3
–¡Missi, Missi!
Fanny reprimió un bostezo y se restregó los ojos. Se asustó cuando se le pasó por la cabeza el día que era. El de su boda. La víspera había realizado los últimos retoques en el vestido de novia de Charlotte, y ahora le venía como si estuviera hecho a medida.
Junto a la cama de Fanny esperaba una joven negra con una palangana esmaltada y desportillada, llena de agua.
–Por favor, usted venir. Los jefes están sentados con pipa y tienen café.
–Gracias, Betty, está bien, voy a apresurarme.
Betty depositó el recipiente del agua sobre el lavabo junto a la ventana y desapareció para alivio de Fanny. No estaba acostumbrada a tener espectadores durante su aseo personal, y había luchado duramente para conseguir que la dejaran sola en esos menesteres.
Desde hacía tres días estaban alojados en la casa de Oswald Ehrenfels, el juez de Windhuk. Después de los diez días de su viaje con la caravana de los bueyes, a Fanny le pareció un lujo indescriptible aquella cama exenta de arena; sin embargo, echaba de menos las estrellas y dormía mal. Ello no se debía a Ludwig ni al hecho de que Fanny tenía que dar hoy su sí. Ni tampoco a que se había pasado todas las noches cosiendo su vestido de novia mientras soñaba en los caníbales. Su desvelo se debía a la insistencia de Maria von Imkeller, que quería organizarles a toda costa el banquete de bodas. Luise, la esposa del juez, había muerto hacía un año por la mordedura de una serpiente, y Maria opinaba que el juez debía aparecer por fin otra vez en actos sociales entre personas.
Ehrenfels, a quien no le parecía bien en absoluto aparecer en actos sociales, dio a entender, sin embargo, que en Windhuk la gente aprovechaba cualquier ocasión, por insignificante que fuera, para organizar una fiesta y que se lo tomarían muy a mal si ellos se negaban a hacerla.
Desde ese momento, Fanny no había dejado de pensar ni un momento en cómo haría para disipar toda sombra de duda que Maria pudiera albergar sobre su identidad. Charlotte y ella estaban seguras de que ninguno de los pasajeros se había percatado del verdadero nombre de cada una de ellas. No en vano, muchos de ellos habían padecido mareos ya al comienzo de la travesía y, posteriormente, la mayoría enfermó durante la intoxicación alimentaria. Y después de que se produjeran las primeras muertes, el capitán tomó la decisión de no celebrar ninguna otra gran fiesta a bordo.
No obstante, Fanny tenía miedo de que Maria conociera a alguien de la familia de Charlotte von Gehring o de que le hubieran llegado rumores sobre el hermano de Charlotte. Todas las veces que tuvo ocasión de hablar con Maria von Imkeller, esta había dejado entrever que estaba emparentada con la flor y nata de todo el imperio. Y Fanny no conocía ni siquiera a uno de los nombrados. Además, era consciente de las grandes diferencias que había entre la educación de Charlotte y la suya. En el convento, a ella no le enseñaron ni a bailar ni a montar a caballo. En cambio, sabía hablar y enseñar en tres idiomas, matar animales, curar heridas y coser vestidos. De bordados o de canto tenía tan poca idea como de música. Y hoy era el día de su boda, el día en que iba a tener lugar la terrible fiesta.
Se lavó a toda prisa porque a Ludwig no le gustaba que se levantara tan tarde. No sabía que a ella le resultaba tan difícil levantarse porque no podía compartir sus penas con él sin delatarse.
Durante el viaje pasaron junto a las ruinas de la misión de Okahandja. Unos postes negros de madera apilados, el único muro de una casa, calcinado y todavía en pie, la tierra pisoteada, arbustos muertos y finalmente una sencilla cruz de madera para tres muertos. Con un escalofrío que le recorrió el cuerpo fue completamente consciente de que ella había estado a punto de ir a parar a ese lugar. Quiso bajarse del carro y pronunciar una oración por los difuntos, pero Ludwig y John la conminaron a proseguir el viaje. Afirmaron que los animales y los indígenas se ponían nerviosos porque ese lugar estaba maldito. No fue hasta más tarde que Fanny averiguó que Ludwig y John no estaban en absoluto de acuerdo con las razones de por qué aquel lugar estaba maldito.
