unas doce millas al sur de los baluartes venecianos, en la carretera que salía de la ciudad por la puerta de Chaniá. El problema era que la carretera en cuestión, que arrancaba en la puerta oeste, se bifurcaba a la izquierda varias veces, y uno podía dirigirse al sur por cualquiera de esos senderos. Los caminos —entre hierbas altas, a lo largo de ríos poco profundos y a través de los bosques— habían sido una pasión de adolescencia de Bora, tanto en Borna como en Trakehnen. Nada como esas caminatas serpenteantes para subir y bajar escarpadas mesetas: senderos de caza o veredas de animales que atravesaban las extensiones verdes de un terreno infinitamente llano, solitario, traicionero y salpicado de pantanos. Durante las vacaciones, vagabundeaba durante horas, con y sin su hermano. Raras veces se perdía, y poco le importaba la posibilidad de perderse. Una o dos veces, había vuelto después de oscurecer para encontrarse a Nina preocupada y a su padrastro con el ceño fruncido, pero en el fondo satisfecho de que Bora demostrase empuje y valor. Solo una vez se había equivocado de sendero y había perdido el camino de vuelta. Los vecinos, los granjeros que vivían en la finca y los que trabajaban en los establos habían salido a buscarlo al bosque que lindaba con Lituania. Por fin divisó sus antorchas, que bailaban a través de los árboles, y oyó a los perros y los gritos de los hombres. Para resistirse a la tentación de dejar que lo encontraran, se metió en el arroyo junto al que estaba sentado y, caminando por el agua, hizo que los perros perdieran su rastro. Cuando la partida de búsqueda, desesperanzada, se retiró al amanecer, la siguió a cierta distancia, sabiendo que el siguiente paso sería alertar a las autoridades: quería sentir la satisfacción de llegar a casa antes de que lo hicieran. Hasta el día de hoy, era una de sus noches favoritas, avanzando por el agua a favor del viento en dirección a casa, guiado al principio por los destellos lejanos y los ladridos apagados y después solo por su instinto. «Siempre volveré a casa —se dijo entonces—, sin importar lo lejos que llegue, sin importar lo que se interponga entre la puerta de mis padres y yo». La distancia y los obstáculos se habían vuelto superables en una noche. «Y será lo mismo aunque nadie salga a buscarme».

Bora seguía pensando así. ¿Acaso alguien había salido a buscar a Odiseo, al que los latinos llamaban Ulises? No. Ni siquiera su hijo ya adulto, que se limitó a aporrear las puertas de los amigos de la familia preguntando por él. Esta tarde, bajo su lápiz rojo, unos senderos muy distintos de los de sus días de infancia recorrían como fisuras el cuerpo alargado y estrecho de Creta, delgadas heridas a través de las cuales se entreveían carne y sangre.

El toque en la puerta a las tres menos cuarto, demasiado discreto como para ser del comandante Busch, sonó como el de un ordenanza al que hubiesen mandado subir temprano por una u otra razón. Bora fue a abrir con el lápiz entre los dientes:

—¿Sí? —murmuró, y la sorpresa lo dejó clavado en el sitio por un momento. La tarjeta de visita que le colocaron frente a los ojos estaba descolorida y arrugada tras haber pasado una eternidad en el monedero.

Epitropos Vairon Kostaridis —dijo el recién llegado—, comisario de policía de Heraclión. Me dijeron que entiende italiano. Decidí venir de inmediato.

Era un hombrecillo bajito y rechoncho, con los ojos saltones y el rostro triste y pálido que el general Sickingen, en casa, identificaba invariablemente con los civiles y todos aquellos con los que se negaba a perder el tiempo, ya que «llevan los problemas de estómago escritos en la frente». Los problemas de estómago, a sus ojos de militar, representaban toda una gama de defectos de la personalidad, desde la apatía hasta el celo irreflexivo, pasando por la cobardía y la estrechez de miras. Hasta el día de hoy, Bora tenía que obligarse a no juzgar las caras de los hombres, por no hablar de las de las mujeres, por los esquemas de su padrastro. Se sacó el lápiz de la boca. Se limitó a repetir, en italiano, «¿sí?», porque era posible que la visita tuviese tanto que ver con el vino cretense como con los asesinatos cometidos en la isla. «¡Dios mío! Es la viva estampa de Peter Lorre en el papel de asesino de niñas. Tiene todo el aspecto que uno espera que tenga un levantino en las novelas y las películas».

—¿Puedo pasar?

—Por favor.

Kostaridis franqueó el umbral. De un vistazo, percibió el uniforme que se había quitado Bora y la pistola High Power sobre una silla, la toalla húmeda, la cama cubierta de mapas y la ropa interior y el cenicero sobre el alféizar de la ventana.

Il maggiore Busch —lo pronunció «Voos»— tuvo la amabilidad de decirme que lo encontraría aquí, capitano, así que aquí estoy.

Lo trató de voi, etiqueta impuesta por el fascismo pero que, en realidad, se remontaba al pasado de Italia.

—¿Cómo es que habla italiano? —Bora iba doblando y guardando los mapas mientras hablaba—. Hace siglos que Creta no está bajo dominio veneciano.

—Así es. —Kostaridis observó los movimientos del alemán, pero mantuvo una sonrisa amable de modestia forzada—. Comencé mi carrera en la gendarmería cretense a las órdenes del coronel Craveri, que la formó a imagen y semejanza de los carabineros italianos de finales de siglo. Hace veinticinco años, aún había oficiales italianos entre nosotros. Si me permite la pregunta, ¿cómo es que usted habla italiano?

Nada impedía a Bora responder que había pasado muchas semanas de verano en Roma, en casa de Donna Maria Ascanio, la primera mujer de su padrastro. Pero en vez de darle explicaciones —era su forma de fijar límites y definir distancias, al menos por ahora— dijo:

—Eso no es relevante, ¿verdad? Tenga la amabilidad de exponer la razón de su visita. —Sin añadir que tenía prisa —no era cierto, y además sería facilitar más información de la que le apetecía compartir—, Bora cogió la pistola y empezó a cargarla ostentosamente.

No le había ofrecido asiento y, además, la única silla estaba ocupada por los pantalones de montar de Bora. Kostaridis se quedó de pie. Mantenía (debía de ser una costumbre) la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro izquierdo, pero no como alguien que sufre de tortícolis.

—En un primer momento, el maggiore «Voos» se puso en contacto conmigo en relación con una remesa de Dafni y Mandilaria, por así decirlo. —«Ah, así es como se pronuncian correctamente esos nombres —se dijo Bora—; no me extraña que Panagiotis no me entendiese en un principio»—. Esta mañana, el maggiore «Voos» informó al director de la policía, el signor Polioudakis, de que, para cualquier asunto relacionado con las muertes en Ampelokastro —lo pronuncio «Ambelokastro»—, debía consultar con usted.

Demasiado tarde, Bora se dio cuenta de que hacer una pausa mientras cargaba la pistola podía delatar sorpresa, igual que había percibido desconcierto en la respuesta tardía de Busch cuando este se enteró de que nunca había estado en Creta. Así que fingió echar un segundo vistazo a la bala que tenía en la mano antes de introducirla junto con el resto. El silencio en sí no era signo de impaciencia y obligaría al policía a decir más. Kostaridis dio un paso hacia la cama, donde una ligera corriente proveniente de la ventana aliviaba el calor sofocante de la habitación. Desde su nueva posición, examinó con gran interés la guerrera gris de campaña encima del respaldo de la silla. Sobre esta, destacaba la insignia ecuestre dorada, la única medalla que Bora llevaba estando en misión para la embajada. Sin venir en absoluto a cuento, dijo:

—Fui miembro del equipo griego que ganó una medalla de bronce de tiro a treinta metros, con pistola militar, en las Olimpiadas de 1920, junto con Karainitis, Vaphiadis, Zappas y los hermanos Theofillakis. El campo de tiro estaba en Beverloo, no lejos de Amberes.

Sí, Bélgica, las primeras Olimpiadas después de la Gran Guerra. Intercambiaron una mirada de desconfianza a través de la habitación.

