Capítulo 22
Un terrible error
En el circo hay una expresión: «El espectáculo debe continuar». Describe ciertos valores que bien podrían aplicarse a las clases altas inglesas, para quienes cualquier muestra externa de turbulencias en el agua se considera un síntoma de debilidad.
De modo que a la mañana siguiente, como si la señora de la casa no hubiese sido asesinada la noche anterior, habían servido sobre el aparador de uno de los salones un suntuoso desayuno. Holmes y yo estábamos sentados a la mesa, contemplando a través de las ventanas el campo nevado y los árboles negros a lo lejos.
Estábamos solos en la habitación.
—Watson —susurró Holmes—, debes ir al pueblo. Invéntate una excusa. Envía un telegrama a Mycroft diciendo que la estatua está cerca y que la entregarán mañana en torno al mediodía. Yo me quedaré, si me lo permiten, para ver qué puedo descubrir sobre el asesinato. Mientras tanto, tú debes interceptar al forense y ganarte su simpatía.
—¿Y qué pasa con nuestra clienta?
—Debemos confiar en que esté a salvo en manos de Vidocq; Mycroft se asegurará de eso. Probablemente Emil ya esté con ella. Pero, hasta que no resuelva la situación aquí y el conde no esté entre rejas, nos arriesgamos a que el niño deje de estar bajo nuestra protección y vuelva legalmente a las fauces del peligro. Es especialmente vulnerable ahora que lady Pellingham ha muerto.
—Entonces el conde representa el peligro, ¿esa es tu teoría?
—No tenemos suficientes datos para estar seguros. Por eso debo quedarme.
—¿Crees que el asesinato está relacionado con el niño? ¿O con la obra de arte?
—Eso sigue sin estar claro.
—No creo que entreguen aquí la Nike dadas las circunstancias.
—Apuesto a que eso no puede impedirse —dijo Holmes, pero, antes de que pudiéramos continuar, un sirviente entró con café y empezó a rellenarnos las tazas. Mason también entró y se acercó a la mesa.
—Caballeros —comenzó—, les pido perdón por la interrupción y por las noticias que les traigo. Dada la reciente tragedia, el conde no puede seguir siendo su anfitrión. Les pide perdón, pero les ruega que regresen a Londres esta mañana.
La decepción de Holmes era real.
—Desde luego, Mason —respondió—. Le escribiré pronto, pero, por favor, transmítale nuestro más profundo pesar y nuestra gratitud por su hospitalidad.
Puede que nunca sepa si lo que ocurrió a continuación fue intencionado o accidental, pero en ese instante el sirviente que estaba sirviéndole el café a Holmes tropezó y derramó parte del liquido hirviendo sobre la pierna de mi amigo. Incapaz de controlar su reacción, Holmes dio un respingo e inmediatamente se dio cuenta de su error inevitable.
Mason se quedó mirando a Holmes, pero su sorpresa enseguida dio paso a la rabia.
—Por favor, márchate —le ladró al sirviente. Después se volvió hacia Holmes—. No sé qué es lo que pretende, señor, pero es usted un impostor. Si no fuera por la tragedia que acabamos de sufrir, me encargaría de que acabara en prisión en menos de una hora. Pero debo ocuparme de otros asuntos. Tomarán el próximo tren a Londres o me encargaré personalmente de que sean arrestados. Confíen en mí, habrá consecuencias.
En cuestión de minutos nos sacaron de la finca, nos subieron a una diligencia con nuestro equipaje revuelto y, tras un tumultuoso trayecto en el que Holmes y yo no hablamos, acabamos frente a la estación de tren de Penwick. Lanzaron nuestro equipaje al suelo, el mío se abrió con el golpe y el contenido quedó desperdigado sobre la nieve medio derretida.
Yo empecé a recoger mis cosas y Holmes sacó algunas de sus prendas de su equipaje.
—Deprisa, Watson —me dijo—. Almacena nuestras cosas en la estación mientras me cambio. ¡Debemos ir a la prisión! Puede que Pomeroy pueda ayudarnos, y nosotros a él.
Entonces se metió en un servicio y volvió a salir minutos más tarde, habiendo erradicado por completo la imagen de Prendergast y recuperado su aspecto de siempre. La velocidad de transformación de mi amigo fue asombrosa, pero no había tiempo para pensar en aquello.
Echamos a correr por la calle sin estar seguros de la dirección que debíamos tomar, así que nos detuvimos a preguntar a una de las pocas personas que caminaban por allí a esa hora tan temprana.
