Capítulo 23
El terror se entreteje
El tren hacia Londres iba relativamente lleno y, mientras avanzábamos hacia el sur bajo el sol de la mañana, encontré un asiento junto a la ventana en un compartimento de primera clase. Allí me quedé contemplando el paisaje. Los cristales helados de las ventanillas del tren añadían otra dimensión invernal a la inmensa extensión blanca del otro lado. Estaba muy agitado.
No paraba de pensar en el aprieto de nuestra clienta y de su hijo. Fuera lo que fuera lo ocurrido en el 221B, sin duda había producido daños, aunque aún quedaba por descubrir a qué o a quién. Como sucedía con frecuencia cuando investigábamos un caso, llevaba conmigo mi bolsa médica.
Necesitaría toda mi fuerza y mi concentración para la tarea que tenía por delante. De nuevo intenté descansar y me sobrevino el sueño. No me desperté hasta que el tren llegó a Euston.
Sin embargo, mientras yo dormía, mi amigo se encontraba muy activo, otra muestra más de su legendaria energía cuando tenía un caso entre manos. Me apartaré aquí de mi narración habitual para relatar lo que hizo Sherlock Holmes en las siguientes horas, tal y como él me lo contó a mí después.
Tras dejarte en la estación, Watson, recuperé mi maleta y me transformé rápidamente en un trabajador escocés, pelirrojo y con barba. Si los rumores eran ciertos y estaban empleando a huérfanos en el telar del conde, necesitaba pruebas. Y, si esos eran los niños cuyos cuerpos fueron descubiertos más tarde, los mismos que aparecían en las horribles fotografías que nos proporcionó Mycroft, entonces no había tiempo que perder.
Los acontecimientos que rodeaban a aquel extraño y privilegiado conde escondían más de un misterio por resolver. No podía dejar de pensar que la desaparición de Emil, los niños desaparecidos, la estatua robada y los dos recientes asesinatos estaban relacionados de algún modo. El secreto se escondía en Clighton, pero las dos personas que más luz podrían arrojar sobre el asunto, lady Pellingham y el intermediario Pomeroy, habían muerto. Hasta que no pudieran atrapar al conde in fraganti recibiendo la Nike, seguiría fuera de nuestro alcance.
Necesitábamos más pruebas, más datos. Si nuestras sospechas sobre el maltrato infantil eran ciertas, los visitantes en el telar no serían bien recibidos. Sin embargo, haciéndome pasar por el humilde y hambriento «Bill MacPherson», desesperado por encontrar trabajo y dispuesto a que lo explotaran, enseguida me permitieron pasar para solicitar el empleo. Con la gorra en la mano, y convenientemente intimidado, me encontré en una antesala situada frente al despacho del capataz, esperando a ser entrevistado.
Sentado en un banco de madera en aquella sala de espera polvorienta, pude ver parte de un despacho más lujoso a través de una puerta abierta. Una segunda puerta daba a una inmensa zona de trabajo, y pude atisbar la amplia colección de maquinaria compleja.
Se trataba de una admirable muestra de brazos mecanizados que giraban, separaban, enrollaban y tejían los coloridos hilos para crear las lujosas telas que, a juzgar por el sudor de los hombres y mujeres que manejaban dichas máquinas, pronto adornarían los cuerpos de los adinerados de todo el mundo.
Pero, ¿a costa de cuánto sufrimiento humano? Me estremecí al ver a aquellos esclavos de las máquinas corriendo para alimentar, pedalear, empujar, tirar, enhebrar y, francamente, cuidar de aquellos aparatos infernales a una velocidad que agotaría a cualquier atleta. El trabajo requería una repetición mecánica e insensibilizadora para la que el cerebro humano nunca fue diseñado.
Preferiría estar en la prisión de Pentonville, mi querido Watson, antes que trabajar en aquel telar. El rugido de aquella enorme habitación se filtraba hasta la pequeña sala donde yo me encontraba, y el ritmo de las máquinas hacía temblar incluso las tablas de madera del suelo.
Si había niños trabajando allí, desde mi posición no se veían. Probablemente los tendrían escondidos. Antes explotaban a los niños hasta agotarlos, los alojaban en buhardillas heladas y les negaban la educación; los trataban básicamente como a esclavos. Pero eso ahora es ilegal. Los niños en edad escolar solo pueden trabajar a media jornada y reciben educación una parte del día. Pero allí, en mitad del campo y bajo la nube de inmunidad que parecía envolver al conde, cualquier cosa era posible.
