Capítulo 7

 

¡Ataque!

Si esa tarde estaba guapa, ¡ahora se había transformado en una diosa! Vestida completamente de rojo, mademoiselle La Victoire resplandecía en su papel de Chérie Cerise, con sus rizos rojos recogidos con estilo en lo alto de la cabeza, y aquel busto exquisito y pálido que prometía un corazón apasionado justo debajo. Se movía por el escenario como si flotara en el aire, con una sonrisa maliciosa que despertaba la imaginación. Cualquier indicio de su desesperada situación quedaba oculto por la consumada artista que era.

—Te has quedado con la boca abierta, Watson —susurró Holmes. Tal vez fuera cierto. Pero, a excepción de Holmes, a todos les había pasado lo mismo.

—¡Chérie! —gritó la sala al unísono. Nuestra clienta, mademoiselle La Victoire, era sin duda una estrella.

Viéndolo con perspectiva, me di cuenta de que lo que había anticipado era una representación obscena típica de music-hall con una melodía a gritos y faldas en movimiento. Pero, cuando empezó la música y ella comenzó a cantar, lo que emergió de aquella adorable criatura fue la voz de un ángel, gloriosa y clara. Transmitía una dulce melancolía capaz de desgarrar un corazón.

Me quedé allí transportado durante casi una hora.

Cuando terminó de cantar una canción sobre un extraño pájaro tropical que volaba muchas leguas para estar con su amante (o tal vez fuera un perro, no estoy seguro), me volví hacia mi amigo y descubrí que el asiento que Holmes había ocupado hasta hacía un momento ahora lo ocupaba un bruto de aspecto tosco con la mirada encendida por la bebida.

¿Dónde diablos se había metido? Escudriñé la sala y observé que el francés que había señalado antes también había desaparecido, así como los hombres vestidos de negro. Me puse nervioso y me levanté. Holmes no estaba por ninguna parte. ¡Maldije su secretismo!

En ese preciso momento se oyó una serie de gritos procedentes de entre bastidores, seguidos de un fuerte golpe. Nuestra clienta se quedó helada y la música cesó. Lo que ocurrió sucedió tan deprisa que apenas puedo relatarlo.

En la pantalla del Théâtre d’Ombres, iluminada desde atrás, las pequeñas marionetas dieron paso a las siluetas distorsionadas de dos hombres enzarzados en un combate mortal. Las figuras golpearon el lienzo engrasado.

Un líquido oscuro salpicó el lienzo formando un amplio arco y la multitud quedó boquiabierta.

Se oyó una fuerte rasgadura cuando un cuchillo atravesó la tela. La pantalla rasgada cayó hacia delante y el liquidó oscuro resultó ser sangre roja y brillante.

Me abría paso a empujones entre la multitud hacia mademoiselle La Victoire cuando un hombre se precipitó a través de la rasgadura y aterrizó a sus pies en el escenario. De la herida que tenía en el pecho brotó un chorro de sangre que se elevó casi un metro por el aire. Mademoiselle soltó un grito.

El público se puso en pie de un salto y comenzó a trepar para alejarse del escenario. Yo perdí de vista a nuestra clienta entre el mar de cuerpos. Me acerqué a empujones hacia el escenario a contracorriente del resto de personas.

Llegué hasta el tramoyista tendido en el suelo y vi al instante que la herida era fatal. Levanté la mirada y mademoiselle La Victoire había desaparecido. Dejé al hombre moribundo en brazos de un compañero y corrí hacia bastidores.

¡Era un caos! En una habitación oscura iluminada por un rayo de luz blanca orientado hacia la parte trasera de la pantalla, los hombres se peleaban y se chocaban contra los enormes marcos de madera con ruedas.

El foco era cegador. Intenté protegerme los ojos.

—¡Mademoiselle! —grité.

No oía nada salvo los gritos de los hombres. Esquivé la luz, altamente inflamable, cuando esta cayó al suelo junto a mí y provocó una pequeña explosión. La habitación quedó a oscuras y brotaron las llamas junto a mis pies. Se produjeron más gritos mientras varios tramoyistas corrían hacia el fuego para apagarlo.

Oí entonces la voz de mademoiselle La Victoire.

—¡Jean!

Se abrieron dos enormes puertas que daban a un patio cercano tenuemente iluminado por una única farola. La pelea llegó hasta el patio. El hielo brillaba sobre los adoquines y los combatientes empezaron a resbalar sobre su superficie y a caer al suelo con agudos gritos de dolor.

Reconocí al misterioso caballero francés que Holmes conocía y a dos de los hombres vestidos de negro que había visto antes. Saqué mi revolver y me acerqué.

Mademoiselle La Victoire salió de entre bambalinas y se situó bajo el halo de luz. Llevaba un enorme jarrón en la mano que estrelló contra uno de los hombres vestidos de negro. El jarrón rebotó en su hombro. Él gruñó y se dio la vuelta para agarrarle la muñeca. Ella gritó.

