Capítulo 19
¡Asesinato!
Una vez más, Mason me acompañó mientras yo empujaba la silla de Holmes hacia nuestras habitaciones. Al acercarnos hacia la escalera principal, pasamos junto a la biblioteca, a través de cuya puerta abierta se veían las hileras de libros encuadernados en cuero. De pronto un ruido nos pilló a todos por sorpresa; ¿un libro al caer al suelo, quizá? Y entonces las voces de dos personas en mitad de una discusión en el otro extremo de la biblioteca.
Reconocí la primera; era la voz de lady Pellingham, que prácticamente gritaba.
—Tu insensibilidad es… es… intolerable. Da igual tú pasión por el arte, ¡estás ciego!
Una voz masculina de barítono respondió en un susurro furioso; no logramos distinguir las palabras, pero parecía tratarse del conde.
—¿Por qué no logro que te des cuenta? —fue la respuesta de la dama.
Mason cerró las puertas dobles de la biblioteca. El siguiente sonido nos llegó amortiguado, pero era claramente la voz del conde, que ahora gritaba.
Mason nos llevó aceleradamente por otro pasillo hasta llegar al fin a la base de la larga escalera que conducía a nuestras habitaciones, ubicadas en el tercer piso.
—Esperen aquí —dijo—. Llamaré a dos sirvientes para que lleven a lord Prendergast y su silla. —Resonó entonces por el pasillo el grito de terror agudo de una mujer.
—¡Dios mío! —exclamé yo.
El mayordomo me agarró del brazo con fuerza.
—No se mueva —me gritó prácticamente a la cara antes de salir corriendo por el pasillo.
Holmes se incorporó de inmediato.
—Deprisa, Watson. Gira por este pasillo y corre conmigo, como el viento.
—Pero…
—¡Hazlo! Ese grito procedía de la biblioteca. ¡Conozco otra manera de llegar! —Sin dudar agarré la silla y empujé a Holmes corriendo por otro pasillo. Siguiendo sus indicaciones, giramos a la derecha, a la izquierda y después otra vez a la izquierda. En pocos segundos estábamos frente a una nueva puerta que conducía a una oscura antesala con muchas librerías y un par de escritorios. Al otro lado de aquella pequeña sala había otra puerta abierta que daba a la biblioteca, cuyas luces estaban encendidas.
Entré con Holmes en la antesala y estuve a punto de tropezar con una pila de papeles que se habían caído del escritorio y yacían en el suelo.
—¡Ahí! —susurró Holmes—. ¡Acércate a esa puerta!
La puerta del otro extremo de la sala estaba parcialmente abierta; a través de la rendija podíamos ver el interior de la biblioteca. Los sirvientes corrían asustados de un lado a otro. Algunos de ellos estaban arremolinados en torno a algo que había en el suelo. Entonces la multitud se separó y yo advertí un vestido rosa brillante tendido en el suelo, y una mano pálida junto a él. ¡Era lady Pellingham!
—¡Hemos llegado demasiado tarde! ¡Qué tonto he sido! —siseó Holmes—. ¡Ve a verla, Watson!
Pero yo ya me había adelantado y entré corriendo en la habitación.
—¡Soy médico, déjenme ayudar! —grité—. ¡Échense a un lado!
Los sirvientes que rodeaban el cuerpo de lady Pellingham me dejaron pasar. Me arrodillé junto a ella. No respiraba. Le busqué el pulso en la muñeca, pero no lo encontré. Me agaché para observarla más atentamente, pero Strothers entró corriendo, me echó a un lado y tomó a su hija entre sus brazos para estrecharla contra su cuerpo.
—¡Annabelle! —gritó con dolor—. ¡Mi niña! ¡Oh, Dios mío!
—¡Señor, déjeme examinarla! —exclamé yo. Pero el hombre estaba cegado por la pena y no la soltaba. Comenzó a sollozar. Yo intenté amablemente quitarle el cuerpo inerte de lady Pellingham de entre los brazos. Logré que Strothers la soltase y entonces la tumbé con cuidado en el suelo.
