29

 

«¿Dónde estoy?», se preguntó Fanny. El entorno le parecía extrañamente familiar. Cuando contempló el espeso bosque con más detalle, reconoció las prodigiosas hayas, y fue consciente de que debía de estar en Grainet, el lugar en el que ella había iniciado su búsqueda de los abalorios. No lo reconoció enseguida porque el bosque de hayas era mucho más espeso y había muchas menos casas. En realidad, no eran casas, sino un montón de miserables cabañas de madera. El olor amargo a cenizas se le metió en la nariz, y el aire cargado de humo la hizo toser. Hasta que no vio la sencilla vestimenta de la mujer de la cabaña no se dio cuenta Fanny de que no solo estaba en otro lugar, sino que debía de haber viajado también a otra época.

«Soy Josefa Aschenbrennerin, la propietaria del rosario que encontré en el convento –pensó Fanny desconcertada–. Soy esa mujer del rostro desgastado, siento la falda desgarrada con el delantal sucio en mi cuerpo flaco... y al mismo tiempo la miro como si fuera una persona completamente extraña a mí.»

Hacía un calor sofocante en la extraña cabaña donde la había enviado Zahaboo. El suelo era de arcilla pisada, y las paredes eran de madera, solo el gigantesco horno en el centro estaba construido con tierra refractaria y despedía un calor infernal. Por todas partes había extraños aperos que a Fanny le resultaron súbitamente tan familiares como si hubiera operado con ellos todos los días, y eso que no había visto antes ninguno de esos objetos.

Había allí un tubo largo, el tubo soplador, cuya mitad era de hierro y la otra mitad de madera. El extremo de hierro se sumergía en el cristal fundido y se le daba vueltas hasta que se quedaba fijada a él la cantidad suficiente de vidrio sobre la que se inyectaba aire soplando por el otro extremo de madera hasta formar una bola. Encima de una mesa había diferentes instrumentos con los que podía manejarse y cortarse el cristal. Las pinzas, compuestas por dos extremos con forma de cuchillas, estaban unidas por una abrazadera de ballesta. Debajo de la mesa había moldes redondos y cuadrados de arcilla y grandes cajas de madera con cristales rotos. Fanny contempló perpleja el entorno: había ido a parar a una cabaña de soplado de vidrio.

Al otro lado de la cabaña, Josefa tenía en ese momento las manos en la cara y una expresión de horror en el rostro. Fanny se quedó sin aliento cuando reconoció la pequeña media luna en la cara interior del antebrazo derecho de la mujer.

Josefa tenía la misma señal que ella. ¡Eso no era ninguna casualidad!

Pero entonces, la mirada de Fanny se dirigió desde el lunar en el brazo al suelo delante de Josefa. Allí yacía un hombre gordo muerto al que habían golpeado la cabeza con una palanca. Era Lorenz Koller, el propietario de la cabaña. Y Josefa lo había matado...

«Así, muerto, parece un tipo cualquiera», pensó Josefa tratando de tranquilizarse. Se enjugó el sudor de la frente con un extremo del delantal desgarrado. Además de ella había otras dos mujeres allí. Dirigió la vista desde Koller a la mujer que respiraba pesadamente sobre el cuerpo de él y de quien Fanny sabía que la llamaban Walburga, y a continuación miró a Gretel, la hermana pequeña de Josefa, cuyo rostro estaba mojado de sangre y de lágrimas.

–¿Y ahora qué? –preguntó Josefa–. ¿Qué hacemos ahora con él?

–Quitémonoslo de encima. –Walburga pisoteó con impaciencia el suelo de arcilla de la cabaña–. Tenemos que darnos prisa.

–¡Satanás se ha apoderado de nosotras! –sollozó Gretel–. ¡Señor, apiádate de nosotras!

–¡Calla! –Walburga negó con la cabeza con tanta intensidad que se le soltó definitivamente la coleta ya muy deshecha por la pelea y que a Josefa le recordó con un escalofrío a una antigua divinidad cuyos cabellos eran serpientes. «Medusa», pensó, «Una igual que Jakob, su marido, para el que había acarreado piedras para la construcción de los pozos de la colonia»–. El único que ha tenido tratos con Satanás es este miserable de aquí. Alegrémonos de que ahora esté muerto. ¡Ya no anda por ahí haciendo el tonto!