Tenía que encontrar a los niños y hablar con ellos. Abandoné el banco en el que me habían ordenado esperar y entré a la sala principal. Allí pasé desapercibido durante varios minutos, pues los hombres y mujeres estaban absortos en sus ocupaciones con aquellas máquinas hambrientas.
Llevaban el pelo recogido con cintas o gorros, y la ropa ajustada a la altura de los brazos y las piernas, o enrollada para evitar de ese modo cualquier enredo fatal, o cualquier retraso en la producción, Dios no lo quisiera. Pese a las gélidas temperaturas del exterior, el calor de los cuerpos apretujados allí y de las máquinas en funcionamiento hacía que la atmósfera fuese húmeda y sofocante.
Mientras caminaba por un pasillo central, observé las caras pálidas de aquellos esclavos de la maquinaria. Una joven de no más de veinte años corría de un lado a otro frente a una fila de madejas que desenrollaban el hilo trenzado y lo enrollaban en unas bobinas. La chica corría para no dejar de colocar nuevas bobinas en su lugar. Un paso en falso y podría haberse enredado fácilmente. Mientras yo la observaba, tropezó y soltó un grito, pero enseguida recuperó el equilibrio y siguió corriendo hacia el final.
Junto a ella había un anciano con las muñecas envueltas en unos puños de cuero que suministraba hilo a uno de los telares. En su cara era evidente el dolor, sin duda procedente de las manos.
El sonido era un rugido sordo acentuado por el grito ocasional de algún capataz o miembro del equipo, y el tono oscilaba entre un pitido agudo y los golpes graves de las máquinas. La complejidad de aquel tumulto era suficiente para alterar cualquier oído.
Era una especie de versión mecánica y a vapor del infierno de Sísifo.
Como sabes, Watson, no soy enemigo de la tecnología y el progreso, en teoría; y no necesariamente en la práctica. Por ejemplo, puede que en el futuro haya un teléfono en Baker Street.
Y, siendo sincero, no todos los trabajadores parecían angustiados. Algunos realizan su trabajo con gran facilidad, aparentemente aptos tanto física como mentalmente para sus tareas. Mientras avanzaba entre ellos, me distraje brevemente.
Había leído sobre el telar Jacquard, claro, pero allí pude apreciar de cerca el complejo funcionamiento de aquel invento brillante. Unas tarjetas de cartón perforadas, de aproximadamente ocho por veinticinco centímetros, cosidas entre sí por hilos, iban entrando una por una en una máquina. Cada tarjeta dictaba entonces, por medio de su código, el lugar donde debían ir los hilos de diferentes colores en la urdimbre y la trama de la tela que estaban tejiendo, de manera que creaban patrones de gran complejidad. Un bonito estampado de rojos y azules estaba creándose ante mis ojos, siguiendo las instrucciones mecánicas de las tarjetas perforadas.
Pensé en aquello por un momento. Si un hombre podía emplear aquella tecnología para crear un patrón, pensé, entonces ¿qué otras acciones y procesos podrían mejorarse con una colección de tarjetas llenas de agujeros? ¿Una acción o una decisión complejas podrían descomponerse hasta el punto de lograr escribir un código que las recreara? ¿Para resolver quizá un enigma o un problema matemático que requiriese de múltiples iteraciones y cálculos?
En mi trabajo, las situaciones más complejas con frecuencia se resolvían prestando atención a los pequeños detalles y a su significado global. Pero, si no la deducción, ¿no podría tal vez reproducirse la inducción con materiales inorgánicos que funcionaran a vapor? Tal vez incluso llegasen a simularse el pensamiento y la acción del hombre.
Fascinado con aquellas ideas, estuve a punto de olvidarme del motivo que me había llevado hasta allí. El grito de un niño llamó mi atención hacia un rincón de la habitación. Allí, apartados de los demás, se encontraban cuatro niños haciendo girar la seda en varias filas de bobinas enormes. Hacían pasar los largos hilos entre las bobinas para enrollarlos y darles forma que permitiera tejerlos después. Uno de los niños se había apartado del resto y lloraba con el dedo lleno de sangre.
