Capítulo 3
Conocemos a nuestra clienta
Resultó que nos vimos obligados a pasar la noche en Dover, compartiendo una habitación estrecha en un hotel abarrotado de viajeros que habían sufrido retrasos debido a las tormentas. Holmes se había aventurado brevemente en la ventisca y había enviado varios telegramas, incluyendo uno para mademoiselle La Victoire. Ahora nuestra clienta nos esperaba a las once de la mañana en su apartamento.
Abandonamos la Gare du Nord, recorrimos las calles cubiertas de nieve, pasando frente a hileras de árboles de los que colgaban témpanos de hielo, y fuimos encaminándonos hacia las colinas de Montmartre. Allí se encontraba uno de los bistros favoritos de Holmes, el Franc Buveur, donde podríamos pasar la hora antes de ir a encontrarnos con nuestra clienta. Aún era pronto y a mí me apetecía un café y tal vez un bollo, pero Holmes nos pidió a los dos una bouillabaisse provençal. Resultó ser un guiso de pescado de Marsella sustancioso y sabroso que, al parecer, estaba disponible a cualquier hora en aquel establecimiento. Era quizá algo extremo para mi gusto, pero me alivió ver que él lo devoraba con placer.
Me propuse regresar con mi amigo a París siempre que advirtiera que su delgada figura se volvía peligrosamente flaca. Nunca me ha agobiado ese problema, pero, a mis treinta y cinco años sabía que, en mi caso, era conveniente tomar precauciones en el sentido contrario.
Recorrimos el camino entre calles en curva repletas de árboles hasta la dirección de mademoiselle la Victoire. Aquella parte de Montmartre gozaba de una tranquilidad casi rural que contradecía su proximidad a la conocida vida nocturna de la zona. Había alguna parcela vacía y jardines cubiertos de nieve ubicados entre las casas antiguas. Por detrás asomaban los molinos, un poco más allá de las calles por las que pasábamos.
Nos acercamos a un elegante edificio de tres plantas con delicadas rejas en las ventanas, llamamos al timbre y, poco después, nos encontrábamos en el tercer piso frente a una puerta pintada de un inusual tono verde oscuro. Una aldaba de latón profusamente decorada nos invitaba a usarla. Llamamos.
Abrió la puerta una de las mujeres más hermosas que he visto jamás. Chérie Cerise, de nombre Emmeline La Victoire, se encontraba ante nosotros con una bata de terciopelo del mismo verde oscuro, que acentuaba a la perfección sus ojos sorprendentemente verdes y su melena castaña. No fue solo su belleza física lo que llamó mi atención, sino una extraña cualidad que proyectaba la dama; una chispa de inteligencia acompañada de un atractivo femenino que casi me dejó sin respiración.
Sin embargo tenía bolsas bajo los ojos y una evidente palidez que daba fe de su dolor y de su preocupación. Nos miró a los dos y registró cada detalle en un instante.
—Oh, monsieur Holmes —dijo dirigiéndole una sonrisa a mi acompañante—. Qué alivio. —Se volvió para mirarme con una calidez radiante. Yo me sonrojé sin ningún motivo en absoluto—. Y usted debe de ser el más maravilloso amigo del señor Holmes, el doctor Watson, ¿verdad? —Estiré la mano para estrechar la suya, pero, en su lugar, ella se inclinó para darnos a Holmes y a mí dos besos en las mejillas, al estilo francés.
Desprendía el mismo aroma delicioso que su carta, el perfume Jicky, como lo había llamado Holmes, y tuve que hacer un esfuerzo considerable por no sonreír de oreja a oreja. Pero estábamos allí por un asunto muy serio.
—Mademoiselle, estamos a su servicio —le dije.
—Madame —me corrigió ella—. Merci. Gracias por venir tan deprisa. —Su encantador acento francés no hacía sino aumentar su atractivo.
Poco después estábamos sentados frente a una pequeña y alegre chimenea en el salón de su suntuoso apartamento, decorado al estilo francés con tonos tostados y crema, techos altos, una alfombra oriental de colores claros y muebles tapizados con seda a rayas sutiles. Resaltaban en aquel entorno tan neutro varios ramos de flores frescas, caras en aquella época del año, y una colorida selección de pañuelos de seda desperdigados por la estancia. Nuestra clienta era una mujer de gustos sofisticados.
Se disculpó por la ausencia de sirvientes y ella misma nos sirvió una taza de café caliente.
—Mi marido regresará pronto —dijo—, Y la doncella, con la compra.
Holmes suspiró.
Mademoiselle La Victoire se quedó mirándolo.
—Es cierto; no había mencionado a mi marido.
