Capítulo 10

 

La historia de Mademoiselle

Dormimos unas horas en dos de las diversas chaise longues del apartamento de Lautrec. A juzgar por la rapidez y precisión con que su doncella preparó las mantas y los cojines, era evidente que no éramos los primeros aventureros que descansaban en aquel salón de maravillas. Pero el cansancio hizo que la novedad durase poco.

Por la mañana nos sirvieron café y cruasanes. Después, a pesar de haber declarado su confianza en Holmes, nuestra clienta volvió a insistir en que Vidocq viniera con nosotros a Londres. Al contrario que la noche anterior, Holmes accedió sin muchas objeciones.

Yo me despedí agradecido del doctor Bourges, recogí nuestras pertenencias del hotel y, en el taxi de camino a la Gare du Nord, le pregunté por qué.

—Hay que tener cerca a los amigos y más cerca a los enemigos —respondió Holmes con una sonrisa—. Nos seguiría hasta allí de todas formas. Así al menos podremos tenerlo vigilado.

Poco después estábamos camino de Londres en un vagón privado de primera clase.

Atravesábamos el paisaje helado a toda velocidad. Mientras Vidocq dormitaba contra la ventanilla de nuestro compartimento, Holmes siguió interrogando a nuestra clienta en relación al conde.

—Mademoiselle, cuénteme las circunstancias que rodearon a su breve relación con el conde. Cualquier detalle podría ser importante; no se deje nada. Tenía dieciocho años, ¿verdad? ¿Dónde trabajaba?

La dama vaciló y se cubrió los hombros con una suave manta de lana que llevaba. Su rostro adoptó una expresión de añoranza al empezar a relatar sus inicios en París.

—Llegué desde Provenza —dijo—, desde el pequeño pueblo de Eze. Tenía una carta de presentación y empecé a trabajar como modelo en la École des Beaux Arts. Poco después empecé a posar para artistas privados en el Barrio Latino, donde conocí a Degas, Rendir y, más tarde, a Lautrec. A mí me gustaba la música y quería ganarme la vida como cantante —continuó con una sonrisa—. Gracias a un pequeño grupo de escritores llamado Les Hydropathes, recibí una invitación para cantar en una de sus veladas. Desde ese momento empecé a cantar en varios cabaré, mientras seguía trabajando como modelo.

A medida que continuó con su historia, supimos que lord Pellingham había visto a mademoiselle La Victoire una noche en uno de esos pequeños cabaré. El guapo conde se encontraba viajando de incógnito por Europa, al parecer en un rapto alcohólico disfrazado de viaje para adquirir obras de arte, y se lo había ocultado a todos; incluyendo a sus compañeros de la Cámara de los Lores y a los miembros de su familia.

Yo me abstuve de decir que probablemente la cantante hubiera sido su «adquisición» más importante.

Tras su representación, mantuvo con el conde —al que ella conocía como «conde Wilford»— una breve relación que duró tres días y tres noches felices refugiados en el Grand Hôtel du Louvre. Allí cortejó a la joven con vino y comida, haciéndole creer que estaban destinados para tener un brillante futuro.

La joven cantante estaba en el paraíso. Se creía cortejada por un miembro de la realeza, pero, la tercera mañana, mientras el conde dormía los efectos del champán de la noche anterior, llegó una carta en una bandeja de plata que ella recibió en su suite.

Su amante seguía durmiendo, así que, llevada por la curiosidad, ella la abrió. Era un asunto de negocios urgente relacionado con una crisis en una de las propiedades más grandes del caballero, una fábrica de seda cerca de la finca familiar de Lancashire. Hablaba de la inquietud de un trabajador y de desafíos financieros. Pero eso no era todo. También revelaba detalles de su vida que la dejaron helada. El conde Wilford era en efecto un noble, pero en realidad se trataba de lord Pellingham, de nombre Harold Beauchamp-Kay, coleccionista de arte, personaje importante de la Cámara de los Lores y, lo más sorprendente, estaba casado.

Su esposa americana, Annabelle, había caído enferma y le pedían que regresara a su casa de Lancashire de inmediato.

Al leer esa carta y darse cuenta de que había estado albergando falsas esperanzas con un hombre casado, además de famoso, la joven volvió a guardarla en el sobre, recogió sus cosas y desapareció entre la neblina de París antes de que amaneciera.

Deambuló por Montmartre durante cuatro días, destrozada por la mentira y furiosa consigo misma, pues había abandonado su trabajo como cantante en el cabaré con la clásica esperanza romántica de casi cualquier joven hermosa y pobre del mundo; la esperanza de que sería rescatada por un miembro de la realeza y conocería otra vida que era aquella a la que estaba destinada. Solo tenía dieciocho años y podía perdonársele aquel sueño ingenuo.

No supo nada de Pellingham en los días siguientes e intentó sacárselo de la cabeza.

La contrataron en otro cabaret, y su talento y belleza volvieron a convertirla en el centro de atención. Sin embargo, transcurrido un mes, se dio cuenta de que estaba embarazada, pero lo disimuló creando un atuendo compuesto por un sinfín de pañuelos de seda de colores que ocultaban sus curvas. Fue entonces cuando se ganó el apodo de la Déesse des Mille Couleurs, o la diosa de los mil colores. Desde entonces los pañuelos habían sido su seña de identidad.

Tras descubrir que estaba embarazada, mademoiselle La Victoire escribió a lord Pellingham, pero no obtuvo respuesta. Escribió una segunda y una tercera vez con el mismo resultado.

Nueve meses después, en casa de un amigo en Montmartre, dio a luz a un bebé al que llamó Emil. Fue un parto difícil, pero el bebé estaba sano y era guapo.

Holmes había escuchado la historia con paciencia. Pero, llegados a ese punto, se inclinó hacia delante con gran interés.