Entonces le vi la cara. Sus hermosos rasgos formaban una máscara de terror, tenía los ojos desencajados, los labios retorcidos y la lengua fuera. Clavado en su pecho había un abrecartas de plata, rodeado por gotas de sangre que manchaban el corpiño rosa.
Aun sabiendo que estaba muerta, me ceñí al protocolo. Volví a buscarle el pulso. No tenía. Saqué mi pañuelo y, con manos temblorosas, lo abrí para taparle la cara y ocultar aquella horrible imagen. Levanté la mirada. A nuestro alrededor había un círculo de rostros horrorizados.
—Lo siento mucho —dije—. No hay nada que pueda hacer.
Tras ellos, Holmes había entrado con su silla en la habitación y estaba estudiándola con atención.
Sollozando, Strothers volvió a lanzarse sobre el cuerpo de su hija.
—Apártense todos del cuerpo. —La voz aguda de Boden interrumpió el murmullo general. Todos se dieron la vuelta y vieron al magistrado de pie en la puerta con el conde y con Mason, que obviamente había ido a buscarlos a ambos. Silencio. Mason agarraba al conde del brazo para que se apoyara en él.
—Obviamente ha habido un asesinato —declaró Boden, que pasó a hacerse cargo de la situación—. Que todos se aparten y no toquen nada.
—Por supuesto —respondió Holmes, que se salió por un momento del personaje. Boden lo miró bruscamente.
Entonces el conde se acercó, vacilante.
—¿Annabelle? —susurró—. ¿Annabelle?
Los sirvientes se echaron a un lado y le permitieron ver claramente el cuerpo. Yo estaba arrodillado a un lado de la víctima y Strothers al otro.
El conde pudo ver entonces con claridad a su esposa muerta y cayó al suelo de rodillas con un gemido. Mason y otro sirviente lo agarraron mientras caía.
—¡Doctor! —exclamó Mason mientras trataba de dejar a su señor en el suelo.
Yo no podía hacer nada por la mujer, así que corrí junto al conde. Yacía inconsciente sobre la moqueta, agitando los párpados y con el pulso acelerado. ¿La impresión? ¿La pena? Fuera cual fuera la causa, estaba profundamente trastornado.
—¡Brandy! —grité mientras le aflojaba el cuello de la camisa. Enseguida me trajeron lo que pedía.
—¡Despejen la habitación de inmediato! —ordenó Boden. Después se dirigió a Strothers—. Daniel, por favor…
Strothers levantó la mirada. Había vuelto a estrechar el cuerpo sin vida de su hija contra su pecho. Soltó un gemido de dolor y la dejó otra vez sobre la moqueta.
—Siento mucho tu pérdida —dijo Boden—, pero estamos en la escena de un crimen. Todo el mundo debe apartarse de inmediato.
Strothers se movió como si estuviera en trance, ayudado por dos sirvientes mientras otro empujaba la silla de Holmes hacia el recibidor. Boden se acercó al cuerpo y apartó mi pañuelo para dejar al descubierto de nuevo aquel horrible rostro.
—Qué pena —murmuró.
Escudriñó la habitación. Solo quedábamos en ella el mayordomo, el conde y yo. El conde se había incorporado y contemplaba horrorizado el rostro desencajado de su esposa. Comenzó a tener arcadas, así que me interpuse entre ellos para que no pudiera verla.
—Doctor, saque a lord Pellingham de la habitación —dijo Boden.
—Señor Boden —respondí yo—, es posible que la dama no haya muerto de…
Pero Boden me invalidó con vehemencia.
—A no ser que sea usted un policía con experiencia, doctor, déjeme a mí la investigación. Haga lo que le digo. Ahora.
Nos retiramos todos a un recibidor cercano, donde sentaron al conde en una silla. Yo seguí atendiéndolo a regañadientes. Había recuperado la conciencia, pero ahora boqueaba y gemía. Strothers, en cambio, estaba sentado enfrente, callado y sin parar de llorar.
Holmes estaba apartado del resto, observando la escena con atención.