Para Ludwig, la maldición se debía al hecho de que se había destruido la misión de aquella forma tan brutal; para John, la maldición se debía a que para la construcción de la misión se había talado un árbol antiquísimo, de milenios de antigüedad y del que siempre habían hablado los antepasados. Se trataba de un omumborombonga. Los mitos de los herero decían que el primer herero surgió de ese árbol sagrado, igual que Atenea había surgido de la cabeza de Zeus.
Después soñó por primera vez con el asalto a la misión y con caníbales que llevaban calderos llenos de sangre, y desde entonces soñaba casi todas las noches con eso. En el sueño aparecían siempre sus abalorios, y siempre se despertaba empapada de sudor. Unas veces, uno de los asesinos llevaba colgada del cuello una perla amarilla; otras veces, el misionero llevaba un rosario confeccionado con perlas mágicas; alguna vez, un negro enterraba una perla detrás de la casa. Y sin que ella pudiera decir por qué, el sueño iba siendo cada vez más amenazador. A pesar de ello, nunca se habría desprendido de su pulsera de abalorios. Era el cordón umbilical que la relacionaba con su madre. Se secó, examinó si estaba limpia su pulsera, renunció a ponerse el corsé y se embutió en uno de sus vestidos blancos, que le quedaban perfectamente porque durante la travesía en el barco y luego durante el viaje con la caravana de bueyes había adelgazado aún más.
Se sujetó la melena negra rebelde y se dirigió a toda prisa escaleras abajo hacia la veranda en la que los hombres estaban sentados tomando el desayuno. El juez habitaba una de las pocas casas de Windhuk que disponía de una primera planta y de una terraza acristalada.
Cuando llegó hasta ellos, Ludwig se levantó y le besó una mano.
–Llegas tarde –dijo él, y Fanny percibió el tono de desaprobación.
–A una persona con ese aspecto tan encantador se le perdona todo –protestó el juez, que permaneció sentado con su obeso carlino sobre las rodillas. El perro atendía al nombre de Bismarck, lo cual era para Ludwig una prueba del extraño posicionamiento del juez respecto del Imperio alemán.
–Siéntese –dijo el juez. Fanny percibió que era del agrado del magistrado, pero no entendía del todo por qué. Una y otra vez lo pillaba mirándola fijamente y con aire meditabundo. Soplaba una ligera brisa por la veranda haciendo un poco más soportable aquel calor desacostumbrado para finales del mes de enero. El jardín del juez producía la impresión de un yermo reseco. Tan solo los magníficos pelargonios de color blanco rosado y con una ligera fragancia a limón, que estaban en la veranda plantados en tiestos y que todos los días eran regados, todavía no habían marchitado. Todo el mundo estaba esperando a que llegaran las lluvias, que ya llevaban un retraso considerable. A la vista de aquella sequía, Fanny apenas podía imaginarse que el nombre originario de Windhuk había sido Ai–Gams, que significa «fuente caliente» u Otjomuise, «lugar de los vapores». Aquí no había vapor ninguno; todo desprendía polvo.
Fanny se sentó en una de las pesadas sillas oscuras de madera que, junto con el resto de muebles macizos, había mandado el juez que se los enviaran desde Berlín y que no casaban en absoluto con el calor ni con el sol de aquellas tierras.
Ella untó con mantequilla y mermelada una rebanada de pan recién hecho y bebió omeire, una bebida láctea un poco agria que el juez obtenía de los herero. A ella le encantaba ese gusto que le recordaba la leche mantecada y que refrescaba agradablemente aquellos calores. Además, el juez la había fortalecido.
