Capítulo 20
La sirvienta
Minutos más tarde estábamos de vuelta en nuestros aposentos, con la puerta cerrada por dentro. Holmes se levantó de la silla como un proyectil y, retorciéndose las manos, comenzó a dar vueltas de un lado a otro.
—¡Soy idiota! —murmuró—. ¡Esto es un desastre! Quieren inculpar a Pomeroy. ¡Tengo que entrar en esa habitación!
—¡Holmes, tus zapatos! —exclamé yo.
Se detuvo, confuso. Entonces se los quitó sin dudar.
—Gracias, Watson. —No sería conveniente que las suelas de los zapatos de un hombre paralítico estuvieran desgastadas. Y debía mantener la farsa hasta que arrestaran al conde. Siguió andando solo con las medias.
—¡Maldita sea! ¡Necesito echar otro vistazo al cuerpo!
—No podemos arriesgarnos, Holmes —dije yo.
—¡Si hubiera tenido treinta segundos más, ya sabríamos quién es el asesino!
—¿Crees que no fue el conde?
—¡Datos! ¡Datos! ¡No tenemos todo lo que necesitamos! ¡Si ha sido el conde, entonces debemos tener pruebas irrefutables!
Gruñó exasperado. Después se dejó caer sobre una silla y se quedó mirando el débil fuego que ardía en la pequeña chimenea, frotándose el pecho y con cara de cansancio y de dolor. La habitación se enfriaba con rapidez. Habían permitido que el fuego se extinguiera.
Él estaba agotado y yo también.
—Holmes, vámonos a dormir. No hay nada que podamos hacer a estas horas.
—La noche aún no ha acabado, Watson. Alguien debió de advertir la alianza de Pomeroy con lady Pellingham. Fueran cuales fueran las fuerzas que se pusieron en contra de la dama, su asesino o no, ahora conspiran para quitarlo a él de en medio.
Llamaron a la puerta y los dos dimos un respingo.
—¿Quién es? —pregunté yo mientras Holmes corría a sentarse en su silla de ruedas.
Era Nellie. La sirvienta rubia que Holmes había visto a nuestra llegada estaba pálida por el miedo y tenía las mejillas manchadas por las lágrimas. Le permití pasar y cerré la puerta tras ella. Se quedó de pie ante nosotros, temblando e incapaz de hablar. Holmes se le acercó y le estrechó las manos con ternura.
—El señor Pomeroy te envía aquí, ¿verdad? Y te llamas Nellie, ¿no es cierto?
Ella solo pudo asentir con la cabeza.
—Sé que eres la novia del señor Pomeroy —dijo Holmes con suavidad—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—El señor Holmes, ¿verdad? —preguntó ella.
—Ah, de modo que te lo ha dicho —Holmes me dirigió una mirada de frustración y se levantó de la silla—. ¿Qué sucede?
—Freddie —respondió Nellie—. ¡Él no ha sido!
—Eso pensaba yo. Pero, ¿puedes demostrarlo?
—No ha podido ser mi Freddie. Estaba conmigo cuando la señora ha gritado. ¡Conmigo! —sollozó.
—¿A quién se lo has dicho?
—Solo a Janie, la chica que friega en la cocina. Bueno, no se lo he dicho. Ella también nos ha visto.
—¿Por qué no decírselo a Mason? —preguntó Holmes.
—Freddie dice que no debíamos contarle a nadie lo nuestro. Perderíamos nuestro trabajo.
—Cualquier idiota se daría cuenta de que vosotros… da igual. Pero, ¿quién es ese «Dickie» y por qué iba a mentir sobre la presencia de Pomeroy en la biblioteca?
—A Dickie yo antes le gustaba. Pero Freddie y yo… y entonces Freddie lo acusó de haber robado una botella de oporto, así que ya ve… —Se detuvo y comenzó a sollozar con fuerza.
—Claro —dijo Holmes—. Entiendo. Cálmate. Me encargaré de que se haga justicia. Mañana expondré tus pruebas.
—¡Esta noche! ¡Debe hacerlo esta noche, señor! —Sus sollozos aumentaron de volumen.
Holmes levantó las manos con frustración.
—Watson, encárgate de esto. —Se apartó y comenzó a caminar de un lado a otro.
Yo agarré a la muchacha por los brazos y la mantuve en pie.