—Alemania no estuvo invitada a los Juegos ese año —contestó Bora, en tono seco. Estaba predispuesto en contra del griego. Le parecía insignificante e imperdonablemente desaliñado. Una mancha mal quitada en el bolsillo del pecho delataba el escape de tinta de una estilográfica, y sus calcetines y sandalias negros mostraban una familiaridad más que ocasional con las calles polvorientas. Se le vinieron a la mente los jóvenes matones del NKVD en la esquina de la calle, cerca de la casa de Beria: fuertes, bien vestidos, capaces de transmitir peligro; tan distintos del hombrecillo descuidado con ojos de rana que tenía delante.

La falta de empatía del alemán no intimidó a Kostaridis, que dijo:

—Si lo he entendido correctamente, capitano, mi deber consiste en proporcionarle cualquier información adicional que pueda necesitar. Francamente, todo parece confirmar que fueron soldados alemanes los que, por así decirlo, llevaron a cabo el ataque. Pero me han pedido que no deje piedra sobre piedra al buscar posibles explicaciones alternativas a lo que le pasó al signor Filligi

—… y a los criados del signor Villiger.

—Y a sus criados.

—Personas que deben de tener nombres.

—Así es. La mujer se llamaba Siphronia. Los jornaleros eran… veamos. —Kostaridis se sacó del bolsillo un sobre usado y doblado—. Lo tengo escrito aquí: Fotis, Panos y Konstandes. No creo que necesite sus apellidos.

—No son animales domésticos. Voy a necesitar sus apellidos.

Kostaridis los leyó en voz alta y le enseñó cómo se escribían en el sobre. Aunque la preocupación de Bora por las muertes de cuatro criados de la zona debió de parecerle fuera de lo corriente, no cambió la expresión de la cara; solo inclinó la cabeza como el tirador que era.

Bora aprovechó la ventaja que había ganado.

—¿Ya tiene una lista de posibles culpables para mí, o está elaborando una?

—No tengo una lista propiamente dicha, capitano. Rumores…

—No tengo tiempo para rumores, comisario. O tiene información, o no la tiene. Y si no la tiene, le deseo un buen día. —No era propio de Bora ser descortés; pero sí ser seco cuando se topaba con la ineficiencia. Su respuesta era el equivalente a sacar a Kostaridis de la habitación de un empujón. El policía evitó que se cerrase la puerta con un pie metafórico.

—Tal vez debería saber quién era el signor Filligi, a qué se dedicaba y lo que significaba para los cretenses.

—¿Cuánto tardará?

—Si me escucha con atención, con quince minutos bastará.

Tardó menos de lo dicho en resumir dos años de la vida de la víctima: la llegada de Villiger a principios de 1939, la adquisición de Ampelokastro de manos de un investigador estadounidense que se había trasladado al continente, su interés por las antigüedades y los restos vivientes del Volk cretense original. La familiaridad con el idioma local no le distinguía especialmente de otros expatriados intelectuales, los ingleses, por ejemplo. Había llegado a formar parte de la isla hasta el punto en que cualquier extranjero puede ser aceptado por los isleños. No tenía nada de extravagante, excepto sus frecuentes excursiones, cámara en mano. Una vez al mes llevaba personalmente el carrete a Heraclión para que lo revelasen, cenaba en la ciudad y comprobaba las transferencias de dinero regulares que recibía de Suiza a través de la sucursal en Heraclión del Banco Nacional de Grecia.

Bora no se perdió ni una sola palabra. Hasta empezó a tomar notas, lo más próximo a admitir que le estaba agradecido por la información.

—¿Ha estado en la escena del crimen? —preguntó a Kostaridis.

—Sí. Su ejército nos informó el 31 de mayo, tras efectuar una primera inspección.

—Estas fotos… ¿Se las han enseñado?

—No. —Y como Bora no parecía estar dispuesto a compartir su carpeta, el policía volvió al tema—. Después alguien entró en la villa entre el primero y el segundo día de junio, supuestamente tropas alemanas en busca de un lugar donde pasar la noche. Como era de esperar, como dejaron la puerta abierta al marcharse, los residentes de la zona acudieron rápidamente para saquear la casa.

Kostaridis hablaba con diplomacia. En privado, Busch admitía las acusaciones de pillaje por parte de los invasores: era posible que los cretenses llegasen para terminar lo que habían empezado los alemanes. Insectos de distintos tipos que acuden a alimentarse del mismo animal muerto.

—Eso complica las cosas —dijo Bora, en tono frío.

—Estoy de acuerdo.

—Los cadáveres… ¿Dónde terminaron?

—Los jóvenes fueron reclamados por sus familias y volvieron a sus pueblos. La mujer, bueno, se la enterró rápidamente en Heraclión para evitar problemas. El signor Filligi, según tengo entendido, fue llevado a Chaniá por una ambulancia alemana para enterrarlo con los no ortodoxos y otros extranjeros.

—«Se la enterró rápidamente», «problemas». —Bora alzó la vista de su cuaderno—. ¿Qué quiere decir con eso?

Kostaridis se encogió de hombros.

—Supersticiones, nada relevante para la investigación. Si dice che a volte i morti di morte violenta camminano. Y ahora, las alternativas…

—¿Qué quiere decir con «Se dice que los que murieron de muerte violenta caminan»?

—No son más que supersticiones locales, capitano. En cuanto a las alternativas, sería conveniente, por así decirlo, tener en mente un nombre en concreto: Rifat Bayar Agrali, conocido como Rifat Bey. Es el dueño del terreno que linda con Ampelokastro.

—Creí que el título de respeto genérico entre los turcos era Effendi.

—Palabra que en realidad deriva de authentes, un término griego —señaló Kostaridis, con tacto—. Sí, pero la familia Agrali dio administradores a Creta, así que al clan se le quedó la apelación de Bey.

—¿Y debo tener en mente a este tipo porque es posible que tenga algo que ver con todo esto, o simplemente por ser turco?

—Podría decirle «ambos», capitano, y usted tomaría una decisión según su conciencia. O podría no decir nada, y su decisión sería otra distinta. Admitiré que no me gustan los turcos. Hace cien años esta ciudad era turca al noventa por ciento. Como dijeron nuestros mártires de 1842: «Nací cristiano y cristiano moriré».

Bora reprimió una sonrisa, pero le gustó la respuesta.

—Bueno, a mí tampoco me hacen gracia los mahdistas. Decapitaron a mi bisabuelo en Sudán. —Justo entonces, una súbita ráfaga de viento cerró los cristales de la ventana y tuvo que salir corriendo a coger el cenicero en peligro antes de que se precipitase cinco plantas y cayese sobre la cabeza de alguien. Lo recuperó, pero su camiseta interior flotó, fuera de su alcance, en dirección al sol.

—Debajo hay un jardín —dijo Kostaridis, alargando las vocales—. No irá lejos.

Una mirada rápida hacia abajo confirmó lo que le decía. Bora volvió a la habitación, consciente de que había perdido la ventaja psicológica y parte de su dignidad.

—Bueno —dijo, con bastante más severidad de la necesaria—, ¿qué tiene que ver Agrali con Villiger, vivo o muerto?

—¿Aparte de la proximidad? A veces la proximidad geográfica crea problemas. Y además, hay dos circunstancias agravantes, por así decirlo. Rifat Bey tiene muy mal genio. Esa es la número uno. A Rifat Bey no le gustan los alemanes. Esa es la número dos.

Bora lo interrumpió.

—Villiger no era alemán.

Esta vez la sonrisa de Kostaridis fue más condescendiente que modesta.

—Perdone, pero un hablante de griego es un griego; un hablante de alemán es un alemán. Además, para nosotros los griegos (cretenses o no) todos los extranjeros son frangos, sean o no francos por raza.

—Bien. De acuerdo, entonces. —Bora estaba molesto porque intuía que el policía se estaba divirtiendo en su fuero interno. «Por supuesto: casi dejo caer un cenicero y a duras penas he conseguido salvar los calzoncillos para que no siguiesen a la camiseta interior»—. Bueno, ¿dónde puedo encontrar a este turco que odia a los alemanes?

—Puede que también deba saber algo más de él.

Bora dejó sobre la cama la Browning cargada, ya en su funda. Este juego de cajas chinas tal vez fuese una costumbre que tenían los cretenses de contar las cosas poco a poco, o una afectación de Kostaridis, como su recurrente «por así decirlo». Claramente, el policía lo estaba estudiando, haciendo sus juicios, llegando a sus conclusiones. Ni por asomo era tan incauto como parecía. «Puede que haya empezado esta conversación con mal pie —admitió para sí mismo—. Y puede que me esté dificultando las cosas en consecuencia».

