CAPÍTULO 11
DARRY Trawer recibió sobre la silla los primeros rayos del sol naciente.
A pesar de estar familiarizado con el paisaje de Arizona, no pudo por menos que admirarse ante la belleza desgarradora de las rocas heridas por el sol mientras un par de zopilotes volaban sobre el horizonte.
Pero no estaba allí para deleitarse con los encantos de la naturaleza sino que era otro el motivo de su paso a través del desfiladero que se abría en la linde izquierda del río Salt.
Durante toda la noche había galopado sin descanso, siempre en dirección Norte, con la amenaza constante de un encuentro con los apaches.
Pero estaba decidido a acortar la distancia que le separaba de Ralph Nensky y alcanzarle antes de que éste pudiera alejarse con el dinero de las ruinas de la misión.
Con las primeras luces del día alcanzó la orilla del río Salt, y después de buscar un vado que no ofreciera peligro para su montura, pasó al otro lado de la misión.
Después, se desvió por una antigua senda utilizada por el Ejército durante la última guerra india para alcanzar las primeras estribaciones rocosas que debían conducirle, a través del desfiladero, hasta el desierto donde los franciscanos españoles habían levantado, años atrás, su misión.
Sólo había corrido un par de millas entre el paisaje rocoso cuando la presencia de zopilotes se hizo más acusada.
Darry sintió una desagradable sensación en la boca del estómago ya que el vuelo circular de los buitres sólo podía tener un significado.
Alguien estaba a punto de morir y las aves aguardaban con impaciencia el instante de lanzarse sobre el cadáver para alimentarse con su carroña.
Darry se desvió levemente hacia el Oeste para buscar la vertical del círculo sobre el que volaban los zopilotes.
No podía dejar ningún cabo suelto y el hecho de que Ralph Nensky debiera haber cruzado por el mismo antes que él le empujó a buscar la identidad del herido.
El terreno se volvió empinado y el caballo tuvo que avanzar con sumo cuidado para que sus cascos no resbalaran sobre la pulida superficie de las rocas que le servían de asiento.
Al otro lado de la subida Darry Trawer se encontró con un paraje desértico, rodeando por una especie de muralla rocosa, que se elevaba en vertical formando un cerrado círculo.
Elevó la vista al cielo y comprobó, con un estremecimiento, que los zopilotes se hallaban exactamente sobrevolando por encima de su cabeza.
Conocía el instinto de aquellos pájaros y supo que no podía hallarse muy lejos de lo que había atraído su atención.
Siguió avanzando hasta pasar al otro lado de un peñasco que ocultaba parte del paraje.
Apenas lo hizo su rostro se contrajo en una mueca de horror.
Inmediatamente cerró los dedos sobre la culata del «Colt» y lo empuñó con mano firme mientras desmontaba para aproximarse al hombre tendido en la arena.
No tardó en reconocer a Ralph Nensky.
Se halla amarrado a cuatro estacas clavadas en la tierra, con el rostro desencajado y el tórax, desnudo, herido por varios lanzazos.
El tormento, típicamente apache, consistía en estacar a la víctima, con las cuatro extremidades abiertas en aspa, para arrojar cierto número de lanzas al cuerpo que, sin causarle la muerte, le producen una serie de heridas mortales de necesidad.
Pero la muerte llega lentamente, entre horribles sufrimientos, mientras la víctima siente cómo las fuerzas le abandonan entre una sed abrasadora y dolores intensos.
Darry se acercó a Ralph Nensky y se arrodilló a su lado para comprobar su estado.
Este tenía los ojos hundidos, completamente enrojecidos por la luz cegadora de aquel sol que echaba fuego sobre el paraje rocoso, y sus labios hinchados y agrietados, apenas dejaban abertura para respirar.
—¿Cuándo lo hicieron? —le preguntó Darry, tratando de cortar las ligaduras que le mantenían estacado.
Sólo había comenzado a hacerlo cuando escuchó un alarido salvaje sobre su cabeza.
