CAPÍTULO 2

 

BUDY Overstret cerró los ojos hasta formar con ellos una fina línea mientras sus pupilas se quedaban clavadas en la figura que acababa de distinguir sobre el espejo situado sobre el mostrador del «saloon».

El vaso de whisky que tenía en la mano tembló ligeramente pero nadie se apercibió de ello.

Sólo Budy Overstret tenía motivos para alterarse ante la presencia del hombre situado al otro extremo del local.

Estaba sentado a una mesa, bebiendo en soledad mientras a su alrededor los parroquianos del «saloon» alborotaban como una tribu de indios.

Budy Overstret contempló a través de la luna el pelo áspero, enmarañado, de aquel hombre, sus ojos saltones y la mueca cruel, sanguinaria, que flotaba sobre su rostro agujereado por las marcas de la viruela.

Hacía siete meses exactamente que no veía aquel rostro pero ahora, su visión, sólo sirvió para sentir un desesperado sentimiento de venganza.

Se volvió hacia la chica que reía a su lado y la sonrió con desgana.

—¿Qué te pasa, encanto? ¿Acaso te has quedado mudo de repente?

Nogales era un buen sitio para divertirse pero también lo era para dar satisfacción al odio almacenado durante muchos años.

Pegó un azote a la rubia y la despidió con brusquedad.

—¡Déjame en paz, linda! Ahora tengo algo más importante que hacer.

—Pero me dijiste...

—¡Vete al diablo! Ya encontrarás otro que te haga compañía.

Apuró el vaso de un trago y giró sobre sus talones para quedar con la espalda apoyada contra el mostrador.

La atmósfera del «saloon» estaba cargada de humo y polvo por lo que todo se veía a través de una especie de neblina que difuminaba las cosas.

Pero Budy Overstret comprobó que no se había equivocado.

El hombre estaba ahí, contemplando fijamente la botella de whisky que tenía mediada ante él.

Recordó que era jueves.

«Sí, ese bastardo nunca estaba de servicio los jueves. Era el único día en que podíamos descansar de su látigo», pensó mientras sus dedos se cerraban impacientes sobre la empuñadura del cuchillo que colgaba de su cinto.

Con la mano izquierda se echó el sombrero sobre los ojos y, arrojando una moneda sobre el mostrador, abandonó el «saloon».

Iba a llegar a la puerta cuando Mark Slade le cerró el paso.

—Creí que estabas divirtiéndote con esa rubia —comentó.

—Cambié de idea —respondió Budy escuetamente.

—¿Qué te pasa? ¿Dónde vas ahora? Esto se anima a partir de este momento.

Mark Slade siguió la dirección de los ojos de su compañero y contempló al tipo fornido de la mesa del fondo.

—¿Quién es? —le preguntó—. Se diría que estás viendo al mismísimo Satanás.

—¡Ese bastardo es mil veces peor que Satanás! —respondió con dureza Budy—. Su única diversión era golpeamos con su látigo y hacernos sufrir. ¡Juré matarle si alguna vez me lo echaba a la cara!

El gesto de Mark Slade se contrajo con inquietud.

Cerró la mano sobre el brazo de su amigo y miró a su alrededor como si temiera que alguien hubiera podido sorprender aquellas palabras.

—¡Olvídate de eso ahora! —le ordenó—. Tenemos un buen negocio a la vista y no puedes echarlo a perder con esa clase de complicaciones.

Sintió cómo los músculos de Budy Overstret se endurecían bajo sus dedos.

—No te he pedido tu opinión, Mark —replicó secamente, encaminándose hacia la puerta—. Esperaré a que ese bastardo salga.

—Vinimos a Nogales, pero tú sabes para qué.

—Esto no me impedirá ocuparme de lo otro.

Budy liberó su brazo de la mano con que Mark Slade le sujetaba y salió a la calle seguido por su compañero.

—¡Deja que ese tipo siga golpeando a los que aún están dentro del penal! ¡Tú hace siete meses que saliste y ya no debe interesarte nada ahí dentro!

Se interrumpió para sonreír ladinamente y añadió:

—A excepción de Ralph Nensky.

Soltó una carcajada ante su rectificación y, con los ojos brillando de codicia, siguió hablando.

—Puedes estar seguro de que si lo que ese tipo dijo mientras deliraba es cierto, el dinero será para nosotros. ¡Le haré hablar aunque tenga que emplear los mismos métodos que ese vigilante!

El gesto de Budy Overstret con el gran bigote lacio cayéndole sobre ambos lados de la boca, parecía tallado en la roca.

