Ocho

Incluso antes de abrir los ojos a la mañana siguiente, Mike sintió la sonrisa en su rostro. Todos sus músculos se quejaron cuando intentó moverse, pero no le importó. No era un dolor desagradable y sabía que ya no tendría que preocuparse por sus sentimientos hacia Lucky.

Lucky… Se obligó a abrir los ojos y miró a su alrededor. La tormenta había terminado y estaba hambriento. Esas dos cosas las sabía. Lo que no sabía era dónde estaba Lucky. No la veía en el cuarto de baño. Y tampoco podía ver ninguna de sus cosas.

Se sentó. Se había ido. No sabía ni adonde ni cómo, pero estaba seguro de que no volvería.

Mejor así, se dijo. Le habría gustado hacer el amor con ella una vez más. Era tan cálida, sincera y desinhibida en su respuesta que la encontraba casi embriagadora. Pero no le habría gustado que lo vieran en el pueblo con ella. Era mejor dejar las cosas tal y como estaban. Se sentía satisfecho y esperaba que Lucky también lo estuviera. Y la vida podía continuar.

Pero veinte minutos después, mientras estaba desayunando en el café de Jerry, no pudo evitar sentirse engañado por la rápida desaparición de Lucky. Y no pudo dejar de admitir que se había ido demasiado pronto.

 

 

Lucky se aclaró la garganta para llamar la atención del hombre que estaba sentado en la oficina del taller.

El hombre giró en la silla y alzó la mirada hacia ella. Tenía un teléfono en la mano y un niño de aproximadamente un año en el regazo.

—Ahora mismo te atiendo —le dijo.

Lucky asintió. Él, pacientemente, orientó la mano del niño hacia el papel que tenía encima de la mesa.

—No puedo. Tengo el remolque fuera. He enviado a Chase a sacar el coche de Helen Dobbs de la cuneta hace unos minutos… ¿Quién sabe? —se echó a reír—. Parece que ha girado directamente hacia allí. Te llamaré cuando vuelva —colgó el teléfono y dejó al niño en el suelo.

—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó a Lucky, mientras se desabrochaba la cazadora de cuero.

Lucky sonrió un poco avergonzada por aparecer de pronto de la nada y con una petición tan inusual. Pero en Dundee no había ningún taxi.

—Qué niño tan guapo, ¿es tuyo?

—Sí, se llama Troy. Y hoy ha venido a ayudarme a trabajar porque su madre tenía náuseas.

—Parece que se conoce bien el taller.

Troy ya había abierto uno de los cajones del escritorio y acababa de sacar una bolsa con pipas de girasol.

—Pipas, pipas, papá. ¿Troy come pipas?

—Ahora no, a tu madre no le gustó que te diera pipas la última vez. Se tragó las cascaras —le explicó a Lucky.

Metió las pipas en un archivador que contenía ya un buen número de objetos estratégicamente colocados para impedir que los alcanzara el pequeño.

—Es una suerte tener un negocio propio, de esa forma puedes compartir las tareas con tu esposa.

Observó a Troy, que caminaba torpemente por el despacho buscando otra distracción.

—Me gusta tener a Troy conmigo.

—No te robaré mucho tiempo —dijo Lucky—. Sólo quería saber si sabes de alguien que pueda llevarme a la carretera de White Rock.

—¿Se te ha estropeado el coche o algo parecido?

Lucky le explicó que se había quedado atrapada en medio de la tormenta y que habían tenido que llevarla al pueblo porque no tenía ni comida, ni agua ni electricidad en su casa.

—Pero… el único lugar habitado en esa carretera es el rancho High Hill.

El rancho de Mike. Pero Lucky no iba a pensar en Mike. La noche anterior había sido demasiado intensa como para intentar siquiera catalogarla emocionalmente. Se había sentido más cerca de Mike que de nadie en su vida y atesoraría lo ocurrido para siempre en su recuerdo, pero la noche había terminado y tenía que volver a la realidad.

—Voy a la casa de al lado, es mía.

—Entonces supongo que tú eres la hija de Red Caldwell.

Al parecer, era tal su reputación que hasta un completo desconocido había oído hablar de ella.

—Sí, bueno, no sé qué te habrán dicho sobre mí, pero no me dedico a tontear con el diablo, ni a recitar encantamientos ni nada parecido.