—Di clases de italiano —admitió—, pero antes lo había practicado en Roma siendo niño. Aprendí los tacos antes de saber conjugar los verbos. Puede retirar el uniforme y sentarse si quiere.

Como ramita de olivo no era gran cosa, pero Kostaridis demostró tener talante de atleta. Con cuidado, colocó los pantalones y la guerrera de Bora a los pies de la cama antes de tomar asiento en la silla.

—Gracias. —Se sentó con las manos sobre las rodillas, como un anciano, aunque debía de tener entre cuarenta y cincuenta años como máximo—. La casa de Rifat Bey se llama Sphingokephalo y está en la colina de Sphingokephalo.

—Creí que habían obligado a todos los turcos a abandonar suelo griego hace unos dieciocho años.

—Sí, pero después de la llamada Entente de los Balcanes del 34 y la normalización consiguiente, se negociaron algunas excepciones. Además, Rifat Agrali estaba emparentado con el signatario turco por parte de madre. Nació y se crió en la isla. Su familia, que originalmente provenía de Spaniako, al oeste, era dueña de una cadena de almacenes y estancos. Eran los distribuidores locales de cigarrillos estadounidenses de primera calidad; Anargyros Murad, por ejemplo.

De pie con los brazos cruzados y la espalda contra la pared, Bora asintió con la cabeza. Cuando era joven, a su abuela materna la apodaban «la chica de Murad», como la odalisca de mejillas sonrosadas que aparecía en las cajetillas y pósteres de tabaco, y a pesar de ser escocesa, tanto Peter como él habían heredado de ella el cabello moreno.

—Estoy familiarizado con Murad —dijo.

—Bueno, capitano, cuando se acordó el «intercambio de población» entre Grecia y Turquía en 1923, Rifat Bey perdió todo lo que había heredado de sus mayores en Creta y a su mujer a manos del cólera. Los griegos repatriados desde Anatolia se hicieron con el control de su negocio familiar y de sus casas, incluida la villa de Sphingokephalo. Quien a hierro mata a hierro muere, como digo yo. Pero es imposible oprimir a un turco, ¿verdad? Estando en Estambul, se casó en segundas nupcias con una griega rica. En Rodas, se las apañó para convertirse en socio de TEMI, la manufactura italiana de tabaco en el Egeo. Así que, once años después de ser expulsado, se las apañó para volver a Creta. No consiguió recuperar el negocio familiar, la mayor parte del cual se había hundido debido a la crisis económica. Pero pudo reclamar y reclamó su casa y el terreno que poseía al sur de Heraclión, comprándoselos a los griegos repatriados que se habían establecido allí y la habían dejado ir a la ruina, todo hay que admitirlo.

—No fue un buen negocio, en mi opinión.

—Espere. Se gastó una fortuna restaurando la villa, y hasta el mes pasado podía presumir de los vinos Malvasia de mejor calidad de los alrededores. Los musulmanes cretenses beben vino, por si no lo sabía. Tiene un gran garaje en Agios Mironas donde repara sus camiones, que cubren regularmente las rutas entre Heraclión y sus otros negocios en Yerápetra y la llanura de Mesará. Al morir su segunda esposa hace un par de años, le construyó un monumento de mármol. Contrató a un arquitecto inglés para que lo diseñara. Bellissimo. Se ve desde lejos, desde todas las direcciones. Según me han dicho, la villa quedó intacta en las refriegas, aunque un bombardeo aéreo destruyó sus bodegas, así que seguramente esté todavía más predispuesto contra los alemanes de cualquier tipo.

—No veo qué tiene que ver todo esto con Villiger, aunque tengan terrenos contiguos.

Kostaridis miró el cenicero, a salvo sobre la mesa de noche, como si fuera a servirle de inspiración.

—Y esto me lleva a la circunstancia agravante número tres. Un pequeño arroyo, por así decirlo, discurre entre las dos fincas. —Bora se preguntó: «¿es un arroyo por así decirlo, o los terrenos merecen el rango de fincas, por así decirlo?»—. Exceptuando la llanura de Mesará y otros pocos lugares, la irrigación representa un problema en la isla. El signor Filligi compartía de mala gana el agua que necesitaban las bodegas de Rifat Bey. Me dirá que no se puede acusar a todo el que esté involucrado en una disputa por tierras de la muerte de su vecino. Pero, capitano, se archivó una queja contra el turco por haber abierto fuego sobre el propio Filligi por una cuestión de entrada ilegal en su finca. Y con Rifat Bey se han producido, por así decirlo, coincidencias en el pasado. Tres de los cuatro cretenses repatriados que se hicieron con el control del negocio de los Agrali murieron meses después de volver él. Cierto que después no hizo el intento de recuperar las tiendas de la familia, pero la venganza es una especia que se puede saborear sin espolvorearla sobre el plato.

Bora frunció el ceño. Se le pasó por la cabeza la palabra alemana Gerede. Cháchara, chismorreos, rumores. Demasiado fácil, demasiado cómodo. Se abría una puerta a la que ni siquiera había llamado. Para un agente de policía cretense, echarle la culpa a un turco era igual de oportuno que acusar a los alemanes, o viceversa. Puede que la verdad se encontrase en uno de ambos bandos, o en ninguno. ¿Qué había dicho el profesor Heidegger? Quien de verdad sigue el rastro correcto no habla de ello.

—No entiendo por qué me habla de todas estas coincidencias, comisario. O tiene motivos para sospechar del turco, o no los tiene. Si cree que fue el instigador, también debe de estar insinuando que contrató a asesinos equipados con armamento militar.

—Lo cual no sería ningún problema en Creta en los tiempos que corren. La última vez que lo investigué, Rifat Bey tenía todo un arsenal en su casa, incluidos varios rifles de alta precisión. —Cuando Kostaridis pasó los ojos del cenicero a Bora, dio la impresión de que se le acababa de ocurrir otra idea—. También hay otra posible pista, relacionada con el ama de llaves de Ampelokastro.

«Por supuesto, allá vamos, cherchez la femme. Esperaba que la mencionase, porque es la clase de pista que se tardaría una eternidad en seguir». Bora estaba inquieto.

—¿Está sugiriendo un triángulo amoroso?

—No-o-o. —Una vez más, Kostaridis alargó las vocales. El sonido de su voz era nasal y lo acompañó enarcando las cejas—. O tal vez sí, quién sabe. Puede que fuese más que un triángulo; con las mujeres, la geometría puede ser de lo más complicada. En presencia de extraños, el signor Filligi no demostraba ni un ápice de esa clase de interés por su ama de llaves, pero ya sabemos cómo son las cosas, a veces. Sacaba fotos de ella, questo sì. Pero, por otra parte, fotografiaba a todos los nacidos en Creta que tuviesen los ojos azules o la piel clara, hombre o mujer, sin importar la edad.

Tal vez un triángulo amoroso, tal vez más, o tal vez nada. Pero por muy molesto que estuviese, Bora no pudo objetar nada a la otra observación de Kostaridis. A juzgar por las fotografías de la escena del crimen, el ama de llaves y los jornaleros de Villiger tenían la piel clara y eran rubios o pelirrojos: el eslabón adecuado, según la teoría del Reichskommissar, que los unía a los nobles «ancestros raciales» de los teutones.

—¿Cuál es su opinión personal, entonces?

Kostaridis siguió con los ojos el movimiento rápido que hizo Bora para agarrar sus calzoncillos de lino —cosidos por su madre— antes de que se los llevase otra ráfaga de viento. Pudo haber apartado la mirada. Pero como policía que era, observaba las cosas, incluso las menos llamativas. Precisamente por esto, no resultó nada creíble cuando dijo, en tono inocente:

—Intento no formarme una opinión hasta no disponer de elementos suficientes, capitano. Lo cierto es que el marido de Siphronia está encerrado en la colonia de Spinalonga. Sus hermanos —sé que va a preguntarme, así que le diré de antemano que están a la fuga o escondidos— nunca aceptaron que trabajase al servicio de un frangos, ni la impotencia de su pariente para vengar su honor. Puede que, por así decirlo, se aprovechasen de las recientes escaramuzas para llevar a cabo su propia idea de justicia. Es remota, pero es una posibilidad. A ojos de los granjeros tradicionales, la mujer estaba comprometida y ya no podía aparecer en compañía honesta.

