Capítulo 6
Le Chat Noir
Nuestro taxi abandonó de forma gradual los grandes bulevares a medida que recorríamos de nuevo las estrellas y empinadas calles hacia Montmartre, hogar de bohemios extravagantes y centro del mundo artístico de París. Las casas destartaladas, llenas de árboles y de parras, conferían a la zona un aire de pueblo que se había vuelto loco.
Hasta hacía relativamente poco, aquella zona se encontraba a las afueras de París. Yo me preguntaba si los molinos seguirían empleándose para moler el grano.
Uno de ellos, desde luego, no. El Moulin de la Galette era ahora conocido como uno de los clubes nocturnos más famosos del mundo, un lugar de veladas salvajes, donde los parisinos y los visitantes procedentes de otros países se reunían para oír a mujeres hermosas ataviadas con conjuntos provocadores cantar sobre el amor, la desesperación y, mediante referencias veladas, sobre asuntos más íntimos.
Allí también actuaban extraños payasos que realizaban espectáculos diseñados para sorprender y asombrar, y filas de bailarinas curvilíneas ejecutaban el famoso baile del cancán, dejando ver partes de su cuerpo que ponían a prueba los límites del decoro. No era que yo hubiese visto alguna vez esas cosas.
Pero mantenía la esperanza.
Pasamos frente al Moulin de la Galette y llamaron mi atención los coloridos carteles, que resplandecían con la luz de aquella noche fría como heraldos de aquel exuberante entretenimiento. En ellos aparecían faldas en movimiento, colores vivos, hileras de luces eléctricas.
Definitivamente estábamos lejos de Londres en todos los sentidos. Sonreí al pensar en Mary en casa y en lo que pensaría de aquel local tan colorido. Sería de esos lugares que «preferiría conocer con una postal».
Nuestro taxi se detuvo frente al número 68 del Boulevard de Clichy. Un atrevido cartel anunciaba que habíamos llegado a nuestro destino. El edificio en sí parecía una casa de campo, situado entre dos edificios más grandes que se cernían sobre él como dos parientes demasiado solícitos. Era el famoso cabaré. Le Chat Noir, o «el gato negro».
Tomé aliento y me recordé a mí mismo que debía estar alerta. Al bajarnos del taxi, miré a un lado y a otro de la calle abarrotada, pero nadie destacaba entre la multitud.
En el interior, tras dejarle nuestras capas, nuestros sombreros y nuestros bastones a una rubia coqueta que me guiñó un ojo y me sonrió, me dejé arrastrar con reticencia por la multitud que llegaba, a través de un estrecho pasillo y por unas escaleras muy empinadas flanqueadas por caricaturas políticas de Francia. Aunque admito que el sentido del humor francés no va conmigo, me llamaron la atención el trasfondo amargo, el enfoque fúnebre del tema, el desprecio y la rabia que se escondían bajo las caricaturas humorísticas.
El contraste entre la sonrisa seductora de la anfitriona y los comentarios políticos sarcásticos resultaba tan inquietante como la tendencia de la gente de lo más variopinta a, bueno, a empujar.
Y entonces divisé la estancia principal.
Mi primera impresión fue de caos absoluto. El ruido, el humo, una multitud heterogénea de parisinos de toda clase, apiñados como sardinas; las paredes llenas de cuadros, carteles, cornisas decoradas, farolillos, esculturas bizarras. Del techo colgaba una enorme criatura acuática embalsamada. ¿Una marsopa? ¿Un siluro gigante? No estaba seguro.
La multitud era una masa amorfa que reía. El ruido era agobiante. En un rincón había varios guardias suizos. Después supe que Le Chat Noir era una meca social para aquellos extraños mercenarios con su ropa renacentista a rayas azules y naranjas y esas golas blancas. Se oyó una risotada procedente de uno de los grupos sentado a una mesa lejana.
Yo había oído hablar de Le Chat Noir, claro, pero jamás imaginé que sería un lugar que visitaría. Me parecía un manicomio.
Holmes y yo nos abrimos paso entre la densa multitud hacia un par de asientos vacíos. Un rufián con barba y ropa de pana se chocó contra mí y derramó su copa de vino sobre mi chaleco.
—¡Le pido perdón! —dije yo. El hombre se detuvo en seco y dirigió su mirada oscura y penetrante hacia mí.
—Anglais! —escupió literalmente y el escupitajo viscoso estuvo a punto de caer sobre mis botas abrillantadas—. Va te faire foutre, espèce de salaud! On ne veut pas de toi ici! —Se dio la vuelta y desapareció entre la multitud.
Yo le dirigí a Holmes una mirada inquisitiva, él me agarró del brazo y me guio hasta nuestros asientos. Me sequé el vino con el pañuelo y noté que tenía la cara roja por el insulto.
—Siéntate —dijo Holmes mientras nos apretábamos en dos asientos vacíos situados al final de un banco largo pegado a la pared del fondo—. Me doy cuenta de que es la primera vez que te enfrentas a la virulenta antipatía hacia los ingleses que ha proliferado por aquí en los últimos años.
—Supongo que siguen enfadados por lo de Agincourt —respondí yo ligeramente indignado.
—Tú no entiendes a los franceses —dijo él.
—¡Nadie entiende a los franceses! —aseguré yo. Holmes sonrió.