—Usted no está casada —declaró Holmes.
—Oh, sí que lo estoy —comenzó a explicar la dama.
Holmes masculló algo y se puso en pie de manera abrupta.
—Vamos, Watson. Creo que nuestro viaje ha sido una pérdida de tiempo.
La dama se levantó de un salto.
—¡Monsieur Holmes, non! ¡Se lo ruego!
—Mademoiselle, usted no está casada. Si desea mi ayuda, necesito que sea absolutamente sincera. No me haga perder el tiempo.
Ella hizo una pausa, pensativa. Yo me levanté con reticencia y Holmes alcanzó su sombrero.
—Siéntese, por favor —dijo ella finalmente, sentándose también—. Estoy de acuerdo. El asunto es urgente. Pero, ¿cómo lo sabía?
Yo me senté, pero Holmes permaneció de pie.
—Dice tener marido y su nombre aparece en varios artículos sobre usted. Y sin embargo nunca se le ve y nadie sabe cómo es. Mis pesquisas han revelado que nadie lo ha visto. Y ahora, en su apartamento, advierto muchos toques femeninos, no masculinos; los pañuelos tirados sobre el respaldo del único sillón que sería suyo si existiera, los libros situados en la repisa de la chimenea, la ausencia de parafernalia para fumar, salvo por el estuche de sus cigarrillos —dijo señalando un pequeño y delicado estuche de plata situado en una mesita.
—Sí, es mío. ¿Quiere fumar, señor Holmes? No me molesta.
—¡Ja! No, gracias. Los detalles que he mencionado son solo pequeños indicadores, pero la prueba definitiva es el anillo que lleva en la mano izquierda. Falso, según parece, y no solo con un diseño pobre, sino demasiado grande para su dedo. Dada la especial atención al color y al diseño de su atuendo, y a la decoración de esta habitación, ese descuido indica que su matrimonio es una ficción destinada, imagino, a mantener alejados a los admiradores masculinos a su antojo. Le resulta útil aparentar que está fuera de su alcance.
Todo parecía demasiado obvio, y aun así yo no había advertido ninguno de esos hechos.
Mademoiselle La Victoire permaneció callada, pero una ligera sonrisa se dibujó en su rostro.
—Bueno, todo eso está bastante claro —dijo—. Pero solo demuestra que es usted más observador que la mayoría.
Holmes resopló.
—No he terminado.
—Holmes… —le advertí yo.
—Mi teoría, que no está demostrada, aunque considero bastante probable a juzgar por mis primeras impresiones al conocerla, es que usted no confía en ningún hombre.
—Solo estoy evaluando sus capacidades —dijo ella.
—No. Eso ya lo ha hecho con la carta.
—Entonces, ¿cómo llega a una conclusión tan arriesgada después de solo cinco minutos y de haber visto mi salón?
—Holmes —insistí yo. Estábamos entrando en terreno peligroso.
Él me ignoró, se inclinó hacia delante y clavó sus ojos grises en los de ella.
—Es usted una artista, una gran artista a juzgar por su reputación, y por tanto es temperamental, voluble… y propensa a delirios imaginativos y a ataques de desesperación. Su talento para la música, sumado al exquisito sentido del color y al gusto refinado, que se observa tanto en la decoración como en su indumentaria personal, da fe de la naturaleza altamente sensible de una artista plenamente desarrollada. Enmascara su naturaleza emocional con una actitud tajante e inteligente. Pero no es simplemente una máscara; su manera crítica de pensar le ha permitido formarse una carrera de éxito a pesar de esas debilidades personales. En cualquier caso, se engaña a sí misma; en el fondo y en esencia es usted una criatura llevada por la emoción.
—Soy una artista; somos emocionales. Eso no es nada nuevo —respondió ella bruscamente.
—Oh, pero aún no he explicado lo que quería decir —dijo Holmes.
Yo dejé mi taza sobre el platito con un leve tintineo.
—El café está delicioso. ¿Podría tomar otra taza? —pregunté.
Ambos me ignoraron.
—¿Y qué es lo que quiere decir? —preguntó la dama.
—Tiene usted un hijo ilegítimo con el conde. Aunque todavía no conozco los detalles, debía de ser usted bastante joven. Probablemente fuera su primer amor. ¿Qué edad tenía?
Mademoiselle La Victoire se quedó muy quieta. Yo no podía interpretar su reacción, pero la temperatura de la habitación parecía haber descendido.
—Dieciocho.
—Ah, de modo que llevo razón.
—Peut-être. Continúe.