Se revolvió con el «Colt» empuñado, pero no llegó a completar el giro.
Algo se enroscó a su cuerpo, derribándole a tierra mientras el proyectil se perdía hacia el cielo.
Los zopilotes abrieron el vuelo, asustados por el disparo, pero Darry Trawer no tuvo ya oportunidad de rectificar su puntería.
Media docena de apaches estaban rodeándole con sus rostros cobrizos impasibles y sus armas primitivas en las manos.
Uno de ellos era quien había lanzado aquella cuerda trenzada que se había enroscado en su cuerpo igual que una serpiente.
Darry clavó los talones en la arena y se incorporó con agilidad mientras trataba de librar sus brazos.
De nuevo sintió que la cuerda se ponía tensa en un brusco tirón del apache que la manejaba y Darry se vio otra vez derribado a tierra.
Pero en aquellos segundos había conseguido aflojar unas pulgadas el cáñamo y sacar su brazo derecho del círculo opresor.
Sin embargo, hubo algo más que le hizo apartar su atención del apache que le había lanzado.
Sus cinco compañeros comenzaron a moverse, con las lanzas empuñadas con fuerza, contemplándole con idéntica fijeza que si se tratara de un bisonte en temporada de caza.
De repente, Darry Trawer vio que uno de ellos movía el brazo musculado y la lanza salía volando hacia él.
Tuvo que arrojarse al suelo para no ser herido por el hierro punzante que fue a clavarse a un par de yardas tras él.
En ese instante otro apache repitió el gesto y ahora Darry se vio prácticamente atravesado por el arma india.
Sólo pudo volver el cuerpo hacia la izquierda, dejando que la cuerda se incrustara en sus costillas mientras la lanza se hincaba sobre la marca que su cuerpo había dejado sobre la arena caliente.
Temió verse inmovilizado por el apache que sujetaba la cuerda pero éste, con una sonrisa cruel, aflojó el cáñamo para permitirle que se incorporara.
Entonces Darry comprendió el juego al que estaba siendo sometido.
Aquellos apaches se estaban divirtiendo con él, jugando a la caza, con la seguridad de cobrar la pieza en el instante en que se lo propusieran.
No tenía más defensa que moverse con agilidad para burlar cada una de las lanzas que intentaban alcanzarle.
Los apaches comenzaron a turnarse para lanzar sus armas a aquel blanco humano que se mostraba tan escurridizo.
Darry siguió sintiendo la cuerda en torno a su tórax pero en ningún momento el apache situado al extremo de ella le impidió saltar a un lado, retroceder y arrojarse a tierra según la dirección que llevaban las lanzas de sus hermanos de raza.
Darry Trawer, con la camisa pegada al cuerpo por el sudor, comenzó a estirarse fatigado de aquel juego que le exigía una constante atención y un esfuerzo continuo.
Pero era su vida lo que estaba en juego y mientras le quedara un ápice de resistencia seguiría luchando por defenderla.
Un apache gritó a su espalda y Darry tuvo que arrojarse a tierra para que la lanza no se hundiera en su espalda.
Pero entonces fue un «kwahadi» el que llegó hasta él con su lengua acerada dispuesta a seccionarle la garganta.
Darry tuvo que elevar las piernas para golpear al apache que lo empuñaba y arrojarle lejos de él antes de que llegara a consumar su propósito.
Los zopilotes habían vuelto a su vuelo circular sobre la boca del embudo rocoso y ahora su número se había incrementado como si alguien les hubiera advertido que su festín iba a ser doble.
Ralph Nensky había dejado de estremecerse y Darry se dijo que el pistolero había muerto.
Y él seguiría su camino muy pronto de no ocurrir un milagro.
Aquella danza macabra de los seis apaches con su víctima comenzaba ya a durar demasiado.
Darry sabía que los indios se aburrían pronto y comprendió que le quedaba poco tiempo de seguir defendiéndose.
