Diez

Aquella noche, Mike intentó olvidar el incidente de la ferretería llamando a Gabe. De pronto, tratar con su amigo le parecía mucho más fácil y Mike necesitaba resolver al menos alguno de sus problemas. Pero Gabe no contestó y, a los tres pitidos, saltó su contestador automático.

—Contesta, Gabe —dijo Mike. Estaba casi seguro de que Gabe estaba en casa. Rara vez salía y ya era tarde—. Tenemos que hablar de negocios. Te he organizado algunas reuniones. Llámame —dijo, y colgó el teléfono.

Tenso y frustrado, se levantó de la silla y comenzó a caminar por el despacho. Quería meterse en la cama y olvidarse de todo lo que había ocurrido aquel día. Pero cuando llegó a su habitación, no fue capaz de pensar en nada, salvo en las bragas de encaje que había guardado en el cajón de la ropa interior para que el ama de llaves no las encontrara.

Recordó a Lucky frente a él, prácticamente desnuda. Era una imagen bellísima, que inmediatamente provocó una reacción física en su entrepierna. Pero aquel recuerdo fue seguido por el recuerdo del dolor que había visto en su rostro en la ferretería.

Durante toda la tarde, había estado luchando contra el impulso de ir a disculparse a su casa intentando recordar sus pecados. Lucky los había despreciado durante todos aquellos años, se había negado a venderle la casa y la había dejado abandonada durante tanto tiempo que casi se estaba cayendo. Le había robado el amor de Morris y ni siquiera había ido a su funeral. Y se había dedicado a viajar como si… como si…

Como si estuviera perdida.

Mike se hundió en la cama, descolgó el teléfono inalámbrico y llamó a información. Habría preferido ir a verla personalmente, pero no estaba seguro de que pudiera confiar en sí mismo. Porque el deseo que pensaba mitigar acostándose con ella en el hotel todavía perduraba.

 

 

Lucky saltó de la cama al oír el teléfono. Excepto la casa de mudanzas que le había llevado los muebles que había alquilado y el banco, no la había llamado nadie desde que le habían conectado la línea telefónica. Tenía conocidos por toda América, pero ninguno al que considerara cercano, excepto, quizá, sus hermanos. Sabía que tendría noticias suyas por Navidad, pero ni siquiera les había enviado todavía su número de teléfono.

Bajó el volumen de la televisión con el mando a distancia y se inclinó hacia el teléfono, que estaba en el suelo porque no tenía ningún otro lugar donde ponerlo. Había alquilado los muebles básicos, una cama y una cómoda para uno de los dormitorios del piso de arriba, un sofá, un televisor y varias lámparas para el cuarto de estar y algunos electrodomésticos de cocina. No quería tener que mover muchos muebles cuando pintaran y de esa forma tendría también menos cosas que devolver cuando se fueran.

—¿Diga? —preguntó vacilante.

—¿Lucky?

—¿Sí?

—Soy Mike.

Lucky se acurrucó dentro de la manta que la cubría.

—¿Qué puedo hacer por ti, Mike?

Entonces recordó las palabras de su padre: «Márchate de aquí…». Haciendo una mueca de dolor, se aferró con fuerza a la manta. Los Hill no tenían por qué preocuparse. Se marcharía en cuanto localizara a su padre, terminara de arreglar la casa y averiguara en qué banco de alimentos o delegación de la Cruz Roja podían necesitarla.

Mike se aclaró la garganta.

—Llamaba para ver…

—¿Si he hecho las maletas como tu padre ha sugerido?

—No —contestó Mike con un suspiro—. Siento lo de esta mañana, Lucky.

Lucky se maldecía. Si no se hubiera acostado con Mike, si no sintiera lo que sentía por él, aquella mañana podría haberse defendido, en vez de haber permanecido frente a ellos como un pasmarote soportando su desprecio.

—No hay nada que sentir, ya sé que en este pueblo no soy apreciada. Lo que ha dicho tu padre no me sorprende.

—Yo no habría permitido…

—Gracias por llamar —y le colgó.

No podía seguir hablando con Mike. Encariñarse con él la obligaría a aceptar que no era tan indiferente a la gente del pueblo como creía. Y tenía que serlo si no quería que la echaran antes de que ella hubiera decidido marcharse.

 

 

Una semana después, Mike observaba a Josh, a Brian y a Rebecca preguntándose por qué estaba tan tenso últimamente. Desde que Lucky se había mudado a su casa, no dormía bien por las noches. Pero el trabajo iba bien. Ya tenían más yeguas esperando a ser apareadas que en ninguna otra temporada. Y normalmente disfrutaba cenando en casa de sus padres.

—¿Quieres otro refresco? —le preguntó su madre.

Mike negó con la cabeza.

—Apenas has dicho una sola palabra desde que has llegado —comentó Josh.

—Estoy cansado —pero en realidad estaba preocupado porque al pasar por delante de casa de Lucky no había visto su coche.

—¿Mike?

Mike pestañeó y miró a su madre.

—¿Qué?

—¿Qué te parece mi árbol?

Mike miró el árbol de Navidad.

—Es bonito.