«Deberíamos adaptar nuestra alimentación a la de los indígenas antes que obligarles a ellos a aceptar nuestros usos y costumbres», así era como pensaba él, y con esta concepción de las cosas entraba regularmente en conflicto con Ludwig, quien estaba seguro de que en aquella bebida había tantos agentes patógenos que para un europeo resultaba extremadamente peligroso beberla.
Sin embargo, hoy tenía otras preocupaciones en la mente.
–Charlotte, tenemos que partir de viaje lo más rápidamente posible. Mi amigo Hermann, de Keetmanshoop, me ha escrito y me comunica que los hotentotes no hacen sino atacar constantemente mis rebaños de ovejas de raza damara.
Fanny se quedó esperanzada. Esa noticia le pareció un regalo del cielo porque de esa manera podría escapar de Maria von Imkeller.
–¡Partamos entonces inmediatamente! –propuso ella.
–Bueno, creo que partirán ustedes después de la boda, ¿no es así? –preguntó el juez guiñando un ojo a Fanny. Al hacerlo, su cara redonda e imberbe se pobló de profundas y sebosas arrugas que le hizo parecerse mucho al carlino al que estaba dando de comer unos trozos de pan. Cuando un trozo de pan iba a parar al suelo, un chico negro corría hasta allí, lo recogía y se lo entregaba al juez para desaparecer a continuación y con el mismo sigilo hasta el rincón del que había aparecido.
–Por supuesto –dijo Ludwig rechinando los dientes y esforzándose por parecer cortés.
–Podríamos anular la cita con Maria von Imkeller, Ludwig –se apresuró Fanny a intervenir en la conversación–. Realmente no necesito esa fiesta.
Los labios de Ludwig se desfiguraron en una amplia sonrisa.
–Realmente eres el tipo de mujer que me gusta.
–Pero usted no puede aceptar ese sacrificio, Ludwig. Después de todo va a casarse con su mujercita una sola vez. Lo suyo es organizarle una fiesta que no olvide jamás. Mi difunta Luise decía siempre que...
–Sí –se apresuró Ludwig a interrumpirle, y Fanny reprimió una sonrisa. A Ludwig le aburrían las innumerables anécdotas que el juez contaba sobre su esposa Luise. Ludwig tenía al juez por una persona excesivamente sentimental–. Sí, por supuesto, Ehrenfels, puede que tenga usted razón.
–Qué bobada, Ludwig, yo ya me doy por satisfecha con poder estar juntos los dos. De verdad. ¡Estaría totalmente de acuerdo en partir de viaje nada más terminar la ceremonia! –dijo Fanny sonriendo al juez con la esperanza de haberlo convencido.
De pronto, el juez dio un puñetazo encima de la mesa, lo cual hizo que el carlina se enderezara de golpe. Bismarck comenzó a ladrar y se fue corriendo por la veranda.
–¡De eso, ni hablar! ¿Qué es eso? Pues nada más que una enorme falta de respeto. Les caso a ustedes, por la tarde se va a la iglesia y más tarde a la fiesta en casa de Maria. Y no voy a tolerar réplica ninguna. Las cosas se hacen como es debido. Mañana temprano pueden partir si así lo desean y si están en situación de poder hacerlo.
Fanny intercambió una mirada con Ludwig. Sabía que él estaba furioso porque tenía los labios apretados firmemente y parecía como si no tuviera boca, sino tan solo un bigote muy tupido. No le gustaba que nadie le ordenara lo que tenía que hacer.
–Entonces lo haremos lo más corto posible –se apresuró a decir ella–. Podríamos partir a la mañana siguiente, antes del amanecer. Voy a prepararlo todo.
Ludwig le dirigió una señal de agradecimiento y a continuación se disculpó ante el juez en un tono claramente más frío alegando unos asuntos inaplazables.
Fanny percibió en ella la mirada de admiración de Ehrenfels.