Un hombre corpulento que se encontraba cerca se volvió hacia el niño, le agarró la mano lesionada y tiró con fuerza de ella para inspeccionarla. Después se inclinó hacia el muchacho con cara de odio.
—Intentabas llamar la atención y escabullirte, ¿verdad? —le dijo con voz cruel—. ¡Eso ya lo veremos!
Se sacó un pañuelo mugriento del bolsillo y, mientras yo contemplaba asqueado la escena, le vendó el dedo con tanta fuerza que el niño volvió a gritar. Empujó al muchacho de nuevo hacia las bobinas de hilo y el chico aterrizó en el suelo.
—Vuelve al trabajo, gusano asqueroso. Hoy no cenarás.
Horrorizado, me dije a mí mismo que, cuando me hubiera ocupado de Boden y del conde, haría que Londres fuese consciente de las condiciones laborales de aquel telar.
—¡Tú! —gritó una voz aguda por encima del rugir de las máquinas—. ¡Tú, MacPherson!
Miré hacia el otro lado del largo pasillo, más allá de las bestias metálicas y ruidosas. El capataz y el empleado que me había pedido que esperase estaban al otro extremo, señalándome con el dedo. Yo me encogí de hombros y quise aparentar que me había perdido.
Pero el capataz hizo un gesto de rabia y por detrás se me acercaron dos trabajadores fornidos. No era el momento de negociar, así que me di la vuelta y salí corriendo.
Al final de la habitación de trabajo había dos puertas. La primera estaba cerrada y, como los hombres estaban cada vez más cerca, abrí la segunda, que daba a unas estrechas escaleras.
Mientras bajaba, los escalones de madera crujían bajo mis pies. Llegué a otra puerta, que estaba cerrada desde mi lado. Quité el pestillo y me apresuré a entrar, sabiendo que podrían dejarme atrapado. Pero la alternativa me parecía mucho peor.
Era una especie de almacén. La habitación, fría y húmeda, estaba llena de fardos de seda salvaje metidos en sacos de lino. Cerré la puerta detrás de mí, coloqué una silla contra el pestillo y busqué una manera de huir. Al otro extremo de la habitación había un ventanuco de cristal sucio y corrí hacia él a través de un estrecho pasillo entre la seda amontonada. Se levantaba el polvo a mi paso.
Mis perseguidores llegaron a la puerta y oí que gritaban y forcejeaban. La silla de la puerta empezó a temblar.
La ventana estaba cerrada. Busqué a mi alrededor algo con lo que romper el cristal y me sorprendió descubrir a un niño pequeño oculto entre las sombras, sentado sobre un montón de mantas raídas, que me miraba con curioso interés. No debía de tener más de diez o doce años.
—Hola —dijo—. Por favor, libéreme.
Continuaban los golpes en la puerta.
El chico levantó un brazo raquítico y descubrí que lo tenía esposado a un aro situado en la pared. Junto a él vi que había otros aros y más mantas deshilachadas mezcladas con paja. Por debajo de una de las mantas asomaba un animal de peluche hecho con un calcetín.
Parecía que allí tenían encerrados a los niños como esclavos. Watson, ya sabes que no soy un hombre sentimental, pero aquello era impensable.
La puerta volvió a temblar y oí que las voces se alejaban.
El niño se quedó mirándome.
—Yo puedo ayudarle —dijo con atrevimiento. Un mechón de pelo castaño y sucio le cubría parcialmente los ojos.
Fuera o no fuera cierto aquello, no abandonaría al niño así. Me acerqué a él y saqué una pequeña ganzúa de mi arsenal habitual.
—¿Te están castigando? —le pregunté.
—Dormimos aquí. Pero hoy sí.
—¿Por qué? —No respondió. En cuestión de segundos ya lo había liberado.
—¿Puedo quedarme con eso? —preguntó tras observar fascinado el proceso.
Regresaron las voces y empezaron a golpear la puerta por el otro lado. Oí que probaban varias llaves. Idiotas.
—Quizá más tarde. ¿Hay otra salida?
Él me sorprendió con una sonrisa.
—Puede.
Un fuerte golpe en la puerta indicó que habían conseguido algo con lo que echarla abajo.
—Este no es momento para negociar.
El niño se quedó callado y siguió mirándome.