—Tú has puesto uno en la oficina, ¿verdad?

Pero sólo porque ella había llamado para recordárselo.

—Sí, mamá.

—¿Y lo has decorado con las bolas azules y plateadas que te envié el año pasado?

No se acordaba de lo que el ama de llaves había puesto en el árbol. Le había encargado a ella la tarea y no había vuelto a verlo desde entonces.

—Creo que sí.

Rebecca, que estaba meciendo a Brian para que se durmiera, sonrió en respuesta.

—Ese tipo de cosas no deberías preguntárselas ni a Mike ni a Josh —dijo riendo—. Nori Stein podría haber puesto un cactus y ni siquiera se habrían dado cuenta.

—¿Y qué pensáis regalarles a los empleados por Navidad? —le preguntó entonces Barbara a Josh.

—Un pavo —miró a Mike buscando confirmación.

—Sí, parece que el año pasado les gustó.

Su madre se ajustó el delantal.

—¿Os gustaría que les preparara dulce de leche?

A Barbara le encantaba ocuparse de los detalles que sus hijos descuidaban. Mike normalmente se lo agradecía. Pero de pronto, las latas de dulce de leche le parecían algo que carecía de importancia. Quizá fuera porque estaba teniendo dificultades para concentrarse en la rutina diaria.

—Sería magnífico —dijo con todo el entusiasmo que pudo.

—Mañana las prepararé —satisfecha, Barbara se levantó para retirarle a Josh un plato vacío—. Y una cosa más —se volvió desde la puerta de la cocina—. Los Bagley están pasando un mal momento, Bart está enfermo. Lo último que hemos oído decir es que ni siquiera han puesto el árbol de Navidad. Así que vuestro padre y yo hemos estado pensando en dejarles unos regalos en el porche la víspera de Navidad. Y he pensado que quizá os apeteciera ayudar.

Mike movía la pierna nervioso. Lamentaba la situación de los Bagley, pero no podía recordar cuándo le había importado menos todo lo que ocurría alrededor.

—Claro. Yo daré quinientos dólares.

Josh y Rebecca también querían aportar algo y Rebecca se ofreció además para ayudar a comprar los regalos.

Considerando cumplidas sus obligaciones familiares, Mike se levantó.

—Vuelvo al rancho. Tengo un montón de papeleo pendiente en mi escritorio.

—Pero si ni siquiera hemos tomado el postre —Rebecca arqueó las cejas sorprendida—. ¿Tienes algún asunto urgente que resolver?

—No, sólo papeleo, montones de papeleo.

—¿Pero qué te pasa últimamente? —le preguntó su madre, que lo alcanzó antes de que hubiera comenzado a dirigirse hacia la puerta.

—¿Qué quieres decir?

—Te comportas de manera extraña.

—Mike siempre se ha comportado de manera extraña —respondió Josh, intentando ayudarlo, pero su madre ignoró su comentario.

—Últimamente estás distante, preocupado.

—Imaginaciones tuyas, estoy bien. Hasta otro día —salió a la fría noche y tomó aire.

Pero la sensación de libertad no duró mucho. Josh salió tras él y lo detuvo cuando Mike estaba dando marcha atrás en la camioneta para salir a la calle.

Mike bajó la ventanilla y esperó a que llegara su hermano.

—¿Qué te pasa? —preguntó Josh, apoyándose contra la puerta.

—Nada.

—Esto no tiene nada que ver con Lucky, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—Entiendo que te sientas atraído hacia ella. Reconozco que ha cambiado mucho. Pero no estás saliendo con ella, ¿verdad?

—No, no estoy saliendo con ella. Ni siquiera me siento atraído hacia ella —respondió Mike.

Josh lo estudió con atención antes de asentir.

—De acuerdo, me fiaré de ti —y, tras golpear la camioneta a modo de despedida, se alejó de allí.

Mike maldijo mientras conducía. No le gustaba mentir a su hermano, pero aquel día había tenido que hacerlo. Se sentía extremadamente atraído por Lucky, y cuanto más intentaba ignorarlo, más intensa era la atracción.

 

 

Lucky se movió en el coche para poder ver mejor la casa de Dave Small.

La puerta de la casa se abrió y salió una niña rubia seguida por un cachorro que ladraba tras ella. Dave debía de andar por los sesenta años, de modo que Lucky imaginó que sería otra de sus nietas.

Vio a una mujer a través de la ventana de la cocina. Lucky entrecerró los ojos intentando averiguar si era la misma persona a la que había visto llegar con cinco niños en una furgoneta cuarenta minutos antes, o si sería su esposa. Lucky sentía tanta curiosidad por Liz Small como por el propio Dave. Pero la mujer de la cocina estaba demasiado lejos para que pudiera distinguirla con claridad. Estuvo a punto de acercarse un poco más, pero justo en ese momento, pasó un coche negro a su lado y giró hacia el camino de la casa.

Dave había llegado por fin a la reunión familiar, comprendió Lucky cuando vio salir a un hombre del interior del vehículo. Las canas habían aclarado su pelo, pero reconoció inmediatamente aquel cuerpo compacto que había visto tantas veces en el pueblo cuando era niña.