Josefa sabía que Walburga tenía razón, los dos atizadores y el fundidor estarían de regreso como máximo en media hora de su pausa por la merienda.

Josefa se agachó al lado de Lorenz, lo agarró de los brazos, lo levantó, pero no se movió ni un ápice en aquel áspero suelo de arcilla. No se desanimó y volvió a tomar impulso, al fin y al cabo estaba acostumbrada al trabajo duro. «No voy a pagar además la muerte de este –pensó–. Tiene que desaparecer para siempre, tal como ha dicho Walburga. Si nos cuelgan, ¿quién se ocupará de nuestras familias?» Se acuclilló más y le agarró de nuevo los brazos sebosos, pero solo consiguió que se le balanceara el barrigón. ¿Cómo era posible que un hombre tan bajito pudiera pesar tanto?

Walburga se río en voz baja y se acuclilló tan cerca de Josefa que ascendió a su nariz el sudor de ella a pesar del humo y del mal olor reinante.

–En un principio pensé –le dijo Walburga entre susurros– que podíamos hundirlo en la ciénaga de ahí fuera, pero nos queda demasiado lejos. Y este cerdo pesa lo suyo. Y la pequeña no tiene apenas fuerzas.

Gretel seguía temblando de pie al lado del difunto y susurraba un padrenuestro tras otro.

–¡Para con eso ahora, Gretel! –le recriminó Walburga en un tono tan malicioso que Josefa no pudo menos que volver a pensar en las serpientes–. Dile que se vaya de aquí. Lo que tengo planeado no le incumbe para nada.

Josefa se levantó y rodeó a su hermana con el brazo.

–Gretel, corre a casa lo más rápido que puedas, tienes que echarle una ojeada a la sopa de pescado que se está cociendo en el fogón. –Agarró a Gretel de los brazos y sacudió a la chica flaca de doce años–. ¿Me oyes bien?

Gretel asintió. Josefa puso la mano debajo de la barbilla de su hermana y la obligó así a mirarla. Los ojos oscuros de Gretel, del color de las moras, se inundaron de lágrimas. Josefa acarició la mejilla huesuda de su hermana y le enjugó las lágrimas, luego le colocó la cofia lo mejor que pudo y la empujó hacia la puerta.

–Estás a salvo –dijo en un tono penetrante–. Ahora ya no puede hacerte nada más. Ahora, vete.

Cuando Gretel se fue, Walburga le explicó qué había pensado.

–No, eso es, eso es... –Josefa se estremeció solo con pensar en ese plan terrorífico.

–Lo he pensado con detenimiento, ahí dentro se descompondrá enseguida, y nos habremos librado de él. Jamás conseguiremos llevarlo a otra parte, no es muy alto, vale, pero está simplemente muy gordo. Hagámoslo rápido, el fundidor regresará de un momento a otro y no debe notar nada raro. Mientras Walburga trataba de convencer a Josefa, ya se había hecho con la carretilla con la que los atizadores acarreaban la leña para el horno.

–¡Vamos, vamos! –Los ojos de Walburga resplandecían de satisfacción como si se tratara de planear una sorpresa de Navidad. Volcó la carretilla en el suelo junto a Koller y comenzó a mover hacia ella las gordas piernas de él.

–Vamos, no te hagas de rogar, lo has matado tú, no yo. Si quieres acabar en el patíbulo, pues muy bien, así sea. Walburga se incorporó, se limpió las manos en el delantal lleno de manchas y se encogió de hombros.

–No, no quiero eso.

Josefa se arrodilló e intentó rodar el cuerpo de Koller hacia la carretilla. Al no conseguirlo ella sola, Walburga se arrodilló a su lado. Aquella mujer metida en carnes chasqueó la lengua.

–El diablo se hará inmediatamente con su alma, un bocado tan suculento no se le pasará por alto, te lo digo yo.

Las dos juntas consiguieron volcar aquel cuerpo flácido en un lateral de la carretilla. Notablemente más complicado fue volver a levantar la carretilla. El sudor les caía a chorro por la cara. «¡Ramera, asesina, depravada!», golpeaban esas palabras la frente de Josefa como un martillo. Se detuvo y susurró:

–¿No deberíamos procurarle un entierro cristiano?

Walburga se paró delante de Josefa jadeando intensamente y le dirigió una mirada fulminante cargada de ira.