–Hija mía, no sé el qué, pero aquí hay algo que no cuadra en absoluto. Y no me venga usted con cualquier excusa. No la entiendo.
Fanny notó cómo se le expandía el rubor por el cuello y por el escote. ¿A qué se estaba refiriendo en verdad el juez?
–Jamás me he encontrado con una mujer a la que le fuera tan indiferente su propia boda. Y justamente en su caso, yo habría pensado que estaría deseando cambiar de apellido lo más rápidamente posible.
Su alusión iba dirigida a la familia de Charlotte. Al parecer, los rumores en torno al escándalo vergonzante habían llegado incluso a las colonias africanas.
–Claro que deseo casarme lo más rápidamente posible, señor juez –protestó Fanny–. Pero las cosas deben transcurrir tal como las desee Ludwig.
El juez hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Eso son tonterías, las mujeres afirman que desean servirnos, pero la verdad es que se las apañan para hacer exactamente lo que ellas quieren. Mi Luise era toda una especialista. Por cierto, nos vimos por primera vez en Keetmanshoop, que por aquel entonces era un pueblo de un aburrimiento total.
Fanny habría hecho cualquier cosa por impedir cualquier otra pregunta sobre la familia de Charlotte.
–Me habría encantado conocer a su Luise. ¿Cómo fue su boda? –preguntó por ese motivo.
Él sonrió como ensimismado.
–¿Me permite que le confiese un secreto?
«Sí –pensó Fanny–, todo menos verme sometida a un interrogatorio.» Había tantas cosas sobre la familia de Charlotte de las que no sabía nada... Él se interrumpió y se encendió la pipa.
–Pero primero tiene usted que responderme a dos preguntas. Dígame, ¿qué es ese lunar que tiene en el brazo?
–¿Se refiere a esta media luna? No lo sé, ya la tenía desde muy pequeñita.
–¿Y qué sabe usted de la pulsera que lleva?
Fanny miró al juez con cara de sorpresa.
–¿Por qué quiere saberlo?
–Porque conozco esas cuentas.
El corazón de Fanny comenzó a latir aceleradamente. Primero Hendrik y ahora el juez.
–¿De qué las conoce?
–Me acuerdo muy bien de esas perlas amarillas. Yo acababa de llegar aquí procedente del África Oriental. Y como todavía era un jovencito imbécil... Charlotte, no tiene usted por qué negar con la cabeza con gesto compasivo. ¡Créame, yo por aquellos tiempos era un verdadero idiota! Y por ese motivo solo me daban los casos que nadie quería, y se deshicieron de mí enviándome a Keetmanshoop, en donde habían asesinado a un blanco y a un herero que era presuntamente un sacerdote herero, su clan afirmaba que los blancos lo habían matado. Nadie creía una palabra de esa historia, pero por mor de la paz tuve que hacerme cargo de las acusaciones. Al hombre lo habían matado con un arma de fuego, de eso no había ninguna duda. Pero había muchos que podían haber realizado esa acción porque aquí, en el África del Sudoeste Alemana, portaba un fusil por aquel entonces hasta el último bosquimano. Era como una plaga, todo el mundo tenía un fusil, ¡hasta las mujeres! –Se le había apagado la pipa y volvió a encendérsela.
–¿Y las cuentas? –preguntó Fanny con miedo a que él se perdiera en sus recuerdos.
–Paciencia, cariño, paciencia. Bueno, ese herero tenía un amuleto colgado del cuello, con plumas y huesos y tres de esas cuentas amarillas –dijo señalando la pulsera de ella– y, si no me equivoco del todo, también llevaba algunas de esas otras extrañas cuentas. Me refiero a esas que unas veces destellan como un arcoíris y otras como una puesta de sol. Estoy seguro de que habría olvidado esas perlas de nuevo si mi Luise no las hubiera llevado ensartadas en un collar de cuero.