«Y esto es una opinión».

—Spinalonga. —Bora pensó en los mapas que había estado examinando—. Es una isla situada frente a la costa este, ¿verdad? ¿De qué colonia habla?

—Del hospital de leprosos frente a Elounda.

—¿Qué? ¿También hay leprosos? —Bora tenía la clara impresión de que le estaban tomando el pelo—. ¿Y por qué no un perro con tres cabezas, ya que está?

Kostaridis lo miró con cara de melancolía. No era precisamente la expresión de un embustero que disfruta de su broma.

—Tiene razón con lo del perro, capitano. El perro muerto que encontraron en el jardín no era del signor Filligi.

«Escrito en el Megaron, mientras espero la llamada del comandante Busch. “Megaron” es como los griegos llamaban al salón principal de una casa, el nombre perfecto para un hotel. No necesito un glosario para recordarlo; siempre sacaba sobresaliente en griego. De hecho, si a día de hoy sigue encantándome la antigüedad clásica, es gracias en buena parte a mis maestros, sobre todo al viejo profesor Lohse, que murió en Mesolongi, como Lord Byron, aunque no fue luchando por la libertad de Grecia: el pobre hombre sufrió un ataque al corazón de la emoción de haber llegado a esa tierra sagrada. Los chavales hicimos grabar estos versos de Hölderlin en su lápida: “¿Qué es lo que me encadena / a las antiguas costas felices / y me las hace amar / aún más que a mi patria?”.

»Hablando de poetas, y de Byron en concreto, debo suponer que el nombre de pila de Kostaridis, Vairon, es en realidad la transcripción local del título nobiliario del poeta. Un tipo curioso, este Kostaridis. Disimula su inteligencia fingiendo ser torpe, igual que Ulises se hizo pasar por un idiota inofensivo para salirse con la suya, evitando alarmar a los pretendientes de su esposa antes de matarlos. Me apuesto algo a que el viejo Kostaridis sería capaz de ordenar que me rompiesen todos los huesos del cuerpo para hacerme hablar si tuviese que hacerlo. No consigo entender si cree que los hombres de Preger son culpables o no. En cualquier caso, le gustaría pensar que lo son. El comandante Busch me ha dicho que no cabe duda de que la unidad estuvo en la zona. Prefiero escuchar los detalles directamente de labios de los paracaidistas. Hasta la fecha, no los ha interrogado la Oficina de Crímenes de Guerra. Están muy ocupados con los informes de actos violentos perpetrados contra los alemanes por los habitantes de la zona, así que seguramente se deba a eso. El segundo en la lista de posibles culpables es Rifat Bey, el vecino violento cuyos sentimientos antialemanes se deben, según Kostaridis, a unas supuestas diferencias que la familia del turco tuvo hace décadas con el dueño alemán del Hotel Huck, de Esmirna. ¿Que cómo lo sabe el comisario? Su padre trabajaba de camarero en el hotel, “el mejor establecimiento de la ciudad, con excursiones a Pérgamo y Éfeso”. Esto supondría que, de resultar culpable, Rifat Bey ya debía de estar escondido en el jardín cuando llegaron los paracaidistas. Es posible, ya que vive en la casa de al lado.

»Por mi parte, no descarto la posibilidad de un asalto perpetrado por los cuñados de Siphronia. Ulises mató a los pretendientes sin perdonar a ninguno, aunque técnicamente no le habían puesto una mano encima a Penélope, y el abuelo Franz Augustus nos dijo que los cretenses aprenden a manejar los fusiles y las escopetas desde la cuna. Ellos también debían de haber estado al acecho en el jardín de Villiger por pura casualidad cuando entraron los hombres de Preger. Naturalmente, si Rifat Bey o los parientes políticos de Siphronia resultan ser los culpables, querría decir o bien que nuestro fotógrafo aficionado, el sargento Powell, mintió a Sinclair, o que se equivocó. Aunque es difícil confundir a unos paracaidistas alemanes con cualquier otra cosa que no sean unos paracaidistas alemanes. No tendré una visión más clara de todo esto hasta que no hable con Sinclair.

»El detalle del perro es de escaso interés, pero no debo pasarlo por alto. Parece que le dispararon una vez en la cabeza, aunque no estoy seguro. En la foto puede apreciarse que es un buen ejemplar, no de pura raza, pero un perro guardián bien cuidado. Aunque no se le ve collar, el pelaje del cuello presentaba marcas de haber llevado uno o de haber estado atado a una correa o cadena. De hecho, según Kostaridis, varios perros asustados andan sueltos desde los combates. La mascota de Villiger podría ser relevante de alguna manera que aún no está clara o, simplemente, haber sido un testigo animal inocente que se encontraba en el sitio equivocado en el momento equivocado.

»Kostaridis tenía menos información —o decidió no abrir tanto la boca— en lo que respecta a los jornaleros de Villiger. Ninguno pasaba de los veinte años. Aunque no soy el más adecuado para juzgarlo, diría que eran muchachos apuestos, de un estilo primitivo. No aventuraré más especulaciones hasta que vuelva a hablar con el comandante Busch; si tras la elección de criados por parte de Villiger se oculta algo más que una preferencia de raza, él lo sabrá o sabrá cómo averiguarlo.

»En cualquier caso, el policía me mostró en el mapa donde se encuentran Ampelokastro y Sphingokephalo y el “arroyo, por así decirlo”, que discurre entre ambos terrenos. Sus nombres resultan de lo más romántico a oídos alemanes: la colina del viñedo, cabeza de esfinge… Al arroyo de la discordia, que aparece sin nombre en los mapas, lo llaman Potamos —río—; más prosaico, imposible. En una segunda lectura, el pasaporte de Villiger es un modelo de banalidad. Los sellos de entrada y salida muestran viajes totalmente coherentes con un investigador de la antigüedad: Grecia, Italia, Turquía. Parece que, últimamente, había recorrido sobre todo estos tres países; y tiene lógica, dado que trabajaba con la Sociedad para la Investigación sobre la Herencia Ancestral Alemana, la Ahnenerbe. Hacía tres años que no salía de Grecia. El único detalle curioso, pero no del todo extraño, es que el pasaporte fue expedido por la embajada suiza en Atenas hace cinco años, posiblemente para sustituir un documento perdido o robado al llegar al continente».

A las cinco, con absoluta puntualidad, llegó un ordenanza para llamar a Bora. Busch estaba sentado fuera del hotel en una silla de mimbre, en compañía de un gran vaso de agua helada. Ya hubiese recuperado el salacot o encontrado otro, su cabeza estaba a salvo de los implacables rayos del sol.

—¿Ya conoce a Kostaridis?

—Sí.

—¿Y qué opinión le merece?

Bora le dijo la impresión que le había causado el policía.

—Se equivoca —dijo Busch, alzando la voz—. No es nada inteligente. Y le apestan los pies.

Bora no se había percatado de ese detalle. Era posible, probable incluso: los calcetines y las sandalias de Kostaridis tenían pinta de estar sometidos a un uso excesivo. Aun así, a pesar de que Bora también era muy estricto en cuanto al aseo personal, el comentario del comandante le resultó desagradable.

—Hay un detalle que el comisario trató con cierta reserva —dijo, cambiando de tema—. A no ser, por supuesto, que no disponga de esa información; pero lo dudo.

Tenía enfrente a Busch, sentado de espaldas a la bahía, donde las tareas de limpieza y descarga continuaban en paralelo. Detrás del comandante, cerca del horizonte, el mar, de un azul oscuro con cegadores ribetes blancos de encaje, estaba agitado; pero descansaba, manso y de un burdeos intenso, en la cuenca de la bahía, donde el achaparrado fuerte veneciano recordaba una hogaza de pan que se enfriase en la brisa.

—¿Me está preguntando si Villiger era marica y le iban los jovencitos de la granja?

—Sí.

—O bien lee demasiado a Winckelmann o tiene una mente sucia, Rittmeister. Villiger estaba casado con la ciencia.

Herr Major, era mi deber preguntárselo.