Le administré un fuerte sedante al conde y su respiración se relajó.
—Annabelle. Annabelle —repetía mientras iba desvaneciéndose.
Un joven sirviente, rubio y delgado como un junco, salió corriendo hacia la biblioteca.
—¡Richard! —gritó Mason al verlo—. ¡Vuelve a tu puesto!
—Señor —dijo el joven sin aliento—. El señor Boden me ha llamado. —Yo advertí la sutil reacción de Holmes, situado a mi lado.
Mason vaciló solo un instante y después asintió para dar su consentimiento.
—Entonces ve, Dickie —dijo. El joven rubio entró en la biblioteca y cerró la puerta tras él.
¡Dickie!
El sedante que le había administrado al conde estaba funcionando y este asintió con la cabeza.
—Alguien tendrá que llevarlo —dije yo.
Mason ordenó a dos hombres que se llevaran a Pellingham y yo me volví hacia Holmes. Estaba muy quieto en su silla, pero sabía que debía de estar consumido por la frustración y el arrepentimiento.
—Calma —le susurré.
La puerta se abrió de golpe y salió Boden seguido del sirviente rubio.
—¿Dónde está el conde? He resuelto el caso.
Holmes y yo intercambiamos una mirada de sorpresa.
—El conde está sedado —expliqué yo—. Lo han llevado a su habitación. Me temo que estará inconsciente hasta por la mañana.
Boden dio un golpe con el pie en el suelo.
—Mason, tráeme a Pomeroy, su ayuda de cámara. Que venga inmediatamente, y no dejes que se escape. ¡Podría intentarlo!
Yo notaba que Holmes estaba alterado y era incapaz de actuar. Mason llamó a algunos sirvientes mientras yo me acercaba a ver cómo estaba Strothers. El anciano tenía la cara manchada por las lágrimas y temblaba de pena. Me agarró la mano con fuerza.
Holmes se giró abruptamente sobre su silla para mirarlo a la cara.
—Me… me pondré bien —dijo Strothers—. Es… es solo que…
—Señor, ¿quiere un sedante? —le pregunté.
—Tal vez solo necesite hablar —dijo Holmes amablemente.
Strothers dio un respingo y después se secó las lágrimas.
—Ninguna de las dos cosas, pero gracias. Necesito… necesito… ¿Qué habría querido Annabelle que hiciera?
En ese momento entraron dos sirvientes fornidos que arrastraban a un Pomeroy aterrorizado. Lo colocaron frente a Boden.
—Aquí está el villano —anunció Boden—. Al menos el señor Strothers podrá saber esta noche quién ha matado a su hija. Pomeroy, quedas acusado oficialmente de asesinato.
Holmes y yo intercambiamos una rápida mirada de incredulidad.
—¡Señor! Yo no he tenido nada que… —comenzó a decir el aterrorizado joven. Boden se acercó y le dio un fuerte bofetón en la cara.
—¡Señor Boden! —exclamó Holmes con la voz aguda de Prendergast—. ¿Por qué ha de ser tan duro?
—Tengo pruebas. Este hombre ha sido visto entrando en la biblioteca minutos antes del asesinato con una bandeja de plata en la que llevaba una carta y el arma del crimen, el abrecartas. La dama estaba sola en ese momento y la bandeja ha sido descubierta cerca del cuerpo. —Boden volvió a abofetear a Pomeroy—. ¿Qué tienes que decir a eso?
El ayuda de cámara estaba paralizado por el horror.
—¡No… no es cierto, señor! ¡Yo no he entrado en la biblioteca!
—Te han visto —dijo Boden. El sirviente rubio llamado Dickie dio un paso hacia delante con una sonrisa y asintió con la cabeza—. Tenías la oportunidad y los medios. Pronto descubriré el móvil.
Se volvió hacia los demás.
—Es hora de retirarse y dejar que los agentes de policía locales se hagan cargo de esto. Llamaremos también al forense. Señor Strothers, se hará justicia por su adorada hija. Me aseguraré de ello. Mason, lleva a todos a sus habitaciones.