«Otra pista –pensó Fanny con júbilo en su interior–, esta vez una pista de verdad y no un cuento fantástico.» Apenas podía dar crédito a su suerte.
–¿Y le preguntó usted a su esposa al respecto?
–Por supuesto, pero nunca me dio una respuesta, por mucho que la amenazara si no lo hacía. Lo mantuvo siempre en silencio.
–¿Y el sacerdote muerto? ¿Pillaron alguna vez a su asesino?
El juez dio una calada prudente a su pipa.
–No.
–¿Y cuál es el secreto que iba usted a confiarme?
–Querida mía, no ha respondido usted todavía a mi pregunta.
–Estas cuentas son de mi madre.
–¿Y quién era su madre? –preguntó él.
Sus palabras la pillaron desprevenida y tuvieron el efecto de un mazazo. Se alegró de estar sentada. «¿Por qué me pregunta eso? Él sabe perfectamente quién debe de ser mi madre, consta en la partida de nacimiento. Rápido, rápido, ¿cómo era el apellido de soltera de la madre de Charlotte?»
–Karoline Viktoria von Ehlert –dijo Fanny aceleradamente.
–Tras todos los años que llevo ejerciendo de juez me jugaría el pie izquierdo, mi venerada Charlotte, a que no me está contando toda la verdad. Me decepciona usted.
¿Cómo se había dado cuenta? En los últimos años en el convento, a Fanny no la habían pillado ni una sola vez mintiendo. Sabía que el ataque era el mejor método para distraer la atención.
–Usted ofende a mi persona y a mi honor.
El juez mostró una amplia sonrisa.
–Charlotte, no me venga usted ahora con el honor: es la palabra más ridícula en todo el imperio.
«Ludwig le replicaría ahora con enfado», pensó Fanny.
–¿Qué quiere usted decir?
El carlino regresó y volvió a saltar sobre el regazo del juez.
–El honor es un bien volátil y se le trae a colación con frecuencia para tapar hechos delictivos. Estoy de acuerdo con el escritor Theodor Fontane. «El honor de este mundo no puede darte ningún honor. Lo que de verdad te eleva y te mantiene tiene que habitar en ti mismo.»
«¿Y si le cuento todo? ¿Y si me confío a él? No, eso es del todo imposible. En su cargo de juez, Ehrenfels no podría permitir que Ludwig se casara con una mujer como yo, sobre la que nadie sabe nada.» Fanny dio un buen trago a su omeire.
–Usted me recuerda a mi Luise, y le deseo que tenga mucha suerte. –El juez vació la pipa; se levantó con tanta celeridad que el perro más bien cayó al suelo antes de poder dar un salto. El chico corrió hasta ellos y le tendió al juez un bastón negro con una empuñadura blanca que era una talla en forma de elefante. Ehrenfels se apoyó con una mano en el hombro del chico y con la otra en su bastón–. Nos vemos luego en mi oficina. Al verlos caminar arrastrando los pies, ella se preguntó por qué el juez no tenía hijos. A continuación fue completamente consciente de lo mal que había mentido. Tan mal, que él se había dado cuenta. Tenía que recomponer esa situación, esta noche no podía permitirse el más mínimo desliz y para tal fin debería tener preparadas algunas anécdotas para contar. Por lo menos, Charlotte le había contado por qué la habían enviado a casarse en ultramar. En realidad, ella era prácticamente la prometida del mayordomo mayor Treskow, cuando este y el hermano mayor de ella, Aribert, se vieron enredados en un escándalo infame en la corte que se extendería durante bastante tiempo. Hacía dos años, en enero de 1891, había habido una orgía en el pabellón de caza de Grunewald, en Berlín, en la que no solo se produjeron promiscuos cambios de pareja, sino que se contaba que se habían producido también actos homosexuales entre hombres.
En esa orgía participaron quince damas y caballeros de la nobleza cortesana, entre ellos algunos parientes muy cercanos del emperador Guillermo II. Y también Aribert y el mayordomo mayor de la corte.