Pero era cierto que tanto la multitud como el lugar en sí poseían cierta cualidad que les impedía conectar con mi sensibilidad. Miré a mi alrededor y noté que estábamos en el epicentro de algún movimiento cultural, pero no lograba captar su importancia… o su significado. Me sentía un poco como la criatura embalsamada que colgaba sobre nuestras cabezas; un observador aislado y bastante fuera de lugar.
Después llamó mi atención un marco decorativo en forma circular que rodeaba una especie de pantalla translúcida enorme en la pared situada detrás del escenario. Al advertir mi confusión, Holmes procedió a explicarse.
—Esa es la pantalla del famoso Théâtre d’Ombres, el teatro de sombras —dijo—. Cada noche se proyectan ahí marionetas en sombra, figuras hechas de zinc. El tema es bastante divertido y se ha vuelto muy popular.
—Entonces, ¿tú ya lo has visto? —le pregunté.
—Varias veces. ¡Pero, mira! Ahí está el hombre del momento —señaló con un movimiento de cabeza a un hombre alto y guapo con traje de confección de estilo europeo y un alegre bigote que caminaba sin esfuerzo entre la multitud. Era francés, a juzgar por su elegante indumentaria y su oscuro atractivo—. Es justo a quien esperaba —concluyó Holmes.
El caballero miró en nuestra dirección y Holmes lo saludó con la cabeza. Me pareció detectar cierto fastidio en aquel hombre, pero entonces sonrió abiertamente. Nos hizo una reverencia burlona antes de ocupar su asiento.
—¿Es un viejo amigo? —pregunté.
—En cierto modo —respondió Holmes—. ¿A ti te resulta familiar, por casualidad?
Me quedé observando al hombre, pero nada me llamó la atención.
—¿Quién es?
Antes de que Holmes pudiera responder, una camarera colocó ante nosotros dos jarras de agua y dos copas curvas con un extraño líquido verde en la parte inferior. Una especie de cuchillo perforado hacía equilibrios sobre cada una de ellas, con un montoncito de azúcar encima. Holmes pagó a la chica y se volvió hacia mí con una sonrisa, indicando que debía verter el agua sobre el azúcar.
—Lo discutiremos más tarde. Ahora prueba esto. Es algo único. Pero no más de un trago, Watson. Esta noche necesito que estés despierto.
¡Absenta! ¿Estaba loco? Vi como Holmes añadía el agua y, al agitarlo, el líquido adquirió un brillo inquietante. Era algo que uno podría imaginarse rezumando bajo el mar en una novela de Julio Verne. Claro, yo había leído sobre la absenta. El famoso brebaje era un potente sedante conocido por sus efectos alucinógenos.
—No, gracias, Holmes —dije apartando mi copa.
Él dio un trago e hizo lo mismo.
—Sabia elección —dijo—. Una vez pasé la tarde en un establecimiento cercano tratando de superar los efectos de la absenta. —Se encogió de hombros—. Pero merece la pena probarla una vez; en nombre de la ciencia, claro.
Centré la atención en el «viejo amigo» de Holmes. Estaba sentado junto a la puerta, conversando con una pareja joven. La chica lo miraba con evidente admiración. A juzgar por los gestos de él y la expresión anonadada de ella, debía de poseer ese encanto galo tan particular que era fácil de reconocer e imposible de imitar. ¿Qué interés tendría Holmes en aquel hombre?
A un lado había otro grupo pequeño que también contemplaba al francés. Eran cuatro hombres, tres de ellos muy altos y musculosos y uno más bajo, casi delicado. Había algo extraño en ellos. Además de ir vestidos enteramente de negro, casi como un grupo de clérigos, desprendían cierto aire amenazante. Mientras la gente a su alrededor reía y gesticulaba, ellos permanecían siniestramente quietos, sin tocar sus bebidas. El más pequeño, cuya actitud parecía dominar sobre los demás, me recordó a un gato, agazapado y esperando frente a una ratonera.
Me dispuse a hablarle a Holmes de ellos, pero él se había puesto en pie y, con nuestras copas en las manos, cruzaba la sala hacia la barra. Observé que el francés miraba atentamente a Holmes mientras conversaba. Su mirada hizo que el grupo de los cuatro hombres siguiera su misma dirección y se fijara en Holmes. A mí no me gustó la cara que puso el más bajito. Parecía reconocerlo, y quizá algo más. Sentí un escalofrío en mitad de aquella estancia cálida y abarrotada.
Holmes regresó con una jarra de vino tinto y dos copas limpias.
—Holmes —dije—, hay cuatro hombres ahí que parecen muy interesados al encontrarte aquí.
—Los americanos. Sí, ya me he dado cuenta.
Aquello no debería haberme sobresaltado, pero así fue.
—¿Te refieres a esos extraños caballeros que van vestidos de negro? —Sonrió—. No son los típicos que se van de viaje a recorrer el continente. Están más interesados en nuestro amigo francés, no en mí.
—Y aun así parecen haberte reconocido —señalé yo—. Al menos el pequeño.
—Es una pena —dijo Holmes—. Puede que altere ligeramente nuestros planes. —Pensó durante unos segundos—. Si hay problemas, o si yo te hago una señal, saca a nuestra clienta de aquí y llévala a algún lugar que no sea su casa. ¿Me has entendido?
—Claro que te he entendido —respondí yo malhumoradamente—. ¿Qué es lo que crees que va a ocurrir?
Pero, antes de que pudiera contestar, nuestras voces quedaron ahogadas por la estruendosa floritura musical de la banda.
La multitud comenzó a murmurar con evidente emoción cuando nuestra clienta salió al escenario.