—¿Qué quieres?
—Ese aparatito.
—De acuerdo. —Le di una de mis ganzúas.
—Y… algo más.
Se oyó otro fuerte golpe. Estaba dejándome manipular por un niño de diez años.
—¿Qué?
—Lléveme con usted cuando se vaya.
Esa era mi intención de todos modos, pero asentí como si hubiera ganado. Enseguida el chico me condujo a un rincón de la habitación. Allí empujó una enorme caja sobre las piedras del suelo, apartó una lona sucia y dejó al descubierto un tosco agujero en la pared. Me metí detrás de él, apenas cabía por el estrecho pasadizo, y llegué a un callejón exterior.
Estaba bloqueado a ambos lados por unas verjas altas y alambre de espino. El niño señaló una escalera oxidada que llevaba al tejado. Trepó como un mono y yo lo seguí.
Obviamente aquel era un camino que el chico utilizaba mucho. El hielo del tejado inclinado era traicionero, pero logramos atravesarlo bajo la nieve que caía y llegamos a un hueco de casi metro y medio de largo que separaba nuestro edificio del siguiente. Frente a nosotros se encontraba una parte del telar que había sido construida recientemente.
El chico se volvió hacia mí con una sonrisa.
—Entonces, ¿se apunta, señor?
Yo asentí. Él realizó el salto con la facilidad de una liebre y después me miró.
—¿Está seguro? —me preguntó con una sonrisa desafiante.
Para su sorpresa, yo salté con facilidad y me sobró espacio.
—No está mal para ser un viejo —dijo él.
—La vejez es un concepto relativo —respondí.
Una trampilla situada en el tejado daba a otro almacén mayor que parecía ser la sala de envíos. Apiladas había cajas y cajas de tela terminada. Allí el aislamiento era más eficiente y la temperatura de la habitación era soportable.
Nos detuvimos para recuperar el aliento y para calentarnos las manos junto a un conducto de ventilación del que salía un chorro de aire ligeramente más caliente procedente del piso inferior.
El chico me hizo un gesto y yo lo seguí hasta un lugar estrecho y secreto situado tras una pila de cajas, donde había mantas, paja y varios productos de comida. También había libros y revistas, así como restos de cera.
Pero aquel no era el escondite de un niño fantasioso al que le gustaba leer y pensar en soledad. En su lugar, parecía el refugio de un animal salvaje.
Nos sentamos y oímos los gritos de las personas que nos buscaban en la distancia.
—Aquí no nos encontrarán —dijo el chico. Suspiró y sacó un trozo de pan sucio de debajo de un trapo. Tenía moho en uno de los lados. Él arrancó cuidadosamente esa parte, después agarró un pedazo de la otra y comió con ansia.
Nos quedamos mirándonos y él me ofreció un pedazo de pan limpio. Parecía asqueroso, pero el gesto me pareció conmovedoramente generoso.
Lo acepté y sonreí.
—Gracias. —Fingí que daba un mordisco. Al chico no se le escapaba nada y me miró de reojo, así que di un bocado de verdad.
—Freddie —dijo—. Es mi nombre, por si quiere saberlo.
—¿Eres huérfano? —pregunté.
Él se rio amargamente.
—Claro que no. Mi madre vendrá enseguida con el té y los bizcochos.
«Y para protegerte de tus torturadores», pensé yo.
—¿Te sacaron del orfanato Willows? —pregunté.
—¿Quién lo pregunta?
Suspiré sin saber qué hacer. Entonces advertí un ejemplar manchado y manoseado del Anuario navideño de Beeton del año anterior que asomaba por debajo de una manta. Lo reconocí al instante y supe que contenía el primero de tus —y perdóname, Watson— escabrosos relatos sobre nuestras aventuras.
—¿Te gusta leer? —le pregunté.
Él siguió la dirección de mi mirada y escondió la revista.
—Leo a veces —respondió con desconfianza.
—¿Te enseñaron en el orfanato?
—Me enseñó mi madre, antes del orfanato. Te lo preguntaré otra vez. ¿Quién eres?
—Freddie, puede que hayas leído sobre mí. Soy Sherlock Holmes —dije—. He venido para investigar la desaparición de varios niños en este telar. ¿Sabes algo al respecto?