—Naturalmente. Lo decía en broma; por supuesto que tenía que preguntarlo. Sería interesante averiguar si el matrimonio de Villiger con la ciencia permitía ciertas desviaciones. —Estaban barriendo los fragmentos de vidrio que había delante del hotel, procedentes de los muchos cristales pulverizados por las bombas y los cañones. Busch se levantó. Parecía estar más interesado en escuchar el agudo tintineo de los pedazos que la conversación. El sonido que producían era frío, glacial; igual que el montón de fragmentos de vidrio y cristal en el recibidor le había recordado el invierno, refrescándole. En realidad, el calor era opresivo—. ¿Quién sabe? —añadió el comandante—. Puede que todos los que admiran las antigüedades griegas lo hagan porque tienen una alta tolerancia a la desnudez masculina. Pero lo mismo puede decirse de los soldados, ¿eh?

A Bora no le gustó el comentario. Se apresuró a hablar para cerrar el paréntesis.

—Sea como sea, ha surgido una cuestión interesante. Parece que nadie, ni siquiera el fotógrafo, fue testigo del tiroteo. Pienso escuchar con suma atención lo que tenga que decirme el teniente Sinclair mañana.

—Ah, hablando de mañana. También tendrá que esperar hasta entonces para conocer a la americana. No hemos podido encontrarle un medio de transporte más allá de Rétino, donde está retenida. Así son las cosas. Pero qué digo, es la forma de vida en estas islas. Nada funciona según el plan, lo que no se haga hoy se hará mañana. Quizá. Trabajaba en Rodas antes de la guerra; créame, sé lo que digo. —Una media vuelta y Busch se plantó de cara a la calle—. Me conviene andar para el dolor de espalda, venga conmigo. Lo acompañaré al otro lado de la ciudad, a la puerta de Chaniá: está a media milla de aquí.

De camino, hizo las veces de guía turístico.

—«Kalokairinou» es como llaman a la avenida que conduce hasta la puerta, pero no espere un bulevar al estilo alemán. ¿Ve ese edificio? Es el Hotel Cnosos. Los británicos solían frecuentar el bar del sótano. Incluido Pendlebury, cuyo libro le di. Y Allen, la americana. Beben como esponjas estos anglosajones. Encontramos alcohol amontonado hasta el techo. Había toda una pandilla de investigadores y arqueólogos que trabajaban como espías.

—¿Cree que Villiger se relacionaba con ellos?

—Era suizo, podía hacer lo que la apeteciese.

—Trabajaba para nosotros. ¿No tenemos un expediente sobre él?

—Lo teníamos. No lo encuentran en nuestra oficina central en Berlín, pero lo están buscando.

Un rodeo en torno a la calle donde se habían derrumbado las fachadas de las casas los llevó por callejones donde no penetraba directamente el sol.

¿Que lo están buscando? —Bora se detuvo en seco—. Con solo unos cuantos días para resolver este asunto, uno esperaría que el Reichskommissar

—El Reichskommissar lo aplastará como a un insecto si se averigua que la Luftwaffe mató a su investigador. Y después, intentará aplastar a la Luftwaffe.

—Bueno, me quita un peso de encima, Herr Major.

Habían llegado a una pequeña plaza custodiada por una modesta iglesia antigua, que recordaba a una mezquita. Busch la llamó Agios Markos, pero Bora había perdido cualquier interés que hubiese podido tener por informarse sobre los lugares turísticos cretenses. Pronto, recorriendo las estrechas callejuelas, llegaron a Kalokairinou. Las aceras relativamente anchas y las fachadas de las tiendas parecían las de una gran ciudad en comparación con los callejones.

—La puerta está allí, más adelante —dijo Busch. Hizo una pausa para descansar la pierna y utilizó el salacot para abanicarse—. Si la atraviesa, saliendo de las murallas venecianas, y se aventura hacia el oeste, llegará a Chaniá; de ahí su nombre. También la llaman la puerta del Pantocrátor. Pantocrátor, ya sabe: Cristo, rey del universo, el del temible ceño. No muy lejos de la ciudad, encontrará también el cruce que lleva hacia el sur, hasta Ampelokastro. Es un paisaje salpicado de colinas, bastante agradable; pero llevamos dos semanas luchando por él con uñas y dientes, como si fuese de oro macizo.

Bora prefirió ceñirse al asunto.

—Señor, ¿cabría la posibilidad de reunirme con el capitán Preger antes de mañana por la mañana?

—Cabría. Ahora mismo está alojado en o cerca del aeródromo de la ciudad. Dígame: ¿por qué hizo una mueca al oír su nombre?

—No soy consciente de haber hecho ninguna mueca.

—Pues la hizo.

La conversación pudo haberse convertido en uno de esos momentos en que uno tiene que elegir entre pensar con rapidez y mentir descaradamente o hacerse el tonto. Bora estaba a punto de decantarse por lo segundo cuando el comandante Busch, siempre mesurado en sus gestos, inclinó un centímetro la cabeza en dirección a la puerta.

—Hablando del rey de Roma. —Kalokairinou estaba bañada por el sol de la tarde. Debía haber anticipado o incluso planeado el encuentro porque desde allí no se distinguían las caras de los que estaban sentados en la cafetería que había a un lado de la calle—. Ahí está Preger con algunos de sus colegas paracaidistas, la autoproclamada «Élite de las Fuerzas Armadas». Creo que será mejor que lo deje solo. La puerta está justo allí, se ve desde aquí. Hable con él. Si se produce un milagro y su guía estadounidense consigue llegar, tendrá tiempo de reunirse con ella en el Megaron esta tarde. Y olvídese de lo que le dije de Kostaridis. Puede que lo necesite para que le abra algunas puertas.

Preger no se levantó de la silla. La llegada de Bora, esperada o no, pareció paralizarlo entre el impulso de acabar con la reunión y el deseo de posponer las cosas ignorando a su homólogo militar o fingiendo no saber por qué había venido. Con jarras de cerveza en la mano y paquetes de tabaco sobre la mesa, sus amigos se giraron para ver quién era. El ambiente reinante entre ellos, incluido el propio Bora, era de desconfianza, como una jauría de perros jóvenes de distintas razas y tamaños que evaluasen a sus adversarios, intentando calcular el posible resultado de una refriega.

Preger tenía unos ojos oscuros y malhumorados en un rostro firme, de mandíbula cuadrada y piel clara, y el mismo ceño fruncido del chico que había vuelto de Madrid con la espinita que había recibido en Trakehnen todavía clavada. El ceño no tenía nada que ver con Ampelokastro. De repente, Bora se sintió tan seguro de ello que tuvo que desenterrar de la memoria lo que opinaba de su antiguo compañero de juegos. No había forma de ignorarlo: iba a tener que aceptar que, si hasta aquella mañana había olvidado por completo aquel incidente de adolescencia, Preger, por lo visto, lo recordaba perfectamente. El regusto y el sabor de aquellos veranos húmedos en Prusia Oriental, cuando se hicieron sangre al golpearse con ambos puños, se le vino a la boca con un trago de saliva. No fue la última refriega en la que había participado de adolescente —después de todo, solo pelearse con alguien de una clase social inferior era anatema a ojos del general Sickingen—, pero el hecho de que Walter se marchase a Koenigsberg, a la escuela de sus primos, justo después hizo que esa pelea en concreto fuese, de algún modo, la definitiva.

Bora y él se saludaron al mismo tiempo, por rango.

—Si me disculpan —dijo Preger a sus colegas, que se levantaron tan rápidamente que Bora sospechó que habían ensayado la escena. De lo contrario, hubiese sido él el que se separase del grupo para unirse a Bora. Bora tomó asiento frente al paracaidista, y no había hecho más que sentarse cuando un arrugado camarero cretense se acercó para llevarse las botellas y las jarras medio vacías. Espantó las moscas que bebían ávidamente la cerveza derramada, pero no tardarían en volver.

—Me he enterado de que está aquí en una misión inútil.

Las primeras palabras de Preger estaban tan claramente calculadas para irritarle que Bora reaccionó cayendo en una calma casi excesiva.

—Ahora menos que ayer —contestó—, pero pienso seguir las órdenes que tengo.

—Sí, ya me ha informado el coronel Braeuer.