Volvió la vista hacia el lugar donde había quedado su revólver pero era tan difícil llegar hasta él, atado como estaba, que abandonó la idea.
No obstante, observó que los dos apaches que tenía frente a él con las lanzas empuñadas y que esperaban su turno para arrojárselas.
Darry Trawer puso toda su atención en el siguiente movimiento.
Sabía que era difícil y arriesgado lo que iba a intentar pero quizá fuera su única posibilidad de llegar hasta el «Colt» que había quedado junto al cadáver estacado de Ralph Nensky.
Esperó a que el brazo de uno de los apaches se moviera y sólo cuando vio que la lanza avanzaba en su dirección saltó para interponer en su camino la cuerda tensa con que le tenían amarrado.
La punta de la lanza segó con facilidad aquel obstáculo mientras de la garganta del apache que sujetaba el cáñamo brotaba un grito de rabia.
Pero Darry aflojó el nudo corredizo y se lanzó en plancha hacia el arma.
Cerró los dedos sobre la culata y se revolvió como un puma herido sobre la arena para hacer fuego contra su enemigo.
Un apache rodó por el suelo con un balazo en el vientre mientras sus compañeros quedaban momentáneamente paralizados ante el brusco cambio experimentado por la situación.
Darry se arrodilló, y amartillando con la izquierda, hizo una rápida serie de disparos sobre los indios más próximos.
Otros dos rodaron por tierra mientras las restantes balas se perdían en el aire para ir a estrellarse contra la pared rocosa.
El percutor cayó sobre el cargador vacío y Darry Trawer sintió un escalofrío al ver avanzar hacia él a los tres apaches supervivientes.
Uno de ellos se lanzó con el «kwahadi» por delante y Darry tuvo que apartarse a la izquierda para dejarle pasar al tiempo de golpearle con el canto de la mano en plena nuca.
Se aprestó a enfrentarse a los dos restantes pero antes de que llegara a hacerlo sintió que un brazo nervudo se cerraba con fuerza brutal sobre su cuello.
Sintió que la rodilla del indio se apoyaba en sus riñones, doblándole hacia atrás mientras su compañero se acerca a ellos con el «tomahawkh» enarbolado sobre su cabeza.
Darry vio una luz homicida en los ojos del apache...
Movió la pierna y estrelló su bota en el vientre desnudo del indio en el instante en que se disponía a romperle el cráneo con su hacha.
Pero su lugar fue inmediatamente ocupado por el indio del «kwahadi» mientras el apache que le mantenía inmovilizado le rodeaba las piernas con las suyas para impedir que repitiera su gesto anterior.
Darry Trawer comprendió que allí se había terminado todo.
Unos segundos más y la hoja del cuchillo indio se hundiría en sus entrañas.
El círculo rocoso se estremeció entonces con un par de disparos, y, una vez más, los zopilotes, asustados, levantaron el vuelo.
El apache que empuñaba el «kwahadi» se dobló hacia atrás mientras su compañero era derribado por dos disparos.
Darry forzó sus músculos y se libró del «piel roja» que tenía tras él golpeándole con el codo en el estómago.
Después le colocó el puño al mentón y se arrojó al suelo para no ser herido por los proyectiles que cruzaban el aire.
Sobre el estruendo de las detonaciones, ampliadas por el eco, se escuchó una voz potente que gritaba:
—¡Alto el fuego! Dejen de disparar...
Darry se volvió hacia los tiradores que habían llegado tan oportunamente.
Reconoció los uniformes de una patrulla del Ejército y se puso en pie para salir al encuentro del teniente que la mandaba.
Pero apenas lo había hecho, cuando escuchó una voz bien conocida.
—¡Darry! Darry, ¿cómo estás?
Theo Fleming se adelantó a la carrera y abrazó con fuerza al abogado mientras comenzaban a atropellarse las preguntas en sus labios.
—¿De dónde sales, Theo? Esperaba verte en Nogales, pero nunca pensé encontrarte en este embudo...