—Es una pena —replicó él con una sonrisa irónica—. Me gusta la gente mala. Al fin y al cabo, yo siempre lo he sido —le tendió la mano—. Me llamo Booker Robinson.

Por la forma de tratar a su hijo e, imaginaba, a su esposa, Lucky dudaba que Booker fuera ni la mitad de malo de lo que decía. Aun así, agradeció sus esfuerzos por hacerla sentirse cómoda.

—¿Y dónde estabas hace seis años? Creo que podría haber llegado a soportar este pueblo si te hubiera conocido.

Booker impidió que su hijo se metiera en la papelera.

—Creo que acababa de salir de prisión.

—¿En serio?

—Hice algunas tonterías cuando era joven. Afortunadamente, he tenido tiempo de aprender qué cosas son realmente importantes en la vida.

—¿Y por qué te has establecido en Dundee?

—Mi abuela vivía aquí y… —miró a su alrededor—, de alguna manera, es como mi hogar.

Quizá algún día Lucky también encontrara el suyo.

Con un rápido movimiento, Booker levantó a Troy en brazos y tomó unas llaves.

—Déjame decirle a Delbert que me voy. Te llevaré yo mismo.

—No, todavía no puedo volver a casa, antes tengo que hacer unas llamadas y comprar algo.

—Así que vas a ir a Finley's.

—Sí.

—Eso está a varias manzanas de aquí.

—No importa. Sólo he parado por aquí porque tu taller es uno de los pocos negocios que he visto abiertos hoy y no quería arriesgarme a que cerraras.

—De acuerdo. Bueno, dices que tienes que hacer unas llamadas. ¿Por qué no utilizas mi teléfono mientras hablo con Delbert? Después, de camino a tu casa, pararemos en Finley's.

Lucky reconoció a Delbert Dibbs en cuanto lo vio a través de la ventana que daba al taller. La sorprendió encontrarlo trabajando allí. En realidad, la habría sorprendido verlo trabajar en cualquier parte. Era dos años mayor que ella y tenía algunas discapacidades psíquicas que siempre le habían impedido hacer una vida normal. Solía dedicarse a pasear por el pueblo, flaco como un gato callejero.

En aquel momento estaba cubierto de grasa, pero parecía feliz mientras corría hacia la puerta con un enorme Rottweiler pisándole los talones.

—A Bruiser y a mí nos gusta vigilar el taller. Y si quieres, también podemos cuidar a Troy.

Troy aplaudió entusiasmado y alargó los brazos hacia Delbert.

—Delbert, Delbert, aúpa.

Delbert miró sus manos con el ceño fruncido.

—Lo siento, Troy, estoy demasiado sucio, pero esta noche jugaremos con los bloques, ¿quieres?

—Me llevaré a Troy conmigo —dijo Booker mientras Troy fijaba su atención en el perro.

Delbert pareció reparar en aquel momento en Lucky, que permanecía detrás de Booker con el teléfono en la mano.

—Eh, ¿no nos conocemos?

Lucky sonrió y, como todavía no había marcado ningún número, desconectó el teléfono.

—Sí, antes vivía aquí. Parece que te van las cosas bien.

—Trabajo para Booker —dijo con orgullo—, cambio el aceite y, y… y las ruedas.

—Un trabajo muy bonito.

—Y éste es mi perro, Bruiser. Es grande, pero no tengas miedo, no te hará daño.

—Es un perro muy bonito.

—Es el mejor perro del mundo.

—Apuesto a que sí.

—¿Te ha dicho Booker que va a tener un bebé?

Lucky miró a Booker, que en aquel momento estaba ocupado guardando los juguetes de su hijo en la bolsa de los pañales.

—Mi mujer y yo estamos esperando otro hijo —le explicó Booker.

—Está enferma por culpa del bebé —intervino Delbert—, pero el bebé vendrá dentro de veintiocho semanas y tres días y entonces se pondrá bien otra vez.

—Sí, por esas fechas debería nacer la niña —le aclaró Booker—. Aunque eso nunca se sabe a ciencia cierta.

—¿Es niña?

—Están completamente seguros de que es una niña —contestó Booker con una sonrisa. Agarró la bolsa de los pañales y comenzó a dirigirse hacia el garaje—. Voy a organizar un poco las cosas que quiero que haga Delbert mientras estamos fuera. Avísame cuando estés preparada.

—De acuerdo.

Lucky se despidió de Delbert y de su perro antes de llamar a la compañía de la luz.