Freddie se quedó mirando hacia donde estaba escondida la revista. Quería creerme, pero no podía.
—Usted no es Sherlock Holmes. No se parece a él.
¡Y tenía razón! Yo seguía siendo «Bill MacPherson, el trabajador». Me quité la gorra y la peluca de pelo rojo y rizado para dejar al descubierto mi pelo oscuro. Después me arranqué las largas patillas y el bigote y me quedé sentado ante él con mi aspecto real. De nuevo el chico se quedó con la boca abierta.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Es usted!
Supongo que tus relatos tienen sus ventajas, Watson.
—¿Qué me dices de los niños desaparecidos? —le insistí—. Date prisa, Freddie. Es hora de irnos.
Una vez abiertas las compuertas, Freddie resultó ser un testigo muy locuaz. Habían desaparecido tres niños, el último un buen amigo suyo. Todos habían salido del orfanato, todos chicos de entre diez y doce años.
El secuestro en sí no había tenido testigos, salvo en el caso del primer niño, y tampoco había quedado claro. Pero Freddie sí que vio a alguien que describió como un «hombre muy grande» a contraluz frente a la puerta de la sala de trabajo principal del telar. Aquel hombre había aparecido en dos ocasiones en la época de las desapariciones. Una de las veces había señalado a Peter, un niño rubio y pequeño, que fue el primero en desaparecer. Lo habían sacado a rastras del telar y, cuando empezó a gritar de miedo, le prometieron un dulce si se portaba bien. Fue la última vez que vieron al pobre Peter.
Entonces hice algo de lo que me arrepiento, Watson. Saqué una de las fotos que llevaba conmigo y se la mostré a Freddie, que se quedó pálido y apartó la mirada, blasfemando para no llorar.
—¿Lo conoces? —le pregunté.
—Es Peter —respondió con un susurro—. Un niño muy simpático. ¿Tiene más fotos de esas?
No debería haberle enseñado ni siquiera aquella. Que Dios me perdone, Watson, pero negué tener más. Se volvió entonces hacia mí con actitud feroz.
—Mataré a quien haya hecho esto —dijo.
—No, Freddie. Se hará justicia. Me encargaré de que sean castigados, te lo prometo —le aseguré—. Ahora necesito que me ayudes. —Le hice algunas preguntas sobre el «hombre grande», pero Freddie no pudo darme ningún otro dato.
—¿Nadie preguntó por los niños que habían desaparecido? —quise saber.
—Yo pregunté una vez por mi otro amigo, Paulie. Por eso me encerraron ahí. Me dijeron: «Sigue preguntando y serás el siguiente».
—Freddie, debemos marcharnos ya —dije—. ¿Sabes cómo salir?
Él asintió y me pregunté por qué no habría huido antes de allí.
—Pero no tengo ningún sitio al que ir, señor Holmes —explicó como si me hubiera leído el pensamiento.
—Eso déjamelo a mí —respondí.
Y así Freddie y yo partimos hacia el pueblo. La temperatura había bajado aún más. Me di cuenta de que la ropa deshilachada del muchacho apenas lograba calentar su escuálida figura, así que me detuve en una pequeña tienda y le compré un abrigo, una bufanda, un gorro, unas manoplas y unos calcetines.
Pero no podíamos quedarnos mucho tiempo en el pueblo. Para entonces, los hombres de Boden ya se habrían enterado de mi engaño en Clighton y de nuestra visita a la prisión, Watson. Pronto averiguarían lo de la fuga del visitante en el telar y relacionarían ambos incidentes.
Lo que tenía que hacer antes de que la red se cerrase sobre mí era ir al depósito de cadáveres a examinar el cuerpo de lady Pellingham. Pero, ¿qué podía hacer con el muchacho?
Entonces recordé la tarjeta del doctor Philo. Caminamos hasta la pequeña casita situada a las afueras del pueblo, donde se encontraban tanto su residencia como su consulta.
Llamé al timbre y abrió la puerta una joven Valquiria, con la melena rubia recogida en un moño a la altura de la nuca y vestida con la falda y el delantal manchado de sangre de una enfermera de la guerra. Se quedó allí de pie con mirada inquisitiva.
—¿Se trata de una emergencia? —preguntó con educación, aunque con un tono que no admitía frivolidades—. Las horas de consulta del doctor han terminado y ahora está descansando.