—¿Cómo llegó exactamente al acuerdo de entregarle el bebé al conde? —preguntó.

—Dos semanas después de que naciera Emil —dijo la dama con brillo en la mirada al recordarlo—, apareció un hombre llamado Pomeroy.

—Descríbalo.

—Moreno y, cómo dicen ustedes, fornido. Un inglés con antepasados franceses que se dirigió a mí en francés. Dijo que era un socio cercano de lord Pellingham. Tenía una oferta que hacerme. Oh, me arrepiento de…

—Describa la oferta con exactitud.

—Lord Pellingham adoptaría a Emil y lo criaría en la finca como si fuera suyo, con su esposa americana, Annabelle. Nuestro hijo tendría todas las ventajas y heredaría la finca al morir lord Pellingham. Pero había condiciones.

—Naturalmente. ¿Cuáles eran?

—Yo no podía decírselo a nadie. Debía parecer que mi bebé había muerto. Tenía que firmar un papel, un papel legal. No recibiría ningún dinero. Pero, mediante sus contactos en París, lord Pellingham me abriría las puertas para cantar y actuar en toda Europa.

—¿Y así fue?

—Me gusta pensar que no le hizo falta hacerlo.

—Claro que no; su talento es indiscutible —advertí yo.

Ella sonrió, pero su sonrisa se esfumó con rapidez y continuó con su relato. Como había mencionado antes, podría ver a Emil una vez al año, en Navidad, en Londres, con unas condiciones específicas e inmutables.

Holmes le pidió más detalles.

El encuentro navideño tenía lugar cada año en el salón de té del hotel Brown’s y, a medida que la veía describir la escasa hora que pasaba con el chico durante los años, sentí que se me rompía el corazón. Ella había sido presentada como una amiga de la familia. Cada año le llevaba al muchacho un pequeño regalo, normalmente algún bonito juguete hecho a mano: en una ocasión un teatro de juguete; luego, un caballo tallado a mano que a Emil le había encantado y que se había convertido en su juguete favorito.

Emil parecía responder a su madre y a sus regalos con un agradecimiento sensible y ella juraba que había un vínculo entre ellos, aunque siguiera siendo tácito. El chico, como habían acordado, nunca sabría la verdadera relación que tenían.

Holmes había escuchado esa descripción con los ojos cerrados, recostado en su asiento. Entonces los abrió y miró a mademoiselle La Victoire con curiosidad.

—Parece inteligente. ¿Qué le hizo confiarle su hijo a un hombre que le había engañado de manera tan cruel? —preguntó Holmes.

Ella hizo una pausa.

—Fue el instinto. Sentía, no sé por qué, que aquello era lo mejor para Emil. Y al principio lo parecía. Emil era un niño feliz.

—¿Por qué habla en pasado?

—Por… ninguna razón.

—¿La Navidad pasada no advirtió nada inquietante en la actitud del niño? ¿Intranquilidad? —preguntó Holmes.

—No —respondió la dama, confusa.

—¡Piense! ¿El niño se mostraba distante, sombrío? ¿Había cambiado en algo?

—No vi nada raro —dijo mademoiselle La Victoire—. Salvo que… salvo que al marcharse me miró. Yo vi las lágrimas. Nunca antes había llorado.

Holmes exhaló con fuerza.

—¿Y usted no hizo nada?

A la mujer se le humedecieron los ojos.

—Pensé que tal vez me hubiese echado de menos.

Holmes no dijo nada, pero yo sentí que su mente se había puesto en marcha. Giró la cabeza y se quedó mirando por la ventanilla. La campiña inglesa pasaba ante nosotros como un borrón blanco azulado. La nieve se había convertido en aguanieve y, aunque nuestro compartimento estuviera climatizado, yo sentía el frío que se colaba por las ventanas.

Vidocq se levantó y se ausentó brevemente del compartimento. Holmes aprovechó la oportunidad y se inclinó hacia delante para hablar en voz baja.

—Una última cuestión, una simple conjetura. ¿Sigue creyendo que su hijo está vivo?

—Así es —respondió ella sin dudar—. Estoy tan segura de ello como lo estoy de su palabra, señor Holmes.

Hizo una pausa.

—Por favor. He cometido errores terribles, sé que usted lo piensa. Pero no puedo encontrar a Emil yo sola. Necesito su ayuda, señor Holmes.

—Y por eso estamos a su servicio Watson y yo.

—Ahora yo tengo una pregunta para usted —dijo ella—. Aún no me lo ha explicado. ¿Por qué Londres?

—No creo que el niño esté en la ciudad —respondió él—. Pero sí creo que está en Inglaterra. Quien tenga a Emil podría querer asegurar su custodia. Sería muy difícil de lograr en otro país. En cuanto a Londres, hay muchos curtidores allí. Creo que cabe la posibilidad de que a Emil se lo haya llevado alguien que lo aprecia, pero porque corre peligro por alguna razón. Por eso hemos de ir con cuidado, para no conducir la amenaza hacia él.

—Entiendo. Pero, ¿quién o por qué?

—Tenemos mucho por descubrir. Pero creo que el peligro es real. Tengo que pedirle una cosa.

—Cualquier cosa que sea de ayuda —respondió ella.

Holmes le dirigió una mirada particularmente penetrante.

—No debe permitir que sus sentimientos hacia Jean Vidocq interfieran en nuestra investigación —dijo él sin dejar de mirarla atentamente.

La cara de mademoiselle La Victoire se convirtió en una máscara perfecta. Como artista, tenía la asombrosa habilidad de ser transparente un instante y opaca al momento siguiente.

—Claro que no —aseguró finalmente.

Después sonrió. Y de inmediato el compartimento se volvió más cálido.