Era un joven de nuestra misma edad que caminaba decidido por High Street. Era delgado, iba bien vestido y tenía el pelo cobrizo. Llevaba unas gafas doradas y tenía un rostro afable; además llevaba una bolsa de médico. Le pedí indicaciones para ir a la prisión y, para mi sorpresa, dijo que él también se dirigía hacia allí. Agregó que era el doctor Hector Philo y que era el médico del pueblo.
—Ah, entonces también es usted el forense, ¿correcto? —pregunté yo.
—Pues sí, lo soy —respondió el joven. Holmes y yo intercambiamos una mirada de preocupación. ¿Por qué se dirigía hacia la prisión y no hacia la finca? Yo tenía un sinfín de preguntas que hacerle, pero Holmes me advirtió con una mirada y adoptó un tono agradable e informal.
—Nosotros también vamos a la prisión —dijo—. ¿Le importa que le acompañemos?
—De hecho sería un alivio —respondió el joven—. Nunca es agradable ir allí.
La prisión se encontraba a cierta distancia de la estación y, mientras recorríamos las calles heladas y pasábamos frente a las tiendas cerradas y los mercados que abrían para empezar el día, Holmes siguió conversando con el doctor Philo. Pero el joven doctor empezó a ponerse nervioso y a mostrarse reticente. Al final, para dejar de hablar de sí mismo, nos preguntó sobre nosotros; nuestros nombres, profesiones y el lugar del que veníamos.
Para mi sorpresa, Holmes se lo contó.
—Yo soy Sherlock Holmes, de Londres —dijo con tono amable—. Soy detective independiente. Tal vez haya oído hablar de mí.
Al oír aquello, el joven se detuvo en seco.
—¡Dios mío! —exclamó asombrado—. ¡Desde luego que sí! ¡Mi esposa Annie y yo seguimos sus aventuras! Se volvió para estrecharnos la mano con entusiasmo—. ¡Y usted debe de ser el doctor Watson! No saben lo feliz que me hace verlos a los dos… sus métodos científicos… la manera en que… pero… ¿qué hacen aquí?
—Se lo explicaré más tarde —respondió Holmes—. ¿Dice que admira mis métodos?
—Oh, por supuesto. Aunque yo soy médico de pueblo principalmente, me he convertido en el forense de facto en esta zona, pese a mis reticencias, pero le aseguro, señor Holmes, que en muchos casos me hubiera gustado poder discutir mis hallazgos referentes a una muerte con alguien con su experiencia y la del doctor Watson.
—Entonces, ¿se ha encontrado con alguna muerte sospechosa, doctor? —preguntó Holmes.
—Sí, y más de una. Pero… oh… nos acercamos a la prisión. Aquí no podemos hablar con libertad.
—¿Por qué no?
—El magistrado, Boden. Es… es un hombre peligroso. Juez y jurado en una sola persona. Se ha convertido en la autoridad de la zona y pobre del que se oponga a él.
—¡Pero debe haber un juicio justo! —exclamé yo—. ¿Cómo es posible?
El doctor Philo nos miró con evidente nerviosismo.
—Estamos lejos de Londres. Creo que ha habido sobornos para hacer la vista gorda, pero ya les explicaré luego mis teorías. —Miró entonces hacia la prisión y se detuvo, dubitativo.
—¿Qué sucede? —pregunté.
Philo se quedó allí con los ojos cerrados.
—Que Dios me perdone —dijo—. Me temo que tengo que escribir el certificado de defunción de un pobre infeliz que fue arrestado anoche. Ha muerto mientras estaba en prisión.
Fue como si Sherlock Holmes recibiera una descarga eléctrica.
—¡Entremos, rápido! —gritó, y entró corriendo en la prisión. Yo no tenía idea de lo que pensaba hacer, pues, incluso aunque Boden no lo reconociera sin el disfraz, sin duda a mí sí me reconocería. Y tal vez ya le hubiesen llegado al magistrado las noticias sobre nuestras identidades falsas. Philo y yo corrimos tras él.
En el mostrador supimos con gran alivio que Boden se había ido a casa a dormir después de una noche de trabajo. Mirándonos había un hombre muy pesado de pelo pajizo con un bigote encerado y la cara llena de granos. Bottoms, se llamaba, y parecía tremendamente estúpido.