Freddie se echó a llorar y la mujer se ablandó de inmediato. Annie Philo, pues se trataba de la esposa del buen doctor, se arrodilló frente a él.
—¿Qué sucede, hombrecito? —le preguntó amablemente. Él extendió la mano como si estuviera herido y, mientras la mujer se la examinaba con detenimiento, me guiñó un ojo. ¡Pequeño diablillo!
Apareció el doctor Philo por detrás de su esposa.
—Annie —dijo—, este es el señor Sherlock Holmes, amigo del doctor Watson. Ya te he hablado de él.
Poco después estábamos en la espaciosa cocina de los Philo, agasajados con sopa, té y brandy. Freddie comía como un cachorro hambriento, haciendo ruido al sorber la sopa hasta que lo reprendí con una mirada. Pero nuestra tranquilidad duró poco.
Cuando le pregunté al doctor Philo qué había descubierto sobre la muerte de lady Pellingham, me contestó lo siguiente:
—No me llamaron para que fuera a Clighton. Así que fui al depósito con una excusa y pregunté por las muertes que habían tenido lugar en las últimas veinticuatro horas. No habían recibido ningún cuerpo, salvo el de un viejo granjero que había muerto la noche anterior por congelación. Aquello me sorprendió, pero no tenía sentido insistir. Así que después me fui al cementerio y descubrí horrorizado que había habido un entierro pocas horas antes. Nadie lo admitía, pero vi la tierra removida en una zona donde no había nieve. Cuando no se avisa ni al forense ni al enterrador, uno supone que sucede algo irregular. ¡Señor Holmes, creo que han enterrado a la dama a las tres de la tarde!
Al recibir aquella información, experimenté una urgencia con este caso que no me permitiría descansar tranquilo. Les dije al doctor Philo y a su esposa que partiría hacia el cementerio en cuanto oscureciera, y allí desenterraría el cuerpo de lady Pellingham y descubriría la verdad sobre su asesinato. Por suerte no había sido incinerada.
El doctor Philo me entendió por completo.
—Iré con usted —se ofreció—. La tierra estará helada y será difícil removerla.
Su esposa le puso una mano en el brazo.
—Nada de eso, Hector. Tienes que pensar en tu familia y, si atrapan al señor Holmes, podrían colgarlo por esto.
—¡Pero la dama…! ¡Ha de hacerse justicia! —exclamó él.
—No —intervine—. No permitiré que nadie me acompañe. Pero, si no he regresado por la mañana, escriban a mi hermano a esta dirección con el mensaje que hay dentro.
Llegado a este punto, Holmes me permitió interrumpirlo y respondió:
—Lo siento, Watson, no podía esperarte. Tenía que hacerlo de inmediato y aprovechando la oscuridad. Y sí, es cierto: si hubieras estado conmigo, las cosas tal vez hubieran sido diferentes. Pero déjame acabar…
Lo hice y él continuó con su relato.
—El doctor Philo salió a buscarme la pala y la ganzúa que necesitaría, así como un chubasquero y unas botas. Cuando Freddie se quedó dormido junto al fuego, la señora Philo lo tapó con una manta y se acercó a mí. «Lo siento», me dijo. «Pero espero que lo entienda».
«Sí, observo que está embarazada».
«¡Dios mío!», exclamó. «¿Cómo lo ha sabido? ¡Ni siquiera se lo he dicho a Hector todavía!».
«Hay ruibarbo sobre la mesa, magnesio allí y naranjas fuera de temporada en el alfeizar de la ventana. Supongo que tiene náuseas matutinas», respondí.
«Oh… bueno, es evidente ahora que lo menciona», dijo ella. Como de costumbre, Watson, cuando desvelo mis métodos, parecen triviales.
«Su secreto está a salvo conmigo, señora Philo. En cualquier caso, no permitiría que viniera conmigo. Este es mi trabajo. Pero sí que me gustaría descansar un poco antes de que anochezca. ¿Tiene sitio?».
Mientras Annie Philo me preparaba una cama improvisada en el sofá del estudio, me quedé mirando por la ventana. Se había levantado viento y estaba nevando ligeramente. Habría tormenta por la noche y sabía que tenía por delante un gran desafío. Me preocupaba la idea de remover la tierra helada y esperaba poder estar a la altura.