CAPÍTULO 7
DARRY Trawer se mantuvo inmóvil sobre la silla mientras observaba a los tres jinetes que cabalgaban hacia el desierto.
Reconoció a la mujer y al hombre situado a su izquierda, pero el tercer miembro del grupo le resultó totalmente desconocido.
Sin embargo, no se trataba de Theo Fleming y nada le importaba al margen de la presencia del ranchero cerca del recluso de Nogales.
«De seguir así, dentro de unos días Ralph Nensky llevará más compañía que el general Custer cuando acudía a la batalla», pensó, mientras observaba cómo las sombras se alargaban tras ellos.
Faltaba poco para que el sol se pusiera, pero a pesar de ello Ralph Nensky había insistido en ponerse en marcha.
—¡De acuerdo! —apuntó Takis Gordon—. Nos pondremos en camino en cuanto la señora se encuentre bien...
Daniela captó el gesto de impaciencia de Ralph Nensky y asintió con presteza:
—Yo estoy bien, Ralph...
Se hallaba nerviosa al verse entre los dos hombres pero la mirada de Takis Gordon era tan indiferente como si nunca se hubieran visto.
Sólo había mostrado interés en ella al acompañarla ante Ralph Nensky.
—Ese par de indeseables querían matarme —le explicó Daniela—. Sólo la intervención de este caballero me salvó...
Ralph Nensky se había encontrado con ellos cuando ambos bajaban hacia el lugar donde habían acampado.
—¡Gracias por su ayuda! —exclamó Ralph Nensky—. Mi esposa y yo le estamos muy agradecidos.
Takis Gordon aceptó sin el menor gesto de sorpresa el embuste del pistolero y se apartó prudentemente de la pelirroja para que ésta se despojara de la blusa y «su marido» la vendara el hombro herido.
—Me dirijo hacia el Norte —comentó con éste—. Acababa de llegar al roquero cuando vi a esos dos hombres y a su esposa. Pronto me di cuenta de sus intenciones...
—Había corrido en tu busca al escuchar los disparos y me sorprendieron de improviso... —explicó Daniela.
—Me encontré con una serpiente y tuve que disparar... Esto está infectado de reptiles.
Aún conversaron durante media hora antes de ponerse en marcha hacia el desierto.
—Hay un pequeño poblado a unas quince millas de aquí —señaló Takis Gordon—. Si salimos pronto, podremos pasar la noche en él.
A la mañana siguiente, cada cual seguiría su camino, dijo, pero aquel resto de la jornada lo harían en compañía.
Ralph no se opuso a la idea y los tres jinetes abandonaron el roquero mientras el sol comenzaba a perder fuerza.
Durante las primeras millas apenas volvieron a hablar.
Pero Takis Gordon no olvidó lo que Daniela le había advertido antes de encontrar a Ralph Nensky.
—Esos dos hombres conocían la existencia del dinero. Iban detrás de Ralph y sabían que se dirigía a Midville.
Takis Gordon sonrió al pensar que ahora ambos estaban muertos.
Descendieron una pequeña ondulación del terreno y durante unos minutos cabalgaron entre dos lomas que les ocultaban el paisaje que les rodeaba.
Aún les faltaban más de quinientas yardas para salir de nuevo a terreno despejado cuando Daniela Erber señaló algo a su izquierda.
—¡Mira eso, Ralph! —gritó—. Ahí arriba...
Los dos hombres siguieron la dirección de su brazo y un escalofrío les sacudió al contemplar la silueta inmóvil de varios apaches que les contemplaban desde lo alto de la loma.
—¡Indios! —exclamó Takis Gordon con voz insegura—. Creí que el Ejército los había echado de aquí...
—Sigamos adelante —les indicó Ralph sin perder la calma—. Quizá sólo nos observen...
—¿No nos atacarán? —preguntó temerosa Daniela mientras contemplaba a los guerreros indios.
—Es posible que no lo hagan... Al menos, mientras no exista provocación por nuestra parte.
Takis Gordon acercó la mano a la empuñadura del rifle y cerró los dedos sobre ella como si su contacto le reconfortara.
Pero la voz de Ralph Nensky sonó imperiosa.
—¡Aleje la mano de las armas! Si se dan cuenta de que está preparado para el ataque, caerán sobre nosotros.
—Mira en aquel lado... —volvió a indicar la pelirroja—. Hay otros cuatro.
Eran siete apaches en total los que, a lomos de sus «mustangs» estaban situados en lo alto de la loma, inmóviles como estatuas talladas en la roca.
—Si conseguimos salir de aquí, habremos superado la peor parte. Después ya estaremos cerca del poblado y no se atreverán a atacarnos.
Daniela había comenzado a sudar.
Se quitó el sombrero unos momentos y se ahuecó el pelo para pasarse un pañuelo por el cuello.
—¡No hagas eso! —chilló Ralph Nensky violento—, ¡Cúbrete!
Daniela le miró sorprendida.
—¿Qué pasa? —inquirió.
—Si se dan cuenta de que eres una mujer blanca no dudarán..
Se interrumpió al escuchar el grito salvaje de uno de los apaches.