 

 

Finley's no había cambiado prácticamente nada durante aquellos seis años. Aquel pequeño negocio familiar había añadido una sección de comida más saludable en la que Lucky encontró leche de almendras, cereales y todo tipo de exquisiteces. Pero todo continuaba igual. Y, desgraciadamente, Marge Finley continuaba trabajando tras la caja registradora. Marge nunca había sido demasiado amable con Lucky. Era una de esas personas que habían elegido entre la primera familia de Morris y la segunda y siempre había tenido claro hacia quién iban dirigidas sus lealtades.

Booker se acordó de que necesitaba pasta de dientes. De modo que agarró a Troy en brazos y se dirigió a buscarla mientras Lucky iba a pagar sus compras.

Pero en el momento en el que dejó sus compras sobre la cinta transportadora, Marge abandonó la caja registradora para ir a colocar unas cajas de cereales que se habían caído al pasillo. Lucky sospechaba que estaba intentando dejarle claro que ella no era una prioridad.

Al final apareció Booker por una esquina.

—¿Dónde está Marge?

Lucky señaló con la cabeza hacia la cajera, que continuaba ordenando las cajas.

—¿Y sabe que tenemos que irnos?

—Probablemente no —dijo Lucky. No quería explicarle que Marge la había dejado esperando intencionadamente.

—¡Eh, Marge, creo que ya estamos listos!

—Ahora mismo voy, Booker —se levantó, tarea nada fácil con el peso que había ganado desde que Lucky se había marchado—. ¿Cómo está Kate? —le preguntó a Booker.

—Mejor, creo. La he llamado antes de salir del taller y me ha dicho que esta mañana había conseguido echarse una siesta.

—Tiene que comer galletas saladas. Es el único remedio contra las náuseas.

—Le llevaré un poco de sopa en cuanto deje a Lucky en su casa.

Marge apretó los labios ante la mención de Lucky, pero no hizo ningún comentario.

Lucky pagó sus compras después dé que Booker hubiera pagado las suyas. Metieron las bolsas de ambos en un carrito y se dirigieron hacia la puerta justo en el momento en el que un hombre alto, de pelo oscuro y canas en las sienes entraba en la tienda.

—Buenos días, Booker.

Booker hizo un gesto con la cabeza y continuó caminando, pero Lucky se detuvo a media zancada. Era Garth Holbrook. Lo reconoció por la fotografía que había visto en la página web. Tragó saliva mientras la invadía un repentino y penetrante anhelo. Había intentado prepararse para lo que iba a encontrarse. Sabía que, incluso en el caso de que localizara a su padre, él podría no estar dispuesto a aceptarla. Pero ver a un Garth Holbrook tan atractivo y confiado en sí mismo le hizo desear tener alguna relación con él. Aquel hombre era todo lo que su madre no había sido; tenía dignidad, emanaba respeto. Y Lucky estaba convencida de que era muy estable emocionalmente.

Booker siguió el curso de su mirada.

—¿Conoces al senador Holbrook?

—No, personalmente no —contestó Lucky—. Pero lo he reconocido, eso es todo.

—Es un buen tipo.

—¿Lo conoces?

—Ha venido alguna vez al taller. La semana pasada trajo el coche de su esposa.

La mención de la esposa de Holbrook no la ayudó a Lucky a aliviar la extraña sensación que tenía en el estómago. Incluso en el caso de que Holbrook aceptara hacerse la prueba de paternidad, no creía que fuera bien recibida por su esposa.

—¿Cómo es la señora Holbrook?

—¿Celeste? Muy amable, también —sonrió con cariño—. Siempre está organizando actividades benéficas. Últimamente está recaudando fondos para comprar juguetes en Navidad para los niños desfavorecidos. Envía mantas a Ucrania, dirige la asociación de Amigos de la Biblioteca… Y estoy seguro de que hace muchas más cosas que ni siquiera sabemos.

Celeste parecía una santa, ¿pero sería suficientemente santa como para aceptarla?

—¿Conoces a un hombre llamado Eugene Thompson?

—Nunca he oído hablar de él.

—¿Y a Dave Small?

—Todo el mundo lo conoce.

—¿Y te gusta?

—No especialmente.

—¿Por qué no?

—Es un hombre arrogante, un engreído.

—¿Y sigue metido en política?

—Sí.