–¿A este violador, a este tacaño de mierda quieres darle un pedazo de tierra santa? Para nada. Ese se va a cocer de una u otra manera en el infierno. ¡Vamos!

–Pero ¿qué le vamos a decir a Clemens cuando regrese de Venecia?

–Nada, le decimos que no sabemos dónde se ha metido su padre, y le proponemos que mande una misa santa por Lorenz. ¡Vamos, tenemos que apresurarnos!

Josefa cedió. Sabía que si no comenzaban de inmediato sería entonces demasiado tarde, en cualquier momento podían regresar los trabajadores.

Empujaron la carretilla de madera hasta el crisol más grande que todavía no estaba lleno de frita de vidrio, pero cuyo contenido llevaba ya mucho rato fundido y estaba prácticamente a punto de la depuración. Abrieron la portezuela, y sintieron la bofetada de calor impresionante. Walburga controlaba la altura de la frita de vidrio en el crisol; entonces se le contrajo la cara en una mueca sonriente.

–Todavía cabe, y creo que la temperatura es también la correcta.

Agarró la cadenilla con la que Koller sujetaba su reloj de bolsillo, y la arrojó en la masa candente de la frita de vidrio. Sonó un silbo suave, y ella se inclinó de nuevo sobre el crisol.

–No se ve nada, como si no hubiera existido nunca.

Hizo una señal a Josefa con la cabeza, y entonces tiraron las dos del hombre en la carretilla y lo volcaron en el crisol. Con una mezcla horrible de chapoteo y de chasquido, Lorenz Koller se sumergió en el crisol más grande de su cabaña.

De pronto, la frita de vidrio comenzó a cantar. A Josefa se le pusieron los pelos de punta, y supo que oiría esos sonidos incesantemente una y otra vez a lo largo de su vida, ese sonido fino, prolongado y zumbante que también Fanny conocía de sus sueños.

Josefa y Walburga cerraron la portezuela, devolvieron la carretilla a su sitio y salieron de la cabaña.

Fanny quiso seguir a las mujeres, pero tuvo que quedarse allí y ver cómo los fundidores regresaban de su merienda y se disponían a quitar las impurezas del vidrio que se originaban continuamente.

Las exclamaciones fueron fuertes, cuando Reinhold, el fundidor que manipulaba el crisol más grande, descubrió intensas y misteriosas impurezas para las que no tenía explicación ninguna. Además, la frita de vidrio había adquirido una tonalidad que no había visto jamás en la vida.

Se puso a discutir con los demás fundidores porque pensó que alguno de ellos se la había jugado porque Koller andaba queriendo despedirlo. Poco antes de que se saltaran a la yugular, regresó Walburga y, santiguándose sin cesar, contó a los fundidores que había visto al diablo del vidrio en persona que salía de la cabaña con gran alboroto. Eso no sorprendió a ninguno de los trabajadores del soplado del vidrio, porque a todos les parecía más que probable que Koller anduviera en tratos con Lucifer.

La pelea se acabó y los fundidores acordaron que el vidrio se había echado a perder y que, en todo caso, únicamente podrían hacer gargantillas.

Las gargantillas eran las cuentas de vidrio para los rosarios. Eso lo sabía Fanny desde su viaje a Grainet. Luego vio cómo los vidrieros entre incesantes rezos, santiguadas y movimientos negativos con la cabeza trabajaban la fritada de vidrio hasta convertirla en cuentas y las depositaban a continuación en un horno de recocido a una temperatura de cuatrocientos grados, para que se fueran enfriando durante la noche y quedaran protegidas de resquebrajaduras.

Con absoluta perplejidad, Fanny se dio cuenta de que la noche duraba para ella lo que un pestañeo. Observó cómo Walburga, Gretel y Josefa se dirigieron al anochecer a hurtadillas hasta el horno de recocido. Enviaron por delante a Gretel para distraer a los atizadores que seguían trabajando duro, y echaron un vistazo a las cuentas de vidrio.

Fanny las reconoció de inmediato. Eran sus abalorios, que despedían un brillo maravilloso que oscilaba entre los colores del arcoíris y de la puesta de sol combinado con un destello mate de nácar.

–¡Quién iba a pensar que de un monstruo como ese fuera a salir algo tan hermoso! –susurró Walburga.