El rufián, cuya cabeza calva brillaba con la luz de la farola, le colocó un cuchillo bajo las costillas y la hizo retroceder hacia la pared del edificio adyacente mientras el caballero francés seguía peleando con uno de los otros.

—¡Perra! —gruñó el villano calvo subiendo el cuchillo hasta su cara—. Te voy a dar un buen corte por eso.

¿Americano? Apunté, pero mi objetivo no se estaba quieto, de modo que me guardé la pistola en el bolsillo y corrí hacia ellos en el mismo momento en que el caballero francés derribaba a su oponente pelirrojo y hacía lo mismo. Ambos nos lanzamos hacia el hombre que blandía el cuchillo y, como si de una coreografía se tratara, el francés le quitó el arma de un golpe y yo le propiné un puñetazo en los riñones. El calvo vestido de negro cayó al suelo y el cuchillo salió volando en la oscuridad.

Dos habían sido derrotados. Pero en la mesa había cuatro.

—¡Jean! —gritó mademoiselle La Victoire lanzándose a los brazos del francés.

Allez-y! —dijo él mientras la apartaba—. ¡Corred!

Ella vaciló. En ese instante, el asaltante calvo se levantó del suelo como Lázaro y, con un movimiento rápido, me golpeó contra la pared. Forcejeamos mientras el segundo atacaba al francés con un vigor renovado.

Los cuatro nos resbalábamos y tropezábamos sobre el hielo como si estuviéramos borrachos. El revolver se me cayó del bolsillo. Desapareció en la oscuridad.

Mientras yo forcejeaba con mi atacante, un tercer hombre agarró a mademoiselle La Victoire y le dio una fuerte bofetada.

Furioso, intenté zafarme, pero mi atacante aprovechó mi distracción momentánea. Sentí que me ahogaban por detrás y empecé a quedarme sin aire.

Fue entonces cuando el cuarto hombre de negro, el bajito a quien había identificado como líder, se acercó a la luz. Mis probabilidades de vencer disminuyeron. Corrió hacia mí, me embistió en el estómago y se me doblaron las rodillas.

Sacó un largo estilete que brillaba como un témpano mortal con la escasa luz. El hombre que estaba ahogándome cambió de posición, me agarró del pelo y tiró de mi cabeza hacia atrás. El hombre bajito levantó lentamente el estilete hacia mi cuello y comenzó a acariciarlo con la parte plana del cuchillo.

Fue un gesto extraño, como un cirujano limpiando la piel con carbólico antes de practicar la incisión. El tiempo pareció detenerse.

Su cara pálida y sus ojos pequeños y brillantes se parecían extrañamente a los de una rata.

—El peligroso muere primero —dijo. Me pinchó la piel con la parte afilada de la cuchilla. Sentí un hilillo caliente de sangre resbalar por mi cuello y creí que había llegado el final. Cerré los ojos.

Pero el caballero francés se había impuesto y, de pronto, ¡la rata cayó al suelo!

Aproveché la oportunidad y tiré del hombre que estaba ahogándome para hacerle perder el equilibrio. Por el rabillo del ojo apenas fui consciente de que el francés forcejeaba, pero yo no podía quitarme de encima a mi atacante y me agarró del cuello con más fuerza. Caí al suelo de rodillas, cada vez me sentía más débil.

Estábamos en inferioridad numérica.

La rata volvió a ponerse en pie y cargó contra mí. Pero se oyó un fuerte golpe contra el hueso que hizo que el hombre cayera ante mí con un grito agudo de rabia. Ejecutó un salto mortal propio de un acróbata de circo, se puso en pie de un salto y se volvió para enfrentarse a su nuevo atacante.

A contraluz frente a la farola había una figura alta, con capa y bastón. ¡Era Sherlock Holmes!

La cosa empezaba a mejorar.

Yo le di un codazo a mi atacante en la tripa. Él aflojó las manos y se tambaleó. Me di la vuelta, forcejeamos, resbalamos con el hielo y aterrizamos en el suelo.

La voz de Holmes se elevó por encima de los sonidos de la pelea.

—¡Tu pistola, Watson!

—¡La he perdido! —grité yo—. ¿Dónde diablos estabas?

Con un solo vistazo me di cuenta de que la rata se encaraba ahora con el francés mientras otros dos avanzaban hacia mademoiselle La Victoire.

—¡Estaba ocupado! —respondió mientras corría a ayudarla.

Por el rabillo del ojo lo vi enfrentándose a los dos asaltantes, con el bastón levantado ante él con ambas manos, como el luchador entrenado que era. Lo hizo girar por encima de su cabeza y asestó una serie de golpes rápidos contra los hombres que se encaraban con él.

Mi atacante se me echó encima y, mientras forcejeábamos, yo oía los golpes del bastón de Holmes y los gritos de sus atacantes.

Le propiné un gancho al rufián que cargaba contra mí y cayó. Me giré para ver si Holmes necesitaba ayuda. Pero ya había derribado a uno de los hombres y, con mademoiselle La Victoire parapetada tras él, hizo caer al segundo atacante con un golpe en las piernas.