—Su traición, evidente dado que no está casada con el conde, debió de herir profundamente a una joven con su sensibilidad. Tengo la impresión de que, desde entonces, no ha confiado en ningún hombre y, sin embargo, anhela hacerlo hasta el último rincón de su alma romántica.
Nuestra clienta dejó escapar un grito ahogado.
Las palabras de Holmes quedaron suspendidas en la habitación como témpanos de hielo diminutos. Con frecuencia no se daba cuenta del daño que podían causar. Sin embargo, mademoiselle La Victoire se recuperó de inmediato.
—Bravo, señor Holmes —dijo con una sonrisa—. Parece que conoce personalmente el tema.
—No tenía información previa…
—¡Oh, non! Percibo que habla por experiencia.
Holmes pareció sorprendido por un instante.
—En absoluto. Pero ahora vayamos al asunto que nos ocupa y examinemos los hechos de su caso.
—Sí, por supuesto —convino la dama.
Ambos volvieron a sentarse, se recompusieron y se contemplaron con algo parecido a la admiración disimulada de los boxeadores antes de un combate. Yo fui consciente de que estaba sentado nerviosamente al borde de mi silla. Me aclaré la garganta y cambié de postura para intentar relajarme.
—¿Alguien quiere un cigarrillo? —me atreví a preguntar.
—No —respondieron ellos al unísono.
—Su hijo —comenzó Holmes—. ¿Qué tiene? ¿Nueve, diez años?
—Diez.
—¿Cómo descubrió que había desaparecido? En français… plus facile pour vous? —preguntó con un tono mucho más amable.
—Ah, non. Prefiero en inglés.
—Como desee.
Mademoiselle La Victoire tomó aliento y se ciñó la bata de color verde alrededor del cuerpo.
—Cada Navidad veo a mon petit Emil en Londres, en el hotel Brown’s. Hay un hombre que lo lleva a verme, un intermediario. Comemos juntos, Emil y yo, en el precioso salón de té del hotel, y yo le doy regalos. Le pregunto cómo le ha ido el año e intento conocerlo. Es un momento mágico, pero demasiado breve. Este año la reunión fue cancelada. Escribí y envié un telegrama. No hubo respuesta. Finalmente me enteré por el intermediario de que Emil está con su tío en la costa y de que no estaría disponible durante algún tiempo.
—Pero usted tiene dudas sobre esa historia.
—Emil no tiene ningún tío.
—Las visitas anuales de las que habla, ¿se han producido todos los años desde que nació?
—Sí. Ese fue el acuerdo al que llegué con su padre, el conde.
—¿Hablamos de Harold Beauchamp-Kay, actual conde de Pellingham? —preguntó Holmes.
—Sí.
—Empiece por el principio, por favor. Describa al muchacho.
—Emil tiene diez años. Es bajito para su edad. Delgado.
—¿Cómo de bajito?
—Más o menos así —Mademoiselle La Victoire colocó la mano más o menos a un metro y veinte centímetros del suelo—. Pelo rubio, como su padre, y mis ojos verdes. Un niño de rostro angelical, tranquilo. Le gusta la música y la lectura.
—¿Y quién cree el chico que es usted?
—Él cree que soy una amiga de la familia, sin parentesco.
—¿El conde acompaña al chico a Londres?
—Emil —intervine yo—. Se llama Emil.
—Non! No he visto a Harold, quiero decir al conde desde… —En ese momento titubeó. Parecía afligida. Noté que Holmes contenía un suspiro de impaciencia.
—¿Quién lleva entonces a Emil al hotel Brown’s?
—Pomeroy, el ayuda de cámara del conde. Desciende de franceses y es muy amable. Entiende lo que es el amor de una madre. —De pronto su rostro pareció quebrarse y suspiró para disimular un sollozo. Yo le ofrecí mi pañuelo. Ella lo aceptó con elegancia y se lo llevó a los ojos. Holmes permaneció indiferente. Pero los sentimientos de la dama eran auténticos, de eso estaba seguro. Trató de recomponerse.
—He de explicarme. Hace diez años yo era una pobre cantante aquí, en París. Fueron tres días de amor; hablamos de matrimonio. Yo no sabía que era un conde ni que ya estaba casado. Pero entonces…
—Sí, sí, por supuesto. Pero avancemos en el tiempo. Ese tal Pomeroy, el ayuda de cámara, ¿es cómplice? ¿Qué ha ocurrido este año? —preguntó casi con un ladrido.
—¡Holmes! —le reprendí una vez más. Era evidente que la dama estaba bastante agitada.
—Por favor, continúe —dijo él con un tono ligeramente más suave—. ¿Qué hizo al saber que su visita de Navidad había sido cancelada?