Los fuertes brazos de Preger, que las mangas remangadas dejaban al descubierto hasta los codos, mostraban a través del grueso vello cortes y moratones, que seguramente se había hecho al caer con el paracaídas entre los arbustos o las ramas de un árbol. Muchos de los paracaidistas que había visto Bora tenían rajas similares, o un dedo o una muñeca rotos. Con sus uniformes color arena, todos sin excepción parecían irritables y mal predispuestos debido a o a pesar del agotamiento. ¿De verdad esperaban que la isla fuese a darles la bienvenida? Sin apuntarle, Bora esperó a que Preger dijese algo más. Los informes de inteligencia insinuaban un panorama igual de optimista en algunas regiones de la Rusia soviética, sobre todo Ucrania. «Nos están esperando, recibirán a nuestros hombres como libertadores. Pero, ¿y si no es así? Da igual, tardaremos dos, o a lo sumo tres meses en llegar a Moscú. Y entonces, ¿a quién le importará cómo nos vean los rojos?».

—Francamente —continuó Preger—, no entiendo a santo de qué se presenta aquí, hecho un pincel y sin un rasguño, para perseguir las paparruchas de un inglés. —Que le recordasen que estaba ileso, como si fuese culpa suya, hirió a Bora en lo vivo—. Por si no lo sabía, la patrulla que opera en ese sector sufrió una emboscada aquel mismo día por la tarde, cerca de Stavrakia. El domingo evacuamos a los soldados para el continente con heridas graves. Aunque tampoco les habría animado a hablar con usted de haber estado disponibles. ¿Ha consultado a nuestro comandante, el teniente coronel Walther?

—Sí.

—¿Está a favor de la investigación?

—No.

—¿Y nuestro comandante de grupo?

—El coronel Braeuer me comunicó que él tampoco es favorable.

—Eso pensaba.

Preger seguía hablando con el acento gutural propio del alemán de la zona de Stettin; si acaso, ahora lo exageraba más que en el pasado. Su hermano mayor había muerto siendo prisionero de los rusos en la Gran Guerra: Bora recordaba el crespón negro en la puerta del guardabosques cuando la familia recibió la noticia en 1920. Durante su infancia, Waldo llevó un brazalete negro en la manga y después un botón negro en la solapa. Esa marca lo definió por los siglos de los siglos, dando forma a su resentimiento y su deseo de venganza. Siendo adolescente, Bora envidiaba en secreto ese botón negro, porque su padre había muerto hacía años pero no en la guerra, y no habría sido apropiado llevar luto por su abuelo escocés William George, caído en Jartún en 1885.

A esa hora, el ángulo del sol arrancaba destellos a cada fragmento de cristal y metal; sobre la figura fornida de Preger, el reloj de pulsera y la insignia de la gorra atraparon la luz cuando despidió con un gesto de la mano al camarero que había venido a tomarle la comanda a Bora.

Bora volvió a llamar al camarero y pidió agua.

Nerò.

¿Metallikò?

Es verdad, Busch le había recomendado pedir agua mineral.

Metallikò —confirmó Bora, manteniéndose firme bajo la mirada fija de Preger—. Mis órdenes provienen directamente del general Student, de la jefatura del XI Cuerpo Aéreo.

Podía haber sido el golpe de efecto que terminase con el enfrentamiento nada más comenzar. Preger cogió el paquete de tabaco y le dio unos golpecitos en la base para sacar un cigarrillo.

—Lo conozco: es el comandante en jefe que autorizó «represalias y expediciones punitivas con terror ejemplar» en Creta.

—No obstante, el general Student me ha concedido la autorización. —Había sido la tercera de las «peliagudas llamadas telefónicas» desde la oficina de Busch. Bora no añadió que el conde de Uxkuell, teniente coronel del estado mayor de la división, había mediado en el asunto y era uno de los que habían criticado las órdenes punitivas de Student.

—No espere que colaboremos con usted sobre el terreno.

—De acuerdo.

El camarero dejó el agua mineral delante de Bora. Pagó con el cambio que le había dado Busch y después de examinar el borde del vaso, recubierto de una película sin identificar, bebió directamente de la botella. Hasta ahora, durante la conversación, Preger había alternado con resentimiento entre el tratamiento formal y el familiar, corrigiéndose cada vez que utilizaba du en vez de Sie. Bora tomó la iniciativa y se decantó por la informalidad de una vez por todas.

—Waldo, no tengo ni órdenes ni intención de culpar a nuestros hombres de los asesinatos. —«No son nuestros hombres», especificó Preger, «sino los míos»—. En el desafortunado caso de que rompiesen las reglas, y con pruebas para demostrarlo, tengo el deber de hacerlo saber. Y tú harías lo mismo.

—Yo no haría tal cosa. Y tú… Bueno, ¡fuisteis vosotros los que informasteis de que había pocos hombres en la isla y afirmasteis que los cretenses no opondrían resistencia! Sé sincero: ¿de qué lado estás?

Era mejor no reaccionar a las provocaciones. Bora intentó no tomarse por lo personal las quejas contra el servicio de inteligencia, dado que el asalto se había planeado con escasa antelación y con poco tiempo para proporcionar detalles fiables. Surtiese la información el resultado esperado o no, los comandantes de todos los niveles tenían la costumbre de culpar a los oficiales de inteligencia, incluso si y especialmente si traían noticias aleccionadoras. Tragó una dosis de Atebrina con el siguiente sorbo.

—Ya que no puedo reunirme con el pelotón de fusileros que patrullaba Ampelokastro aquel día, voy a necesitar un informe de operaciones o cualquier otra documentación disponible. ¿Qué sugieres?

Preger apartó la vista durante un largo minuto, como si las tiendas abandonadas del otro lado de la avenida, con las persianas bajadas, fuesen más interesantes que la compañía en la que se encontraba. Las golondrinas volaban de allá para acá, muy alto. A esa hora, solo sus agudos trinos llegaban hasta el suelo. Mordisqueó con mal humor el cigarrillo apagado, y solo porque Bora prefirió beber en vez de insistir, por fin se sacó con reticencia del bolsillo un mapa plastificado con la ruta recorrida por la patrulla, junto con unas cuantas líneas escritas a lápiz por el suboficial que dirigía el pelotón de fusileros, compuesto por ocho hombres.

—Si no fuese porque he recibido órdenes, no te lo daría jamás. Pero no te servirá de nada.

Bora leyó. No se había informado de ningún incidente de importancia. Ampelokastro aparecía entre los nombres de otros lugares. Habían llegado a la localidad a las 11:00, y al siguiente objetivo, media hora después. O eso escribía el suboficial. Si el tiempo real que se tardaba en cubrir la distancia entre ambos lugares resultaba ser significativamente más breve, se podría sospechar un retraso o incluso una parada; señal de que los paracaidistas no se limitaron a pasar por Ampelokastro. Bora necesitaba sus mapas para tomar una decisión. Por supuesto, en tiempos de guerra hay muchos motivos para perder algo de tiempo en ruta. Copió el informe y los topónimos que aparecían en el mapa plastificado palabra por palabra, número por número. Si fuese necesario, se cronometraría recorriendo la misma distancia.

—Gracias. —Devolvió los documentos.

Retorciendo los labios, Preger se echó el cigarrillo deformado a una de las comisuras de la boca para poder hablar.

—No cambiarás nunca, ¿verdad?

—Eso depende, Waldo. He cambiado en muchas cosas. ¿Fui yo el que empezó, hace años?

—Por supuesto que empezaste tú. Eras «el hijo del señor».

—No creo que pegase primero.

Yo pegué primero. Era la única manera de hacer que te comieses tus palabras.

Sonreír era mejor que levantar la voz, y más molesto. Bora sonrió.

—Eso seguro que no lo hice. Pero, ¿por qué discutíamos?

—Como si no lo recordaras.

No lo recuerdo. No pudo tener tanta importancia.

—¡Por supuesto! Ya veo cuánto has cambiado. —Como era de prever, Preger volvió a establecer una formalidad militar entre ambos—. No soy mi padre, ¿sabe? Esperando de pie con el sombrero en la mano frente a la puerta cuando «la familia» llegaba en coche para pasar las vacaciones. Yo lucho por defender lo que es mío. No pienso dejar que un intruso censure los actos de mis hombres, Rittmeister.

—Pero puede que sea mejor, Herr Hauptmann, que resolvamos este asunto por nuestros propios medios, antes de que la Cruz Roja empiece a llamar a las puertas en busca de respuestas.