Después de que el hermano de Charlotte encontrara la muerte en un duelo prohibido y de que la fortuna familiar se dilapidara en los pleitos judiciales que tuvieron lugar a continuación, las opciones de Charlotte de una boda en Berlín conforme a su posición social se habían esfumado. Sin embargo, a su ingeniosa madre se le ocurrió casarla en las colonias de ultramar, y por ese motivo respondió a un anuncio desde allá. Pero si bien los padres de Charlotte habían albergado la esperanza de que aquel escándalo no llegara a conocerse en las colonias, podía ser que Maria von Imkeller hubiera tenido noticias y las hubiera difundido. Al fin y al cabo, era evidente que el juez estaba al corriente; no obstante, Fanny estaba segura de su discreción, cosa que n o podía afirmar m esperar en absoluto de Maria von Imkeller.
Fanny sabía que Charlotte quería a su hermano con adoración. «Debería tener preparadas algunas anécdotas sobre Aribert, historietas divertidas de cuando niños de las que nadie puede saber si son ciertas o no.» Y a Ludwig seguramente le gustaría que ella se aprestara al humor de la gente de Windhuk.
Haciendo caso omiso del consejo de su madre, Charlotte había contado a Ludwig toda la verdad sobre el escándalo, y este no se había mostrado especialmente preocupado, cosa que ella interpretó como una prueba de su noble carácter. Sin embargo, Fanny estaba entretanto segura de que el escándalo no tenía apenas importancia para Ludwig porque deseaba emparentarse a toda costa con la antigua nobleza alemana. En las largas noches del viaje a Windhuk, él le había contado lo mucho que anhelaba poseer una granja extensa. Y una noche, poniendo una sonrisa de oreja a oreja, le confesó que el mayor de sus deseos era engendrar con Fanny muchos varones fornidos para el emperador. Se disculpó inmediatamente por haber expresado semejantes pensamientos indecorosos delante de su novia, y no quedó satisfecho hasta que Fanny le aseguró por activa y por pasiva que no había nada que perdonar.
Fanny extrajo del baúl de Charlotte el vestido de novia cerrado hasta el cuello y lo extendió sobre su cama. Era mucho más sencillo que el que habría elegido ella. Además, por desgracia, el vestido era negro porque la madre de Charlotte había afirmado que con ese color sería más útil en las colonias. A pesar de todo combinaba con un velo blanco. Al principio le quedaba a Fanny muy amplio por la cadera, pero tras los arreglos que le hizo le quedó a medida. El vestido tenía una pequeña cola y desde el talle hacia abajo estaba adornado con cintas de encaje de Bruselas. El ceñido delantal era de seda gruesa con flores estampadas; la parte superior con varias capas de crepé de China, el estrecho canesú estaba ahuecado con encaje de tul blanco plisado. Lo único extravagante en el vestido eran las amplias mangas que se iban estrechando hacia las muñecas y que estaban completamente cubiertas de azabaches que crecían como flores en ellas. A Fanny, esas perlas le recordaban una vestimenta de luto, y le pareció extraño que se hubiera decorado un traje de novia de esa manera. Miró con admiración su pulsera de abalorios que, en comparación, producían el efecto de unos fuegos artificiales llenos de color.
Con un mal presentimiento en el estómago se dispuso a ponerse las enaguas demasiado cálidas para su vestido de novia y se preguntó cómo transcurriría su matrimonio con Ludwig. ¿Sería oscuro y calmado o lleno de color y fogoso? ¿Cuál habría sido la opinión de Charlotte al respecto?
Después de fijar el velo blanco en su melena, echó una última mirada en el espejo y se encontró pálida. Muy pálida. A continuación descendió por la escalera para aclarar con Ludwig y el juez los trámites necesarios para su enlace matrimonial porque Ludwig había exigido unas capitulaciones matrimoniales.