—Escribí exigiendo una explicación.
Holmes agitó las manos con impaciencia.
—¿Y…?
—En la respuesta me advertían que cortase la comunicación o no volvería a ver a Emil nunca más.
—¿Era una carta del conde?
—Non. No he tenido contacto con el conde, ni en persona ni por carta, después de haber establecido nuestro acuerdo. La carta era de este hombre que le digo, Pomeroy.
—¿No le daba otra explicación ni forma de contacto?
—Escribí y envié un tercer telegrama, pero no hubo respuesta.
—¿Qué le impidió viajar a la finca del conde a investigar? —preguntó Holmes abruptamente—. Ahora sí que aceptaré ese cigarrillo.
La dama le ofreció uno de su estuche. Él se palpó los bolsillos en busca de cerillas. Yo saqué una y se la encendí.
—Es todo muy reciente, monsieur Holmes —respondió ella—. Según el acuerdo original, yo no debía intentar ver a Emil salvo en Navidad. Esas eran las condiciones.
—Y aun así la otra parte ha incumplido el acuerdo —dijo Holmes—. ¿Ha barajado la posibilidad de que su hijo pueda estar muerto?
—¡No está muerto! —Mademoiselle La Victoire se puso en pie con fuego en la mirada—. No está muerto. No sé por qué lo sé, monsieur Holmes, y puede analizarlo o burlarse si lo desea. Pero, por alguna razón, como madre sé que mi hijo está vivo. ¡Debe ayudarme! Necesito que intervenga.
—¡Mademoiselle! No hemos terminado.
—Holmes —dije yo amablemente—, estás alterando a esta dama con tus duras preguntas. Parece que aún no sabemos ni la mitad de esta historia.
—Y esa es precisamente la cuestión. No puedo ayudarla mientras no sepa no la mitad, sino toda la historia —dijo Holmes—. Siéntese, por favor, y vamos a continuar.
Ella se sentó y recuperó la compostura.
—¿Quién más en la finca del conde sabe que Emil es su hijo?
—Lady Pellingham lo sabe.
Holmes se recostó en su asiento, sorprendido.
—¡La esposa del conde, la heredera americana! ¿Conoce ella la historia completa? ¿Que Emil es hijo del conde?
—Sí.
—¿Y ha aceptado al retoño ilegítimo de su marido en su casa?
—Más que eso. Es como una madre para Emil. Lo ama profundamente y él corresponde sus sentimientos. De hecho, ¡Emil cree que ella es su madre! —En ese punto se interrumpió y emitió un sollozo.
—Eso debe de ser muy duro para usted —dije yo.
—Continúe —ordenó Holmes.
—Al principio sí que me hacía daño —admitió ella dirigiéndose a mí—. Mucho. Pero después me di cuenta de que era lo mejor. Lady Pellingham es una mujer amable y perdió a un bebé durante el parto, más o menos por la época en que nació Emil. Mi pequeño Emil fue sustituido en secreto por su hijo muerto y el resto del mundo cree que el niño es de ellos. Emil heredará la finca y será el próximo conde de Pellingham. Así que ya ven…
—Ya veo, sí —dijo Holmes, de nuevo abruptamente—. Es un acuerdo muy afortunado en muchos aspectos.
La dama se puso rígida.
—Cree que soy una mercenaria —dijo.
—No, no, no lo cree —me apresuré a responder yo, pero Holmes me ignoró.
—Creo que es usted práctica.
—Práctica, sí. En el momento de la adopción yo no era más que una pobre artista y no podía ofrecerle a Emil educación ni privilegios. Y la vida con una artista de cabaré situaría a un niño pequeño en un mundo lleno de peligros, de malas influencias. Imagínese a un bebé entre bambalinas.
—Sí, sí, por supuesto. Escribió usted que fue atacada, mademoiselle La Victoire —dijo Holmes—, razón por la cual estamos aquí. Explíquese, por favor.
—Fue justo un día después de enviar mi último telegrama al conde. Un rufián se me acercó en la calle. Me empujó con violencia. Empuñaba un arma, una especie de cuchillo extraño.
—Describa ese cuchillo.
—Era muy raro. Parecía un cucharón, pero la punta era muy afilada, una especie de cuchilla —explicó nuestra clienta—. Yo me aparté, resbalé con el hielo y caí al suelo.
—¿Se hizo daño?
—Fue más el susto que el dolor. Solo me quedó un pequeño hematoma de la caída. Pero hubo algo más…
—¿Qué más? Sea precisa.
—Después de caerme, el hombre me ayudó a levantarme.
Holmes se inclinó hacia delante con entusiasmo.