Nos observó con sus ojos pequeños y desconfiados, pero Philo le dijo que éramos sus ayudantes y que habíamos sido invitados por Boden. Bottoms parpadeó varias veces mientras asimilaba aquella información, nos pidió que firmásemos en una especie de libro de invitados, donde Holmes y yo escribimos nombres falsos, y después nos condujo a los tres a una celda fría y húmeda. Hacía tanto frío allí que se veía nuestro aliento al respirar.
Allí, horrorizados, descubrimos a Pomeroy tumbado boca arriba sobre un banco de madera, muy quieto. Estaba en mangas de camisa a pesar de las bajas temperaturas. Philo corrió hacia él y le buscó el pulso.
—Está vivo —anunció—, pero conmocionado —se volvió hacia mí—. Doctor, ayúdeme a examinarle la espalda.
Incorporamos con cuidado al pobre ayuda de cámara y, a pesar de mi experiencia en la guerra, sentí náuseas.
La parte de atrás de la camisa de Pomeroy estaba teñida de negro por la sangre, hecha jirones, y los pedazos de tela se le habían incrustado en una serie de cortes profundos. Había sido fustigado con severidad y todavía con la ropa puesta.
—¿Qué diablos ha ocurrido? ¡Lleva aquí menos de seis horas! —exclamé, me incorporé y sujeté la cabeza del pobre Pomeroy mientras Philo preparaba una inyección con estimulante—. ¿Ha sido sentenciado y castigado al mismo tiempo durante la noche?
—Exacto —dijo Philo—. Y no es el primero.
Le clavó la aguja y el hombre permaneció quieto como la muerte durante varios segundos. Entonces suspiró profundamente y se quedó quieto.
—Lo hemos perdido —declaró el doctor Philo. Volvimos a tumbarlo con cuidado.
Yo había estado tan preocupado por nuestro paciente que no había prestado atención a Holmes. Mi amigo estaba a un lado, consumido por los remordimientos.
—Soy un tonto —susurró—. ¡Un tonto! ¡Que Dios me perdone!
—¡Holmes, nadie podría haber predicho esto!
—Nos advirtieron. Todo encaja. Las dos personas que conspiraron para ocultar a Emil están muertas. Boden forma parte de un plan mayor. ¡Vamos! ¡Debemos marcharnos de inmediato!
Una vez fuera, y de nuevo lejos de la prisión, caminamos apresuradamente, realizando un enrevesado camino por el pueblo con cuidado de que no nos siguieran. Holmes iba acribillando al doctor con sus preguntas y Philo las respondía todas.
—Sí —dijo Philo—, hubo una serie de muertes, aquí en el pueblo y en los alrededores.
—¿Había niños entre las víctimas? —preguntó Holmes.
Philo dio un respingo.
—¡Pues sí! Desaparecieron tres niños del telar situado a treinta kilómetros de aquí. Se encontraron tres cuerpos, pero no puedo decir la causa de la muerte, aparte de que fueron golpeados y probablemente abusaron de ellos.
—¿Qué edad tenían?
—Entre nueve y diez años. Nadie lo sabe con exactitud; eran huérfanos.
—¿Cuándo fue?
—A lo largo de los últimos seis meses. Estoy seguro de que fueron sacados ilegalmente del orfanato local.
—¿Cómo ha obtenido esta información?
—Tengo un amigo en el orfanato —dijo Philo, avergonzado—. Lamento no haber podido hacer más.
—Y aquí, en la prisión, ¿cuántos prisioneros han sido castigados sin un juicio previo?
—No lo sé. Solo utilizan mis servicios como forense. Pero, desde que llegó Boden, cuatro han muerto de forma similar; bueno, uno se ahorcó. Muchos hombres de este pueblo viven con miedo y se cree que yo soy cómplice. Lo cual —añadió con tristeza— en cierto modo es verdad. —Hizo una pausa y tragó saliva.
—¿Y eso por qué?
Philo miró al suelo avergonzado.
—Mi esposa ha sido amenazada y yo también…
—Sí, claro. Pero, ¿no ha escrito a Londres informando de las muertes? ¿Sobre los niños?
—He escrito a Scotland Yard en tres ocasiones sin obtener respuesta.
Holmes asimiló aquello.
—Sí, y también envió fotografías, ¿verdad?
Philo asintió avergonzado.
—La situación es peligrosa; entiendo su posición. Pero en nosotros ha encontrado a unos aliados y no le decepcionaremos. Debemos marcharnos. Supongo que tendrá asuntos urgentes en Clighton. Tenga cuidado allí.
—¿Qué pasa en Clighton? —preguntó Philo, confuso.
Holmes lo miró sorprendido.
—¿No le han dicho que vaya a la mansión?