Fanny, que seguía siendo Josefa y que al mismo tiempo contemplaba la escena desde fuera, se dio cuenta de que los ojos de Josefa se dilataban. Sabía que la joven mujer se había pasado la noche en blanco escuchando sin interrupción cómo resonaba ese sonido chapoteante y chascante en su mente. Ahora, de la horrible injusticia que había cometido con Koller, se había originado algo perfecto.

–Dios ha querido mostrarnos así que hemos hecho bien, pues solo Él puede realizar milagros semejantes –susurró Walburga, y dirigió a Josefa una mirada implorante–. Ganaremos una fortuna con estas hermosas cuentas de vidrio, todo el dinero que Koller ha escatimado a nuestros maridos con malas artes.

–Pero eso no sería justo –objetó Josefa.

La cara de Walburga se deformó en una mueca maliciosa, pero solamente Fanny fue testigo de ello. Josefa pasó por alto esa terrible transformación porque seguía con la mirada puesta en las cuentas de vidrio. Fanny sintió un escalofrío por la espalda y tuvo más miedo que el día anterior, cuando contempló con horror cómo se habían deshecho del cadáver.

–Tienes razón, Josefa –dijo Walburga sonriendo a Josefa en un tono alentador–. Tendríamos que hacer desaparecer esos abalorios. Todos creerán que ha sido de nuevo el diablo del cristal que ha venido a recuperar lo que es suyo. Sal tú y distrae a los demás muchachos. Ya me encargo yo de todo.

Fanny quería advertir a Josefa, quiso gritarle: «No puedes confiar en ella, te está engañando», pero no salió un solo sonido de su boca. En lugar de eso, todo lo que rodeaba a Fanny se convirtió de pronto en negra noche, y se encontró encerrada dentro de una caja oscura.

¿Se encontraba en un ataúd? No, no podía ser eso porque estaba de pie, y no olía a tierra, sino a lana húmeda y a incienso, un olor que ella conocía demasiado bien. Después de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y de que ella se sosegara un poco, fue consciente del lugar en el que se encontraba.

Era un confesionario. De nuevo volvía a estar al lado de Josefa, y era al mismo tiempo Josefa, que estaba sentada encorvada en el confesionario como un roble partido por el rayo. Su cabello había adquirido una coloración grisácea, a pesar de que Fanny sabía que tan solo habían transcurrido tres años.

–Señor, perdóname por haber pecado. Cargo con tantas cosas terribles en mi alma que no sé por dónde comenzar.

–Hija mía –se escuchó la voz empalagosa de un joven sacerdote a través de la celosía–. Dios te acogerá en su seno, ahora infórmale.

Josefa se puso a hablar de corrido como si temiera que pudiera sucederle algo entretanto, ni siquiera se detenía a tomar aliento. Confesó cómo había matado a Koller porque era una mala persona y pensaba que no solo había maltratado a sus maridos y les había pagado miserablemente, sino que la había tomado con la hermana pequeña de ella y la había violado, igual que a Walburga. Sin embargo, esto solo había sido una mentira de Walburga que finalmente condujo a que ella le asestara el golpe mortal. Demasiado tarde comprendió que el marido de Walburga era el hermano de Koller, quien dirigiría la actividad de la cabaña cuando Koller ya no estuviera, al menos mientras Clemens, el hijo de Koller, no regresara de Venecia.

Contó cómo se hicieron con aquellas magníficas cuentas de vidrio y que Walburga no las enterró tal como habían acordado, sino que las vendió, y que ahora venían gentes de todas partes a Grainet tras el misterio de esos abalorios. Entonces se puso a sollozar un buen rato antes de poder continuar hablando. El sacerdote joven golpeó varias veces en la celosía y la exhortó a guardar un poco la compostura a la vista de la presencia de Dios.

Josefa se sonó los mocos e intentó enderezar la espalda curvada. Entonces, con un hilo de voz y parándose continuamente, contó que Walburga desde entonces había parido cada año una niña maravillosa a la que luego tenía que dar sepultura. También a ella se le habían muerto ya dos hijos, pero que ahora había tenido a su hija Resina, y quería salvarla a toda costa.

Fanny pudo ver cómo el sacerdote joven hojeaba desorientado en su Biblia sin dejar de besar una y otra vez su rosario. Resultaba del todo palmario que su ministerio no lo había preparado para semejantes confesiones criminales. Finalmente tomó una decisión.