Bora descubrió que podía ceñirse a su ecuanimidad habitual, mientras que su colega tenía que esforzarse por dominarse. El uso repetido del «yo» por parte de Preger, su orgullosa reivindicación de su actual papel en el mundo, le disuadió de hacer más referencias a su pelea de adolescentes. Bora veía, como si la tuviese delante, la plaza de Trakehnen donde se alzaba un monumento a los caídos en la guerra. El último en ser añadido fue el nombre del hermano de Preger, durante una ceremonia pública a la que asistieron todos los vecinos del pueblo, con el por aquel entonces general Sickingen de uniforme de gala y todas las mujeres —las esposas y las hijas de los granjeros y terratenientes, incluida la madre de Bora— de negro. «Dios —pensó—, tenemos veintisiete años, somos hombres adultos; sus padres han muerto. Nos ganamos a pulso nuestras medallas en España. Como oficial al mando de la unidad implicada, es comprensible que a Preger le ofenda la intervención de un intruso; pero su indignación se tiñe de un color especial porque el que tiene delante es, casualmente, Martin Bora. Pero me niego a seguirle el juego. Aunque no es que no pueda volver a darle una buena paliza si llegamos a las manos, por mucha sabiduría callejera que tenga».

Al echar a un lado la silla para marcharse, Preger golpeó una de las patas de la pequeña mesa de la cafetería. Bora tuvo que agarrar la botella de agua para evitar que cayese.

—Simplemente, no espere colaboración por nuestra parte.

La puerta de Chaniá describía un amplio arco en las gruesas murallas, patrulladas por tropas alemanas. En Moscú, Bora tenía la costumbre de llevar los permisos listos en todo momento, pero aquí no le prestaron atención. Tras dejar atrás la puerta, giró a la derecha y salió de la carretera. Subió la loma de hierba y tierra que se extendía a lo largo de los baluartes del oeste y caminó unos cientos de metros hasta llegar al mar.

En otros puntos de la isla, los escombros de los ataques aéreos y los enfrentamientos formaban un caótico laberinto. Aquí, una pequeña sección de la playa estaba curiosamente despejada. Aunque apenas podía llamarse playa. Los guijarros se extendían hasta la orilla, mientras que bajo la agitada superficie, las rocas sumergidas temblaban en una transparencia verde y perezosa. Al oeste, una lengua de tierra coronada por un pico piramidal sobresalía en dirección al mar. El sol se pondría tras ella tarde o temprano. El promontorio daba la sensación de ser una fortificación construida por el hombre, con una alta torre custodiándola —pero no era nada parecido; además, todo había caído en manos alemanas—. La verdadera torre, todavía nevada, era el monte Psiloritis, más lejos, donde el interior de la isla todavía podía resultar peligroso. Bora cogió un guijarro y lo tiró contra la gargantilla de pequeñas olas, en dirección al islote de bordes bien definidos que quedaba frente a Heraclión, cuyo nombre había leído en los mapas y olvidado.

No conseguía quitarse de la cabeza el resentimiento de Preger. «Se presenta aquí, hecho un pincel y sin un rasguño» había sido una ofensa gratuita, pero comprensible dadas las circunstancias. Menos predecible era el hecho de que su incidente de adolescencia hubiese hecho más profunda, más difícil de franquear, la grieta que los separaba. Llevase o no razón en aquella ocasión, Bora se sentía culpable por lo ocurrido. «Para él, sigo siendo el hijo del señor. Y ahora puede que tenga que confirmar que sus hombres no solo dispararon a cuatro griegos, algo tolerable a ojos de nuestros comandantes, sino también a un destacado ciudadano suizo que no debía resultar herido bajo ninguna circunstancia. Algo que afectaría a la carrera de Waldo justo cuando estaba a punto de alcanzar la gloria».

¿Acaso era impensable que los paracaidistas hubiesen perdido los papeles? Eran hombres rudos, movidos por la ideología y forjados en el frente occidental. Lo poco que Bora sabía sobre la vida adulta de Waldo provenía de Peter, que les seguía la pista a todos aquellos con los que se habían relacionado en sus vidas, siendo, como era, el hombre con más amigos y conocidos sobre la faz de la tierra. Waldo Preger se había afiliado al partido muy pronto. En el verano del 32, se había visto involucrado en los enfrentamientos callejeros de Koenigsberg, y dos años después se había unido al cuerpo de policía. En esto no estaba solo: varios de los comandantes de tropas aerotransportadas eran antiguos agentes de policía. Corría el rumor —si Peter, como buen piloto, no le había contado un cuento chino— de que Preger había matado a puñetazos a un hombre durante aquellos disturbios. Eran días peligrosos, en los que resultaba difícil saber qué lado llevaba la razón, y se pedía amnistía para los incidentes y accidentes en los que se hubiesen visto implicados nacionalsocialistas exaltados. «Mi padrastro dirigió un Freikorps conservador después de la Gran Guerra y a veces era casi imposible distinguir entre su cruzada y unas cuantas cabezas abiertas a golpes en los callejones. Y es a los hombres de Preger a los que estamos investigando por estos asesinatos, no al propio Preger. No pienso permitir que los rumores o los recuerdos se antepongan al sentido común. Preger era agente de policía y tiene esa y otras ventajas sobre mí, aquí, en Creta. Era un matón y sigue siéndolo. Pero yo soy incluso más terco ahora de lo que lo era entonces».

Allá donde el mar debía cubrir poco más que por las rodillas, a la derecha de unas afiladas rocas que sobresalían de la superficie, un objeto que a Bora le pareció una lona se mecía hacia delante y hacia atrás bajo el velo de agua, sin llegar a la orilla. Por un tenso momento, esperó reconocer un torso humano, todavía vestido, envuelto en la tela; pero los pliegues flotaban con demasiada libertad como para tratarse de eso. No es que los soldados de ambos bandos no perdiesen la vida ahogados. Simplemente, el mar tardaría más en devolver a sus muertos.

Pero, ¿por qué había decidido caminar hasta la orilla? No era muy aficionado al mar; para Bora, el agua quería decir nadar y remar en lagos y ríos. No podía relacionar el Egeo con nada conocido, este no era su horizonte. «Todo el mundo tiene su —¿cómo dijo Jack London?— “llamada de la selva”. Para un griego, este vendría naturalmente del mar, prueba —y encanto— del caos en torno al mundo claustrofóbico de una patria reducida. Para nosotros, nacidos en el interior y en un clima frío, la selva más cercana son los páramos y bosques que adornan nuestras monótonas llanuras. Para nuestra nación, tradicionalmente, la selva es el este, ya que cualquiera que haya nacido en Leipzig podría, en teoría, ir caminando desde la puerta de casa hasta el océano Pacífico… o hasta el Atlántico, en realidad; pero no hay ninguna selva al oeste de Leipzig. Excepto España, tal vez».

Sí, y la selva española quería decir Remedios, en la que seguía pensando cuatro años después. Bora lanzó otra piedra mucho más allá de la lona en movimiento. Remedios no tenía nada que ver con el mar, era lo contrario del mar, en su atalaya de montaña en Mas del Aire; pero para él había sido —no para los demás, independientemente de aquel comunista americano, Philip Walton, y de todos los que se habían metido en su cama— lo que las hechiceras isleñas habían sido para Ulises. Lo que lo llevó a España fue puro idealismo; a Creta, en un principio, había venido a buscar vino, no a dar descanso a los muertos. Aun así, había llegado de una tierra extranjera, como Ulises y Teseo mucho antes, y sabía que ambos se habían encontrado de vez en cuando con diosas y monstruos. Los hombres de Preger, encendidos por la batalla, cubiertos de polvo y sangre, bien pudieron malinterpretar una palabra o un movimiento en casa de Villiger y haber abierto fuego. Ulises mató a todos los pretendientes de su esposa, incluso a los que eran buenos muchachos: deambular por el mundo, igual que la guerra, lo volvió cruel.

A lo lejos, la lona iba y venía mansamente con la marea: Bora buscó un guijarro plano para tirárselo, pero cambió de opinión. Aunque nunca se había visto a sí mismo como un viajero, jamás se quedaba mucho tiempo en el mismo sitio. «Bajo este guijarro no crece musgo; no deja de moverse, aunque no siempre esté rodando. A veces lo tiran, lo lanzan muy lejos o lo hunden. Se precipita, cae, el mar lo devuelve a la orilla… Es otra forma de movimiento».