—¿Hay alguien enfermo?
Holmes hizo una pausa.
—Watson, ven conmigo. Nuestro telegrama no puede esperar. ¡Después hemos de localizar el cuerpo y examinarlo! —Se dio media vuelta y salió corriendo hacia High Street.
El doctor Philo se volvió hacia mí.
—¿El cuerpo de quién, doctor Watson? —imploró—. ¡Dígamelo!
—Lady Pellingham fue asesinada anoche.
—¡Dios mío!
—La causa de la muerte no está clara, doctor Philo —añadí, y le conté los detalles que había observado en relación a la puñalada y a la expresión de la dama—. Esperábamos examinar el cuerpo más atentamente, pero no hemos podido.
—Si me lo permiten, lo haré yo —se ofreció Philo con tristeza y me entregó su tarjeta—. Aquí está la dirección de mi casa y de mi consulta. Por favor, vengan a visitarme en breve y podremos hablar con más libertad. Tengo más cosas que contarles y, de hecho, necesito su ayuda.
Acepté la tarjeta.
—Me aseguraré de que Holmes la reciba —le prometí antes de salir detrás de mi amigo.
Tuve que correr para alcanzar a Holmes, cuyas largas zancadas le habían permitido recorrer ya media manzana.
—¡Holmes! —grité mientras corría.
Él se dio la vuelta y me ladró:
—¡Calla! No es necesario que todo el mundo se entere de que estamos aquí.
—Pero, ¿ahora qué? —pregunté mientras intentaba recuperar el aliento—. Este es un lugar sin ley. ¡No podemos hacerlo solos!
—Informaré a Mycroft y a Scotland Yard. ¡A la oficina de correos, deprisa! La vi cuando veníamos. No tenemos tiempo que perder. Ya habrán alertado a Boden de nuestra presencia. Haré que los hombres de Mycroft estén preparados esperando nuestra señal mañana por la mañana —continuó—. Mientras tanto, debemos intentar ver el cuerpo y pasar todo lo desapercibidos que nos sea posible.
Mientras avanzábamos hacia la oficina de correos bajo la pálida luz del sol de invierno, advertí algo que estuvo a punto de hacer que se me parase el corazón. Frente al estanco situado a mi izquierda había un repartidor de periódicos que anunciaba el periódico matutino de Londres.
Me fijé en el titular de la portada. ¡Sangre en Baker Street! ¡Se teme que Sherlock Holmes y su amante hayan muerto!
Agarré el periódico y leí.
El famoso detective Sherlock Holmes está desaparecido y se teme que haya muerto. Al parecer vivía con una mujer, que se cree que es francesa y dedicada al teatro. La policía local, alertada por un transeúnte, descubrió en la residencia del detective, situada en Baker Street, un caos y una destrucción absolutos, así como una gran cantidad de sangre. El inspector Lestrade, de Scotland Yard…
No seguí leyendo, pero alcancé a Holmes frente a la oficina de correos.
—¡Lee esto! —exclamé. Mientras leía, Holmes palideció más aún.
—Watson, debes regresar a Londres de inmediato. ¡Esto es un completo desastre! Nuestra clienta, si sigue viva, está en peligro. ¿Quién sabe si habrán localizado a Emil? He sido un absoluto idiota. Ve a ver a Lestrade. Averigua qué ha ocurrido en el 221B y encuentra a mademoiselle La Victoire. Pide ayuda a Mycroft si las respuestas no son concluyentes.
—¡Pero, Holmes! ¿Por qué no regresas tú a Londres? ¿Qué puedes hacer aquí?
—Watson, tengo que saber qué ocurrió con los niños del telar y descubrir al asesino de lady Pellingham. ¿No te das cuenta? Todo está relacionado. Si Emil ha muerto, ya no importará, pero, si sigue vivo, ¡no estará a salvo hasta que desvele el misterio aquí! Debo lograr que arresten al conde como prometí. Todo apunta a la mansión, ¿no te das cuenta?
—Esto es demasiado —me quejé yo—. Necesitamos ayuda.
—Watson, no tenemos elección. Yo me encargaré de mi parte; asegúrate de hacer lo mismo. Mira, el tren de las diez y dieciséis hacia Londres acaba de entrar en la estación. ¡Corre!
Le entregué a Holmes la tarjeta del doctor Philo.
—Al menos en él tienes a un aliado. Enviaré un telegrama codificado. Cuida de él.
—Bien hecho. Yo te escribiré a Baker Street. ¡Ahora vete!