Booker presionó el botón del llavero que abría la furgoneta. Instaló a Troy en el asiento de atrás, donde dejó también Lucky sus compras.

—Quiere optar al cargo de senador —continuó explicándole—. Podría incluso querer presentarse para alcalde cuando el padre de Rebecca se retire. Afortunadamente, Rebecca dice que no cree que su padre se retire pronto. Odiaría ver a Dave acumulando más poder del que ya tiene.

—¿Quién es Rebecca? —preguntó Lucky mientras Booker ponía el coche en marcha.

—¿No te acuerdas de Rebecca? Era una chica alta, salvaje, única —sonrió como si ése fuera el mejor cumplido que pudiera hacérsele a una mujer—. Se casó con Josh Hill hace tres años. Y ahora tienen un bebé de tres meses.

—¿Dónde viven? —por lo que Lucky había visto, no vivían en la casa del rancho.

—Se están construyendo una casa a varias hectáreas de la de Mike, más cerca del lago.

—Ya veo.

—¿Y por qué me has preguntado por Dave Small y por ese otro tipo… Eugene has dicho?

—Simple curiosidad.

Booker la miró con expresión escéptica.

—Los conocí hace tiempo y quería saber si continuaban por aquí.

Aunque no era cierto, no era una mentira de las más grandes, y le permitía continuar haciendo preguntas.

—¿Y la familia de Dave sigue viviendo en el pueblo?

—Por supuesto —Booker se adentró en una calle que acababan de limpiar—. Los Small nunca se irán de aquí. Creen que este pueblo les pertenece.

—En ese caso, entre los Small y los Caldwell, el pueblo debe de seguir abarrotado.

—No estás dispuesta a olvidar el pasado, ¿verdad?

A Lucky no la sorprendió que Booker estuviera al corriente de toda la historia. Su madre llevaba ya cuatro años muerta, pero, probablemente, la gente de Dundee todavía no había dejado de hablar de ella.

—Son los Caldwell los que todavía no me han perdonado.

—Por lo que tengo entendido, tanto Morris como tu madre han muerto, de modo que ya no sé qué motivos puede haber de pelea.

—El resentimiento puede prolongarse durante décadas.

—Pero no tiene por qué. Los Caldwell son buena gente. Especialmente Mike y Josh.

Lucky recordó a Mike acercándose a ella en medio de la oscuridad y la humedad del baño. Recordó la cortina de la ducha deslizándose por la barra… Y sintió el mismo vértigo que había experimentado cuando la había acariciado.

—Si tú lo dices —contestó, no quería seguir hablando ni de Mike ni de su familia.

Condujeron durante algunos kilómetros en silencio. Después, Troy comenzó a impacientarse y Booker le pidió a Lucky que le diera una galleta. Cuando estaba metiendo la mano en la bolsa para buscarla, de pronto Booker le preguntó:

—¿Dónde has estado durante estos seis años, Lucky?

—En ningún lugar en particular. He viajado mucho.

—¿Y por que has vuelto?

—He venido para arreglar la casa.

—¿Y cómo te sientes al volver?

Lucky apoyó el codo en el saliente de la ventanilla y volvió la cabeza cuando estaban pasando por el restaurante Arctic Flyer. Inmediatamente le vino un recuerdo a la cabeza. Estaba en el instituto y había ido al partido de fútbol del viernes por la noche para escapar de casa. Morris estaba fuera de la ciudad y su madre buscando nuevas distracciones.

Para no volver a casa, Lucky había estado merodeando por el pueblo hasta más tarde de lo habitual y había terminado en el Arctic Flyer, donde estaban parte de los jugadores del equipo de fútbol junto a algunas animadoras.

«Eh, ¿por qué no vamos al asiento de atrás de mi coche y me ayudas a celebrar nuestra victoria, Lucky?», le había gritado Mitch Hudson. Mitch estaba físicamente más desarrollado que otros chicos de su edad y, en aquel momento, parecía estar borracho.

«Dios mío, Mitch, no la toques. Podrías agarrar cualquier enfermedad», había dicho una de las animadoras que, casi seguro, tenía mucha más experiencia en el sexo que Lucky, provocando las carcajadas de todos los demás.

Lucky consideró la pregunta de Booker. ¿Cómo se sentía al volver? No tan bien como se había sentido al marcharse. Pero Booker le caía demasiado bien como para decírselo.

—Bien, supongo. De todas formas, no pienso quedarme mucho tiempo.