Descubrió que estaba cansado del camino, después de todo. El viaje había sido largo y, en general, incómodo, y no podía hacer gran cosa para avanzar en su tarea antes de la mañana. Volvería al hotel para dormir si hubiese creído que iba a poder conciliar el sueño mientras aún había luz en el cielo. El cansancio lo ponía nervioso, se pasaría las horas dando vueltas en la cama, preocupado, y eso sería todo.

Unas algas oscuras y fibrosas y unas pequeñas conchas blancas como la tiza salpicaban la playa, a sus pies. Si cerraba los ojos, el ritmo del oleaje le llegaba a los oídos como una respiración líquida. Profunda, desconocida. Nada de esto era suyo: durante su infancia, la costa marina más cercana estaba a horas de distancia. El mar del Norte cuando vivía en Leipzig, y el Báltico, cuando estaba en Prusia Oriental. Podía darle la espalda al agua sin sentir la pena que deben experimentar los marineros al alejarse del océano.

Una mirada casual hacia tierra le reveló que Kostaridis lo estaba observando desde lejos. A pesar de su irritación, Bora agradeció que no hubiese intentado disimular su presencia. Bajo el arco que describía la luz de la tarde, el policía se quedó en el límite de la playa para evitar que sus sandalias embarcasen algas y gravilla.

Con las manos en los bolsillos, saludó al alemán inclinando la cabeza hacia atrás y levantando el mentón, como hacen los sureños. Y cuando Bora estuvo al alcance de su voz, dijo:

Capitano.

Epitropos. ¿Puedo ayudarle?

—No. Pero yo puedo ayudarle a usted. Quiere ir a Ampelokastro, ¿no? Lo he organizado. Podemos ir mañana por la mañana.

De haber estado de un humor generoso, Bora se habría dicho que así son las epifanías comunicadas por los dioses, o por los mensajeros de los dioses, que aparecen cuando se los necesita bajo el aspecto del personaje más inesperado.

—Mañana por la mañana tengo previstas varias reuniones.

—Pero maggiore «Voos» dijo que no serían hasta bien pasado el mediodía.

—¿Eso dijo? —Bora se preguntó cuándo habrían hablado Busch y Kostaridis y por qué el comandante iba a decirle a un oficial de rango inferior lo que correspondía comunicar primero a Bora.

—Sí. Si salimos temprano, estaremos de vuelta en Heraclión al mediodía. Y ya de paso puedo enseñarle dónde vive Rifat Bey.

—Supongo que habrá organizado también el transporte.

—No, no. —Kostaridis, visiblemente incómodo, contestó con evasivas—. Su ejército nos proporcionará un vehículo y una escolta.

—Acabaremos antes si me dice a qué hora vendrá a recogerme mañana por la mañana.

—¿Le parece bien a las cinco?

—Me parece bien. —Las suelas de tacos de las botas de montaña de Bora habían atrapado la poca arena que había en la playa de guijarros. Dio varios pisotones para sacudírsela—. Bueno, ¿no va a volver al hotel? Esperaba que me llevase hasta allí de la mano o que, casualmente, fuese en la misma dirección que yo.

—No. Lo veré mañana.

Bora debió de aparentar ligera sorpresa. Kostaridis se encogió de hombros.

—Me quedo aquí, a ver la puesta de sol. Lleva miles de años saliendo y poniéndose sobre esta isla, sobre este mar. Me conforta contribuir, por así decirlo, a la eternidad con mi granito de arena. Siempre que puedo, me paro en este punto a ver la puesta de sol, como un anciano.

El ruido del oleaje de la tarde había cambiado desde que Bora se había acercado a la orilla. Le llegó a los oídos el murmullo de las olas más grandes al lamer las rocas y los bancos de arena, pero no bastó para que desease mirar hacia atrás.

—¿No tiene miedo de que alguien lo liquide, parado aquí solo y trabajando con los alemanes, como hace ahora?

—No hay mejor manera de morir para un hombre, no solo para un cretense ni para un griego, que mirando al mar. Seguro que usted ya ha pensado qué le gustaría estar viendo cuando le llegue la hora.

Bora frunció el ceño. No. Había decidido, hacía cuatro años, lo que estaría pensando en el momento de su muerte, en quién estaría pensando. En Remedios. El lugar era irrelevante. Incluso el momento importaba poco, aunque últimamente, en esta etapa de su vida, tenía tantas esperanzas y expectativas que morir en Creta sería inoportuno. Se giró en dirección a la ciudad.

—Lo veré por la mañana, entonces. A las 5:00 en punto, delante del hotel.

—Aquella lona de allí… Si estuviese vacía, flotaría.

«¿En qué otras cosas se fija? ¿Qué otras cosas entiende?». Bora echó a andar hacia la fortificación, en dirección a la puerta.

—Sí. Pensé que habría un torso humano dentro. Ahora creo que tal vez sea un brazo.

Busch no estaba en el Megaron. Bora comió rápidamente en la cantina improvisada de la planta baja y subió a su habitación. El cuarto estaba recalentado después de todo día y no parecía probable que fuera a refrescar durante la noche. La cama era demasiado corta para un hombre alto, así que iba a tener que dormir ladeado o encogido sobre el colchón. Hasta el anochecer, revisó los mapas, memorizando las rutas y los topónimos. Consultando el delgado diccionario de griego moderno que le había dado el comandante, deletreó y repitió para sus adentros el puñado de frases que podrían resultarle útiles durante su estancia. Incluso después de oscurecer, con una explosión de estrellas en el exterior, el calor asfixiante y el colchón demasiado corto no lo dejaron dormir, así que abrió la Arqueología de Creta. Había una foto de John Pendlebury, licenciado en Filosofía y Letras, F.S.A., «antiguo conservador del museo de Cnosos», en la guarda: el tipo de hombre atlético y de pelo claro que al profesor Villiger le habría gustado incluir en su lista de sus especímenes raciales; o que tal vez hubiese incluido, quién sabía. Puede que tomasen gin-tonic, ouzo o coñac juntos en el sótano del Hotel Cnosos hacía solo un mes. Bora empezó a leer, intrigado por el apéndice al capítulo sobre la geografía de Creta, donde el autor había anotado personalmente el tiempo que se tardaba en recorrer a pie las distancias entre distintos lugares. Rodeó con un círculo y marcó ciertas afirmaciones y notas allí y más adelante en el libro. En minoico Antiguo III, se quedó dormido con el libro sobre el pecho y soñó que se perdía.

Iba cruzando un campo de hierbas altas —¿avena? ¿cebada?— a lo largo de un camino de tierra, derecho como una flecha y sombreado por robles. El campo —un campo de verdad, que conocía desde niño— bordeaba el terreno de los Krumm y terminaba en el castaño plantado por los Moderegger, de cuya guapa hija se había enamorado Peter… antes de que el general pusiese un rápido fin a esa historia. En el sueño, todo era como lo recordaba en las inmediaciones de Trakehnen: el suelo blando y fangoso y la fosforescencia de los tallos jóvenes recortados contra un tormentoso cielo de verano. Los nidos de las grullas coronaban las chimeneas y los postes abandonados en la lejanía, un horizonte plano cercaba el mundo todo alrededor. Pero donde debían estar los campos de turba se adivinaba la línea azul de un mar sureño fuera de lugar. Alguien lo estaba esperando en la orilla, así que se dirigió hacia el agua. Pero por mucho que avanzase, sumergido hasta la cintura entre los ondulantes tallos verdes, el agua turquesa permanecía lejana e inalcanzable. El camino y los robles se sucedían, interminables, a su lado, aunque en la realidad ya debería haber llegado al siguiente pueblo o granja hacía mucho. De una cosa estaba seguro: Waldo Preger era el hombre que lo esperaba en la orilla de aquel mar inverosímil.

Bora se despertó sobresaltado a las cuatro y media, preguntándose por qué el camarero ruso no habría llamado a la puerta con el café de la mañana. Durante unos confusos segundos, no supo dónde estaba ni por qué. Se levantó de la cama, se lavó y se afeitó como un sonámbulo.

«Ojalá supiese por qué nos peleamos Waldo y yo. Me ayudaría a entender, me ayudaría a entender… ¿Qué?».