–Bien, hija mía, lo primero que tienes que hacer es recuperar todos esos abalorios, hacer que se conviertan sin excepción en cuentas de vidrio de un rosario y transferírselo a la santa madre Iglesia. Si el buen Dios, nuestro Señor, tiene a bien que de esa injusticia se origine algo bello, eso será primera y únicamente a través de nuestra santa Iglesia. Haz un viaje de peregrinación hasta el convento de las franciscanas en Reutberg, donde el sagrado Niño Jesús de Reutberg seguramente protegerá a tu hija de todo mal, y dónales el rosario con esas cuentas. Antes, reza trescientos sesenta y cinco avemarías. En las próximas siete noches ven a nuestra iglesia y ora toda la noche por nuestro Señor y por el perdón de todos tus pecados. Entonces veremos si consigues apartar de ti esa maldición diabólica.

Josefa rezó los avemarías con un fervor que Fanny jamás habría podido reunir. Fanny deseó que Resina sobreviviera. Había estado escuchando y sufriendo en las propias carnes de Josefa, y no fue hasta ese instante que se apercibió de lo que acababa de oír: el convento de Reutberg, ¡su convento!

 

Un golpe de viento penetró en el confesionario, abrió las portezuelas haciéndolas tabletear, envolvió a Fanny y la elevó. De manera involuntaria, ella extendió los brazos y planeó por los aires como un águila, como ya había experimentado con frecuencia en sus sueños. Primero a un ritmo muy sosegado, luego cada vez más rápido hasta que comenzó a ralentizarse y luego se precipitó al suelo.

Cuando volvió en sí se encontraba en los preparativos para una boda. Necesitó algunos minutos para orientarse y reconocer qué es lo que estaba viendo.

Se trataba de Josefa, cuya tendencia a encorvarse había degenerado en una joroba. Con las manos nudosas y temblorosas se esforzaba por peinar a su hija Rosina para la boda y le estaba trenzando el pelo en un peinado campesino. A pesar de que le resultaba visiblemente pesada esa actividad, tenía puesta una sonrisa de un extremo al otro de la cara.

Resina era delgada y rubia, y sus ojos brillaban en una tonalidad oscura, del color de las moras, igual que los de la hermana de Josefa. Llevaba puesto un traje festivo con un corpiño negro y una blusa blanca de bordado anglosajón, una falda oscura con un delantal de color verde claro y una magnífica gargantilla plateada en torno al cuello.

Josefa trataba de hablar con su hija mientras le hacía las trenzas, pero cada vez que comenzaba a hablar la interrumpían. Cuando entró el novio, que parecía una versión del difunto Koller pero mucho más delgado y joven, Fanny se formó una idea de lo que quería comunicarle Josefa a su hija.

Ese tenía que ser por fuerza Clemens, el hijo del asesinado. Fanny notó cómo se le hacía un nudo en la garganta, pero al mismo tiempo sintió también que Josefa contemplaba aquella boda como un castigo justo, como la posibilidad de subsanar en Clemens algo de su pesada carga.

Después de la ceremonia hubo una gran fiesta junto al arroyo, algo más arriba de donde estaba la cabaña del soplado del vidrio. Los habitantes de la aldea festejaban en largas mesas de madera decoradas con guirnaldas y hojas de abedul. A un lado de las mesas había un barril de cerveza; en el lado del arroyo se estaban asando dos lechones. Las carcajadas alegres y las expresiones de disfrute de los invitados solo eran superadas por los dos músicos, un flautista y un violinista.

Cuando los lechones estuvieron crujientes, Josefa se dispuso, despacio y con grandes dolores, a trinchar la carne, con lo cual no se apercibió de la aparición de Walburga. Esta iba vestida de negro profundo y estaba afectada por una fea erupción cutánea. Todo aquel que se le acercaba, retrocedía un poco como si ella tuviera una enfermedad contagiosa. Finalmente llegó hasta donde estaba Rosina.

Walburga la felicitó por la boda, le deseó muchos hijos y con una risa sardónica le regaló un collar con los abalorios que cargaban con la maldición. Resina se lo puso al cuello llena de alegría. Dio un beso a Walburga y, como tía de Clemens, la invitó también a que se quedara con ellos, pero ella rechazó la invitación alegando que no era lo debido ya que después de haber perdido a sus hijas, dijo, también había perdido a su marido. Rosina volvió a darle las gracias y Walburga, discreta y silenciosamente, desapareció en la oscuridad como una sombra al sol.