—Nellie, has de tener valor. —Le di una palmadita en la mano—. Debes entender que las leyes llevan un proceso. El señor Holmes es muy bueno en su trabajo. Él se encargará de que tu joven amor sea exonerado.
—¿Sea qué?
—Se encargará de que quede en libertad. Te lo prometo. Pero debes guardar nuestro secreto.
Ella asintió con la cabeza. Yo le sequé las lágrimas y permití que se marchara. Me sentía inquieto y me volví hacia mi amigo.
—Holmes, me preguntaba si habría llegado el momento de revelar nuestras identidades y unirnos a la investigación.
—No hasta que entreguen la Nike —respondió él y se volvió hacia mí—. Apuesto a que sucederá por la mañana de igual modo, a pesar de este desafortunado incidente.
—No creo que el conde pudiera…
—No subestimes la obsesión de un hombre. La entrega se realizará como estaba planeada.
—Pero, ¿qué pasa con Pomeroy? ¿Crees lo que dice la chica?
—Sí. Estoy seguro de que a Pomeroy le han tendido una trampa —dijo Holmes.
—¿Cómo lo sabes?
—Por la bandeja de plata.
—¿Qué pasa con ella?
—No estaba presente en la habitación en el momento del asesinato.
—¡Si has estado en la habitación menos de un minuto! ¿Cómo puedes saber…?
Holmes me hizo callar con una mirada.
—Dado que la han puesto allí después, y no en nuestra presencia, ha debido de llevarla alguien después de que nosotros abandonáramos la habitación. Solo Dickie ha entrado en la habitación después de que se vaciara.
Yo no dije nada. Por supuesto, él tenía razón.
—Es posible que hayan cambiado alguna cosa más. Ahora, Watson, debo pedirte que hagas algo. —Vaciló antes de seguir—. Es peligroso.
—¿Qué necesitas, Holmes? Sabes que estoy preparado.
—Vuelve abajo. Tienes que acceder al cuerpo y examinarlo.
—Jamás me permitirían acercarme al cuerpo. Probablemente ya se lo hayan llevado.
—¡Debes intentarlo! ¡Hazlo en secreto si no te queda otro remedio! La puñalada era post mortem, de eso estoy seguro; había muy poca sangre.
—Estoy de acuerdo. ¡Y su cara!
—Exacto. Los ojos y la lengua indican o veneno…
—… o estrangulamiento —conjeturé yo.
—Eso es. Debo saber cuál de las dos cosas. Tengo que volver a la biblioteca. ¡Maldita silla y maldita farsa! —Golpeó la silla con frustración.
—Holmes, cálmate. Yo puedo ser tus ojos y tus oídos. —Me dispuse a marcharme, pero me di la vuelta preocupado—. No se te ocurrirá aventurarte por la casa tú solo mientras yo hago esto, ¿verdad, Holmes? Porque te descubrirían sin duda.
—¡No soy idiota! —respondió él—. Lo siento. Te lo prometo. No daré un paso más allá de esa puerta. Cuenta con ello.
—Quiero que me des tu palabra.
Suspiró resignado.
—Tienes mi palabra. Y ten mucho cuidado, Watson. El asesino podría seguir en la casa.
Tras consultar brevemente los planos de Holmes, regresé a la biblioteca utilizando nuestro camino de antes. Con el arresto de Pomeroy, casi todos los empleados se encontraban compungidos y no quedaba casi nadie deambulando por la casa. Pero la biblioteca estaba cerrada por ambos extremos.
Forzar la cerradura no era una opción. Sin duda tendrían a alguien velando a la pobre lady Pellingham. Y ofrecer mis servicios no me conduciría a ninguna parte, de eso estaba seguro. Aquel era un plan sin sentido impropio de Holmes.
Después probé suerte en la cocina y lo único que conseguí fue la leche con galletas que había utilizado como excusa y la información de que el forense, llamado Hector Philo, también era el médico del pueblo y que estaba ocupado con un parte difícil, de modo que no podría acudir a llevarse el cuerpo hasta por la mañana.
Mientras tanto, habían llevado el cuerpo de lady Pellingham a la alacena, que era un lugar muy frío y estaba protegido por dos sirvientes. También me dijeron que Pomeroy había sido encarcelado y que Dickie no estaba por ninguna parte.
Regresé con cuidado a nuestros aposentos, crucé el umbral de la puerta y la cerré tras de mí con gran alivio.