—¿Qué es eso? —preguntó Daniela aterrorizada—. ¿Por qué han gritado así?
—Fuiste una estúpida al mostrarles tu cabellera... —gruñó Takis Gordon furioso y sin darse cuenta que la había tuteado—. Ahora los has echado sobre nosotros...
—¡Será preciso galopar! —les indicó Ralph Nensky, espoleando a su montura—. Hay que impedir que nos den alcance.
Los tres caballos se lanzaron al galope sobre la arena del desierto mientras los siete guerreros indios descendían como auténticas flechas de la loma.
Sus «mustangs», pequeños y potentes, parecían no tocar la arena con sus patas sin herrar mientras sus jinetes, con las lanzas empuñadas, seguían con los ojos fijos en la silueta de la pelirroja.
Sus gritos se confundían con las voces de los fugitivos, animando el galope de sus monturas mientras la distancia entre ambos grupos iba haciéndose cada vez menor.
—¡Están ganándonos terreno! —chilló Daniela, golpeando con brío el cuello de su caballo.
—Hay que intentar alcanzar el poblado...
—¡Es preciso detenerlos! —decidió Takis Gordon, sacando su revólver y volviéndose sobre la silla.
Apretó el gatillo hacia el grupo compacto de apaches pero la misma velocidad de su montura le impidió precisar la puntería.
—¡Está loco! —gruñó Ralph Nensky—. Los disparos pueden atraer a toda la tribu...
Pero ya era demasiado tarde para detener a Takis Gordon quien, con un gesto de triunfo, acababa de dejar a uno de los «mustangs» sin jinete.
—¡No sea estúpido! ¡Ayúdeme a terminar con ellos!
Ralph Nensky comprendió que era inútil seguir negándose a utilizar sus armas.
Los apaches se habían abierto en semicírculo para ofrecer menos blanco a los fugitivos y sus gritos se habían vuelto más agudos al ver que éstos les hostigaban con sus armas.
Varios de ellos comenzaron a usar el arco y media docena de agudas flechas silbaron en torno a Daniela y sus dos acompañantes.
—¡Túmbate sobre el caballo! —la aconsejó Takis Gordon mientras seguía disparando contra los indios.
Quedó con el cargador vacío pero Ralph Nensky cubrió la defensa enviando a otro de los apaches por tierra.
Sin embargo, los cinco restantes parecían que galopaban sobre el viento.
Ahora estaban ya prácticamente encima de los tres fugitivos y sus flechas comenzaron a tener una peligrosa precisión.
El que iba en cabeza, un gigante musculado de piel cobriza y largos cabellos sobre los hombros, levantó el brazo armado en el aire y lanzó con fuerza su lanza.
Fue el caballo de Ralph Nensky quien la recibió en los cuartos traseros con un estremecedor alarido de dolor.
Dobló las patas y quedó sentado sobre la arena del desierto en medio de una nube de polvo.
Takis Gordon dudó unos instantes al percatarse de lo ocurrido.
En su ánimo lucharon durante unos segundos dos sentimientos contrapuestos.
Pero al fin pudo más la codicia que su estima por la propia vida.
Tiró con fuerza de las riendas del caballo y saltó al suelo para arrojarse a tierra con el rifle empuñado.
—¡Desmonta, Daniela! —gritó—. ¡Hay que impedir que maten a Ralph Nensky.
La pelirroja estaba demasiado agitada para pensar en desobedecer y, sobre todo, para seguir la huida en solitario.
Takis Gordon derribó a uno de los «mustangs» mientras
Ralph Nensky, protegido por el cuerpo de su caballo, disparaba contra el apache que había rodado en el suelo.
Los cuatro guerreros supervivientes se abrieron en círculo para alejarse prudentemente de los hombres blancos, comenzando a galopar en torno a ellos sin dejar de proferir sus gritos de guerra.
Estaban decididos a agotar sus posibilidades de triunfo hasta el fin.
Ralph Nensky y Takis Gordon siguieron disparando sobre el rápido galope de los «mustangs» sin percatarse de que aquello era lo que deseaban sus cobrizos enemigos.
Sabían que pronto quedarían sin municiones y aquel era el momento que esperaban para lanzarse sobre ellos en una lucha cuerpo a cuerpo en las que llevaban todas las de ganar.
Tenían empuñados los «tomahawhs» y los ojos fijos en la mujer blanca que se arrastraba sobre la arena para reunirse con sus compañeros.
El percutor del revólver que empuñaba Ralph Nensky cayó con un seco chasquido sobre el cargador vacío mientras el rifle de Takis Gordon quedaba mudo por falta de munición.
Aquella coincidencia originó un brusco cambio en la dirección del galope de los cuatro «mustangs» que les cercaban.
Los apaches los lanzaron hacia ellos mientras sus ojos negros brillaban ante la proximidad del triunfo.
Dos cabelleras de hombre blanco y la presa de una mujer para gozarla como esclava.
Ralph Nensky cerró el «Colt» sin terminar de meter los seis proyectiles en el tambor.
Con sólo cuatro comenzó a disparar hacia el apache que tenía más próximo pero el mismo nerviosismo le hizo errar la puntería.