Theo sonrió con cierto sentimiento de culpabilidad.
—Perdona, Darry. Ya sé que por mi causa te metiste en esta aventura, Katy me lo contó todo cuando regresé al rancho...
—¿Es éste el hombre al que andaba usted buscando?
Theo Fleming se volvió hacia el teniente.
—Sí, es él y está a salvo —respondió alegremente—. Era todo cuanto me importaba.
El teniente se volvió hacia Darry Trawer.
—Tuve que emplear toda mi autoridad para convencerle de que viniera con nosotros... Si se hubiera internado en solitario hacia el río Salt, a estas horas ya habría perdido su cabellera.
Darry contempló los cadáveres de los seis apaches que habían quedado tendidos sobre las rocas.
—Eso estuvo casi a punto de sucederme a mí —comentó—. Pero ustedes me salvaron con su llegada.
—No me hubiera perdonado jamás si te hubiera ocurrido algo por mi causa, Darry. ¡Creo que no hubiera tenido valor para presentarme ante Katy si no llego a encontrarte!
Theo se había tropezado la tarde anterior con la patrulla y sólo tras muchas discusiones el teniente había conseguido que aceptara seguir en su compañía, hacia el Sur.
—Oímos su primer disparo y por él llegamos hasta aquí —comentó el teniente antes de volverse hacia el cadáver del hombre estacado—. ¿Quién era? ¿Le conocía?
Darry Trawer agarró a Theo de un brazo y le llevó hasta el cadáver del antiguo recluso de Nogales.
—Ahí tienes al hombre que mató a tu padre, Theo —le dijo.
Sintió cómo el ranchero se ponía tenso al escuchar aquello mientras sus ojos contemplaban el cuerpo sin vida de Ralph Nensky.
—Hemos viajado prácticamente juntos desde Nogales hasta aquí —les explicó Darry—. Y créeme que me alegra no haberte encontrado antes...
—¡Todo aquello fue una locura, Darry! —reconoció arrepentido el joven ranchero—. Después de irme de casa pensé en lo que me habías dicho y comprendí que mi madre nunca hubiera aprobado mi conducta.
Darry le palmeó la espalda en un gesto de aliento y se apartó con él hacia el lugar donde estaban los caballos.
—Hay algo más, Theo —le anunció—. Este hombre viajaba hacia Midville con la intención de recuperar los diez mil dólares que tu padre pagó como rescate y que había dejado escondidos en la misión antes de que el sheriff le detuviera.
—Entonces él era el verdadero culpable de la muerte de mi madre, ¿verdad?
—Sí, él fue quien la raptó y quien exigió diez mil dólares a cambio de su vida. Pero no debes pensar que fue poco castigo... ¡Diez años en Nogales quizá sean peor que una muerte rápida!
De todas formas pronto se olvidarían todos de Ralph Nensky.
—Regresaremos a Midville y hablaremos con el sheriff —decidió Darry—. El deberá acompañarnos a las ruinas de la misión para recuperar el dinero de tu padre. El dinero que ahora te pertenece a ti...
Theo Fleming sonrió por primera vez en muchos días.
Después miró a su amigo y añadió:
—Esos diez mil dólares serán mi regalo de boda para Katy... suponiendo que te decidas de una vez a hacerla tu esposa.
Darry miró al joven ranchero y le abrazó por los hombros en un gesto fraterno.
—Es lo que más deseo en el mundo, Theo... Y con tu generoso regalo creo que ya no tendré disculpas para retrasar por más tiempo la boda...
Ambos rompieron en una alegre carcajada mientras el teniente ordenaba montar a sus hombres para seguir patrullando por las inhóspitas tierras del sur de Arizona.
Al otro lado del desierto, entre los muros agrietados de una vieja misión española, reposaban aquellos diez mil dólares por los que Darry Trawer había visto luchar y morir, amar y traicionar, soñar y asesinar a un puñado de seres comidos por la codicia.
F I N