Apenas alteró uno solo de sus músculos, cuando se detuvo al extremo de la fachada del «saloon», en una zona sombría y desierta.

Sólo movió los labios para decir:

—Puedes volver ahí dentro hasta que yo termine con ese bastardo.

—¡Ni lo sueñes! Me haces falta para abordar a Ralph Nensky y no voy a dejar que cometas una estupidez.

—¡Haz lo que te parezca! ¡No me moveré de aquí hasta que le vea salir!

Otra vez sus dedos se cerraron sobre la empuñadura del cuchillo y un brillo homicida iluminó sus pupilas.

—Me cobraré cada uno de los latigazos que me propinó durante todos estos años.

Mark Slade no insistió para apartar a Budy Overstret de su idea.

En realidad, sabía que su compañero tenía una larga experiencia en lanzar el cuchillo por la espalda y, por otra parte la noche en Nogales era propicia para aquel tipo de asuntos.

Ambos aguardaron en silencio durante más de media hora hasta que la puerta de batientes se movió para dejar paso al hombre que ambos aguardaban.

—Allí está —señaló a Budy.

Este se pegó a la fachada, con la respiración contenida, mientras el guardián de la prisión pasaba junto a ellos arrastrando los pies.

Iba lo suficiente cargado de whisky, para no sentirse demasiado seguro sobre sus piernas.

Budy Overstret contempló su andar vacilante y se dijo que a la mañana siguiente, cuando el alcohol se hubiera evaporado de su sangre, sus movimientos volverían a ser firmes y decididos.

Sus manos se cerrarían de nuevo sobre el puño del látigo y los prisioneros del penal de Nogales volverían a sentir la terrible amenaza de su crueldad.

Sonrió en la oscuridad y sacó el cuchillo de su vaina.

Adelantó unos cuantos pasos y dejó que el vigilante doblara por el primer callejón que surgió a su paso.

Tras ellos, Mark Slade observaba con atención la calle para prevenir cualquier intervención ajena.

Pero los pocos hombres que circulaban por las aceras lo hacían en grupo, charlando alegremente, únicamente preocupados por encontrar un «saloon» en el que continuar su noche de diversión.

Budy Overstret entró en el callejón y su mano derecha se elevó en el aire y el silencio del callejón fue roto por un silbido semejante al de un reptil.

La hoja acerada del cuchillo cruzó velozmente el espacio que la separaba de su víctima para acabar hundiéndose en la espalda del hombre picado de viruelas.

Este se inmovilizó al sentir un seco golpe entre los omóplatos, pero apenas tuvo tiempo de comprender lo que sucedía.

La punta del cuchillo se abrió paso, en una décima de segundo, hasta alcanzar su corazón y la vida se le escapó por aquel agujero rojizo.

Budy Overstret llegó junto a él en el momento en que se desplomaba pesadamente hacia delante.

Con la punta de la bota volvió el cuerpo del vigilante y le contempló con desprecio.

—¡Ya no volverás a pegar a nadie, bastardo! —gruñó mientras sacaba el cuchillo.

Limpió la hoja ensangrentada en el cuerpo del muerto y lo devolvió a la funda mientras Mark Slade le urgía para que se alejara de allí.

—Vámonos antes de que alguien descubra el cuerpo.

Ahora Budy Overstret parecía no tener prisa.

Volvió a contemplar el cadáver del guardián y se dijo que durante varios años la presencia de aquel hombre había sido para él la peor compañía.

Al fin siguió a Mark Slade que se dirigía apresuradamente hacia el otro extremo del callejón y unos minutos más tarde ambos se encontraban en el interior del cuarto que habían alquilado en una mísera fonda.

—Supongo que ahora te sentirás mejor, ¿no? —preguntó Mark, sentado en el borde de la cama.

Budy se aproximó a él con el ceño fruncido y un violento temblor en su bigote lacio.

—¡No te burles! —gruñó—. Si hubieras estado una sola semana en ese infierno que es el penal no hablarías en ese tono.

Mark Slade no quiso enfurecer más a su compañero.

—Disculpa, Budy.

Pero éste estaba descorchando con los dientes una botella de aguardiente y después de beber un trago directamente de ella, se la ofreció a Mark.

—Mañana es el gran día —comentó—. Seguro que Ralph no espera verme por aquí.

Mark Slade dejó la botella en el suelo después de haber bebido y se tumbó en la cama.

—Habrá que usar toda nuestra astucia para que no sospeche de nosotros —murmuró.