Takis Gordon agarró el rifle por el cañón y golpeó con él al indio que acababa de lanzarse en plancha desde su «mustangs».
Llevaba el «tomahawh» en la mano y la culata del «Winchester» le golpeó la espalda, arrojándole al suelo con un aullido de dolor.
Pero los otros dos ya estaban cerca de Daniela cuando advirtieron que debían acudir en apoyo de sus hermanos de raza.
La bota de Takis Gordon se hundió en el cuello del indio caído a sus pies y Ralph Nensky utilizó la última bala para disparar a quemarropa contra el guerrero que saltaba hacia él.
Ahora la lucha estaba igualada pues las fuerzas se habían nivelado pero apenas duró aquella situación.
—¡Vienen más indios! —chilló Daniela al distinguir un grupo de cinco jinetes que galopaban hacia ellos—. ¡Estamos perdidos!
Ralph Nensky cerró sus dos manos sobre la lanza apache que había quedado en el suelo y se volvió hacia el indio que se aproximaba a él con el «tomahawh» en la mano.
Amenazándole con la punta acerada le mantuvo a distancia mientras Takis Gordon rodaba por tierra enlazado al otro apache.
Agarró su muñeca cobriza y trató de mantener alejado de su garganta el «Kwahadi» que el joven guerrero empuñaba.
Daniela Erber hundió con desesperación las uñas en la arena y contempló horrorizada lo que iba a suceder.
Los cinco apaches estaban cada vez más cerca y nada podría hacer ya por escapar de ellos.
También los guerreros confiaron en su victoria al escuchar los gritos de sus hermanos de raza que, sobre los veloces «mustangs», se aproximaban al escenario de la lucha.
Takis Gordon consiguió hundir la punta de su bota en el vientre del apache que tenía encima y lanzarle despedido lejos de él.
Pero el indio se incorporó con una sorprendente flexibilidad para caer de nuevo sobre él con el cuchillo por delante.
—¡Alguien está disparándoles! —exclamó Ralph Nensky al escuchar unas detonaciones al otro lado de las dunas.
Saltó hacia adelante para intentar ensartar a su adversario en la lanza pero éste se apartó con agilidad y el golpe se perdió en el aire.
—Es un jinete que viene en nuestra ayuda... —habló Daniela contemplando el desconcierto que los disparos del desconocido estaban sembrando en el grupo de jinetes indios.
Dos de ellos habían rodado por tierra mientras los tres restantes parecieron dudar sobre sus siguientes movimientos.
Pero Darry Trawer no les dio opción a escoger.
Ralph Nensky empleó todas sus fuerzas en arrojar la lanza contra su rival, pero éste esquivó de nuevo el arma.
El rufián se vio sin defensa alguna y sólo pudo elevar los brazos sobre la cabeza para protegerla del corte afilado del «tomahawh».
Sin embargo, el apache no llegó a consumar su golpe puesto que Darry Trawer, sin detener el galope de su montura, se arrojó sobre él en un salto acrobático.
El apache cayó al suelo bajo el peso del abogado mientras éste le conectaba su puño al mentón.
Daniela había visto cómo los dos jinetes indios se retiraban ante la presencia inesperada de Darry Trawer.
Este no perdió el tiempo en seguirlos y en unos pocos segundos llegó al lugar donde Ralph Nensky cayó de rodillas, agotado por la fatiga, mientras Darry colocaba ambos pies en el estómago del apache y le volteaba sobre su cabeza.
Se incorporó con el «Colt» en la mano y disparó sobre él en el instante en que el «piel roja» le arrojaba el «tomahawh».
Debió doblarse hacia adelante para que el hacha pasara sin herirle sobre su espalda antes de volverse hacia la otra pareja de luchadores.
Las fuerzas estaban abandonando ya a Takis Gordon quien nunca había sido un experto luchador.
El brazo musculado del apache estaba venciendo la resistencia del pistolero y su cuchillo iba acercándose, pulgada a pulgada al cuello de éste.
Los cabellos negros del indio caían en desorden sobre sus hombros desnudos mientras la doble hilera de sus dientes daba a su rostro un aire feroz.
Darry Trawer cerró ambas manos sobre los hombros del «piel roja» y tiró con todas sus fuerzas de él para apartarle de su víctima.
Después, le hizo girar y le metió el puño entre los ojos con terrorífica contundencia.
El apache salió despedido hacia atrás, intentó mantener el equilibrio pero el efecto del golpe le hizo dar media vuelta y desplomarse a tierra.
Su cuerpo se estremeció al entrar en contacto con la arena y un grito ronco, de bestia herida, se escapó de su garganta.
Darry se acercó a él con el «Colt» empuñado y volvió su cuerpo con la punta de la bota.
—¡Estamos salvados! —chilló Daniela.
Los ojos de los tres hombres contemplaron al último apache del grupo que les había atacado.
El cuchillo se había clavado en su vientre al caer y su sangre india empapaba lentamente la tierra reseca del desierto.
Darry Trawer enfundó su pistola y se volvió hacia Ralph Nensky...