Después le dio la mano a la dama, la alejó de la luz y la arrastró hacia la oscuridad.

Me pregunté a dónde.

La rata, que estaba al otro lado del patio y avanzaba hacia el francés, también se dio cuenta. Pero no los siguió. En su lugar, maldijo en voz baja, se dio la vuelta y acuchilló a mi aliado. El francés cayó al suelo con un grito y la rata saltó sobre él.

Me abalancé sin pensar hacia ellos y, por un instante, el francés, la rata y yo rodamos como canicas sobre los adoquines helados. Logré darle un puñetazo a la rata en la clavícula y soltó un grito, pero se zafó y volvió a ponerse en pie.

El francés yacía en el suelo sin moverse. ¡Me había quedado solo!

La rata dirigió una mirada rápida a mi misterioso aliado. ¿Habría muerto? Dio una orden sucinta y sus tres secuaces —los dos que Holmes había derribado y el tercero que intentaba ayudarlos a levantarse— se quedaron quietos y levantaron la mirada. Acto seguido los cuatro se esfumaron en la oscuridad.

Me detuve y esperé a que se produjera otro ataque. Silencio.

Oí un suspiro procedente del suelo.

—Oh —dijo el francés—. Enfin, c’est fini! —Se puso en pie sin apenas esfuerzo y se sacudió el elegante traje.

Yo estaba jadeando, exhausto. ¿Qué diablos acababa de ocurrir?

Me palpé el cuello; seguía sangrando. Saqué el pañuelo y lo presioné sobre la herida. Miré entonces al francés. Tenía cara de dolor y se había llevado la mano al hombro.

—¿Se encuentra bien? —pregunté—. Soy médico.

Él me dirigió una mirada que no entendí. ¿Culpa? ¿Vergüenza? Pero fue inmediatamente reemplazada por una sonrisa insolente.

—Nunca he estado mejor —dijo él, se irguió e ignoró el dolor como un hombre ignoraría una gota de sudor en un día de verano. Me fijé por primera vez en su tamaño. Le sacaba al menos cinco centímetros a Holmes y pesaría unos veinticinco kilos más que él, algo atípico para un francés. ¿Sería de verdad francés? Miró a su alrededor y recuperó su sombrero, que había perdido durante la pelea, antes de colocárselo de manera desenfadada.

Mis dudas quedaron resueltas; sin duda era francés.

—Jean Vidocq —dijo—. Y usted debe de ser el doctor Watson.

—¿Por qué sabe mi nombre?

—Ha luchado bien, doctor —dijo sin dejar de sonreír—. ¿No le han hecho mucho daño? —Aunque sus palabras eran amables, escondían cierto tono burlón.

—No —respondí con rigidez—. Gracias.

Miré a mi alrededor. Mademoiselle La Victoire y Holmes no estaban por ninguna parte.

El francés también se dio cuenta de aquello.

Merde! —exclamó—. ¿Dónde se la ha llevado Holmes?

—¿Por qué nos conoce?

En ese momento Holmes apareció bajo la luz, solo, con mi capa y mi sombrero.

—Buen trabajo, Watson —dijo mientras me devolvía mis pertenencias—. ¡Watson, tu cuello!

—Estoy bien. —Aparté el pañuelo y vi que la herida seguía sangrando, pero solo un poco. Presioné con más fuerza.

—¿Te pondrás…? —preguntó preocupado.

—Me pondré bien. No es más que un rasguño. Mantendré la presión.

—Eres afortunado —dijo con aparente alivio.

A medida que mi respiración volvía a la normalidad, empecé a sentir el frío. Estaba agotado y confuso. Holmes y el caballero francés se conocían, pero más allá de eso no sabía nada. Acepté la capa y el sombrero y me los puse antes de sacar los guantes de los bolsillos.

—¿Qué has hecho con Chérie? —preguntó el francés.

—No es fácil encontrar un taxi a estas horas —respondió Holmes con una sonrisa—. Mademoiselle La Victoire está ya de camino a un lugar seguro.

—¿Te has marchado a buscar un taxi? —pregunté yo.

—¿Qué lugar seguro? —quiso saber Vidocq.

—A casa de un amigo de confianza —respondió Holmes, observando a nuestro aliado—. Oh, tu hombre, Vidocq. No te esperabas que el hombre bajito del estilete fuese tan ágil, ¿verdad? Obviamente era un profesional.

—Brillante deducción —contestó el francés con desprecio.

—Entonces es una suerte que estuviéramos nosotros aquí —dijo Holmes sin alterarse. Me agarró entonces del brazo—. Ahora iremos a ver a la dama —Sonrió a Vidocq—. Tú puedes ocuparte de tus asuntos más apremiantes. Que alguien le eche un vistazo a ese hombro.

Yo oí un resoplido de desdén cuando nos dimos la vuelta para marcharnos.

—¡Conozco a todos sus amigos! —gritó el hombre llamado Jean Vidocq.

—Es una pena —murmuró Holmes mientras nos alejábamos.