Dave buscó en el asiento de atrás, sacó un maletín y un abrigo y saludó a la niña rubia que corrió a abrazarse a su pierna. Parecía que acabara de llegar de una larga jornada de trabajo, pero Lucky no podía creer que hubiera estado trabajando en la oficina un sábado por la tarde. A lo mejor había ido a una recepción o algo parecido.

Dave levantó a la niña en brazos. Cuando estaban entrando en la casa, la pequeña señaló al cachorro y Dave esperó a que el perro los alcanzara para cerrar la puerta.

Quizá Booker estuviera equivocado sobre Dave. Parecía un hombre de familia, y parecía apreciar a sus nietos.

Lucky tomó aire y puso el coche en marcha. Estaba oscureciendo y aquella noche ya no iba a ver nada más. Pero no le apetecía volver a su casa vacía. Por lo menos, allí en el pueblo podía admirar las luces de Navidad y las figuras de Santa Claus que adornaban tantos jardines.

Quizá pudiera pasarse otra vez por casa de Garth Holbrook, pero había estado antes y la casa estaba completamente a oscuras. No había encontrado un solo dato sobre Eugene Thompson. Y estaba preguntándose cómo podría localizarlo cuando algo golpeó la ventanilla del coche.

Sobresaltada por aquel sonido inesperado, se volvió y vio a Jon Small en la acera de enfrente.

—¿Quién es usted y qué está haciendo aquí? —le preguntó.

Lucky bajó la ventanilla del coche y contestó.

—Sólo estaba mirando las luces de Navidad.

—Megan me ha dicho que lleva ahí un buen rato.

—Estaba viendo jugar a los niños —abrió los ojos de par en par—. ¿Los he molestado?

—No, la verdad es que no. Pero a Megan la preocupaba que quisiera llevarse a algún niño —elevó los ojos al cielo—. Como si alguna vez hubiera habido un secuestrador en Dundee. Ve demasiada televisión.

—No soy una secuestradora de niños —dijo Lucky, riendo—. La verdad es que antes vivía aquí —estaba segura de que no la había reconocido—. Soy Lucky Caldwell.

Recordando el encuentro que habían tenido años atrás, Lucky se preparó para una respuesta desagradable, y la sorprendió que Jon se limitara a decirle:

—Estás muy guapa, Lucky.

—Gracias.

—¿Estás casada?

—No, pero si la memoria no me falla, tú sí.

—No, ya no. Mi mujer se fue del pueblo.

—Lo siento. Tenéis hijos, ¿verdad?

—Sí, cuatro. Y la batalla por la custodia no ha sido nada fácil —hundió las manos en los bolsillos para protegerse del frío. La temperatura estaba bajando rápidamente desde que se había puesto el sol—. Escucha, ya sé que soy algo mayor que tú, pero si tienes un rato libre, podríamos ir juntos al cine.

—No estoy casada, pero estoy comprometida —replicó inmediatamente.

Jon Small sacudió la cabeza.

—Las mejores siempre son de otro.

—Estoy segura de que aparecerá a alguien. Bueno, ahora tengo que irme a casa, hace mucho frío.

—Llámame si cambias de opinión.

Lucky asintió y se despidió con un gesto antes de irse. Pero sabía que jamás lo llamaría. Pasó por delante de casa de Garth. Continuaba vacía, de modo que se acercó a la cafetería y se pasó una hora tomándose un chocolate caliente y leyendo el periódico. Faltaba menos de una semana para Navidad y todavía no les había comprado los regalos a sus sobrinos; tenía que hacerlo pronto, pero no parecía capaz de contagiarse del espíritu navideño. Normalmente, pasaba esa fiesta en algún comedor para gente sin hogar, pero en Dundee no había comedores de ése tipo. Había sido una locura volver al pueblo, sobre todo en esas fechas. ¿En qué demonios estaba pensando?

Estaba pensando en aquella Navidad de años atrás, cuando había ido a vivir a aquella casa que le parecía un castillo y había encontrado tantos regalos debajo del árbol.

Al final, Lucky pagó la cuenta, tomó el bolso y las llaves y regresó a su casa. No eran ni las ocho, pero imaginó que podía ver la televisión durante un par de horas antes de irse a la cama. El señor Sharp llegaría a las seis de la mañana para terminar de pintar el piso de abajo, de modo que pensaba acostarse temprano.

Pero en cuanto entró en casa, notó algo diferente. Olía a pino, un olor que hasta entonces no había percibido. ¿Qué estaba pasando?

Una forma amorfa y oscura la sobresaltó.

—¿Hay alguien? —preguntó, intentando mantener la voz firme.

No obtuvo respuesta. Encendió el interruptor y se quedó boquiabierta. Allí, en medio del comedor, había un árbol de Navidad que, por su intensa fragancia, parecía recién cortado. En el suelo, a su lado, una caja de cartón que contenía unas tiras de lucecitas y los más increíbles adornos navideños que había visto en su vida.

¿Pero quién podía haber comprado todo aquello? ¿Y cómo habían conseguido entrar en su casa?