—¡Ah! ¿Habló con usted? ¿Cuáles fueron sus palabras exactas?
—Después de ayudarme a levantarme, me colocó aquel extraño cuchillo en el cuello y me dijo que sería mejor que estuviese atenta.
—¿Esas fueron sus palabras exactas? ¿No mencionó al conde?
—No, nada específico. Dijo: «Déjelo estar o alguien morirá».
—¿Qué acento tenía? ¿Inglés? ¿Americano? ¿Griego?
—Francés —respondió ella—. Pero era difícil de entender. Hablaba en voz baja.
—¿Algo en ese hombre le resultó familiar? Su ropa, su voz, el cuchillo…
—Nada en absoluto. Llevaba un enorme sombrero que ensombrecía su rostro. Estaba oscuro y nevaba con fuerza. No pude verlo con claridad.
—¿Conoce a alguien que trabaje como curtidor?
—¿Curtidor? ¿Quiere decir alguien que trate el cuero? Eh… non. A nadie. ¿Por qué?
—El cuchillo —respondió Holmes—. Ha descrito el cuchillo de un curtidor. Es una herramienta específica de ese oficio.
—En cualquier caso, yo no llevo bien las amenazas, señor Holmes.
—No, a mí me pasaría lo mismo. Sin embargo creo que no se trató de una amenaza, sino de una advertencia amistosa.
—Non! —exclamó ella.
—Attendez. Sí que creo que existe peligro. El peligro podría correrlo su hijo en vez de usted. Sin embargo, es posible que sus esfuerzos por encontrarlo pudieran ponerlos a ambos en peligro.
Mademoiselle La victoire se quedó helada, escuchando atentamente.
—Por el bien de su seguridad, le pido que no salga sola. No haga nada. Permita que el doctor Watson y yo busquemos a su hijo sin impedimentos. Ahora, una pregunta más. ¿Había notado algo raro antes de esto? ¿En anteriores visitas a su hijo, quizá?
—Ha de comprenderme, monsieur Holmes —dijo la cantante—. Yo quiero a mi hijo. A lo largo de los años he observado a un niño saludable y feliz, equilibrado y alegre. De no ser así, nunca hubiera permitido que las cosas siguieran así. Tengo la impresión de que el conde y su esposa lo han tratado con amabilidad y generosidad.
Holmes permaneció impasible. En ese momento se oyó el arrastrar de una silla procedente de la puerta que conducía al resto del apartamento. Holmes se puso en pie, alerta. Yo hice lo mismo.
—¿Quién hay en el apartamento con nosotros? —preguntó.
Mademoiselle La Victoire se levantó también.
—Nadie. Será la doncella con la compra. Ahora, si me disculpan, por favor.
—¿Su nombre?
—Bernice. ¿Por qué? —pero Holmes no respondió. Mademoiselle La Victoire se acercó a la puerta, que abrió con un claro gesto de determinación—. Ahora, caballeros, debo descansar y prepararme para mi actuación de esta noche. Por favor, vayan a verme a Le Chat Noir. Canto a las once. Podremos vernos después y continuar con esta entrevista.
—Estaremos encantados de asistir —dije yo—. Gracias por el café y por su amable hospitalidad. —Me aproximé y le besé la mano. Al darme la vuelta, vi que mi amigo ya se había puesto el gabán y se disponía a ponerse la bufanda.
Poco después estábamos en la calle. Había empezado a nevar.
—Vamos, Watson. ¿Qué te parece nuestra clienta?
—Es increíblemente hermosa.
—Precavida.
—¡Encantadora!
—Compleja. Oculta algo.
—Me ha alegrado oír que en casa del conde trataban bien al muchacho —dije yo—. ¿No confía en ella a ese respecto?
Holmes resopló y empezó a andar más deprisa.
—Aún no podemos estar seguros del tratamiento que recibía Emil en casa. A veces los niños aprenden temprano a ser estoicos.
—Pero sin duda mademoiselle La Victoire se habría dado cuenta —imaginé yo.
—No necesariamente. Hasta a una madre pueden escapársele los detalles.
Me desconcertó su comentario. Como me sucediera con frecuencia en el pasado, pensé brevemente en la historia del propio Holmes. De su infancia no sabía nada. ¿A su madre también se le habrían escapado los detalles? ¿Detalles de qué?
Una mujer robusta se acercó cargada de comida. Holmes la llamó con voz alegre y un acento perfecto.
—Bonsoir, Bernice!
—Bonsoir, monsieur —respondió ella y, al ver que éramos desconocidos, apretó el paso.
Holmes me miró. ¿Quién se encontraba entonces en el apartamento con nosotros?