«Así que Josefa no consiguió destruir todos los abalorios», pensó Fanny, y sintió curiosidad por saber qué sucedería entonces. ¿Tendría Rosina también pesadillas por culpa de las cuentas de vidrio?

En ese instante llegó Josefa con un plato de carne para su yerno, que estaba sentado junto a Resina en el centro de la mesa. Cuando Josefa vio los abalorios en el cuello de Resina, se puso blanca como el yeso, le quitó el collar como si se lo hubiera puesto ella y lo arrojó a continuación al suelo.

Resina se levantó como un muelle, se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por el hombro.

–¿Qué pasa, madre? –preguntó.

–Estas cuentas, ¿de dónde las has sacado? –Josefa apenas podía hablar, y Resina tuvo que inclinarse más hacia ella–. Prométeme que nunca, repito, nunca, nunca, las llevarás puestas, porque matarán a tus hijos y traerán todas las desgracias de la tierra, igual que le ha sucedido a Walburga.

–¡Qué tonterías! –intervino Clemens–. Tu madre está hoy un poco agitada por la boda. Quítale las cuentas para tranquilizarla, y déjame que me ocupe yo de ellas.

Josefa iba a decir algo, pero ya no lo consiguió. Inspiró todavía una vez hondo y con desesperación y a continuación cerró los ojos para siempre.

Resina zarandeó a su madre y le gritó que por favor despertara, por favor, y sus gritos se fueron haciendo cada vez más fuertes y más fuertes hasta que los músicos y finalmente todas las conversaciones enmudecieron y tan solo podían oírse los crujidos de la hoguera y los zumbidos de la grasa de los lechones que caía goteando sobre las brasas.

A Rosina le resbalaban las lágrimas por las mejillas.

–Clemens, prométeme que vas a tirar esos abalorios, ya ves lo que nos han hecho, fue la última voluntad de mi madre. Clemens rodeó con el brazo a su esposa y se lo prometió por lo más sagrado. Sin embargo, Fanny sabía que mentía.

 

Esta vez no se sorprendió ya tanto de que de nuevo una ráfaga de viento se la llevara dando remolinos por los aires. Voló por muchas tierras hasta aterrizar en una ciudad costera, en Venecia, en la isla de Murano, en un callejón próximo al canal de San Donato.

Clemens, entretanto calvo y mucho más gordo que su padre, se encontraba ante un crisol incandescente y extraía unas cuentas de la fritada de vidrio. El sudor le corría por la frente y goteaba sobre su jubón negro. Constantemente se lamía los labios y murmuraba unas oraciones en voz baja.

Encima de la mesa yacía el collar que le había quitado a Rosina; al lado, en una caja de madera forrada de terciopelo negro, había innumerables abalorios, cada uno de ellos bellísimo en su tipo. Había abalorios millefiori, abalorios de cristal chevron, abalorios con líneas de plata y de oro, abalorios con forma cónica, semicircular, cubos, octógonos, abalorios opalescentes y con forma de granos de granada.

Sin embargo, Fanny tenía claro que todos aquellos abalorios no satisfacían a Clemens, su deseo era producir cuentas de vidrio con aquel destello singular.

A Fanny se le pusieron los pelos de punta al pensar que aquel misterioso destello se había originado exclusivamente gracias al cadáver del padre de Clemens. Deseó poder consolarlo, explicárselo todo, gritarle que dejara aquello y que donara aquellas cuentas de vidrio a una iglesia, pero de su garganta no salía ningún sonido. Había entendido que solo podía contemplar todo aquello, pero no tenía autorización para cambiar absolutamente nada.

De repente se movieron los abalorios, primero tintineando suavemente unas cuentas con otras, luego más fuerte. Clemens se volvió a mirar, examinó la cajita y a continuación se volvió de nuevo a su fritada de vidrio encogiéndose de hombros.

Así que no pudo ver cómo la cadena de los abalorios se levantaba de la mesa y se ponía a girar cada vez con mayor velocidad hasta generar un torbellino. Este se convirtió en un potente chorro de aire que se tragó a Fanny para llevarla consigo y escupirla de nuevo en otras tierras.