—Hicimos cierta amistad durante estos años. Y cuando le hirieron durante el motín del año pasado, yo estaba a su lado y fui quien evitó que le mataran.

—Y ahora piensas que estará tan agradecido que va a invitarte a compartir esos diez mil dólares, ¿verdad?

—No, no llegará a eso —replicó Budy encendiendo un cigarro—. Pero me bastará con que me lleve hasta donde escondió el dinero del rescate.

Durante unos segundos ambos se quedaron en silencio, pensando en aquel dinero que les aguardaba en algún lugar cercano a Midville.

A lo largo de aquellos diez años los billetes habían permanecido enterrados en un lugar seguro y ahora sólo habría que acudir a ellos.

Budy Overstret recordaba bien la casual circunstancia por la que habían tenido conocimiento de la existencia de aquellos 10.000 dólares del rescate.

Hacía un año que los malos tratos de los guardianes, la alimentación escasa y la supresión del paseo por el patio había hecho que los reclusos del presidio se alzaran violentamente contra sus vigilantes.

Durante dos días el penal había sido un infierno en el que centenares de reclusos, verdaderos cadáveres vivientes, se habían esforzado por hacer frente a los treinta guardianes que, bien armados, trataban de hacerlos volver a sus celdas.

Utilizando armas tan primitivas como patas de banqueta, piedras y algún cubierto robado de la cocina, los presos habían visto cómo poco a poco sus enemigos uniformados se imponían.

Tres reclusos habían perdido la vida mientras que una docena larga de ellos eran retirados por sus propios compañeros con graves heridas de bala.

Tos disturbios habían durado aún varias horas más pero al final los guardias de la prisión se erigían en triunfadores y el régimen del presidio se hacía aún más intolerable para sus huéspedes.

Los cabecillas del motín habían sido azotados ante sus compañeros, puestos a pan y agua y encerrados en las celdas de castigo, completamente incomunicados.

Budy Overstret había retirado a Ralph Nensky del patio cuando éste se desplomó con un balazo en el pecho.

Con su propia camisa le había taponado la herida y durante varios días, en la celda maloliente que ambos ocupaban, había vertido gotas de agua en sus labios abrasados por la fiebre.

Y había sido durante la calentura cuando Ralph Nensky descorrió como parte del velo del misterio que cubría el destino del dinero recibido como rescate por la vida de Julia Fleming.

—Volveré... a por... el dinero... diez mil... dólares... son míos, sólo míos. Vi al sheriff... y... los oculté... Ahora... serán míos...

Siempre habían sido aquellas palabras las que Ralph Nensky repetía, una y otra vez, como una letanía en los momentos en que la fiebre le hacía delirar.

—Creo que será mejor que durmamos un rato —decidió Mark Slade, bostezando ruidosamente.

—Tienes razón. Habrá que estar desde el amanecer ante la puerta de la prisión.

—Espero que no te hayas equivocado. No tendría ninguna gracia que Ralph Nensky hubiera dejado ya el penal.

Budy se dejó caer en su cama.

—Puedes estar tranquilo. Si mañana no sale no será porque ya lo ha hecho. ¡Nadie adelanta el día de su libertad en Nogales!

—¿Entonces?

—Siete meses es mucho tiempo y nadie puede saber lo que sucede ahí dentro durante ellos. Ralph Nensky puede haber muerto o haber sido conducido a un castigo extra por alguna falta cometida durante estos meses.

En cualquier caso ambos estaban dispuestos a aguardar la salida de Ralph Nensky de la prisión.

Y en el caso de que no lo hiciera al día siguiente, se las ingeniarían para conocer la suerte del recluso.

Durante aquellos siete meses Budy Overstret había estado planeando cuidadosamente su vuelta a Nogales para estar presente cuando Ralph Nensky dejara la prisión.

En las primeras semanas de libertad había entablado amistad con Mark Slade y ambos habían dado media docena de golpes al norte de México, al otro lado de la frontera.

Pero quince días antes habían abandonado las tierras situadas al sur del río Gila para volver al territorio de Nogales.

—Será mejor convertirnos en la sombra de Ralph Nensky desde que salga de la prisión —había decidido Budy después de explicar a su compañero los planes que tenía.

—Sí, él mismo nos llevará hasta donde está el dinero.

—Nunca he hablado una palabra con él sobre esos diez mil dólares. ¡Pero estoy seguro de que cuando salga de Nogales irá directamente en su busca!

—Esperaremos a que los encuentre y en ese momento...

No necesitaron añadir nada más pues ambos estaban perfectamente de acuerdo en lo que harían entonces.